viernes, 31 de mayo de 2019

Los «Diálogos», de Pedro Mejía o el arte eminente de la miscelánea.
















Un género clásico que el humanista Pedro mejía, autor de la celebérrima Silva de varia lección, aclimata en nuestra literatura: Una colección «sabrosa» de noticias variopintas y algunas cuestiones tradicionales: los médicos, los convites, etc.

Hay clásicos a los que no se visita porque se ignora el caudal de placer que son capaces de depararnos, sin que, como creen los lectores ingenuos, hayamos de atravesar el campo minado de una lengua poco menos que esotérica a juzgar por la respetable ancianidad desde la que nos habla, y sin que reparen en la belleza propia, ¡y tan atractiva!, de esos estadios primeros del desarrollo de nuestra lengua castellana. La silva de varia lección es su obra cumbre, la que le valió la reputación de que goza en nuestra Historia de la literatura, si bien, todo hemos de decirlo, en ese apartado menor de lo que los especialistas  llaman la literatura didáctica, gnómica y también miscelánea: un género fronterizo entre la narración de apólogos, la Historia, la divulgación científica y el folclore, así como lo que luego sería uno de los  géneros románticos por naturaleza: el cuadro de costumbres.
En castellano usamos para los libros de misceláneas un galicismo, pot pourri, «popurrí», que nació allá como calco de nuestra famosa «olla podrida» aquí. Yo propongo, sin embargo, otra voz que, relacionándose también con la comida, incluye en su significado la idea del viaje: matalotaje, lo que viene de perlas para entender este género del Diálogo que restauran los humanistas como Petrarca a imitación de los diálogos filosóficos, principalmente los platónicos.
Pero Mejía se jacta en el proemio de la obra de haber sido el primero en aclimatar a nuestra literatura el género del diálogo, si bien no tarda en añadir que esta obra bebe de las mismas fuentes de las que bebió su libro clave: Silva de varia lección, título que explica él mismo: Le puse por nombre Silva, porque en las selvas y bosques están las plantas y árboles sin orden ni regla. Este desorden es el propio de los modelos en los que se basa toda la variada colección de textos misceláneos que van desde La Officina, de Ravisio Textor , estricto contemporáneo de Mejía, quien usa las mismas fuentes ue usa nuestro autor, muy especialmente el libro canónico de Aulo Gelio, cuyas Noches áticas pasan por ser el modelo por excelencia del género de la miscelánea.
Pero Mejía inaugura una corriente en nuestra literatura desde unos niveles de excelencia muy marcados, y ello a pesar de que al desarrollarlo se queja él de su escasa pericia y del espíritu lúdico con que decidió emprender la aventura de aclimatarlo en España: Me quise ocupar en este ejercicio, más por mi recreación y por probar la mano en este género de escritura que porque creí que hacía cosa que mereciese el acatamiento de Vuestra Señoría ni salir a luz actitud y fines de la Silva de varia lección.
El autor hace una selección temática que se centra en los motivos más comunes para esta clase de obras dialogadas. En primer lugar: los médicos, y la terrible disputa entre ignorarlos o seguir sus consejos que atraviesa el humanismo, el renacimiento, el barroco y que comienza a desaparecer con la llegada de la ciencia experimental al ámbito de la medicina, si bien, por lo que se leerá, siguen vivos en nuestra sociedad los hondos recelos hacia los «matasanos», de lo que familiares y amigos nos ejemplos a cada cual ejemplos supersticiosos como para escribir una antología del terror a los esforzados galenos. Pasamos después al dialogo sobre los convites, esa institución social helénica que desde el Symposio de Jenofonte llega hasta nuestros días, con textos de tanta importancia como el Satiricón de Petronio con el famoso Banquete de Trimalción, una de las joyas de la literatura clásica. Finalmente, el coloquio llamado «del porfiado», en el que se incluye un maravilloso «elogio del asno», digno de figurar como pórtico del libro de Juan Ramon Jiménez, y que responde a una tradición perfectamente estudiada en la creación grecolatina clásica, en buena parte como ejercicios propios de la retórica. Desde el Elogio de la mosca, de Luciano, pasando por el Elogio de la calvicie, de Sinesio de Corene, hasta el Elogio el papagayo de Dion de Prusa o la Alabanza de la indolencia, de Marco Cornelio Frontón, sin olvidar el Elogio de la vista del águila de Apuleyo, estamos ante un género que reaparece en el renacimiento de la mano del Elogio de la locura de Erasmo y que, propiamente ha llegado a nuestras días, como en Movimiento Perpetuo, de Augusto Monterroso o en el elogio de la pereza, ascendido a Derecho a la pereza, de Paul Lafargue.
Los otros diálogos, algo más enrevesados, por lo en mantillas que aún estaba la ciencia experimental tienen como objeto el sol, la tierra y la naturaleza, y son, obviamente, los realmente «envejecidos», aunque hay en ellos algunas muestras de ingenuidad poética que hará las delicias de los intelectores que se atrevan a una lectura de la que en modo alguno se van a arrepentir.
         Entremos, sin más demora, en ese viejo litigio entre la salud, su ausencia y quienes se reclaman como los apropiados restablecedores de ella. El diálogo se abre con la contundente afirmación de uno de los interlocutores: He vivido cuarenta y cinco años sin ellos, y sanada de algunas enfermedades con solo dieta y buen regimiento, la cual nos indica los dos argumentos tradicionales para mantener la salud: la dieta, entendiendo por tal la moderación en el comer y el beber, claro; y el buen regimiento, esto es las costumbres saludables, no agresivas para el cuerpo. Como pruebas de dicha afirmación se echa mano de la celebrada Antigüedad: Seiscientos años se defendieron los romanos de los médicos, que nunca los hubo en Roma ni los admitieron, y nunca tan sanos vivieron, ni tanto como en aquel tiempo. (…) Después de muerto Catón, andando el tiempo, con la cudicia y ambición y con otros vicios entraron los médicos en Roma. (…)  Pero sé también que desque comenzó a haber médicos se usó vivir poco los hombres, y que los romanos antiguos vivían más sanos y más tiempo que esos reyes y emperadores que dieron salarios e hicieron mercedes excesivas a médicos.  La convicción profunda en que una buena conducta alimentaria y unos hábitos saludables son suficientes para hurtarse a las «atenciones» de los doctores forma parte de un razonamiento que deja de lado lo «teórico» y se centra en lo «experimental», que viene a ser algo así como el elogio actual de la llamada «dieta mediterránea» para evitar algunos cánceres, sobre todo el de colon que tan extendido está y tantos muertos provoca. No nos sorprende, pues, desde nuestro presente pro-vegano…y pro-fitness el hincapié que entonces se hacía en el desprecio a quienes andaban, por aquel entonces, más a tientas, respeto de las diferentes patologías, que a ciertas…Como concluye Gaspar, frente a la defensa de la Medicina como ciencia que sostiene otra contertulio, Bernardo:  Así que, señor Bernardo, pues que ni vuestros argumentos ni las respuestas a los míos tienen fuerza, debéis de apartaros de vuestra opinión. No queráis que se deje de saber Medicina comúnmente, pues se puede saber; no nos hagamos sujetos a la voluntad de dos o tres, y que, como se queja Plinio, por no querer saber lo que nos cumple, andemos con ajenos pies, comamos con ajeno apetito y que sea otro el árbitro de nuestra salud y vida; no dificultéis tanto este negocio que queráis que para curar sea menester gastar la vida en los estudios, y que se cobren más enfermedades por saberlo que se pueden sanar con lo que se sabe. Bástenos, como dicho tengo, que por experiencias y dieta y buen regimiento nos curemos. No busquéis la experiencia racional, la experimental nos basta; no penséis que después de la razón se halló la medicina, porque antes, hallada ella, se cayó en la razón; que el buen labrador o marinero con el uso y ejercicio se hizo maestro, no con estudiar ni aprender las calidades de los elementos, n los cursos de los planetas y estrellas, ni los libros del cielo y mundo de Aristóteles. (…) El comendador Hernán Núñez, preceptor de Retórica y otras artes en la insigne Universidad de Salamanca, el cual jamás ha fiado su salid de médicos, y la ha conservado más de setenta años sin ellos. (…) Asclepiades, condenando las reglas y preceptos de todos los otros curaba con solo dieta y regla en comer y beber, y con fricaciones de miembros. (…) Y decía el Asclepiades que su medicina era tan cierta, que él afirmaba de sí, porque la guardaba, que nunca enfermaría, y que si enfermase, no lo tuviesen por médico, y cumplió tan bien lo que afirmó, que jamás enfermó en su vida, y vino a morir muy viejo de que cayó de una escalera. Con todo, el tal Bernardo, en una posición ecléctica, viene a defender el conocimiento medico a través de la experimentación, y defiende que no hay por qué oponerse al saber y sus progresos, y que el saber y la experimentación no se oponen, sino que se complementan: Desto es prueba y argumento ver que para la una parte de la Medicina, que según ellos mismos es la principal, que la llaman esual  [ yc omo se nos indca en la oportuna y erudita nota a pie de página: [esual] corresponde a la parte de la medicina que hoy denominamos dietética y «la palabra esual es un latinismo crudo, relacionado directamente con los sustantivos esus (‘comida’) y esuries (‘apetito, hambre’)] Y remacha: ] Aliende de esto, muchas de las otras causas y noticia de letras y cosas que se han platicado, aunque quieran decir que saberse no sea notoriamente necesario, a lo menos no pueden negar que no sea provechoso, y que aunque no hiciesen al médico más diestro, que lo harán más discreto y avisado, y si no lo hicieren médico, hacerlo han más sabio y mayor médico, lo cual no puede ser sin aprender artes y letras. Y si estas cosas son dificultosas y muchas, no por eso debe desesperar de saberlas, como dijo el señor Gaspar, que bien sabemos que el arte es luenga, pero todo lo vence el continuo trabajo y buen ingenio, y si no se puede saber todo, sépase lo posible y más necesario. (…) Todas las cosas se juntan y ayudan y templan y resisten, lo cual verdaderamente es necesario hacer en la Medicina, y es de grandes efectos y provechos. Al principio del diálogo, demos este pequeño salto inverso, ya se nos avisó de que la posición del defensor de la Medicina, Bernardo, exigía una dedicación intelectual muy alejada de la vía del conocimiento meramente tradicional de la mayoría de los contertulios. De él, Bernardo, se dice, de forma encomiástica: -Aunque ha sido poco lo que ha dicho el señor Bernardo, no ha sido menester leer poco para decirlo. -Bien lo habéis retoricado -añade otro.
Y a título anecdótico, porque los clásicos siempre están llenos de datos inverosímiles, los autores de la edición,  Isaías Lerner y Rafael Malpartida, nos ofrecen en sus interesantísimas nota a pie de página esta noticia impagable acerca de una nueva especie vegetal importada de las Indias…: Este palo que llaman santo. [Nota: Sobre el llamado palo santo, remedio recién importado de América, véase ahora la edición bilingüe de El modo de adoperare el legno de India Occidentale, salutífero remedio a ogni piaga et mal incurabile de Francisco Delicado, que lo tiene por «único y actual remedio contra el mal francés, del cual padecí yo por veintitrés años, no curado jamás por ningún otro remedio sino por el sobredicho leño», del que describe su origen, modo de preparación, posología y dieta posterior] No ha de confundirse el palo santo, un árbol amazónico, familia de los cítricos, con el caki o palosanto, una fruta depurativa de origen oriental.
Los convites requieren unas condiciones mínimas que y quedaron establecidas desde la Antigüedad, y conviene recordarlas para que sepamos de que hablamos exactamente cundo hablamos de un banquete: Marco Varrón (…) según refiere Aulo Gelio, dice que para el perfeto y buen convite se requieren cuatro cosas: la primera, que los convidados sean de buena conversación y virtuosos (…); la segunda, que el lugar sea decente y bueno (…); la tercera, en que manda que el tiempo sea conveniente (…); la otra, es que en el aderezo y manjares haya primor y cuidado.[…] Maestro: Se os olvida alguna que toca a los convidados (…), y son que los convidados no sean muy habladores ni muy callados, porque dicen que el hablar y el predicar es para el púlpito, y el callar para la cama. (…) Aconsejan también que no se traten a la mesa negocios pesados ni graves, sino alegres y fáciles, y que se tenga manera que la conversación, con ser apacible, sea provechosa; finalmente, que tenga más de alegría que de gravedad, lo cual dio a entender bien Isócrates, orador excelentísimo, que siendo rogado en un convite que tratase de sus ciencias y artes, respondió él: «las cosas que yo sé y son de mi facultad, no son para este tiempo, y las deste lugar yo no las sé». Aparece Isócrates por primera vez en los Diálogos, y aprovecho para anunciar que, como propina de estos Diálogos, el autor, Pedro Mejía, hizo una traducción de la  Parénesis o exhortación a Virtud que se ha añadido a su obra desde las primeras ediciones. Se trata de un manual de consejos edificantes siguiendo el modelo que instauró Hesíodo en Los trabajos y los días. Concluiremos esta revisión de los Diálogos con un breve muestrario de esas recomendaciones “para bien vivir” de un autor para el que el “servicio público” de ilustración de sus lectores formaba parte de sus desvelos intelectuales: quería formar e informar, y divertir, pero siempre con arreglo al argumento de autoridad de las innúmeros fuentes que consultaba y usaba. Era muy consciente, además, de que estaba inaugurando en nuestras Letras el fecundo género de la Miscelánea, que, en cierta manera, bien podría emparentarse hasta con las Etimologías de San Isidoro, desde luego, uno de los libros de más interesante lectura que puede echarse a los ojos un intelector de nuestros días. Lo garantizo. A las anteriores condiciones sine qua non del convite, haría falta añadir la del número de comensales, como no se le olvida recordar a Arnaldo, uno de los contertulios: Macrobio dice que no han de ser menos de tres ni más de nueve, y esto por el número de las Gracias, que dicen ser tres, y por el de las nueve Musas. [En Roma y en Atenas] [decían por refrán: «Siete es convite y nueve convicio y confusión». [De nuevo en oportuna nota, en este caso lexicográfica, los autores de la edición nos informan de un conocimiento necesario y sorprendente:  Convicio es «afrenta, injuria o improperio. Tiene poco uso, y viene del latín convicium, que significa esto mismo».].
         Como es obvio, este diálogo tiene poca materia discutible y sí mucha información de carácter anecdótico que alegra al lector por el caudal de informaciones que le permiten tener una idea de lo que a supuesto en la tradición europea el fenómeno social del convite. Así, y sin querer ser exhaustivos, no está de más recordar que, por ejemplo: Los romanos no comían más de una vez al día, y esa era cena. (…) Y dicen que los godos trujeron a Italia y a estas partes el comer dos veces al día de propósito. (…) y llaman cena adventicia al convite que se hacía al que venía de camino nuevamente, y cena recta al banquete complido o de propósito, al cual o a su igual convite Terencio llama cena dudosa, dando a entender que se servía tanto y tal, que dudaban en el escoger lo que comerían. (…) Según Sexto Pompeyo,  la que llamamos comida, que ellos llamaban propiamente prandio, la llamaban también cena las más veces. O que: Los romanos daban un puerco entero relleno de aves de diversas maneras, con grandes especias y aderezo, y por eso le llamaban puerco troyano. Y dice Plinio que el primero que dio puerco entero fue P. Servilio, y que Marcio Apicio los engordaba con higos pasados, y cuando los quería matar, les daba a beber clarea o aloja. [Los editores nos aclaran en la pertinente nota a pie de página: Clarea: Bebida que se hace con vino blanco, azúcar o miel, canela y otras especies aromáticas, según el gusto de cada uno. Alojo: Bebida que se compone de agua, miel y especias.] Pero para los lectores que pecan de filólogos, quizás la noticia más curiosa sea la de que en este texto aparece por vez primera en nuestra literatura la palabra «humanista», al decir de sus editores: Maestro: La verdad es que yo no pensaba que lo había con teólogos, sino con humanistas, y por eso echaba la cosa a hipocresía, pero paréceme que hallo en esto mejor recaudo, y temo que me habéis de llevar por santidad, porque es cosa que se usa agora mucho. [Nota: Puede que sea la primera documentación en castellano del sustantivo humanista (no en vano la primer aparición en francés del término puede vincularse con Mejía. En DCECH se consigna 1613 con texto de Cervantes, pero ya se encontraba en autores como Juan de Arce de Otálora o Luis de Granada. [Aquí] se entiende por humanista aquel que domina o cultiva las letras humanas, frente al teólogo que se dedica al estudio de las cosas divinas.] Y, finalmente, un uso «asombroso» que deberíamos rescatar: Ya sabéis que era ésa ley de convite antigua en Roma, que el convidado podía llevar otro, y llamábanlo sombra. [Nota: Plutarco dice llamarse sombra porque Aristodemo, convidado por Sócrates para el convite de Agatón, «entró primero que Sócrates, como la sombra va delante del que deja al sol atrás», que me parece de una delicadeza apotegmática excepcional.
         El diálogo sobre el porfiado contiene el ya mencionado elogio  del asno que me parece lo más sobresaliente de él y que conviene recoger íntegro sin mayor atención a algunos otros centros de interés como el intento de definición psicológica de un rasgo de conducta, la porfía, la terquedad, que depara algunas intervenciones brillantes, como cuando uno de los contertulios define la porfía sumada al espíritu de la contradicción de «quien sabe»:   Ludovico: Vuestra Merced que no solamente es porfiado, pero es espíritu de contradicción, porque ninguna cosa ve formar a otro que no la contradice y afirma y sustenta lo contrario, y no le faltan razones aparentes para lo uno y lo otro, porque, como os dijimos, verdaderamente es de agudo ingenio, y ha leído y visto mucho. A lo que otro compañero remacha: Fabián: De manera que se verifica en él lo que decía Hernando de Vega, que es peligro ser los hombres leídos, porque por la mayor parte son muy habladores. Esa prevención contra las personas letradas como fuente de inagotable cháchara con ínfulas se desarma cuando advertimos que el Bachiller no solo les hace el impecable elogio del asno, sino que, además, parte de una premisa que conviene no olvidar, dada la reverencia de Pedro Mejía al principio de autoridad: Bachiller:  Suélese decir común opinión la que los más tienen, de manera que es mejor que tengamos con los sabios, aunque sean menos, que no llegarnos a la comunidad de los simples, y así se manda entre los preceptos de la Ley que no siga el hombre la multitud ni se aparte de la verdad por consentir el parecer y sentir de los más. Y vamos ya, sin otra interrupción a ese admirable elogio el asno, digno de figurar en las crestomatías junto al famosísimo Elogio del acordeón, de Pío Baroja: Bachiller: Pues que me dais licencia, yo quiero esta vez hacer del retórico, que según os mostráis odiosos a la causa, todo creo ha de ser menester, aunque confiado estoy que tengo de persuadiros mi opinión, y que oyendo lo que se dirá, ese odio se ha de volver en afición, porque trato este negocio ante personas sabias y virtuosas. Y aunque apriesa y con brevedad, decirse han tan ciertas y tan importantes excelencias de nuestro asno, que no podréis dejar de entender que tengo razón y de confesar la verdad. Y para esto pido una cosa justa que no se me debe negar, y es que no se mire en este juicio el menosprecio que el pueblo hace y a la poca estima con que el asno es tratado comúnmente agora de los hombres, sino que se conozca y estime la verdad en lo que debe, do quiera que esté porque la estimación ajena y la bajeza y humildad del estado o lugar, no quita la virtud a la cosa, como no es menos fina la piedra preciosa porque la quitéis de la cabeza y la pongáis en el pie, cuanto mas que una de las mayores excelencias del asno es ser tan común y tan humilde, porque sus provechos se comunican así más y gozan y participan dél todos como en el proceso mostremos. (…) Entre las grandes riquezas que del santo y paciente Job se escriben pone la Santa Escritura por una de las mayores que tenía quinientas asnas. (…) Por excelencia lo consagraron y dedicaron al dios Baco, y aliende desto, lo honraron tanto, que lo fingieron y aposentaron en el cielo, y así hay dos estrellas en el sino de Cancro llamas Asnillos. (…) Y también sabemos que el asna en que iba el profeta Balaam, quiso Dios que viese el ángel que se le ponía delante, y aun antes que el mismo profeta, y que hablase y lo manifestase ella propia, que es cosa maravillosa y que contiene misterios y significaciones. (…) la leche del asna, bebida, aprovecha contra todo veneno, y sana y cura el dolor de la gota. (…), la misma leche, mezclada con el polvo de sus uñas, es excelente medicina para el mal de los ojos, y con la leche sola sabemos de muchos hombres que, estando casi para morir, han sanado. (…) Se podría decir que el asno no es hábil para la guerra ni para pelear, porque esto verdaderamente lo tengo por privilegio y gracia que Dios le dio por que para tan mala cosa como es matarse los hombres los unos a los otros, él no fuese dispuesto, de manera que para sustentar y ayudar la vida del hombre en la misma guerra y fuera della, en todas las cosas se sirven dél y es provechoso, pero par dañar y empecer al hombre, no quiso Dios que lo hallasen tan aparejado. (…) Se escribe en los Libros de los Reyes que estando cercada Samaria del rey de Siria, llegó a valer una cabeza de asno (para comerla) ochocientas monedas de plata o reales.
         Para acabar, aunque siento defraudar a los espíritus científicos, hurtándole la recensión de esos diálogos sobre los fenómenos naturales tan simpáticos… Bueno, aportemos un ejemplo, que no se diga: Antonino: Pero muchas veces, y las más, le acontece que en la media región topa esta exhalación con alguna nube de las que se engendraron, como está declarado, de vapores húmidos que antes o juntamente con ella subieron, e impedida y cercada de la nube ya fría y húmida, se recoge y aprieta, hasta que de muy apretada, así el calor del frío, por la acción o obra que dijimos llamarse antiparistes, que la lengua castellana no tiene vocablo que le signifique, se esfuerza y escalienta más, y busca naturalmente la salida, y al cabo rompe la nube. Y deste rompimieno, como de  romper un pergamino, y de pasar lo caliente por lo húmido, se causa el sonido, que es lo que llamamos trueno. (…) Y esta exhalación, que desta manera sale ardiendo, o que de la colisión y rompimiento de la nube como pedernal se encendió, causa la lumbre y resplandor a que decimos relámpago. (…) Esta exhalación impetuosísima (…) viene con tanta violencia y actividad tan grande , que todo lo que topa más fuerte y duro, rompe y deshace, Y está tan sutil y delgada, que acontece pasar las ropas de hombre sin lisión y deshacerle los huesos, y esto es lo que llamamos rayo. Pues después de esta excursión por los reinos celestiales y sus estentóreas manifestaciones, solo nos queda ya ofrecer algunas muestras del breve enquiridión o manual de bien vivir que Isócrates dedica a Demónico y del que Mejía nos dice que hubo de aplicarle la «censura» porque, al fin y al cabo, por razonable que sea los consejos de Isócrates, no dejaba de ser un pagano y, en consecuencia, había que «limarlo» para adaptarlo a lo permitido por la Inquisición, sin extravíos ni heterodoxias… Veamos, pues, un ramillete escogido de esos consejos que a buen seguro no caerán en saco roto:
Los malos solamente miran y honran a los amigos presentes, y los buenos, de los ausentes, por muy lejos que estén, se acuerdan y les tienen amor y respeto. Y la amistad de los unos, en breve tiempo se rompe y delata; y la de los otros, no basta todo el curso de la vida a deshacerla.
Alababa él [el padre de Demónico] siempre y tenía mayor respecto al que le era amigo verdadero que a los que le tocaban en deudo. Y tuvo opinión y persuadía a otros que más fuerza ponía en el amistad la buena condición que la ley, y la semejanza en las costumbres que el parentesco; y el juicio y elección que la ocasión o necesidad.
No te creas muy de ligero ni seas muy confiado en tus palabras, porque lo primero es de hombre loco; lo segundo, de furioso.
Todo género de murmuración contra ti debes evitar, aunque sea liviana o fingida, porque el pueblo como no conoce la verdad, sigue la opinión.
En lo tocante a las letras, si con cudicia te dieres a ellas, muchas cosas aprenderás, pero debes conservar lo que así alcanzares con plática y ejercicio.
Ten por de más precio y valor las letras y reglas dellas que las muchas riquezas, porque las riquezas ligeramente se pueden perder y las letras duran toda la vida; porque sola la sabiduría es inmortal entre todas las cosa.
No visites muy a menudo a una persona ni hables muchas veces en un propósito, porque créeme que todas las cosas dan en rostro si son muy continuas.
En el trato común con los hombres ten aviso en conocer no solamente quien se duele de tus males, pero también quien no ha envidia de tus bienes.
En tu vestido has de procurar ser pulido, limpio y bien aderezado, y no muy costoso y deshonesto, porque lo primero es de hombre honrado y liberal; lo otro, de desordenado y prodigo.
Los bienes que alcanzares, ámalos y consérvalos para uno de dos fines: conviene a saber, para remedio y amparo de algún grande daño, si acaeciera, o para socorrer a la pobreza y trabajo de los amigos, porque para los otros usos, un mediano cuidado basta sin que se ponga demasiada diligencia.
No seas muy reprehendedor ni áspero y seco, ni tampoco amigo de porfiar con todos, ni muy presto en resistir a la ira de los con quien tratas, aunque a veces se enojen sin razón; antes da lugar a su furia por que, pasado aquel ímpetu, les reprehendas seguramente.
Entre las cosas de tomo y peso, no mezcles las burlas y donaires, ni entre las que son de placer trates de negocios graves, porque todo lo que viene fuera de tiempo es enojoso.
De los tales cargos y administraciones publicas no procures salir con acrecentamiento de bienes, sino de gloria y estimación, porque más que grandes riquezas vale el loor y buena fama.
Para hablar con sazón, débeslo hacer a uno de dos tiempos: el uno, cuando se trata de negocio de que tienes experiencia y noticia; el otro, cuando necesidad te constriñe a hacerlo. En estos dos lugares, parece ser mejor el hablar que el silencio; en lo demás, por mejor tengo el callar.
Has de tener por constante verdad que ninguna firmeza hay en las cosas humanas y así no te alegrarás demasiado en la prosperidad ni desmayarás en las adversidades.
         Pues nada, a practicarlos y, sobre todo, a engolfarse en la lectura de estos Diálogos que son la mejor lectura para el descanso estival, lejos del mundanal ruido.


domingo, 12 de mayo de 2019

«El crepúsculo de las ideologías», de Gonzalo Fernández de la Mora o la injusta preterición de un intelectual conservador.


      


Un ensayo visionario sobre la democracia  desde dentro del franquismo.
  
Leí hace muchos años El crepúsculo de las ideologías y me sorprendió en aquel entonces la crítica bien razonada a las ideologías como fuentes de sectarismo y confusión, y su inutilidad como receta para enfrentarse a los desafíos de sociedades complejas como la que el autor anticipa ya en fecha tan temprana como 1965, aunque fue corrigiendo  y ampliando el original en las sucesivas ediciones de una obra que, leída hoy, a más de medio siglo de distancia de cuando nació, no deja de tener una actualidad sorprendente, porque muchas de sus apreciaciones forman parte del debate político y sociopolítico en nuestros días.
Lo más chocante, sin duda es la propio evolución política del autor en relación con las ideas, muchas de ellas, de índole liberal, que ha sembrado en su breve tratado lleno de intuiciones muy acertadas y de sugerencias provechosas. Lo primero que se advierte en la lectura es la sólida formación del autor, lo que no es extraño si tenemos en cuenta que se licenció en Derecho y en Filosofía pura. Siguió la carrera diplomática, de cuya escuela sería Director al final de su carrera profesional, y sus frecuentes estancias en el extranjero le permitieron tener una visión del tema de su obra propiamente europea, alejada, por lo tanto, de la estrechez de la democracia orgánica franquista cuyas leyes fundamentales, sin embargo, él contribuyo a crear. Quizás por eso se opuso a la aceptación de la Constitución por el grupo político de Alianza Popular en el que se encuadró con la llegada de la Transición. Como dijo en frase ya célebre: «España no necesita constitución porque es un Estado perfectamente constituido». Ello mismo le condujo a escorarse hacia la ultraderecha en un grupúsculo escindido de AP que no tuvo ninguna presencia política. Desde esa posición política, sin embargo, se convirtió en un debelador de la Transición, según se recoge en su libro Los errores del cambio (1986), que no sé si habrá leído Pablo Manuel Iglesias, la verdad, dada su oposición coincidente al Régimen del 78, como el dirigente de Podemos lo llama.
         Ignoro si su obra Pensamiento español le habrá servido a Gregorio Luri como preciosa fuente para su reciente obra La imaginación conservadora, pero Fernández de la Mora llevo a sus páginas lo más sobresaliente de ese pensamiento conservador racionalista que se refugió en la revista Razón Española, editada por la Fundación Balmes, y que aún sigue editándose en la actualidad, dirigida por su hijo. No se trata de una revista “de partido”, ni del órgano oficial de una ideología -¡tendría su gracia, después de haber escrito el libro que nos ocupa!-, sino de una aportación humanística al pensamiento político y sociológico.
         Buena parte de los postulados que se recogen en la revista proceden de este breve tratado de ciencia política que disecciona desde una defensa de la razón científica y el predominio de los expertos el sistema democrático vigente en su época y que se refería más al que él contempló como diplomático en el extranjero que propiamente al sistema español, en modo alguno homologable con él, como bien hemos podido comprobar hasta que, tras la promulgación de la Constitución del 78, se nos consideró «aptos» para pasar a formar parte del selecto club europeo de democracias.
La crítica que Fernández de la Mora le hace al sistema democrático a través del predominio de las ideologías en la vida política, una muestra, para él, de total anacronismo que sirve de agente retardatario del desarrollo y del progreso material de las sociedades, llama extraordinariamente la atención por la lucidez de su planteamiento, el conocimiento de las fuentes clásicas del  pensamiento político y por un buen puñado de intuiciones que forman parte de algunos principios con que partidos de nuestro presente se han presentado a las elecciones generales y se presentan a las elecciones municipales, autonómicas y europeas de aquí a pocas semanas.
Hay en este libro una crítica de la masa y de cómo esta condiciona no solo las ideologías, sino también, vía sufragio, los modos poco efectivos de encarar los problemas sociales y, sobre todo, la solución más racional y efectiva a los mismos. El autor hace una precisa descripción antitética entre el entusiasmo como motor de las ideologías, y el razonamiento como elemento esencial del método científico que, a través de los expertos, ha de promover el auténtico «desarrollo», concepto que le parece a él, ¡en aquella época!, que identificaba el verdadero objetivo de la teoría política frente al marrullero y vago de las ideologías.
Que un ministro del gobierno de Franco, del último, además, encabece su análisis con una afirmación como esta: Necesitamos una gran cura de racionalización, nos da a entender que en él vamos a hallar algo muy distinto de lo que popularmente se ha entendido siempre como «franquismo», esto es,  una recopilación de la tradición tridentina que ha hecho suyo el beato y totalitario tradicionalismo español desde entonces. Que Fernández de la Mora perteneciera al ala tecnócrata del franquismo, en la órbita del «desarrollismo» del catalán Laureano López Rodó, permite entender ese afán racionalista que, desde una inequívoca asepsia ideológica, de ahí la tesis del libro, pretendía buscar, para ese desarrollo, las soluciones científicas que permitieran las mejores decisiones.
Está claro que, a su entender, las ideologías significan algo así como oscuros saberes nigrománticos que pretenden actuar en la sociedad a través de la alienación y no de la racionalidad del método científico, y de ahí la descalificación radical de las mismas, de todas, las conservadoras también:  Cuando se dice ideología se está aludiendo a lo que no es ni ciencia rigurosa ni sabiduría estricta. Esta distinción entre el saber cierto y el problemático, entre el exacto y el aproximativo, entre el razonado y el de emergencia, entre el puro y el interesado, es tan antigua como la especulación misma. El respeto de Fernández de la Mora hacia el lector adulto, formado, es, en consecuencia,  de una exquisita corrección clásica, por eso se agradecen en la lectura el tono, las referencias clásicas y la cortesía: Insistir en la caricatura es deslizarse por la línea de menor resistencia, es dar al lector no la verdad, sino lo que espera; no lo que le salva, sino lo que le divierte, aunque acabe por condenarle. No es extraño, por lo que llevo dicho, que el propio Fernández de la Mora, por la audacia de su planteamiento, se sintiera, de repente, en tierra de nadie, pero incluso en esa situación él tenía muy claro cuál había de ser su norte: Verse tachado de revolucionario por los reaccionarios y de reaccionario por los revolucionarios suele mover a la independencia. Y cuando la contradicción ambiente nos amenaza de desgarro, hemos de retornar a la consigna de Píndaro: «Sé tú mismo
Teniendo en cuenta la breve extensión del tratado, apenas 168 páginas, es una tentación renunciar a esta presentación e insistir a los lectores en que se acerquen a él, sin prejuicios, porque grande será su sorpresa y me lo acabarán agradeciendo. Con todo, fiel al lema de este cuaderno de bitácora cultural, “Alumbrado público”, trataré de resumir, con sus palabras, no con las mías, los puntos cardinales de su dotrina política. Toca, pues, ir al capítulo de las definiciones, porque en el libro se progresa, según mandan los cánones del método cientítico, a partir de definiciones que, a su autor, le parecen incontrovertibles, por supuesto. Comencemos, pues, por lo que Fernández de la Mora entiende por ideologías: Las ideologías son fatores de tensión social; pero vivimos una coyuntura de apatía política y de relajamiento. Las ideologías son extremosas y pugnaces; pero asistimos  una amalgama liberal-socialista. Las ideologías son patéticas y míticas; pero la política y la vida se están racionalizando velozmente. Las ideologías están emparentadas con las creencias; pero las religiones se interiorizan y depuran. Las ideologías proliferan en los niveles culturales modestos y en las coyunturas económicas críticas; pero nos encontramos ante una era de fabuloso desarrollo material y cultural. Y añade, más adelante: Las ideologías no se condenan por su mayor o menor falsedad, sino por su propia naturaleza, por ser ideologías, es decir subproductos degenerativos de una actividad mental vulgarizada y patetizada. No son ideas genuinas, y esta distinción es absolutamente capital (…) Son pseudoideas. Y el diagnóstico de la crisis se funda en los hechos mondos y lirondos. A través de la exposición razonada de De la Mora, podemos seguir el nacimiento de las ideologías y la naturaleza de las mismas, consideradas desde el punti de vista fiosofico. Así, desde su propio nombre: «Ideología» fue un helenismo puesto en circulación por Destutt de Tracy en una breve nota al pie de la introducción de sus Eleménts. La definió etimológicamente como «ciencia de las ideas», pero De la Mora no duda en emparentar esa oscura y poco científica «ciencia de las ideas» con precedentes filosóficos que nos ayudan a precisar el significado de las mismas. ¿Qué mejor, entones, que recurrir a los míticos idola de Bacon, los «ídolos de la tribu» que van a caracterizar las ideologías por su relación con el sentimiento y las emociones más que con el pensamiento:   Bacon define los idola como nociones erróneas que dificultan el hallazgo de la verdad y que provienen de la condición biológica, individual, social o culta del hombre. Son falacias recibidas que nublan el conocimiento. El racionalismo moderno eleva a la categoría de ídolo o prejuicio todas las creencias, las tradiciones e innúmeras opiniones a las que, ya entrado el siglo XIX, se empieza a llamar ideologías. Así cobra este vocablo su acepción flosóficamente negativa, como sinónimo de convicción inauténtica, irracional y, en definitiva, falsa.
Desde el comienzo del ensayo, De la Mora rechaza el análisis emotivo de la política y la Historia y se afilia al uso de la razón, que él asocia con la escolástica representada por Francisco Suárez: Ganivet, Unamuno, Baroja fueron una explosión sentimental y romántica: no un argumento frio, sino una voz patética. Lo que ahora necesitamos es, precisamente lo contrario, la suareziana racionalización [Recordemos, aunque sea a título anecdótico, que el jesuita Suárez fue uno de los primeros defensores de que la soberanía radicaba en todo el pueblo, no solo en la realeza]. Insiste mucho, el autor, en la idea de la vertiente apasionada de las ideologías a las que solo puede oponérseles el ejercicio de la razón: Las pugnas ideológicas, por su carácter pasional, simplista y multitudinario, son las menos propicias para la síntesis, el esclarecimiento y el diálogo. No son, propiamente, procesos hermenéuticos, sino endurecedores. Además del pluralismo ideológico hay el de las ideas, que es el que anima la auténtica vida intelectual. De hecho, son increíblemente contemporáneas las descripciones de los métodos ideológicos que se aprovechan del entusiasmo como herramienta social privilegiada para conseguir sus objetivos; porque, para él, la asunción de una ideología es fundamentalmente fáctica, volitiva y emocional. No es una meditación, sino una ilusión; no una convicción, sino una situación; no una conclusión, sino una pasión. De ahí que su carga emotiva, su inercia social y sus valores útiles acaben anulando a los elementos discursivos. Una ideología establecida es lo más parecido a un mito. Esté atento el intelector curioso a la clásica estructuración trimembre del párrafo y percibirá los elevados modelos expresivos de que se hace eco el autor, lo cual redunda, está claro, en el placer de la lectura, se compartan o no los postulados que defiende. Pero estábamos en lo de la emotividad de unas ideologías que, aun a pesar de ello no nacen para la discusión teórica, sino con el fin  práctico de devenir lo que comúnmente entendemos como un plan de gobierno de la sociedad.  Y en este punto es cuando conviene recordar la defensa que hace el autor de la nueva diciplina, la sociología científica, consolidada como principal auxiliar del discurso político, por los años en que escribe su tratado: los años 60 del pasado siglo, a pesar de que, como tal disciplina, naciera en el siglo XIX, con Auguste Comte. Frente a esa índole emotiva de las ideologías, el autor se declara partidaria, no tanto de la tecnocracia -aunque esta le parece el principal auxiliar de la obra de gobierno: han de ser los «expertos» quienes busquen las mejores fórmulas racionales para la acción de gobierno-, cuanto la ideocracia, que él define en estos términos: La solución propuesta no es la tecnocracia, sino la «ideocracia». No es un nuevo ideologismo, sino una posición antiideológica a secas. No es una desintelectualización, sino una superinteletualiación de la vida social. No es una deshumanización, sino una exaltación de lo más humano, porque lo propio del hombre es que, además de obrar por instintos y por emociones, puede obrar según ideas racionales.
Fernández de la Mora arremete con una particular inquina contra lo que de vulgarización y «plebeyismo» de las ideas encarnan las ideologías y el modelo de democracia liberal  en el que estas dominan: Las ideologías no son otra cosa que opiniones colectivas acerca del bien general. Y a las deficiencias anejas a esa primitiva forma de conocimiento que es la doxa hay que sumar el patetismo, el utopismo, la pugnacidad, la inautenticidad y el sectarismo de los estados de ánimo masivos. Como el vacío de una evidencia lo llena una opinión, el vacío de las ciencias sociales lo llena una ideología, o sea, una opinión colectiva, vulgarizada y radicalizada sobre la cosa pública. Se remonta a Parménides, y su clásica distinción entre la «aletheia», la vía de la verdad,  y la «doxa», la vía de la opinión, para justificar su posición. Por todo ello, no le parece desatinado al autor que la democracia representativa haya acabado -¡y esto lo defiende cuando en España estábamos aún lejos de experimentar ese desengaño de las democracias consolidadas!- siendo un sistema fallido: Lo cierto es que, como ya reconoció Rousseau, la voluntad general es irrepresentable. Hoy todo el mundo sabe o siente que entre el voto depositado en la urna y la ley promulgada e interponen tantos mecanismos arbitrarios que el elector se esfuma. El primer filtro es, incluso en los países de sufragio universal femenino, la eliminación de los menores de una cierta edad. El segundo es la delimitación de las circunscripciones electorales, ingenioso trámite que, mediante la transferencia de un distrito, puede inclinar la mayoría en un sentido o en otro. El tercero es la confección de las listas de candidatos, faena capital en la que el pueblo no interviene. El cuarto es el sistema de escrutinio, que por sí solo puede determinar los resultados finales. El sexto es la disciplina del partido, que impide a los diputados votar según el mandato de sus electores o el imperativo de su conciencia. El séptimo es el predominio de las comisiones de expertos en la elaboración de los proyectos de ley. Y el octavo es el cercenamiento de las facultades legislativas del Parlamento en beneficio de las del Gobierno, con el pretexto, de ordinario fundadísimo, de no interrumpir la gestión pública. (…) El esquema demoliberal de la representación no es verdad, es una ficción. Para fijar el poder casi omnímodo de las ideologías como soporte del sistema democrático, Fernández de la Mora recupera un concepto político que aportó la experiencia española a la politología internacional: el «integrismo», que él advierte en cualquier ideología fosilizada, digámoslo así, esto es, que se convierte en dogma muy alejado de la realidad que si por algo se caracteriza es por su transformación constante: «Integrismo» es una de las voces que la España contemporánea ha aportado al léxico político. No fue una invención anónima y popular, sino documentada y culta. El vocablo lo acuñó Ramon Nocedal cuando, hacia el año 1898, fundó el Partido Integrista. Su programa era un Estado teocrático, inquisitorial, republicano y enteramente sometido a las consignas religiosas y temporales de roma. (…) El integrismo ya no consiste en la adhesión al extinto partido nocedalista, sino en una calidad que pueden revestir las posiciones políticas, sea cual fuere su contenido afirmativo; en un talante desde el cual cabe vivir cualquier convicción. (…) El integrismo estriba en reducir lo complejo a lo simple, aun a riesgo de mutilarlo o de caricaturizarlo: es un mentís al distingo y a la veladura, a la precisión y a la complejidad. Es utópico y extremista; insensible a las correcciones circunstanciales y a las limitaciones de la realidad. (…) Los integrismo no han muerto, puesto que son la meta natural de toda ideología. Mao Tse-tung es la cabeza del integrismo marxista. El Ku-Klux-Klan es una especie de nacionalismo racista de un país superdesarrollado.
         Escrito desde una inequívoca perspectiva sociológica, El crepúsculo de las ideologías tiene la virtud anticipatoria de hablarnos, en 1965, de una sociedad que ha resultada ser, en buena medida, la nuestra de 2019. Leyéndolo, detecta el lector situaciones muy de nuestro presente, como el caso de la apatía política en quienes, más allá de las ideologías, buscan una Administración eficaz que les permita «ahorrarles» la decisión de identificarse casi religiosamente con unas u otras de las muchas que solicitan la atención de los «electores», más que, propiamente, la de unos «ciudadanos» libres y con espíritu crítico. Si a algo le teme una ideología es, ciertamente, a la libertad de crítica de a quienes pretende «capturar»: No es lo mismo la apatía política que el robinsonismo, la resignación o la insociabilidad. Se puede despreciar la política y respetar la gobernación, porque la «cosa pública» no equivale a la «cosa de los políticos» Entre la «res publica» y la «res politicorum» hay una distancia sideral. Solo hay que considerar el desprestigio actual de nuestra clase política, la famosa «casta», para advertir lo premonitorio del análisis de De la Mora. Porque muchos ciudadanos, hoy, confían más en la profesionalidad y probidad de los funcionarios públicos que en la actuación de unos políticos desacreditados por el escándalo inmoral de la corrupción:  El aumento de la confianza en la Administración. No es que se hayan volatilizado la recomendación y el cacicato; pero cada vez más, el gobernado ve en el funcionario un experto neutral, la pieza de un aparato que no reacciona a estímulos cordiales, sino reglados, mecánicos y bastante autónomos. Llegados a este punto, De la Mora se permite hacer sus pinitos neologísticos y se descuelga, con  un helenismo que aspira a consolidar como aportación a la teoría política: La salud de los Estados libres puede medirse por el grado de apartamiento de la «cratomaquia», ósea, de apatía política. A su juicio, cuanto mayor es el grado de desarrollo, mayor es la *cratomaquia popular, pues los ciudadanos confían en la rectitud de los administradores. Estamos a un paso, pues, del ideal que defiende De la Mora en el libro: el de la tecnocracia -aunque él prefiere hablar de la ideocracia, en la medida en que entiende por tal lo que ya hemos reseñado ut supra, lo que complementa con este perspicaz juicio: Contrariamente a lo que se ha supuesto, lo reaccionario no es el antiideologismo, sino las ideologías. Para la «ideocracia» o política de las ideas racionalizadas apenas tienen sentido las nociones de conservatismo y progresismo. La justa medida no es ni la antigüedad ni la novedad; es la verdad y la eficacia-, porque solo de las personas con una formación científica sólida pueden esperarse las mejores soluciones para los problemas sociales. Y hemos de recalcar -porque la idea popular sobre el franquismo es la de 40 años de absoluta ignorancia y corrupción, exclusivamente- que Fernández de la Mora perteneció a una generación formada en la solidez del conocimiento riguroso y que, en su caso particular, todo el libro es un elogio constante del pensamiento científico riguroso como herramienta imprescindible para hacer frente a las realidad complejas de la vida del país. De acuerdo con esta concepción hiperracionalista, a pesar de ser el autor persona de acendrada religiosidad y valores marcadamente tradicionalistas, es como hemos hemos de entender la concepción , y crítica, de esa perspectiva tecnocrática a la que Fernandez de la Mora saluda con las albricias de rigor, pero sin excluir una visión crítica que demuestra, ¡por si hiciera falta, después de todo lo leído!, la ecuanimidad del autor a la hora de juzgar cualesquiera soluciones para una complejidad tan peliaguda como la de la vida social y los conflictos de intereses constantes que se manifiestan en su seno:  Parece obvio que para resolver una ecuación de tercer grado, o para operar una retina, o para construir un puente,  o para defender un pleito, se requieran unos estudios previos. No obstante, los ideólogos insisten en que para resolver los complejos problemas que plantean hoy el regimiento de los pueblos basta una receta elemental y relativamente autodidacta. (…) Es natural que los legos en ciencias sociales sigan disfrazando su ignorancia tras las «chuletas» ideológicas. Son legión, y considerable es su fuerza retardataria. Sus oportunidades dependerán del nivel de las masas. A medida que estas descubran que hay expertos en los distintos sectores que afectan a los intereses públicos, los ideólogos irán cayendo, como no hace mucho los curanderos, en el descrédito general. (…) Lo primitivo y lo mágico son las ideologías; lo progrediente y lo eficaz, y por ello lo  más humano, son la ciencia política y el gobierno con el máximo posible de razón. Fernández de la Mora intuye, en aquellos años del desarrollismo español que tanto contribuyó a acercar el tardofranquismo al resto de sociedades de nuestro entorno que ese iba a ser el objetivo de cualesquiera gobiernos de cualquier signo: Sobre la faz de la tierra alborea con nitidez un renovado idea que, propiamente ni es nacionalista ni confesional, ni ideológico. Esa diana a la que ya apuntan todos los Estados, desde los recién nacidos a la soberanía hasta las grandes potencias reducidas al originario solar metropolitano, es el «desarrollo». (…) Estamos ante el motor primario de la humanidad en la era del átomo.(…) El desarrollo, a la vez que acelera los procesos de invención, producción y distribución de bienes, crea un clima noético e impulsa al hombre a proseguir la escalada de las pinas pendientes del logos. (…) El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón. Y retengamos esa dimensión humanística que le concede al desarrollo, materializada en lo que podríamos considerar un hermoso aforismo político: El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón, al que complementa a la perfección otra de esas ideas, de las muchas y brillantes que contiene el texto:  La dieciochesca fórmula de que «la ciencia es una lengua bien hecha» vale singularmente para los saberes sociales.
         Como es habitual en él, Fernánde de la Mora, rastrea los orígenes de los fenómenos políticos que estudia para fijar con propiedad el inicio de los mismo y calibrar de modo ecuánime las virtudes y defectos de los mismos. Así nos informa de que  el neologismo Technocraty lo lanzó, hacia 1920, un grupo de ingenieros norteamericanos acaudillados por un colega idealista, Howard Scott. Se inspiraban en un pensador bohemio, resentido y de gran talento, Thotstein Veblen, y, singularmente, en sus dos breves trabajos Una política de reconstrucción (1918) y Memorándum sobre un soviet práctico de técnicos (1921); lo cual, intuitivamente ya, nos da a entender, or tan somera descripción, que la «tecnocracia» no es solo una alternativa «virtuosa», a pesar de la especialización y competencia de quienes se presentan en la vida publica como os detentadortes de la razón científica, sino que también tiene un lado de sombra que pone en peligro la armonía social, al contribuir a la marginación de una veta social que es inseparable de nuestra definición como grupo humano: Los tecnócratas defendían la entrega del poder a los ingenieros, y la sustitución de la política por la tecnología. (…) El apoliticismo extremado es una forma de amoralismo, puesto que la Política, en cuanto saber de fines, no es son una rama de la Ética. Una cosa es la promoción del ingeniero y otra muy diferente la implantación de su dictadura y el exterminio de los sacerdotes, los filósofos, los juristas y los artistas. He aquí, pues, una muestra evidente de la fina sensibilidad humanista del autor, a pesar de su adscripción política a esa manera tecnocrática de encarar los retos sociales.
Hay en el libro, entre muchos otros aciertos sobre los que me temo que no me voy a poder extender, excepto que decida que sí y levante un muro de extensión insalvable entre mis intelectores y mis propuestas de lectura, una distinción que llamará poderosamente la atención de los intelectores de nuestros días: me refiero a la que hace el autor entre la autoridad y el poder, sobre todo en estos tiempos en que la principal autoridad del país, el Presidente del Gobierno, es autor de un fraude intelectual que lo descalifica académica y humanamente incluso para desempeñar el cargo político, pero en esta España de la renovada picaresca, ni eso siquiera es suficiente para que alguien tenga el decoro político que exige la limpieza inmaculada de un expediente académico para mantenerse en el poder. «El poder -escribe Maritain- es la fuerza que permite obligar a otros, mientras que la autoridad es el derecho a mandar.» Pero este planteamiento remite a la moral, puesto que envuelve un rotundo juicio de valor: la autoridad legitima al poder. Conviene, pus, definir qué es la «autoridad» para que nadie se llame a equívoco: La «autoridad» es la posesión en grado eminente de una virtud reconocida. A diferencia del «prestigio», requiere, más que una opinión publica favorable, una cualidad real del sujeto. (…) La autoridad es el producto de una actividad inmanente. Nace del propio perfeccionamiento en el saber o en el obrar. Es un hábito. El fundamento de la autoridad no se encuentra en los demás, sino en el mérito de uno mismo. ¡Ah, el viejo asunto de la meritocracia frente a la corrupción del nepotismo, amiguismo, el enchufismo, el caciquismo y todas esas manifestaciones que han distorsionado desgraciadamente en nuestro país la jerarquía de los méritos! Pero el autor tiene más que clara la distinción entre «poder» y «autoridad», y conviene que la recordemos con sus propias palabras:  En el poder se «está»; la autoridad se «tiene» o, más exactamente, se «es». El poder puede ser impersonal y residir en una institución; la autoridad es personal e intransferible. La autoridad solo podemos quitárnosla nosotros mismos; es constitutivamente autárquica. ¡Si será así, que nos trae el máximo ejemplo de autoridad para que nadie se llame a engaño: Y no se acrecienta la autoridad matando, sino, como Sócrates, rubricándola con el sacrificio! Se trata de dos mundos diametralmente opuestos, aunque cada uno de ellos alimenta riesgos ciertos que no se le escapan al autor:  Por su tendencia, el poder trata de perpetuarse y robustecerse. Y, lo decía Montesquieu, llega hasta donde le detienen. (…) Tiende a desligarse de todo precepto externo y a constituirse en razón última de sí mismo. (…) En cambio, la autoridad solo aspira a ser libremente reconocida. Exige la espontaneidad y abomina de la coacción. Ni el pensador ni el rapsoda quieren ser oídos a la fuerza. La autoridad, entregada a su dialéctica más desgarrada, no tiende a esclavizar a nadie; desemboca, por el contrario, en la soberbia del turrieburnismo y en el desinterés hacia el aplauso de las masas. En el límite, el poder político parece no dejar otra solución que hacerse matar, la revolución; la de la autoridad es la antípoda, hacerse rogar, la petición. El poder va hacia la dominación, y la autoridad hacia el ensimismamiento. (…) Dejado a sí mismo y desligado de tensores heterónomos, el poder resulta egoísta y, en definitiva, inmoral. Por eso decía lord Acton que el poder corrompe siempre, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Está clara, con todo, la opción del autor, dado que lo esencial de la autoridad es su dimensión ética:  La autoridad ha de ser ética, so pena de destruirse a sí misma. El egoísmo de la autoridad es constructivo, pasivo y honesto La autoridad maligna es una contradicción in terminis; la cual contrasta nítidamente con los desempeños de quien hace cualquier cosa, literalmente, con el solo objetivo de mantenerse en el poder: El hombre de autoridad no padece esa terrible angustia por la continuidad en el poder, que es la gran neurosis del político y que tantas veces le lleva a subordinar todo, incluidos los preceptos, a la personal permanencia en la soberanía. DE todo ello se sigue, casi como un corolario, la irracionalidad constitutiva del poder frente a la racionalización intrínseca de la autoridad:  Por su sujeto pasivo, el poder no es racional. El que lo obedece, aunque lo haya elegido, está inmediatamente movido por el temor.(…) El poder se inserta en la voluntad. La racionalidad es un rasgo accidental en el ejercicio concreto del poder, algo esforzadamente añadido. En cambio, la autoridad es acatada cuando es reconocida objetivamente. «Lo ha dicho X.» Nadie lo ha designado, nadie le teme; pero tiene autoridad.
No quiero dar por concluida esta presentación de un libro tan lleno de análisis sugerentes e intuiciones brillantes sin destacar uno de los factores más distorsionadores de las ideologías y de la vida política en general: el «entusiasmo». De hecho, en las últimas elecciones generales que hemos vivido, se multiplicaban los llamamientos de la diferentes ideologías a votar más con adhesión y «entusiasmo» que con la convicción de la razón. Así mismo, el «entusiasmo» es el fundamento de los actuales populismos y del resurgir del peor  nacionalismo de los y sufridos, ¡y cómo!, a partir de los años 20 y 30 del pasado siglo.
Fernández de la Mora, fiel a su método y fiado a su notabilísima cultura, fija, de buen comienzo, los antecedentes del concepto: Para Platón es «un estar fuera de sí», «una desviación como la enfermedad o el sueño»; es decir, un paréntesis de irreflexión.  (…) Kant: «el entusiasmo dificulta la libre consideración de los principios y en modo alguno puede merecer la aquiescencia de la razón». Por eso prefiere la Affektlosigkeit o flema. (…) Voltaire: «el entusiasmo se compagina maravillosamente con el espíritu de partido, es una devoción mal entendida, resulta incompatible con la razón es como el vino». Así pues, no es de extrañar que, para De la Mora, el entusiasmo frente al equilibrio reproduzca la antítesis entre la ideología y la razón científica:  El entusiasta tiende a ser apasionado, parcial, ingenuo, impermeable, obsesivo, dogmático, incongruente, alternante y elemental. En las antípodas están el equilibrio, la objetividad, el criticismo, la apertura, la duda, la consecuencia, el matiz; es decir, los valores más estrictamente racionales. El verdadero punto de partida filosófico es la curiosidad, no el entusiasmo. Por todo ello, y como bien hemos podido comprobar con lo sucedido en Cataluña desde hace siete años:  El entusiasmo es, en suma, la forma que tienen a revestir los sentimientos multitudinarios. (…) Un pueblo entusiasmado multiplica su agresividad y, en ocasiones, su eficacia. (…) Es tan dócil que se le puede conducir a cualquier parte, incluso al suicidio. (…) No necesita noticias, sino estímulos, por lo que se le puede mantener sin información fidedigna, e incluso al margen de los hechos, Se le sostiene, no con realidades, de ordinario arduas, sino simplemente con palabras. Tentado he estado de destacar este párrafo con negritas…, pues no, he caído en ella, ¡qué caramba! Es lo adecuado para esa manipulación política que enseguida nos desribe el autor:  La manipulación política del entusiasmo es eficaz; pero ¿es, además, deseable? Hay tres connotaciones que apuntan a una respuesta. En primer lugar, un pueblo entusiasmado es fácil presa de la tiranía Y la técnica gubernamental totalitaria es el entusiasmo  Las razones son obvias. Mando persona, predominio del activismo, la información como propaganda, anulación del diálogo, sustitución de la razones por las ilusiones, perpetuación de los estados excepcionales, imperio absoluto de la voluntad, colosalismo generalizado y apelación a la fantasía. En suma: la política como retórica y como patética. Es, literalmente, el estilo nazi. ¡Mas contemporáneo, imposible!
¿Cuál es la alternativa a ese entusiasmo colectivo? Pues el autor se adelanta incluso a lo que, años más tarde, caracterizaría a la Transición del 78, el consenso, que se plasmaría en aquel acuerdo de Estado que fueron Los pactos de la Moncloa y que constituyeron el primer paso para la modernización de España, un proceso basado, por supuesto, en los esfuerzos desarrollistas del tardofranquismo a cargo del grupo de «tecnocratas» que, desde dentro del Régimen franquista, prepararon, en parte, el país para poder dar ese salto adelante inmenso que supuso la integración total en Europa y la corrección de todos los errores autárquicos a que forzó tener un gobierno autoritario, en vez de uno democrático: Lo que en una sociedad desarrollada sustituye al entusiasmo colectivo es la tácita adhesión general o consenso. (…) El consenso es relativamente silencioso, está muy lejos del aspaviento, la exhibición y la alharaca, y, salvo en las coyunturas críticas, se manifiesta por omisión: el que cal la otorga, y quien acata sostiene. (…) El consenso es más estable que el entusiasmo, porque se alimenta de sobrios juicios y decisiones íntimas, y no necesita grandes volúmenes de combustibles patéticos. Como tiene por costumbre casi en cada capítulo, Fernández de la Mora suele acabar con un corolario que no solo resume el tema tratado, sino que destaca la posición humanista del autor: Lo más noble del saldo colectivo de la Humanidad, que es la ciencia, se ha hecho mediante el sereno consenso de la minoría sabia; pero los crímenes colectivos más atroces se han realizado en olor de populares entusiasmos.

Hay mucho «material», y muy interesante, que no desprecio, sino que propongo ya como lectura personal de cada cual, pero el análisis del pluriculturalismo o el de los sistemas electorales son de una actualidad absoluta, y supongo que leídos en aquella gris sociedad franquista de 1965 a muchos les sonaría a realidades ignotas, como en efecto eran, porque l democracia orgánica del franquismo en modo alguno era equiparable a las sociedades democráticas de nuestro entorno más cercano. Acabemos con la expresión de una idea que se ajusta como un guante a la queja que expresamos muchos ciudadanos respecto de nuestra vida política: plagada de «políticos profesionales» que ni han hecho una carrera académica y profesional seria y que solo son deudores de la demagogia de las escuelas de formación de sus ideologías respectivas: Los gobernantes ya no pueden reclutarse entre los aficionados a la retórica popular ni entre los diletantes de la política, sino entre los profesionales. Las supremas decisiones gubernativas solo cabe adoptarlas, con probabilidad de acierto, si se tienen en cuenta los dictámenes de equipos de especialistas. Ya no es lícito administrar con corazonadas y tanteos, o entregando la solución del problema al azar del sufragio universal. Hay que gobernar como se monta una fábrica: sabiendo lo que, según los últimos conocimientos, procede hacer. (…) La ideologías se baten en retirada ante la progresiva racionalización de la política. Están demasiado cerca del remedio casero y del conjuro mágico para que puedan sobrevivir a estas alturas del conocimiento científico. Ante el sociólogo, los ideólogos cobran un cierto aire de curanderos de masas. Y en esas estamos, a juzgar por los resultados de las últimas elecciones generales. Que el amor a la razón, a la profesionalización y a la autoridad nos amparen para las que vienen…