viernes, 18 de diciembre de 2020

«Els diners bruts de l’honorable senyora Rita», de Xavier Rigall Torrent: la vena corrosiva del humor catalán.

 


Un No-Marlowe cassolà investiga en la Ciudad Inmortal el robo de una herencia en negro procedente de un burdel...  La incorrección política desnudando la corrección política...

De ninguno de los libros de mi biblioteca puedo decir que haya ido corriendo a comprarlo, salvo este de Xavier Rigall. Probé, andando, en la FNAC y en La Central del Raval, pero no hubo suerte -que es propio de las joyas esconderse-, pero, puesto el autor en conocimiento de mi frustración, enseguida me dijeron en su editorial que disponían de ejemplares en La ciutat invisible, una diáfana y bien surtida librería de la calle Riera d’Escuder, casi esquina con la calle Sants. Como de natural soy perezoso, y eso cae lejos de Pl. Universidad, decidí que lo mejor era enchandalarme, atarme a la muñeca el magnífico Polar que me mide hasta el azúcar en sangre…, meter el billete de 20€ en una bolsita de plástico para que no se me esfilargasés al ir a pagar, por efecto del sudor, y llevar otra, un poco más grande, para proteger el libro en el camino de regreso, tan sudado como el de ida. Y así lo hice. Me calcé las Asics (ánima sana in córpore sano), los pantalones y la camiseta y pasando por l’Escorxador -adonde me llevan los pies como norte de la única metáfora que admite el esfuerzo de un fondista fondón-, al que le di cinco vueltas para alargar el entrenamiento, seguí hacia mi destino recóndito. Confieso que, embebido en mi esfuerzo, me pasé de largo y acabé llegando casi hasta donde BCN pierde su vasto nombre y empieza el de L’H, pero eso tiene el correr “a lo largo”. Retrocedí y, después de preguntar a un desconocido, en BCN casi todos lo son, di con la calle, con la librería y con el libro deseado. Pagué con el billete incólume, resguardé la “joya” con la bolsa de plástico, me la puse en la espalda, sujetada por el cinturón de bidones de agua isotónica que es mi gran aliado en los entrenamientos y salí de naja para casa, feliz como el clásico gínjol.

Superada la aventura de la compra, quedaba lo que yo intuía como una divertida travesía lectora desde que conocí los gorjeos del autor en Gorjeolandia, ese espacio aéreo poblada por tantas aves canoras no especialmente afinadas ni todas ellas capaces de una ironía auténtica y divertida, como la que sí practica Xavier Rigall;  la mayoría de esas aves, de hecho, suelen ser más *cañonistas que propiamente canoras, pero la posibilidad de silenciarlas hace más plácida la estancia en la plataforma preferida de los nefelibatas. He ido leyendo muy poco a poco, porque de ese modo alargaba la buena compañía, algo así como ese güisqui de treinta y seis años que se bebe con dedal, aunque lo propio sería haber hecho la comparación con el vodka, pues el protagonista, Bernat Parellada, debe de saberlo todo sobre el vodka, pero yo, como abstemio premium, soy un profano tanto en este como en aquel.

La historia de un detective que se presenta así: No visc a Los Angeles sinó en una ciutat que es pensa que és el que no és y así: Com que soc una persona que sempre vaig a la meva, que no em fico en grupets polítics, culturals, gastronòmics ni de cap tipus, el meu cercle d’amics es força reduït, ya da a entender que es una lectura que se abre con buen pie, porque Bernat Parellada, experiodista, es un ser singular y propiamente periférico al núcleo duro de la realidad impostada en que viven la mayoría de personajes de la ciudad Inmortal, como se suele conocer a Gerona, creyéndose lo que no son y viviendo un permanente «como si» cuya naturaleza perversa va a elucidar el personaje encargado de descubrir al ladrón de una jugosa herencia de casi un millón de euros procedentes de un burdel y no declarados a la Hacienda pública.

Estamos, pues, ante una novela policiaca que hace de la crítica social «al paso», como se pone de manifiesto en la declaración de Martirià Banyuls, un personaje secundario de la trama: Jo soc de família pobra: vaig néixer durant la guerra, la postguerra va ser molt dura, no vaig no estudiar; però és igual, avui estudia tothom i ningú no sap res, uno de sus grandes atractivos, porque nada se libra de los comentario mordaces, uno por activa y el otro por pasiva, de la pareja protagonista del libro: el investigador y quien no tarda mucho en declararse su «secretaria»: Úrsula, el complemento y acoplamiento perfecto para el investigador. Desde que la ávida (de dar y recibir afecto y sexo) Úrsula se cruza en su camino, la investigación acrecienta su interés, porque se trata de un personaje tan polifacético como simple y tan aficionado al vodka como el propio protagonista, y no es el alcohol lo que los hace inseparables, ciertamente, pero a toda esa jugosa información han de acceder los lectores por sí mismos, sin que el crítico atorrante y sicalíptico de turno -léase mi menda leyenda- se lo chafe. Recuerdo que es una novela policiaca, lo que en las películas sería un «thriller» cómico, como, por ejemplo, Detective con rubia, de Frank Tashlin, con una inspiradísima caracterización de Poirot por parte de Tony Randall. Y que transcurre en Gerona, ciudad que le disputa a Vic ser el cor de la Catalunya eterna, pero en la que  vaig anar a aquell quiosc perquè avui dia és molt difícil trobar un quiosc a Girona, i més un que estigui obert el diumenge, i aquell és el que queda més a prop de casa, perquè jo visc en un pis aquí sobre la sagristia. Una ciudad donde, como se queja el narrador-protagonista: En totes les ciutats les oficines públiques se solen posar al centre, a Girona les posen tan lluny com poden y en donde al diario de referencia,  El progrés de Girona,  no hi sortirà mai cap notçicia que faci quedal malament els que manen a la ciutat.

 En el plano de la literatura, he de reconocer que el modelo más cercano, si bien en lengua distinta, es el del detective loco de Eduardo Mendoza, que nos dio dos memorables obras iniciales y tres secuelas infumables. Buena parte del humor que construye Rigall con una naturalidad envidiable y un ritmo conseguidísimo tiene, a mi profano entender, ese toque del absurdo chocando con el establishment y las necedades de la corrección política, porque en la novela de Rigall, dicho sea  en plata, no se salva ni dios…, como esa calle de Santa Clara, la más posh de Gerona, a la que los socios anticapitalistas que apoyan al alcalde, lo que a este no le importa porque no hi ha cap problema, són tots nois de casa bona,  quieren renombrar como Calle Hugo Chávez, aunque el partido Ultraroig hace campaña para evitarlo, porque era un tebi, un revolucionari de pacotilla. Los ultrarrojos quieren que le pongan Ióssif Stalin. Más allá de la referencia literaria de Mendoza, y ciñéndome a la literatura propiamente en catalán, reconozco que las «maneras» de Rigall me han recordado mucho las de uno de mis escritores favoritos, Llorenç Villalonga, cuya obra L’hereva de dona Obdulia, siquiera sea por la cercanía del título, me la ha recordado. Insisto, son de géneros muy distintos, pero la ironía que desmonta el negoci moral de la burguesía provinciana sí que la reconozco en esta novela de Rigall.

La capacidad crítica del autor halla siempre, a cada paso de su dúo protagonista, motivo de mofa, de befa y aun de escarnio. Desde la ex del protagonista, que es una jefa de los mossos, de aquellas «de armas tomar», hasta el novio de la hija de ambos, Ferran, que es la encarnación viva de la corrección política tontuna,  pasando por el alcalde y otros personajes menos relevantes y aun episódicos, el autor no desperdicia la ocasión de enfrentar una realidad pacata a la acción corrosiva y casi anárquica de la pareja protagonista, en el fondo dos moralistas amorales dispuestos a cualquier transgresión pero respetando principios sagrados de los que permiten vivir con fidelidad a uno mismo para no saberse parte del negoci -este bastante más brut  (¡casi brut nature!) que los dineros que hereda la señora Rita- del que hablaba antes.

O yo tengo un sentido del humor disparatado, que bien podría ser, o hace mucho tiempo que no caía en mis manos una novelita en catalán tan divertida y con un humor tan gratificante, porque está construido sobre la burla eficaz de la hipocresía, del cinismo y del lenguaje y la acción políticamente correctos, como se advierte en este reconocimiento del autor, profesor en sus ratos «no libres»..: En molts instituts és difícil fer classe: els professors poden ser més bons o menys, més treballadors o menús, més conscienciats o menys, però poc poden fer si les circumstàncies impedeixen que puguin fer res.

Está claro que Parellada no es Marlowe, ni Gerona es Los Angeles, pero a cualquiera que se plantee leer algo divertido e inteligente, como ha de ser siempre el mejor humor, que no lo dude, Els diners bruts de l’honorable senyora Rita es «su» libro y lo recomendará tan fervientemente como yo lo estoy haciendo, porque en estos tiempos covideños de distancia, miedo y prevención, echarse unas risas, y a veces carcajadas, no tiene precio… ¡Cómo no va a empatizar un lector que se define tan apodícticamente como el narrador-protagonista:

-Bernat -em va demanar l’alcalde-, tu com et definiries ideològicament?

-En essència, podríem dir que la meva ideologia preferida és la que em toqui menys els collons.

Quienes hayan vivido en Gerona, como yo tuve la suerte de hacerlo cuando nadaba para el GEiEG, allá por los 70 del pasado siglo, tendrán el plus añadido de disfrutar del modo como Rigall afronta una historia «provinciana», hoy en día diríamos vegueriana o «comarcal», con la facilidad con la que el escalpelo abre camino a las manos del cirujano para poner al descubierto esos males enquistados de los microcosmos... La habilidad del autor para la construcción de los personajes, aunque tienda hacia la parodia y el sainete -en la bienhumorada tradición de Pitarra o del Rusiñol de La niña gorda-, aumentan el disfrute del lector. Al fin y al cabo, la máxima creación de la novela es la del primer personaje, el narrador, al hilo de cuyas palabras seguimos, regocijados, las aventuras de los protagonistas. El magnífico catalán coloquial de la obra, alejado de las empingorotadas ínfulas del noucentisme hard core, hace la lectura adecuada incluso para lectores que no tengan el catalán entre sus lenguas habituales o entre quienes lo tengan como lengua pasiva después de haberlo estudiado algún tiempo. Lo digo porque dudo mucho de que el humor de la obra, con resortes tan lingüísticos en muchas ocasiones, funcione de igual manera en una traducción, aunque es cierto que hay muchos pasajes en los que el humor se desprende de la acción y no tanto de la lengua en que se narra.

Bueno, pues ya lo sabe todo el mundo (que tenga a bien leer esta recensión, por supuesto…): Els diners bruts de l’honorable senyora Rita es todo un indiscutible placer lector.

miércoles, 16 de diciembre de 2020

«El misántropo», de Menandro y «El misántropo» de Molière: dos aproximaciones distintas y un mismo «error» verdadero.

 


El difícil rechazo de la propia especie: la misantropía o el hartazgo de la sociabilidad reptiliana: verdad y caricatura de una caracterología. 

         Grande ha sido mi decepción. Tan grande como grandes son los autores a lo que revisito llevado por la emoción de confirmar lo que yace en el inconsciente colectivo: que ambos textos habían fijado «de una vez por todas» un carácter tan particular y reconocible como el del «misántropo».  Vivía con esa idea, pero la relectura de ambas obras me ha convencido de que las dos apenas se quedan en la superficie más tópica del retrato de ese carácter más extendido de lo que se cree y menos conocido de lo que se piensa. De hecho, ¿quién no se ha reconocido como misántropo alguna vez, superado por las exigencias de la vida en sociedad o por los compromisos familiares, de amistad y de  mera solidaridad, tan frecuente en nuestra sociedad? ¿Quién hay que no haya llegado a la conclusión de Alcestes, al final de la obra de Molière?: Traicionado por todas partes, abrumado por mil injusticias, voy a huir del abismo en que triunfan los vicios y a buscar en la tierra un lugar retirado donde pueda permitirme la libertad de ser un hombre de honor. Es decir, que a lo largo de la obra, el temible misántropo cultiva su carácter casi como un disfraz que le ahorra ciertas inconveniencias de la vida social, y le permite sustraerse a compromisos que juzga indeseables, siempre, eso sí, que esa careta con que pone freno a la relación con los demás no le impida conseguir el amor de a quien desea con fervor, lo cual ya nos permite dudar de la «seriedad», digámoslo así, de su misantropía. Ese «lugar retirado» es en el que vive el misántropo de Menandro, cuidándose de sí y conviviendo con una hija, pero rehuyendo todo otro trato con sus iguales, incluso con su propia mujer, de la que vive separado. Cnemón está orgulloso de su manera de ser, y le parece propiamente un ideal, tal y como le revela a su hijo: No es propio de un hombre hablar más de lo debido. Sin embargo, tienes que saber algo, hijo, pues quiero decirte unas pocas cosas sobre mí y mi carácter. Si todos fueran como yo, no habría tribunales, ni los hombres llevarían a la cárcel a sus semejantes, ni habría guerra, cada uno se contentaría con tener lo justo. Pero quizá os agraden más las cosas como son. El enredo de la obra, que incluye un romance y exige un final feliz, implica que Cnemón caiga en un pozo y que sea rescatado por su criado, razón por la cual entra él en la razón de no impedir que se acerquen a su hija con la intención de desposarse con ella. En la Comedia Nueva, la propia de Menandro, había un propósito moralizador que no lo hay ya en el teatro de Molière, aunque en este el carácter del personaje se define de forma más exhaustiva y Alcestes se declara por extenso e intenso sobre -y en eso coincide con Cnemón- lo contento que está con su propia manera de ser: Nada aborrezco tanto como las contorsiones de todos esos grandes hacedores de protesta, esos afables donantes de frívolos abrazos, esos obligados voceros de inútiles palabras que con todos realizan alardes de cortesía y tratan de igual modo al honrado que al fatuo.  […] La estimación tiene como base alguna preferencia, y estimar a todo el mundo es no estimar a nadie. […] Rechazo la excesiva complacencia de un corazón que no hace del mérito ninguna diferencia; quiero que se me distinga, y hablándoos con franqueza, ser amigo del género humano no me cuadra en absoluto. […] Quiero que el hombre sea hombre, y que en cualquier momento se revele el fondo de nuestro corazón en nuestras palabras. […] Me hiere y me disgusta mortalmente ver la complacencia que se tiene para el vicio; y a veces siento impulsos repentinos de huir a un desierto, del trato de los hombres. Tan es así, que uno de sus interlocutores ha de recordarle la necesidad que tenemos de sociabilidad, razón por la cual hemos de practicar la tolerancia para con los demás, alejándonos del rigor del juicio severo que nos aísla: Hay que apenarse un poco menos por las costumbres de la época y disculpar un poco más la naturaleza humana. […] En el mundo, es preciso saber ser tratable; a fuerza de cordura, podemos hacernos insufribles. Alcestes, al final, es víctima de ese severo  carácter suyo insufrible que no acepta los términos medios de una discreta mentira en aras de la convivencia. Pagado de sí mismo, reconoce, sin embargo, que su propia tranquilidad espiritual depende de ser amado por quien en modo alguno está dispuesta a transigir con esa endemoniada y altiva manera de ser que mira a todo el mundo por encima del hombro, como cuando desprecia al poeta que busca la alabanza y solo recibe la destemplanza: ORONTE: ¿No podría saber lo que os parece mi soneto? ALCESTE: Francamente, es como para guardarlo en un bargueño. En estos enredos sociales de menor interés se desenvuelve la obra como un fresco social en el que la misantropía no acaba de perfilarse adecuadamente, sino como un rechazo al trato que proviene delo que podría ser una justificada esquivez de la trivialidad, la banalidad y la superficialidad, a juzgar por cómo se describen otros personajes de esa sociedad de la que el misántropo quiere alejarse, como este en boca de Celimena: Es un hombre todo misterio, de pies a cabeza, que os lanza al paso miradas enfebrecidas, y que sin tarea alguna que se conozca, anda siempre atareado. Os habla siempre con abundancia de gestos, y, a fuerza de cumplidos, fatiga a todo el mundo; dispone siempre de un secreto, que comunica en voz baja […] y ese secreto luego resulta que no es nada […], y lo dice todo al oído, inclusive los buenos días.

         Bien se advierte, pues, que tenemos, en la literatura, un cierto problema con la misantropía que no raye en lo delictuoso de Unabomber, ni en la psicopatología, al estilo del personaje cinematográfico de Mejor…imposible, de James L. Brooks o de un personaje real como el autor de El guardián entre el centeno, J.D.Salinger, cuya aversión, más que a sus semejantes, lo era contra los media. En cualquier caso, lo que está claro es que la misantropía tiene más de tópico caracterológico que de realidad explorada psicológicamente hasta sus últimas consecuencias, acaso como lo intento Herman Hesse en El lobo estepario, una obra que no admite una relectura pasados los preceptivos veinte años de la primera; pero eso les ocurre a muchas novelas de las que solemos calificar como “de ideas”, que envejecen muy mal.

         A mi modesto entender de persona usualmente cordial, de fácil trato y dispuesto a pegar la hebra con el mismísimo Mefistófeles, si se tercia, la misantropía tiene más de reacción pasajera y defensiva que propiamente de una personalidad cuajada e inmodificable que nos acompaña a lo largo de la existencia. Es cierto que hay personas incompatibles con la vida y que escogen, a la que pueden, el camino de desparecer de este mundo, y todos mis respetos para ellas. Otros son huraños, esquivos, malhumorados y de trato prácticamente imposible, lo cual no implica que ello afecte a cualquier semejante, sino solo a algunos en particular y por razones que a esas mismas personas se les escapan. El mal genio, que sería la máxima atenuación de la misantropía, está tan extendido que, si por ello juzgáramos a las personas, poca sociedad cordial iba a quedársenos. Ebenezer Scrooge es una simplificación ternurista del misántropo, y me parece más apropiada la inteligente plasmación de ese carácter que nos encontramos en La piedra lunar, de Wilkie Collins, en la persona del mayordomo Betteredge, lector ferviente, por cierto, de las aventuras de un hombre «reducido» a la soledad por causa de fuerza mayor, lo que equivale a una suerte de misantropía obligada que solo se atenúa con el descubrimiento y la evangelización de Viernes.

         A todos en un momento u otro nos molestan nuestros semejantes y todos hemos deseado, como Alcestes, retirarnos a una isla desierta donde no nos importune la presencia de los demás, con sus expectativas o sus exigencias respecto de nosotros. Son muchas las personas cuyo ideal de vida consiste en colgarse de la frente la percha de cartón de los hoteles que nos asegura un descanso más largo del habitual: Please Do not Disturb…, y hay no pocas personas que con su frialdad polar marcan unas distancias que hacen imposible siquiera el acercamiento de la cortesía mínima que garantiza la convivencia. Pero tengo para mí que lo que demasiado alegremente llamamos misantropía, es decir, en toda su crudeza: «odio a nuestros semejantes», solo puede darse si media una de esas perturbaciones mentales graves que he señalado con anterioridad. Creo que estamos determinados genéticamente, como especie sociable que somos, a la colaboración con nuestros semejantes, y que solo a través de esa cooperación forjamos, incluso, nuestra personalidad individual. De ahí, por lo tanto, la dificultad intrínseca para perfilar el «tipo» literario del misántropo, cuyas personificaciones siempre acaban pareciéndonos «acartonadas», «envaradas», ajustadas a un patrón fácilmente reconocible, pálidos reflejos, en definitiva,  de lo que el terrible concepto contenido en el calificativo, «odio»,  suele provocar. No es menos relevante, a los efectos de estas consideraciones, que tanto Menandro como Molière nos hablen del misántropo en dos comedias con las que nos quieren hacer reír, porque, para ellos, como para la mayoría de nosotros, la misantropía, peca más de ridícula que de peligrosa para la paz social.

 

 

domingo, 6 de diciembre de 2020

«Orbe», de Juan Larrea: el testimonio autobiográfico de un ultraísta vital.


 

«Yo soy el protagonista, hoy yo soy el protagonista, yo soy mi protagonista», frase obsesiva y gratuita que durante un día entero salió mil veces de mis labios en Madrid 1929.

         Juan Larrea, en una excelente, pero cortísima, entrevista concedida a RTVE, para el programa A fondo, presentado por Joaquín Soler Serrano, una joya videográfica para la literatura española y universal, se define como  «ultraísta», pero no como miembro del efímero movimiento vanguardista encabezado por  el portentoso poeta Vicente Huidobro, sino ultraísta del «Plus Vltra» del escudo de la bandera de España. Larrea es un poeta de la trascendencia, un poeta que vivió su vida poéticamente -aventurero del espíritu, se autodefine- , sometido al gobierno que el azar, la casualidad, lo inesperado y lo subconsciente le determinaron a lo largo de su vida, regida por decisiones, como la de irse de España a Francia o de Francia al Perú, dictadas por «arrebatos» del azar que tiraban de él en cualesquiera direcciones que siguió en su asendereada vida. O como él mismo se retrata en estas páginas: Nunca me he poseído totalmente, es decir, nunca mi yo percibido como tal ha sido dueño de las fuerzas que han manejado desde dentro de mí mi vida. […] Vivo en una niebla pertinaz de mí mismo.

Recordemos que con cuatro años fue enviado desde Bilbao a vivir en Madrid con una abuela y que, después, hace el bachillerato en Miranda de Ebro. Ignoro si en régimen de internado o en casa de algún familiar, pero a lo que voy es a que por fuerza hubo el joven Larrea de desarrollar un carácter introspectivo, como lo demuestra, más que en su poesía, un género que cultiva desde los 12 años, pero que abandona en 1930 la poesía, coincidiendo con el paso hacia el «más allá» vital que significa el viaje a Perú con su mujer embarazada, de la que recuerda esta hermosa coincidencia del azar objetivo surrealista: Me acuerdo también de que al planear mi viaje a la cordillera del Perú me di cuenta, al pensar que tenía que pasar por Arequipa y encontrándose Guite embarazada, que la palabra Arequipa en un trastrueque de sílabas producía Aquí pare. Y en efecto, allí de un modo natural nació mi hoja Luciana. Curioso juego al que también se presta el nombre de mi hija Luz y Ana encontrado por casualidad en un árbol.

Esta reflexión, que aparece hacia el final de Orbe, publicado en España, gracias a los desvelos de Pere Gimferrer, ¡en 1990!,  es la que abre las que haré a partir de ahora para celebrar este texto autobiográfico de Juan Larrea en el que podemos descubrir buena parte de la personalidad que alumbró su poesía y  el ensayismo de carácter simbólico en el que se afanó durante el resto de su producción literaria, empezando por la devoción fraternal con la que dedicó  largos años de su vida al estudio de la obra de a quien él consideraba propiamente como su hermano: César Vallejo. A pesar de la valiosa colección de arte precolombino que logró reunir en Perú, gracias al dinero de la herencia que le tocó tras el fallecimiento de su madre, y de la dedicación al más importante poeta peruano de toda la Historia del país andino, la vida de Larrea es una prodigiosa mezcla de azares que se mezclan con una dedicación intelectual que deja atrás el mundo de la poesía para meterse en la investigación de esos misterios numinosos en los que creía tan lúdica pero fervientemente. A lo largo de Orbe advertimos algunos de ellos, como el de la fijación con los décimos de lotería de Navidad que supuestamente ha descubierto que le habían de tocar:  pensé que era ocasión de adquirir el medio billete de Navidad que había decidido comprar. […] Estos días he pensado que la cifra numérica del billete debía atraerme sin saber por qué, llevando en sí una significación que solo conocería más tarde. […] Regresé al punto de partida, entré a la lotería y pedí que me enseñaran los billetes que tuvieran. Solo tenían tres. Un medio billete del 6614 y dos billetes enteros. Adquirí para mí el medio billete y, cumpliendo el encargo de M.L., compré un décimo de uno y dos del otro que quedaban. ¿Qué habrá en la vida que no esté relacionado? o como el revelado en la entrevista mencionada, el ganador de una carrera de caballos también entrevisto por azar,  quizás porque el nombre del caballo, Baccarat, alude a un juego de cartas y, por metátesis, también puede asociarse con la palabra  baraka, “capacidad de hacer milagros” en árabe, ¡ni el mismísimo Larrea podía explicar la auténtica razón, salvo que se vio impelido a apostar por él todo su dinero y ganó!

Orbe, en la medida en que fue escrito a modo de diario personal y sin la intención de publicarlo, es un texto muy apropiado para «conocer» a Larrea o, por lo menos, la versión de sí mismo que él nos da con notable sinceridad, si atendemos a cómo entramos en el texto:  Mi insuficiencia nerviosa unas veces me produjo enfermedades o trastornos físicos, después obsesiones, después ambas cosas a la vez. Ahora solo complicaciones psíquicas. […] Imposibilidad de interesarse por otra cosa que no sea yo, con una constante y obsesiva introspección. Cosa curiosa porque la sensación del yo no existe. Este tipo de revelaciones psíquicas: la sensación del yo no existe nos va a ir marcando la lectura, pródiga en planteamientos y muy parca en conclusiones, porque el pasmo de Larrea ante la realidad procede, siempre, de la percepción intuitiva de los hilos misteriosos que tejen la realidad tal y como se nos ofrece a los sentidos. Pero no rehúye, con todo, la definición que se aproxime a lo que nos quiere dar a entender: El yo es la capacidad de ver, de inteligir la realidad objetiva y subjetiva. Y es la realidad misma, situada en punto muerto de la transmutación de dos elementos, puesto que en cuanto el yo se enferma o baja simplemente de presión, el sentido de la realidad se ausenta y cae por los despeñaderos de su propio vacío. Seguir el desarrollo de Orbe tiene un aliciente añadido nunca sabemos, de una página para otra, sobre qué aspecto de la realidad va a recaer la atención del autor, exceptuando su propia persona, que es un a modo de hilo conductor del diario, por más que las digresiones acaben convirtiéndose en «claves» para entender la personalidad del escritor.

Ser un excelente poeta visionario y un ultraísta vital militante en modo alguno garantiza que tus opiniones políticas tengan un plus de racionalidad o de interés objetivo, porque el modo francamente «peculiar» de entender la realidad de un personaje como Larrea le puede conducir a sustentar opiniones tan encontradas como las siguientes: En el estado actual del mundo creer en las imaginaciones de justicia social universal propuestas por las clases trabajadoras es una ingenuidad de espíritus simples, que no llegan a apercibirse de la mayor justicia a que el mundo tiende a través de su inconsciencia y Alemania tiende hacia un nacionalismo rabioso. Nacionalismo que por una parte pone dique a todo peligro bolchevique y por otra moderará el espíritu excesivamente posesivo de Francia. No hay que asustarse de los gestos de los hitlerianos, antes por el contrario son la mejor garantía del destino colectivo del mundo. Quizás su convencimiento de que el tiempo que rige a la humanidad es distinto del que rige a cada hombre explique hasta cierto punto su peculiar análisis político, una realidad sobre la que no abunda en demasía en el libro, ¡gracias a Hermes!

Recordemos que Larrea pertenece a una época en la que no solo las vanguardias artística defienden el «irracionalismo», sino también ciertos movimientos políticos, como los fascismos de los 30. Añadamos la atención que se le presta en aquellos años 20 y 30 a los fenómenos paranormales y a las experiencias ocultistas que ya había sembrado la generación modernista anterior: Pessoa y Hitler, por ejemplo, coincidían en la misma pasión por el ocultismo; Valle-Inclán los precedió con su obra La lámpara maravillosa y el «reinado» de Madame Blavatsky y su «tesosofía». El Berlín de finales de los 20, por ejemplo, era un auténtico hervidero de predicadores farsantes a cuyo lado los telepredicadores de las televisiones usamericanas son auténticos charlatanes de feria. No estoy diciendo en modo alguno que la pasión de Larrea por lo críptico y lo misterioso linde con el charlatanismo porque la motivación simbólica de ese mundo que subyace al mundo de la cotidianidad forma más parte de la semiología que de la chalanería. Por otro lado, la considerable importancia que Larrea concede a los sueños, siguiendo, sin duda, el poderoso influjo que en el surrealismo en el que le encuadraron artísticamente tuvo el famosísimo libro de Freud: Los sueños, abre un capítulo de enorme importancia en su biografía: ¿No habrá otras realidades impalpables, otros mundos que dejan su huella en la formación del sueño? Me interrogo por pura retórica, porque hace mucho tiempo que tengo la seguridad íntima de que esto es cierto y ya otras veces he pretendido analizar algunos de mis sueños con este espíritu, sabiendo que su contenido era más complejo. Tengámoslo presente, porque buena parte de la vida de Larrea se ajustó, también, al contenido de esos sueños, como en el que vio a su hijo rubio, en posición fetal sobre su propio vientre, como un embarazo no solo ectópico, sino extracorporal, justo antes de darlo a luz, o mejor dicho, de que se lo sacaran a la luz con fórceps…

La preocupación teórica sobre la poesía, sus herramientas, sus límites y su función aparece una y otra vez a lo largo de libro, y nunca defrauda, el autor, a la hora de aplicar la lupa hermenéutica, porque, a su juicio, la suya era una época de bajada a los infiernos nuestra época. […] Gerardo de Nerval hizo su bajada a los infiernos, su bajada profética e involuntaria. Rimbaud en su semi-estado de voluntad hizo como que bajaba profetizando la futura y general bajada. Pero él no pudo bajar. Lautréamont se lanzó al vacío. Los surrealistas cayeron dentro, y quizás por ello mismo  el lenguaje empleado por los surrealistas tiende a ser un lenguaje directo, es decir, a ser la expresión inmediata de un estado de espíritu personal correspondiente a cierto estado colectivo. […] Si el hombre tiene voluntad completa, el arte se manifiesta a través de esa voluntad. […] El surrealismo tiende a la manifestación de la voluntad involuntaria, de lo que obra en su inconsciente, de lo que no pertenece en cierto modo a su individualidad. La razón de su preocupación ético-estética procede de la conciencia de estar viviendo una época de crisis no solo económica o social, sino, por lo que a él le afecta, estética, si bien las fuerzas políticas obrantes en aquellos tiempos, sobre todo el marxismo-leninismo, intentan poner el arte a su servicio: Por otra parte, asistimos a la tentativa de imponer al arte una nueva servidumbre, en convertirlo en instrumento de una idea política. Así sucede en Rusia, así en la nueva orientación surrealista. […] Durante estos últimos tiempos el arte es generalmente producto de la represión que la colectividad ejerce exteriormente sobre el individuo. Pero como el individuo obedece en su existencia a las leyes íntimas de la colectividad, el artista es producto de la represión del exterior sobre el interior. Ahí ha quedado formado un campo, el campo del sueño, de los deseos no realizados, de las apetencias individuales que sirve de compensación. Es decir, que tiene un valor religioso.

Del hecho de que la atención de Larrea se fija en los resortes cotidianos de la existencia, deducimos la inmensa curiosidad del poeta por todas las manifestaciones de la vida sin establecer una jerarquía de ningún tipo, ni intelectual ni de clase ni estética: está abierto a cuanto sucede. Y si le gustan las películas de Josef von Sternberg: se diría que en la vida tienen que existir individuos tipos, cuya existencia corresponde a la del complejo de que dependen. Las grandes obras literarias crean héroes que tienen parte de esta significación [Edipo, Peer Gynt, Don Quijote…]. Hoy los films de Von Sternberg parecen estar cargados también de esta calidad, una cualidad que atribuyó especialmente Morocco: Lo mismo me sucedió con el film Coeurs brulés, durante cuya representación me sentí enajenado, sintiendo los ecos de otra realidad diferente existente dentro de mí; de igual modo es capaz de interesarse muy profundamente por el protagonista del asesinato del Presidente francés Paul Doumer, Paul Gorgulof: Me interesaría saber qué es lo que han pensado en limpio Bretón y los demás surrealistas. De Gorgulof poeta se reían los poetas avanzados. De Gorgulof asesino es posible que se hayan reído los que escriben «Descendez les flics, camarades», los que dicen que el acto mejor es tomar un revólver y matar al primer transeúnte. Lindas camarillas poético-revolucionarias, que no viven sino a espaldas de la vida. Viva la política, y ya se advierte aquí una sana y acerba crítica contra un pronunciamiento de Breton que le persiguió toda su vida, una atención, la de Larrea, a ese asesino que me recuerda el análisis que se hace en El hombre sin atributos del criminal Moosbrugger, un personaje que tanta fascinación le produce a Musil; tanto como preciarse de haber leído algo insólito para un poeta surrealista, menos para Juan Larrea, por supuesto:  Acabo de leer la última encíclica de Pío XI (Acerba animi… Sobre la persecución de la Iglesia en México). Curioso documento que se presenta ante mi modo de ser como un modelo de incomprensión; o de leer algo más próximo a sus particulares intereses paranormales: He leído el curioso libro del Dr. Osty, El poder desconocido del espíritu sobre la materia, [Editorial Aguilar, 1932] estudio experimental llevado a cabo con el médium Rudi Schneider.  Nadie, salvo otros aficionados a lo inverosímil deben de acordarse hoy de quién era el Dr. Eugene Osty, un investigador de lo psíquico que estaba a medio camino entre la superchería y la parapsicología, y por cuya descripción lo asocio yo al protagonista de La casa encantada, de Robert Wise, que Larrea quizás haya visto con verdadera delectación… Larrea recuerda también su interés inicial por un caso del que luego se logró demostrar su impostura: Acabo de leer un curioso folleto profético de la Madre Maria Ràfols por demás interesante y significativo. Representa la decadencia del espíritu profético que se complace en la nimiedad, en el detalle. Arroja, asimismo n poca luz sobre la España de hoy y la que está por venir. No tengo tiempo de analizarlo.

A cualquiera en su sano juicio han de sorprenderle estas aficiones de Larrea, porque parecen una extravagancia más propia de alguien perdido en nebulosas mentales que lo alejan del recto uso de la razón, que de un reconocido intelectual que siempre negó haber pertenecido a la Generación del 27, porque consideró que en 1930, con el viaje a Francia, y el correspondiente cambio de lengua, del español al francés,  y luego al Perú, había dado el salto al más allá, en el ultraísmo vital que rigió su vida, por eso acaba el libro con una afirmación tan sustancial como la siguiente: Así como los hechos ocurridos en el tiempo una vez almacenados en la memoria no obedecen ya a la ley del tiempo, sino que son utilizados por el consciente o por el inconsciente con arreglo a otra facultad de asociación de cuya destilación pueden derivarse ideas abstractas más completas, mitos, sistemas, etc., así la vida humana parece estar regida por otras potencias inconscientes que se determinan con los hechos, como si estos ya obraran en su memoria, es decir, despojados de su valor sucesivo en el tiempo. Su asociación parece ser determinada por un mecanismo semejante al de los sueños.

         Acercarse a su obra, sin embargo, y ahí está el éxito que tuvo en su momento entre los lectores españoles que oíamos hablar de él por primera vez en 1970 Versión celeste, es una estupenda recompensa, lo mismo que sumergirse en este Orbe tan extraordinario a fuer de honesto, espontáneo y desprejuiciado.