miércoles, 28 de septiembre de 2022

«Carry on, Jeeves», de Sir P.G. Wodehouse, un clásico del humor inglés.

 

Jeeves o el paradigma de los valets británicos de larga tradición en la literatura inglesa junto a los butlers: ¡ Ah, mi admirado Betteredge!

 

         Después de haber visto la película Wodehouse in Exile, de Tim Fywell, esta cumplió uno de sus objetivos: incitar al espectador a abrir alguno de sus muchos libros. Siempre, en las librerías de viejo, he visto centenares de obras suyas, pero jamás había sentido la tentación de comprar ninguna, sobre todo porque antes tenía que cubrir una miríada de lagunas de en lo que mi juventud entendía que eran el no va más de la cultura. Poder leerlo en inglés, aunque con algunas dificultades léxicas de las que luego hablaré, mejora mucho el contacto con Wodehouse, porque se advierte enseguida la fina y educada ironía del humor inglés.

La película, obviamente, me lanzó enseguida al descubrimiento del «personaje», porque parecía imposible que Wodehouse fuera capa de ser tan ingenuo en horas tan cruciales para Europa y el mundo, dado lo que estaba en juego. Costaba creer que fuera, como se le retrataba, un autor absorto en su creación hasta límites tan exagerados como creer, en 1941, que Inglaterra no estaba en guerra con Alemania, sino Usamérica, donde él había residido y creado unos siete años, antes de instalarse en Francia, donde fue detenido por los alemanes y enviado a un campo de concentración, del que salió al año, con el compromiso de escribir unas narraciones dirigidas a sus compatriotas ingleses y transmitidas por el servicio exterior de la radio nacional alemana. Aquello, ya lo entenderán, supuso acusar al ingenuo novelista de colaboracionista, cuando su país estaba en guerra. Se pidió de todo contra él, y no se incluyó la pena de muerte por puro milagro… Wodehouse fue, es y será un escritor cuya valía ha sido reconocida por muy diferentes plumas de renombre, pero en aquellos momentos trágicos de las acusaciones contra él, solo dos escritores, muy distintos entre sí,  se batieron el cobre por él públicamente: Evelyb Waugh y George Orwell, cuyo In Defence of P.G. Wodehouse, publicado en julio de 1945, merece una lectura lenta y atenta, porque no solo exculpa a Wodehouse, sino que realiza una crítica soberbia de los principales rasgos de su obra, con el fin de avalar su tesis de la singular ingenuidad de Wodehouse, a quien, si de algo se le hubiera podido acusar, hubiera sido de ingenuidad y estupidez, sin más. En palabras del propio Orwell:   The main charge was that Wodehouse had agreed to do German propaganda as a way of buying himself out of the internment camp. [Orwell.]: It is important to realise that the events of 1941 do not convict Wodehouse of anything worse than stupidity. […] Wodehouse’s main idea in making them was to keep in touch with his public and – the comedian’s ruling passion – to get a laugh. Obviously they are not the utterances of a quisling of the type of Ezra Pound or John Amery, nor, probably, of a person capable of understanding the nature of quislingism.   La feroz campaña contra el autor incluyó la retirada de sus libros de librerías y bibliotecas, el vacío critico, es decir, la muerte civil para alguien que vivía de sus lectores, los únicos en quienes pensaba, dado el volumen de trabajo constante con que lidiaba.

         No es este el lugar para hacer una reivindicación —a estas alturas de la historia, ya innecesaria— de Wodehouse o delinear los principales ejes de su biografía, aunque recomiendo muy mucho a todos los intelectores que busquen información sobre un autor capital en la historia del humor inglés e incluso universal. Dada la atención mediática dispensada a la reina Isabel II, está claro que todo lo inglés interesa sobremanera en cualquier lugar del mundo. El visionado de la película no está de más, desde luego. Wodehouse estaba tan volcado en su obra que ni siquiera concebía que su propia vida mereciera que él le dedicara alguna atención, porque carecía, escribió en una ocasión,  de las tres "ventajas" fundamentales para una autobiografía: tener un padre excéntrico, una infancia miserable y un pésimo recuerdo de la public school

         Carry on, Jeeves es una recopilación de relatos con dicho personaje y su joven «amo», el muy incompetente, perezoso e impenitente bachelor Bertie Wooster. De hecho, casi todas las historias que se recogen en este volumen aparecieron antes en el volumen My Man Jeeves, si bien la primera, Jeeves take charge fue escrita en 1916, la primera en la que Jeeves y Bertie aparecen como the master and his valet. Ambos personajes aparecieron sin esta fuerte conexión en la novela Extricating Young Gussie, de 1915. Hablamos, pues, de una serie que se inicio muy pronto en la carrera de Wodehouse y cuya redacción lo acompañó hasta 1965, lo cual prueba la gran estima que tenía por esos personajes en especial. Las narraciones están contadas por Bertie Wooster, pero, al modo como Simenon le dio voz a Maigret para que este escribiera de su propia mano su autobiografía, uno de los mejores títulos de la serie, Wodehoue reserva para Jeeves, una historia en la que él lleva la voz cantante, y donde se puede permitir frases de este tenor: Mr Wooster is a young gentleman with practically every desirable quality except one. I do not mean brains, for in an employer brains are not desirable. The quality to chich I allude is hard to define, but perhaps I might call it the gift of dealing with the Unusual Situation. Claro que no tarda en resumir el auténtico fundamento de la relación que hay entre ambos: Employers are like horses. They require managing. Some gentlemen’s personal gentlemen have the knack of managing them, some have not. I, I am happy to say, have no cause for complaint.  Desde esa superioridad patente, Jeeves se permite juicios sobre lo que le conviene o no a su joven amo, como cuando interesado por las lecturas de una joven sopesa la idea de ler a Nietzsche: You would not enjoy Nietzsche, sir. He is fundamentally unsound.

Estas apreciaciones, hijas de una inteligencia y un sentido del humor extraordinarios, nos dan a entender en el acto no solo con qué tipo de personalidad nos vamos a encontrar en esta serie de novelas, sino, también, con el sentido del humor que va a presidir tantísimas narraciones y que sintetizaría en una de esas insuperables comparaciones que a uno le es dado leer muy de tanto en tanto en el arte de la narración:  It was one of those still evenings you get in the summer, when you can hear a snail clear its throat a mile away. A poco que se sea aficionado al humor, en sus muy plurales manifestaciones, cualquiera ha de reconocer la brillantez de una comparación como esta, y el profundo sentido del humor desde el que ha sido elaborada. Sería larga la lista de «ocurrencias» humorísticas que uno puede hallar en las breves narraciones, pero conviene predicar la buena nueva del excelente arte narrativo con que han sido escritas, al menos las que yo he leído en Carry on, Jeeves, pero que imagino completamente extensible al resto de las narraciones de la serie: la creación de una trama, urdida desde un brillante sentido de los usos sociales de la ociosa clase británica aristocrática, que en ningún momento, aun a pesar de su brevedad, rehúye los tres elementos claves: planteamiento, desarrollo y desenlace, perfectamente articulados y, usualmente, interesantes, en la medida en que unas novelas diseñadas para cumplir una exclusiva y suprema función, divertir al lector, lo facultan.  Está de más señalar la gozosa visión satírica de las clases altas británicas y el retrato despiadado de Bertie Wooster, lo cual da pie, sin embargo, para la exhibición constante del Jeeves, his man

         Ahora es el momento de aclarar lo que anticipé al comienzo, porque el habitual intermediate level con el que pueden ser leídas, por quienes lo posean, aunque sea en usufructo, las novelas Jeeves, se ve interferido aquí y allá por una irrefrenable tendencia de Wodehouse al uso de arcaísmos, argot, eufemismos y léxico perteneciente al mundo del teatro, con el que Wodehouse tuvo una estrecha relación: no en vano fue letrista de no pocos autores de musicales. Ciertos usos, pues, descolocan al lector y lo invitan a hacer excursiones googlescas con la esperanza de hallar el significado exacto de lo que nuestro anfitrión literario nos quiere decir. Pongamos por caso la expresión: from the O.P. to the prompt side, que aparece en la descripción de un personaje, , Lady Malvern, de la que nos dice que medía  about six feet from the O.P. to the Prompt Side,” una amable exageración para quien, con esas dimensiones, apenas podía encajar en un sillón de la sala. ¿Adónde envía Wodehouse a sus lectores para resolver el «enigma»? Pues al mundo del teatro de varietés, según oportuna indagación de Evan Morris en su excelente página The Word Detective, que recomiendo fervorosamente. Y ahí va su explicación pertinente, para que se aprecie el grado de complejidad que narraciones tan sencillas esconden: Both “prompt side” and the abbreviation “O.P.” come from the theatrical stage.  Especially in amateur productions, even the best actors are apt to forget a line occasionally, and the task of rescuing the moment by “prompting,” giving visual or audible clues, falls to the “prompter” (or sometimes the stage manager) standing offstage in the wings.  Traditionally, the prompting is done from the left side of the stage (as one faces the audience), also known as “stage left.”  The abbreviation “O.P.” stands for “opposite prompt,” meaning the other side of the stage, i.e., “stage right.”  Both terms date back at least to the 18th century. ¡No hablemos ya, si la anterior ha parecido «rebuscada», de la explicación que Morris nos da, acabadas sus pesquisas, de una expresión tan inusual para cualquier lector, español o británico como ‘He and I have parted brass rags…’ ,  [To part brass rags means «to part after a quarrel; to sever all connection with a former friend».] La indagación de Morris lo lleva hasta Michael Quinion [World Wide Words (www.worldwidewords.org)], quien ofrece la explicación más plausible: to part brass rags” originated in the British Royal Navy in the 19th century. Enlisted men spent an inordinate amount of their time afloat cleaning the ship itself, especially polishing the numerous brass fittings, using a kit including polishing rags, emery paper and the like, all kept in a bag. It was traditional for sailors to do such duty in pairs, and along with a bag of cleaning tools and rags, you shared with your mate a bond of friendship that often lasted years. ¡Ahí es nada, la explicación! Perdónenme la extensión, pero mi objetivo es demostrar que incluso leyendo lo que habitualmente se considera «lecturas-pasatiempo» pueden los intelectores amantes de la lectura lenta y detallada adquirir ciertos conocimientos que, si ien no indispensables, siempre son placenteros.

         Después hemos de considerer el uso de los eufemismos, como dashed, por damned, por ejemplo, deuce por devil o su predilección por ciertos usos coloquiales, bird, para «sujeto», o la omnipresencia de un adjetivo, rummy, «extraño», «raro», que se convierte en algo así como una «marca de fábrica». El lector a veces se encuentra con casos en los que la ausencia de traducción es total, lo que le invita a buscar una soluciçon imaginativa. Es el caso de A stiff b. -and s. firs of all, and then I’ve bit of news for you, en la que, por mor de no extender la inclinación al alcohol, Wodehouse se refugia en iniciales que aluden crípticamente al objeto: bourbon and soda, quiero creer que significa ese juego de iniciales, aunque lo que le precede, stiff, significa un güisqui sin otro añadido, soda o agua. Llegan esos usos lingüísticos a tal extremo, que no es extraño tropezarnos con diálogos como este:

‘What do you mean by the expression “Bucks you up”?’

‘Well, makes you full of beans you know. Makes you fizz’

‘I don’t understand a word you say. You’re Englis, aren’t you?’

O este otro, que tanto llama, con ese verbo «cowboyesco…», la atención de un lector no británico: I closed my eyes and marshalled the facts…, es decir, los reordené para dotar de sentido la secuencia de los mismos.

         Por otro lado, el registro habitual de Jeeves, cultísimo, suele incluso descolocar a su amo y a sus amistades, como leemos en este pasaje, cuando Jeeves explica el negocio de recibir y saludar a turistas que paguen por conocer a aristócratas ingleses auténticos en Nueva York:

 ‘I do not allude, sir’, explained Jeeves, ‘to the possibility of including His Grace to part with money. I am taking the liberty of regarding His Grace in the light of an at present —if I may say so— useless property, which is capable of being developed.’

Bicky looked me in a hekpless kind of way. I’m bound to say I didn’t get it myself.

‘Couldn’t you make it a bit easier, Jeeves.?’

Esa referencia neoyorquina requiere una explicación, y como incompetente cicerone vuestro que soy en el mundo de Jeeves, de Wodehouse, os la voy a dar:  Wodehouse vivió en Usamérica  varios años, lo que no interfería en absoluto para que la mayor parte de sus historias transcurrieran en Inglaterra, el escenario habitual de sus ficciones, pero en este libro que he leído se alternan ambos escenarios, Nueva York y diferentes lugares de Inglaterra, lo cual, a mi parecer, enriquece notablemente el libro, pues la rivalidad habitual entre una y otra idiosincrasia, la usamericana y la inglesa, siempre ha dado mucho juego novelístico y, sobre todo, cinematográfico. Wodehouse le saca mucho jugo a la presencia de los brittish en Nueva York, sobre todo si se presenta en la ciudad algún veterano representante de las islas, como ocurre en alguna narración. El esnobismo del joven Wooster se nos presenta como ignorancia absoluta, para solaz de los lectores, cuando Jeeves, siempre tan oportuno, despliega la amplia capa de sus infinitos saberes:

‘Emerson,’ I reminded him, ‘says a friend may well be reckoned the masterpiece of Nature, sir.’

‘Well, you can tell Emerson from me next time you see him that he’s an ass.’

‘Very good, sir.’

         Las tramas son variadas y suelen tener un punto de disparate que, sin embargo, es perfectamente naturalizado por el autor a cuenta de esa idiosincrasia británica que acaso se haya formado incluso en la lectura de obras como las suyas. La tradicional extravagancia de los británicos es una suerte de motor inequívoco de muchas situaciones, como cuando Wooster ha de suplantar la personalidad de un amigo que no quiere ir a cantar a una celebración con unos familiares lejanos, o como cuando ha de prestar su apartamento en Nueva York para que un amigo haga creer a la vieja tía que lo visita lo bien que le va en la vida… En fin, los lectores habituales de Wodehouse, yo no lo era, pero considero seriamente el hecho de unirme a tan selecta sociedad, saben que los personajes de Wodehouse, a pesar del riesgo de convertirse en estereotipos, nunca dejarán de sorprenderles, como cuando, convertido en voz narradora, Jeeves sopesa la sugerencia de su amo de pasar de bachelor a hombre casado:  My experience is that when the wife comes in at the front door the valet of bachelor days goes out at the back. Obviamente, Jeeves sabe desenvolverse con perfecta naturalidad para generar una estrategia que le haga olvidar a su amo semejante infidelidad…

         Del mismos modo que Simenon crea adicción, lo mismo puede decirse de Wodehouse, aunque aún me queda confirmarlo en sucesivas lecturas, que vendrán…


P.D. Tras la advertencia deWodehouse de que un comensal no puede distraerse cuando le presentan en el plato una porción de Boiled pudding, busqué en YouTube una receta del mismo, originaria del XVIII y me he conjurado para materializarla un día de estos...

 

 

 

 

lunes, 12 de septiembre de 2022

«Algunos caracteres de la cultura española», de Karl Vossler.


La enaltecedora visión del idealismo estilístico alemán sobre la prodigiosa cultura española. 

         Somos tan poco propagandistas de «lo nuestro» que bien podemos considerarnos afortunados, los españoles, por la existencia de los «hispanistas», esa rara especie de estudiosos que han logrado crear una tradición en los estudios históricos, literarios  y artísticos, en general, que ha sabido descubrir, con rigor metódico y pasión hispanófila los inmensos valores de cuanto nosotros, los depositarios de esa tradición, quizás no hemos sabido defender y presentar ante el mundo con el enorme valor intrínseco que tiene.

         Karl Vossler, el creador de la estilística como modo de aproximación hermenéutica a la literatura, es uno de esos estudiosos a los que debemos una lúcida reflexión sobre los valores de nuestra tradición y de nuestra literatura, en los que él ha buceado con una comprensión llena de clarividencia, sin prejuicios y con el afán de distinguir el grano de la paja. Son abundantes los libros dedicados a España en su bibliografía, sobre todo artículos publicados en revistas especializadas, pero en esta ocasión, he rescatado una aproximación a nuestra cultura que mi amigo Paco Marín tuvo la amabilidad de regalarme en ese lento proceso de dispersión del excedente de libros que solemos padecer quienes tenemos tantas lecturas redondas, perfectas, para tan pocos metros cuadrados de domicilio. Creí tenerlo, y resulto que no,  por eso lo he leído durante mis breves vacaciones en Ibiza con el entusiasmo de quien vuelve a sus orígenes académicos: a las consultas permanentes de textos clásicos para los filólogos como su Introducción a la literatura española del siglo de oro, del que el presente recoge no pocas ideas fundamentales.

         Para los amantes de la tradición literaria española, no hay duda de la inmensa aportación a la literatura universal que supone nuestra literatura particular,  prácticamente ya desde uno de sus grandes monumentos: el romancero viejo, un conjunto de tradiciones orales inigualable, y en el que ya se definen no pocas de las virtudes que han nutrido los grandes hitos de nuestra literatura: el Poema del Cid, el Libro del buen amor, la Celestina , el Lazarillo, el Quijote, el teatro del siglo de oro, Lope, Calderón… Y ello sin entrar en ese mundo singular del misticismo hispánico que nos da una maestra de la autobiografía, como santa Teresa de Jesús, y la cima lírica de la poesía europea de todos los tiempos: Juan de la Cruz.

Lo notable de este librito de Karl Vossler, dedicado a un poeta, Hugo von Hofmansthal, tan amante de la cultura española, y especialmente de la dramaturgia del XVII, es el intento del autor por bucear en lo que, en  boca de otro viajero por España, Rudolf Lotahr, este denominó El alma de los españoles (Seele Spaniens, publicado en 1923). Así, Vossler pretenderá buscar aquellas particularidades que nos distinguen frente al resto del continente, pero destacando lo que hay de aportación imprescindible a esa gran corriente de la cultura europea antes que lo que nos separa de ella para reducirnos a nuestro espacio geográfico y moral.

Quienes estén familiarizados con nuestra literatura, disfrutarán lo suyo con los juicios exentos de subjetivismo a ultranza de un autor que nos ve con la serenidad de quien está acostumbrado a percibir lo bello y sus manifestaciones con total independencia de adscripciones políticas, históricas,  geográficas o lingüísticas. Así, desde su visión de Rodrigo Díaz de Vivar: El Cid posee todas las cualidades `propias e los que han de imponerse y triunfar: la fuerza del brazo y del corazón, valor, prudencia, astucia e ingenio; en resumen, fortaleza física y moral. […] La falta de honor es la muerte social, y el sentimiento del honor, el principio moral del instinto de conservación, Vossler ya se acerca a un concepto fundamental en la historia de España: el «honor», un  concepto que  representa el plano intermedio en el que se encuentran los valores eternos y los valores temporales de la sociedad, y de cuya importancia quedó registro en el conocido proverbio militar recorrido por Loreno Franciosini en sus Diálogos apacibles: Por la honra pon la vida, y pon las dos, honra y vida, por tu Dios.

Vossler parece complacerse especialmente en la refutación de la idea del «aislamiento» de la cultura española respecto de la europea. Y, en esa senda, llega a afirmaciones que, a buen seguro, y a pesar de haber sido formuladas en 1927, año de edición de la presente obra, aún chocará a no pocos, como, por ejemplo, el hecho de haber tenido nosotros una Ilustración con seis siglos de antelación a la nacida en Inglaterra y Alemania: Mucho antes de que tuviera lugar el movimiento de la Aufklärung del siglo XVIII en Inglaterra, Francia y Alemania, hubo otra Aufklärung en el siglo XII en el sur de España. Sería interesante e incluso instructivo el seguir la pista a las ideas y a los libros que pasaron de aquella lejana Aufklärung al enciclopedismo moderno. No hay duda de que Spinoza fue el gran intermediario entre esas dos épocas. […] Hacia mediados del siglo XII escribió Bentofail de Guadix una pequeña novelita titulada Philosophus autodidactus o El hombre natural o La historia de Hay Ibn Jokdhán. Recordemos, a este respecto, y aunque Vossler no lo recoja en su obra, que El filósofo autodidacto está en el origen de la gran novela alegórica escrita por Baltasar Gracián: El Criticón, y que Gracián mismo ha sido uno de los grandes escritores que han influido en autores alemanes de tanta enjundia como Schopenhauer o Nietzsche, no solo por su obra literario-filosófica, sino por sus aforismos —algo así como el reverso de Maquiavelo— y también como teórico de la agudeza y del ingenio, sobre los que escribió un tratado que figura entre lo mejorcito de su obra.

A medida que vamos leyendo, vemos aparecer ante nosotros algunos de esos ejes fundamentales que nos definen frente a otras culturas europeas. Así, nuestro Lazarillo tiene un punto de humanidad que lo aleja de otras visiones de los desheredados que se producen en Europa: Se respira, a través de toda la obra, un sentimiento de humanidad hacia los desheredados de la fortuna, como afectuoso y cálido acompañamiento del conjunto, pero no a la manera presuntuosa de un Rousseau, un Hugo o un Zola, pretendiendo excitar la indignación intelectual o sentimental contra el orden social establecido. Los que martirizan y explotan al pobre muchacho, ya sean pordioseros, clérigos o caballeros, son también un poco sus bienhechores y sus maestros, y se presentan, a su vez, ante nuestros ojos, como seres atribulados que necesitan asimismo de indulgencia y de quienes solo se puede uno burlar con una ligera ironía. Quizás debiéramos poner en relación con este «realismo español» lo que entiende Vossler, más adelante, por realismo: Usualmente se suele, por aproximación, denominar realista a aquel escritor que aspira a expresar de la manera más exacta posible un fragmento o aspecto cualquiera de la realidad exterior. Esto podría aceptarse dicho así, grosso modo, pero cuando se profundiza se pone de manifiesto que todo escritor auténtico lo que expresa es algo interior y no exterior, es decir, su propia intimidad, el mundo de sus sentimientos y anhelos más personales, y que esa realidad exterior expresada en su obra es solo medio y camino indirecto de su propia expresión.

         Y de ese juicio perspicaz podemos derivar otra de las características de nuestra literatura, aquella que, al decir de Vossler, informa buena parte de nuestra producción antigua: Hay un humanismo español, ciertamente, pero su explicación no es la misma que la del humanismo europeo: no «nada humano me es extraño», sino «todo lo extraño me humaniza». De este humanismo español que consideraba al hombre como un prodigio incomprensible, y lo admiraba y reverenciaba como tal, salieron la gran poesía y el gran arte del barroco, por un lado, y, por otro, el arte de tratar y dominar al hombre. […] Con el principio de la Edad Moderna se despierta en España, lo mismo que en el resto de Europa, el individualismo. El individuo empieza a exigir su propia significación en el mundo. De esa concepción es hijo el Lazarillo, por supuesto. Del mismo modo, nuestro «realismo» —que se manifiesta en la épica de El Cid frente a la fantasiosa épica francesa, por ejemplo— implica, a juicio de Vossler, otra de nuestras características fundamentales:  la autodestrucción de las ilusiones humanas es una de las ideas favoritas de los españoles, una idea gracias a la cual podían adoptar una actitud de amable desdén y de superioridad ante las obra de la fantasía italiana, como el Orlando de Boiardo y de Ariosto, la Arcadia, el Decamerón, etc.

         A través del análisis de la obra autobiográfica e Lope de Vega, La Dorotea, sobre la que habla Vossler con un entusiasmo indescriptible, impulso que la lleva a ponerla en relación de importancia incluso con la mismísima Madame Bovary, de Flaubert, llega el autor alemán a la identificación de otra de nuestras constantes: En la España de entonces se literaturizaba la vida y se vivía la literatura. Si no, ¿cómo hubieran podido surgir Don Quijote y esta Dorotea? Hay, por lo tanto, en nuestra literatura una suerte de desrealización, de orden casi metafísico, que «clava» una manera de ser y de estar: Este ilusionismo español se manifiesta en esas formas literarias como lo que realmente era, es decir, como una locura que, a través de una evolución o fermento natural, tiene hacia la razón, como mentira que aspira a la verdad, como ficción que espera llegar a sabiduría y como goce de los sentidos que se destruye en sí mismo. La naturaleza humana significa para el español una fuente de sueños, deseos, imágenes y palabras, y donde esta falla aparece, como realidad, Dios, y formando su séquito, la muerte y la Ultratumba.

         No puede escapársele a Vossler que nuestra determinación histórica configura, en gran parte, los rasgos identitarios del pueblo español: Las vicisitudes por las que atraviesa el país, el peligro africano, la lucha contra los árabes y el Islam, que dura siete siglos, pueden explicar algo, y tiene que haber contribuido a cambiar el tipo de vida urbano en otro tipo soldático, religioso y campesino. Y, sin embargo, han persistido algunos rasgos, tales como el estoicismo de Séneca y el gusto verbalista, que ya chocó a los romanos y fue llamado «hispanismo» por ellos, pero incluso en la determinación de los mismos establece Vossler una suerte de continuidad diacrónica, como ese «verbalismo» al que los romanos denominaron «hispanismo» y que se manifiesta de forma tan exuberante en los siglos XVI y XVII. La mismísima obra de Cervantes, Don Quijote, es una clara muestra de esa tendencia, por más que chocará —o quizás chocaba por eso mismo…— con la tradicional austeridad de Juan de Valdes, el eminente autor filoprotestante de los Diálogos de la lengua, donde fijó un precepto revolucionario para la expresión lingüística: Escribo como hablo. Valdés era más amigo del laconismo propio de los aforismos, como buen y leal Erasmista, y de los refranes, revalorizados por el polígrafo holandés.

         El libro no rehúye nuestros fracasos y nuestra reacción ultramontana frente al protestantismo. Y en ese sentido se consignan las tres quiebras que sufriço el Imperio español en el siglo XVI, y que tanto lastraron nuestro desarrollo. Pero el autor no deja de reconocer que frente a los excesos e las Cruzadas, por ejemplo, no se puede negar tampoco a los conquistadores de América el celo cristiano, su devoción y su amor al prójimo, un juicio que combate de forma valiente la extendida leyenda negra sobre la conquista de América, pero a ese efecto conviene leer con detenimiento lo que Gregorio Luri ha escrito en su magnífica obra El recogimiento, la aventura del yo, sobre la famosa «controversia de Valladolid».

         Finalmente, que tampoco quiero chafarle al intelector el descubrimiento de esta visión de España, un libro, a su manera, próximo al de Francisco Ayala, La idea de España, y a Los españoles vistos por sí mismos, de José Luis Abellán,  todos ellos, nacidos de aquella aventura romántica, que tanto tendía a la individualización de pueblos y gentes que fueron Los españoles pintados por sí mismos,  quisiera acabar este recorrido por las magnificas intuiciones que pueden leerse en este libro con otra de las «constantes» de nuestra idiosincrasia:  La creencia de que nada hay constante en los placeres y sufrimientos de la vida y de que no existe ninguna felicidad pura constituyen el encanto íntimo del narrador y del lector, Una especie de pesimismo alegre, una alegría con remordimientos, un vagabundear, robar, pedigüeñear y caminar con un espíritu casi religioso de peregrino es, aproximadamente, lo que viene a formar el tono general del Guzmán de Alfarache. Está claro que la obra de Mateo Alemán es, para Vossler, junto con las ya citadas en esta reseña, uno de los grandes clásicos de nuestra literatura, por más que el tiempo y los planes de estudio hayan conseguido cubrirla con el espeso manto del olvido. Permítaseme, en todo caso, recomendar muy vivamente la lectura no solo del Guzmán, un prodigio de la novela picaresca, sino muy especialmente la de La Dorotea, de Lope, una obra que tardó cincuenta años en darla a la publicidad y donde el autor desnuda su alma con un artificio sorprendente.

         Vale.