domingo, 26 de octubre de 2014

El testamento literario de Ángel Ganivet.

                                                          
El escultor de su alma.

Los trabajos del infatigable creador Pío Cid: La última novela de un romántico regeneracionista suicida.

Ángel Ganivet ha quedado en nuestra historia literaria como la sombra poco explorada de Miguel de Unamuno, con quien compartió en Madrid el tiempo de oposiciones a cátedra, en las que Unamuno sacaría la de griego en Salamanca y Ganivet, tras la derrota, decidiría enderezar su rumbo profesional hacia la diplomacia. La obra de Ganivet, aunque estudiada, no me parece que haya sido suficientemente valorada ni divulgada como lectura clásica, permanente. Hacía siglos profesionales –porque la esclavitud laboral se mide por siglos- que quería leer Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, cuya extensión me disuadía, ante lo perentorio de otras tareas, y ahora, por fin, he podido salirme con la mía de leer, sin presiones y con enorme satisfacción la novela-testamento del contumaz suicida, porque, rescatado de las aguas del Duina, no dudó a la hora de volverse a lanzar para consumar de todas todas su aniquilación.
Ignoraba –¿y qué no ignoro yo…?– que su última novela tuviera tan poderoso acento autobiográfico. De haberlo sabido, me hubiera operado de algo –¿quién no tiene algo escacharrado que merezca una piadosa intervención quirúrgica…?– para poder leerlo en la plácida baja de dicha “operación lectura”. Gracias a una vesícula arenosa leí durante tres semanas con inefable delectación El plantador de tabaco, de Barth, por ejemplo, cuyo protagonista Ebenezer Cooke tanto me ha recordado siempre a Ignatius Reilly, sin querer entrar nunca a averiguar el porqué. Para este método expeditivo se ha de tener, no obstante, verdadera afición al arte de la medicina y amor a la vida de hospital, rasgos infrecuentes en nuestra sociedad pero bien arraigados en mí como excéntrica singularidad.
Leídos los Trabajos… desde el inmediato acto suicida que siguió a su publicación, el libro adquiere una dimensión que no la tendría, desde luego, sin él; aunque su lectura sea igualmente interesante por el afán con que Ganivet desdoblándose en narrador y personaje, quiso hacer algo así como una narración total de su existencia. Gracias al afán bioenciclopédico de la novela tenemos un autorretrato amable que pone el acento en la individualidad sacrosanta de Ganivet como expresión de su estar en el mundo. Su carácter antisocial, su senequismo de honda raíz española, su carácter antisistema –cedamos al uso retórico de la vieja actualidad–, podríamos decir, su metafísica y su política, además de su particular retórica se reúnen en las páginas de estos trabajos de inequívoca ascendencia cervantina, porque el título evoca el último libro de Cervantes, los homónimos, y bizantinos, de Persiles y Sigismunda. Compendio de sí, lo quiso Ganivet, y puro hasta los tuétanos han salido estos Trabajos… en los que, con parsimonia galdosiana y amena filosofía propia, Ganivet no solo se desnuda en sus ideas, sino también en sus actos, porque la aventura amorosa que vertebra el relato es trasunto de la suya propia. Ganivet ideó un último volumen de la trilogía de Pío Cid –anterior fue La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pio Cid–, al que provisionalmente bautizó como El testamento de Pío Cid. Es evidente, pues, que los presentes Trabajos… llevan incluido ese carácter testamentario, a juzgar por los muchos palos que se tocan en la narración y por las incontables tomas de posición ante lo real y lo espiritual que adopta Cid en la narración, un resumen perfecto de las principales convicciones que lo alimentaron durante su corta vida de 33 años –cinco más de con los que murió Larra, con quien le une un vínculo romántico e intelectual harto evidente, que acaso merecería un pormenorizado estudio–, como se solía decir, “a la edad de Jesucristo”. Su última obra literaria no fue, sin embargo, esta novela, sino el drama místico en verso titulado El escultor de su alma, de inequívocas resonancias clásicas.
         Como “canto a sí mismo”, al modo withmaniano, hay mucho de celebración de una idea de la persona, pero también amarga constatación de sus limitaciones y, sobre todo, de la insuficiencia de una vida social y política tan atrasada como la española que él describe. Ganivet, no lo olvidemos, pasó buena parte de su vida fuera de España, en la Europa que seguía unos derroteros sociales e intelectuales por los que él transitó sin perder nunca de vista el objeto de sus trabajos: el amejoramiento de la vida política y social española. Hay, en la novela, muchas ideas brillantes y una mezcla originalísima entre Sócrates y Don Quijote, para caracterizar al protagonista, que nos permite leerla no sólo con interés sino hasta con entusiasmo: Una vez terminada la carrera se encerró en el pueblo con sus padres y allí pasó los años vegetando, como caballero pobre y que se resiste a doblar la raspa; a lo sumo, dedicaría sus ocios a leer libros y cultivar las musas, pues sólo así se explicaba su vasto y enmarañado saber. Por otro lado, el de la dialéctica socrática, sostenía Pío Cid que en una sociedad en que existe verdadero amor al saber no basta la ciencia oficial, sino que, además de los sabios de uniforme, debe haber otros que enseñen, aunque sea en camisa, sin ánimo de lucrarse con lo que dicen, y diciendo muchas cosas que sólo se pueden decir cuando se hace gustosamente el sacrificio de las propias conveniencias, y diciéndolas, no a muchos hombres reunidos, que después se van y no vuelven a acordarse más de lo que oyeron, sino a uno y luego a otros según sus entendederas, para que se les queden bien grabadas y les sirvan de aguijón que les arranque de su miserable rutina espiritual. Se nos revela, curiosamente, una excentricidad de Cid que llama mucho la atención: Una de sus extravagancias consistía en “cortar el hilo de nuestros discursos soplándonos en la frente”, lo cual coincide punto por punto con el modo como Fritz Perls, en su estancia en un monasterio zen respondió al koan que le propuso el maestro. Pero no acaba ahí el parecido, porque de Cid se nos dice en la novela que la atracción misteriosa que Pío Cid ejercía sobre todo el mundo sólo se explicaba por la rapidez con que penetraba en lo íntimo del espíritu de los demás. Cuatro palabras le bastaban para conocer a una persona y para descubrir el punto vulnerable y dominarla, lo cual es, acaso, el verdadero mérito del creador de la Gestalt reconocido e forma unánime: la capacidad de penetración psicológica inmediata.
Está claro que las narraciones y poemas que se intercalan en la obra, aunque perfectamente exigidos por el desarrollo de los acontecimientos, responden al ideal del asendereado héroe  cervantino. De hecho, una de las sugerencias más originales del libro es aquella que plantea la actividad de los maestros como una actividad caballeresca: Suponga usted, amigo don Cecilio, que todos los maestros de España que se hallan en el caso de usted [“son muchos los maestros que viven en la miseria”, dice antes] tuvieran la idea, desesperados ya, de abandonar los pueblos en que no hacen nada útil, dedicarse a recorrer la nación y a esparcir a todos los vientos la semilla de la enseñanza. Esto sería muy español; este profesorado andante haría lo que no ha hecho ni hará jamás el profesorado estable que tenemos. En nuestro país no se estima ni se respeta a quien se conoce, por mucho que valga. (…) Bajo nuestro cielo puro y diáfano, como el de Grecia, gran parte de la vida requiere aire libre y nuestro afán  de reglamentarla y meterla bajo techado, lejos de fortalecerla a va aniquilando poco a poco. A quien, acaso por equivocación, haya leído las teorías sobre la educación del anarquista usamericano Paul Goodman –que saca a alumnos y profesores a la calle para educarse en la realidad, no en un espacio de excepción–, en modo alguno le pueden sonar extrañas estas palabras de un Ganivet cuya condición de “visionario” se acrecienta a menudo que el narrador, el propio Ganivet, nos enfrenta con las excentricidades de su personaje, una creación redonda y atractiva, porque se presenta a sí mismo como un caso excepcional. Y lo es. Cid tiene recetas para casi todo, y no pocas de ellas de carácter farmacológico, dada su dedicación a la traducción de libros técnicos e todas las disciplinas inimaginables, y entre ellas la medicina, claro. Por este retrato apresurado se puede advertir la semejanza entre Pío Cid y el barojiano Silvestre Paradox, y hayla, pero muy superficial.
         La novela se nos ofrece un poco al modo plutarquiano del tercer libro de los Moralia o al de las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio. En modo alguno, que quede claro, se trata de una recolección de máximas o apotegmas que tengan a Cid como protagonista, porque hay una narración y un conflicto dramático, si bien el tono aparentemente costumbrista deja paso enseguida a la filosofía de las costumbres y a reflexiones de muy diversa naturaleza que se uncen al hilo de la historia del infatigable Pío Cid.
         Desde el punto de vista estrictamente biográfico, no puedo por menos que referirme a un suceso, el de la muerte, con tres meses, de su hija Natalia, que lo trastorna hasta el punto de desenterrar el cadáver su hija,  renunciar a comer carne y, acto seguido, caer en una crisis existencial hondísima que ni siquiera el nacimiento inmediatamente posterior de su hijo Ángel Tristán –y repárese en el nombre premonitorio del propio destino del padre– puede aliviar. La tendencia depresiva del autor, junto con una endeble alimentación y un consumo masivo de tabaco actúan como detonantes del estado de desesperación en que se sume. Hay en los Trabajos…, por cierto, una referencia nada gratuita a un autor húngaro de nacimiento pero austríaco por su lengua y su filiación literaria alemana, el romántico Nikolas Lenau.
 –Lenau… ¿Conoce usted a este poeta?
 –Es un poeta húngaro de verdadero mérito. He leído algunas poesías suyas, y sé que murió loco a consecuencia del abuso de tabaco. Bueno es que usted lo sepa, porque está siempre fumando y escupiendo, y eso no hace ningún bien a la salud.
Recordemos que Ganivet, infatigable viajero europeo, tenía un conocimiento de primera mano de muchos autores a los que incluso leía en su lengua original.
        La idea fundamental de los Trabajos… es la de la autocreación a la que todos nos hemos de dedicar, de ahí el título de su última obra: escultores de nosotros mismos hemos de ser, y ante ese trabajo cede cualquier otro. Podríamos hablar del individualismo español, como tópico reconocido, pero la creación espiritual de Ganivet tiene poco que ver con ese genio y figura con que se confunde por los hispánicos lares la creación del yo, es decir, una burda caricatura del planteamiento de Ganivet: Hay quien coloca el centro de la vida humana en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el centro en el espíritu. ¿Qué soy? Nada. ¿Qué apetezco? Nada. ¿Qué represento? Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy en el camino de ser un verdadero hombre, puesto que si existe mi personalidad sin buscar apoyo fuera de sí, es porque dentro tiene su fuerza. La construcción espiritual de uno mismo es, podríamos llamarlo así, un imperativo ético y natural, porque Ganivet no concibe el pensamiento desligado de la naturaleza, al estilo de Emerson: Para mí, la verdadera civilización es la que florece en medio de la Naturaleza. (…) El arte original nace siempre al aire libre, cuando el hombre se remonta a ideas, sin separar los pies del terruño, ni los ojos de la contemplación de las bellezas naturales. A partir de él, es evidente que esa construcción adquiere todo su sentido personal y antisocial: Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir, porque esa periferia del espíritu es donde se ahogan los verdaderos esfuerzos de quien esculpe su alma.
Su oposición a los imperativos sociales es, así pues, fundamento del yo ganivetiano: Deje usted fuera la sociedad –dijo Pío Cid–; yo no le doy ninguna importancia, y tengo la costumbre de arreglar mi vida, no como la sociedad lo dispone, sino como yo quiero. Para mí la ciencia primera y fundamental de un hombre es la de saber vivir con dignidad, eso es, ser independiente y dueño e sí mismo y poder hacer su santa voluntad sin darle cuenta a nadie. Algo que, de otra manera, sostuvo en El porvenir de España, que, junto con Idearium español, constituyen dos obras que, ¡así es nuestro país!, aún se leen con plena vigencia: [En la época de los Fueros estuvo a punto España de lograr su ideal jurídico]: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: “Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”.
Como al personaje lo convencen –dada su valía– para que se “meta a político” e inicie, por consiguiente, un viaje por su circunscripción electoral para recabar los votos oportunos que lo saquen diputado –el cuarto de los seis trabajos que se recogen en la obra–, la novela nos ofrece un visión del estado de la política poco antes de la pérdida de las colonias como lo que era:  un marasmo finisecular en el que florecieron escritores noventayochistas, entre los que se ha de considerar a Ganivet, por supuesto, aunque cuando se escribe la nómina de la generación suele obviársele. Su visión de nuestro país la declaró más por extenso en los dos ensayos citados: El porvenir de España e Idearium español, pero la novela nos ofrece, en carne viva, un retazo patético de la podrida vida política de la Restauración, a la que ha acabado pareciéndose tanto, con aquella alternancia, la presente de la restauración de la democracia mediante la Transición: En nuestro amado país –dijo Pío Cid– todos los centros gubernativos debían llevar una partícula negativa. Tendríamos Ministerio de la Desgobernación y de la Desgracia, de la Sinhacienda y de la Sinmarina, y así por el estilo. Lo único que hoy tenemos en España es ignorancia y orgullo, no se puede pedir más perfecta representación de lo que somos. Ese orgullo es bueno; algún día vendrá el saber, y todo se andará. Nosotros no conocemos más que dos orgullos: el aristocrático y el militar. El día que tengamos el orgullo intelectual, podremos aspirar a algo. Y hasta tercia, Ganivet, en el candente problema de la reforma constitucional:
         -¿Cree usted que las instituciones actuales son una solución definitiva de nuestra organización política general, y que se ha cerrado ya el período constituyente y que no se debe tocar en adelante a la leyes fundamentales del Estado?
         -¿Cómo he de creer yo semejante desatino? –contestó Pìo Cid, casi indignado.
         Contra esa caótica acción institucional, contra ese desgobierno constante y contumaz, Ganivet defiende la revolución individual, porque asumir la individualidad que participa, desde ella, en el bien común es a lo mejor a lo que puede aspirar la patria: Yo creo que enseñar vale más que gobernar, y que el verdadero hombre de Estado no es el que da leyes, que no sirven para nada, sino el que se esfuerza por levantar la condición del hombre. Quienquiera que haga de un tonto un discreto, de un haragán un trabajador, de un tunante un hombre de bien, ha hecho, él solo, más que diez generaciones de hombres políticos, de esos que se contentan con ver funcionar por fuera el mecanismo de las instituciones. Y ello, en un momento dado de la novela, después de haber recorrido la miseria y la casi esclavitud de las gentes del campo andaluz, le lleva a planteamientos cuya radicalidad no necesita comentario ninguno: La propiedad, lejos de ser un estímulo, es la expresión de la fuerza que domina hoy con no menos suavidad que la de las armas. El arte de trabajar no tiene nada que ver con el de enriquecerse; el que aprende a trabajar ha aprendido a ser eternamente pobre; para ser rico hay que aprender a explotar a los que trabajan; para ser millonario hay que saber engañar a los explotadores. Cosificados, pues, por una estructura de explotación masiva,  toda la novela, como la obra en general de Ganivet, es un grito de defensa de la radical individualidad que lo animó y que habría, según él, de animarnos a todos, porque: qué culpa tengo yo de que la mayor parte de los hombres sean como las mercancías que van de un punto a otro, que para que lleguen a su destino hay que pegarles una etiqueta? Yo, malo o bueno, me tengo por hombre, y no tolero que me facture nadie. Al fin y al cabo, esa insobornable fidelidad a uno mismo es lo único que puede justificar nuestra existencia: Cada cual debe ser por fuera lo que es por dentro; el que se retoca para no parecer lo que es, da mala idea de sí mismo, puesto que él mismo empieza por despreciarse.
         Es evidente que los recursos estilísticos no le quitaban el sueño al autor, pero no lo es menos que en el trabajo dedicado a la política hay una recreación del lenguaje popular de los agricultores analfabetos muy digno de nota. Así mismo, no son pocas las expresiones de corte nítidamente granadino que se intercalan en el texto, confirmando esa característica tan propia de los noventayochistas: la recuperación de los usos lingüísticos propios del pueblo como señal de identidad nacional. Desde esta perspectiva, añado, a modo de apéndice (no extirpable) esta suma de expresiones que harán las delicias de los filofilólogos:
La costumbre que hay de que las patronas sueltas tengan algún requeleque. [Localismo granadino. Aparece en la pág.271 de Entre Beiro y Dauro, de Antonio Joaquín Afán de Ribera: ¿La planchadorcilla tendrá su requeleque como todas? Algún novio artesonado, que luego le cuente con el palo las costillas. Estas casas de tiritaña parecen hechas con papel mascado: Tela endeble de seda; cosa de poca sustancia o entidad. Echó una alforza monumental: costurón, cicatriz, grieta. Usado para nombrar lo que se deja de contar, para hacer una elipsis narrativa. Una mujer gatera: Placera, especialmente la que vende verduras (verdulera, pues, con el sentido peyorativo por delante). Entelerido: Sobrecogido de frío o pavor. Poner en lo ancho de la calle: Juramento que se pronuncia haciendo una cruz con los dedos pulgar e índice. ¡Por éstas, que me las tienes que pagar! Piedra javaluna: caliza negra veteada de blanco. Andar a gascas: andar a gatas. Estar alguien de media anqueta: Estar mal sentado o sentado a medias. Venir con dolamas: enfermedades propias y ocultas de las caballerías. Y cruz y luz: Y sanseacabó. Estar en las guías: estar muy delgado.  Se pintaba sola para meter la peste en un cañuto.
Cierro, sin embargo, con dos citas de la novela cuyo carácter premonitorio sume al lector en el ámbito insondable de lo ineluctable:
El egoísmo amoroso es el más violento de todos los egoísmos.

No tengo interés por estar aquí ni en ninguna parte del mundo. Todo me parece lo mismo y en todas partes me encuentro como el pez en el agua…, en agua sucia, se entiende.

2 comentarios:

  1. No he leído en absoluto a Ganivet. Mi atención al supuesto noventa y ocho que nunca acaba de irse de nuestros criterios se ha centrado en los más canónicos a los que he leído extensamente. Ganivet, no sé por qué, ha quedado fuera de mi indagación aunque su muerte y la extrañeza a que puede dar lugar, podría haberme atraído hacia él. No creo que lo lea. Uno a cierta edad va limitando sus expectativas de lo que puede ser leído y va afinando sus elecciones. Simplemente, tomo nota de esta referencia a Los trabajos del infatigable Pío Cid que resulta a fe mía excitante e incitante pues ilumina a alguien que para mí estaba en la sombra. ¡Qué incierta es la fortuna crítica! Hay autores que son universalmente reconocidos y estudiados y otros que quedan en penumbra por más alto e interesante que haya sido su valor, lo que parece en el caso de Ganivet. La reflexión final de encontrarse como el pez, en agua sucia, la hago mía. Es la descripción más exacta de lo que siento.

    Saludos.

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    1. Yo lo he leído profusamente, y comencé por sus Cartas finlandesas, tan interesantes para los amantes de otras culturas. El Idearium español y El porvenir de España me revelaron a un pensador tan potente y original como Unamuno, de quien fue amigo. Empecé con pereza la novela que reseño, pero la acabé con pasión: hay mucho dentro de ella y todo muy interesante, pero puedo entender que esto tenga más de vicio incomprensible que de juicio ecuánime, por supuesto.

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