martes, 12 de diciembre de 2023

«Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe», de un supuesto Felipe Camus, y «Roberto el Diablo», anónimo, o la vieja y eterna caballería.

Cómo disfrutar apasionadamente con las humildes lecciones de literatura de un género que permitió el nacimiento de la mayor ficción de todos los tiempos.

 

                    

Cada cierto tiempo siento la imperiosa necesidad de sumergirme en lecturas clásicas que me limpien la mirada de las fatales excrecencias que, como deformes imitaciones de las tintas corridas de Rorschach, se adhieren a los ojos en la frecuentación de cierta literatura (o como se la quiera llamar…) contemporánea, de algunos ejemplos de la cual Jordi Gracia nos ha hecho la gracia hace poco de excusar su lectura con incisiva crítica. Bien falso es el refrán sobre que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no es menos cierto que volver a tiempos lejanos de la literatura, sin necesariamente remontarnos a los clásicos grecolatinos, tiene la virtud de descubrirnos o redescubrirnos obras en cuya lectura nos solazamos como en el más amable de los locus amoenus imaginables. Con una impecable edición del maestro de la crítica textual, Alberto Blecua, he abierto con renovada emoción, la de mi inmersión universitaria en Troyes, Amadís y cuantos libros de caballerías me permitían mis modestos haberes adquirir, dos humildes joyas del género, acaso no tan leídas como otras, entre las cuales descuella el propio Amadís de Gaula, un clásico que ningún aficionado a la lectura puede dejar de leer, como son Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe y Roberto el Diablo, ambas de origen francés y, por lo tanto, traducciones al castellano que se editan allá por 1499 y 1509 respectivamente, lo que permite detectar en la lectura ciertas referencias a obras no menos clásicas o bien a un modo de expresión propio del ambiente de la época. La primera, Oliveros…,  se le atribuye a un tal Felipe Camus, de quien se dice que la tradujo del latín, aunque esto nos dice Blecua que era un recurso mixtificador para darle mayor importancia al texto. Otro motivo fundamental de mi propensión a la lectura de obras clásicas tiene que ver con la actual degradación del castellano hablado y escrito, algo a lo que ha contribuido la omnipresencia de la política en todas las esferas de la vida, especialmente a través de la extensión de las redes sociales: parece que o se *malhabla y *malescribe de esa degradada actividad que ha desterrado del horizonte de nuestra también desaparecida convivencia la sindéresis o no hay nada de lo que hablar, porque son pocas las artes que tienen la capacidad de apartar a nuestros conciudadanos de esa ciénaga del antipensamiento y la sensibilidad que es la impía, encarnizada y malhablada lucha política.

        El prólogo de Alberto Blecua, de cuyo eminente padre fui yo alumno en la Universidad de Barcelona, es un modelo de crítica textual, e invito a quienes adquieran su edición de Editorial Juventud a leerlo para tener una muestra de excelente claridad ecdótica. Rastrear el origen de los textos y su autoría tiene mucho de actividad detectivesca, de ahí el agradecimiento del lector a quien, en el curso de su indagación, descubre fuentes a las que los curiosos del hecho literario podemos acudir: léase el Sendebar, por ejemplo, o cualesquiera otras fuentes en las que abrevar la sed de la certidumbre y de la curiosidad, como el Amicus et Amelius, que incluye Vincent de Beauvais en su Speculum Historiale, escrito hacia 1254.

        Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe, aun siendo traducción de un original francés, me parece una muestra perfecta del ideal de la Europa Unida muchísimo antes de que siquiera se pensase en llegar a la unión política de la que disfrutamos hoy. Un francés escribe sobre dos príncipes, uno castellano y el otro portugués, que acaban defendiendo el trono inglés y emparentándose, Oliveros, con él, a través del casamiento con la hija del rey, y que luchan contra reyes irlandeses a los que acaban sometiendo a la autoridad inglesa. No parece que haya fronteras para los caballeros andantes, y menos si están tocados por la gracia divina, a juzgar por cómo la honra de ambos los corona de virtudes que los hacen acreedores, sobre todo Oliveros, al favor de la divinidad. La intrincada trama de la obra, con muchas idas y venidas, y aventuras sorprendentes, tiene que ver con la huida de Oliveros de la corte de su padre, casado en segundas nupcias con la reina del Algarbe, porque esta se ha encaprichado de él y quiere seducirlo, violentando la fidelidad debida a su padre. Artús, hijo de la reina, es hermanastro de Oliveros, pero ambos son idénticos y, además, congenian en el acto: ficieron lianza e fraternal compañía, juramentándose que ninguna cosa, salvo la muerte, los Partiría jamás de en uno; de tal modo que es posible, estando Oliveros ya casado con Helena, y tras haber sido capturado y llevado a una prisión en Irlanda, que Artús se presente en la corte para liberar al rey y a su hija de los padecimientos en que los ha sumido la ausencia súbita y sin previo aviso de Oliveros, con quien es confundido hasta el punto de que Helena y él comparten lecho sin que ella lo tenga por un impostor, aunque bien se vale él de un ardid para evitar el contacto:  Señora, estad queda en vuestro lugar e no lleguéis a mí, ca sabréis que, estando en grande peligro, fice voto solemne a Dios que si dél me libraba que no llegaría a vuestro cuerpo fasta que primero hobiese estado en romería al bienaventurado Santiago. E vos ruego que no recibáis enojo, que, si vos tenéis salud, lo más presto que podré compliré con mi voto.

        La huida de Oliveros en busca de Fortuna lo lleva hasta Inglaterra, donde pierde los fondos que le quedan en saldar la deuda de un caballero y darle cristiana sepultura. Un hecho que, al margen de mostrar el noble corazón del héroe, queda casi sepultado por lo que viene a continuación, aunque en el desenlace de la novela estos hechos tendrán una importancia enorme. Ayudado por un ermitaño que le facilita indumentaria y caballería, Oliveros se presenta en las justas convocadas por el reino y acaba destacando como el gran paladín de quien acaba enamorándose la hija del rey, frente al despecho de los reyes irlandeses que buscaban conseguir la mano de la princesa. Aunque todo parece que transcurra favorablemente para el héroe, Fortuna, madre de tristeza e enemiga de los corazones contentos, en muy breve tiempo le quitó todo su bien y trocó sus placeres en amargos pensamientos, porque Oliveros es secuestrado y hecho prisionero en un castillo irlandés, del que Artús se verá comprometido, por amor y lealtad, a salvarlo. A tal fin, antes de irse, Oliveros le hizo entrega de una redoma con el especial encargo de que la mirara una vez al día: vos ruego, por virtud de nuestra amistad, que queráis mirar todos los días una vez esta redoma que aquí vos dejo llena de agua clara; la cual, si vierdes vuelta o la color mudada, sed cierto que me irá mal o estaré en peligro de muerte, que es la señal para que Artús entre en acción, y de ahí viene el consejo que recibe de que suplante a Oliveros en la corte hasta que pueda liberarlo, como de hecho sucede.

        No quiero destripar la trama, porque los giros de guion tan propios de este género tiene un encanto particular que se aprecia en cuanto nos salen al encuentro en la lectura.  Sí quisiera, por lo que hace al castellano antiguo en que está traducida, mencionar algunos usos que me han parecido llamativos. El primero es la evocación de los fastos de la corte en fiestas, en cuya descripción parece latir el eco del famoso poema de Jorge Manrique, concretamente de la parte conocida como el Ubi sunt?: Quien quisiese contar las galas e fiestas, las riquezas de los atavíos, el inestimable valor de las piedras preciosas e de los joyeles que así las damas como los señores de la corte traían e las sotiles invenciones e la diversidad de los vestidos de los galanes e de la muy suave y concertada música, quien quisiese fablar sería sacar las arenas de la mar, que antes carecería la mar de arenas que faltasen cosas para decir. El segundo es el apasionamiento hiperbólico propio de estas narraciones, tan románticas a su manera: E así sirvió Oliveros a su señora, e cortó a su mesa e cebó sus ojos, que muy deseosos estaban de mirarla o E fue así mismo despidirse de su señora Helena, mas no fue sin multitud de lágrimas de una parte e de la otra. Pero es notable el énfasis de la novelita en la profundísima amistad fraternal de los dos príncipes: Quien viera los dos compañeros e leales amigos bien tuviera el corazón más duro que acero si de grande placer con ellos no llorara. Ellos estuvieron más de una hora abrazados el uno con el otro, sin poder fablar palabra. Téngase presente que cuando enferma Artús, Oliveros no dudará en decapitar a sus dos hijos para darle a beber la sangre a su hermanastro a fin de que se recupere de una enfermedad que se describe casi con tintes de películas gore: Artús fue ferido de una mortal pestilencia e fue desahuciado de todos los físicos e zurugianos del reino. Ca de su cabeza salían una especie de gusanos negros como el carbón e le decendían por la frente e le comían toda la cara. E eran tantos que cuando le quitaban uno salían luego cinco o seis. E salía tan grande fedor dél que ningún hombre ni mujer, lo podía visitar ni entrar en la cámara a donde estaba. […] E en pocos días le comieron los gusanos las narices e le cegaron los ojos. Sin embargo, es justo que reproduzcamos el horror que siente ante sus propios actos el protagonista, un monólogo dramático que alcanza altas cotas emotivas: ¿Cómo puede natura consintir que el padre mate a sus fijos? ¿Quién vido jamás tan grande crueldad? ¡Bien es maldito e en mal signo nacido el que tan grande maldad comete! […]  En la condición [se autodescribe] es peor que ningún feroz animal; ningún león, ningún tigris ni onza [«pantera»] jamás fizo lo que propongo de facer».  Finalmente, no menos chocante es leer un uso en boca de Oliveros que luego recordaremos siempre por el que de él hace Cervantes, mutatis mutandis en su Quijote: Jamás caballero fue de su señor tan bien galardonado.

        Y ahí  lo dejo,  no sin hacerle reparar al intelector que se pasee por estas líneas, usos lingüísticos tan entrañables como el zurugianos u otros como sollozcando  —que da a entender el uso de un hipotético *sollozcar—; mi puericia con vusco (por «vosotros») o el empleo de un léxico ya desaparecido de nuestros usos como barjoleta o burjuleta, «una bolsa grande de cuero que no se cerraba con cordones sino con una cubierta, y que los caminantes llevaban a la espalda o a la cintura», o el desaparecido bujarca, transformado después en el posible catalanismo, también poco usado,  bucharca, o la vieja voz antenado, «hijastro»,  aunque Juan José Saer publicó una novela con una variante de ese antenado: El entenado. Otras expresiones también apelan a nuestras maneras tradicionales de encomiar: E cuando el rey le vio, se apeó del hacanea e le abrazó e le besó en la boca. […] E cuando estuvieron en la sala, el rey lo abrazó otra vez e le dijo: «Fijo, bendito sea el padre que vos engendró e la madre que vos parió». La obra, además, tiene algunas expresiones que reflejan el fondo comunitario de verdades arrancadas a la experiencia y a la cultura antigua, como se nos indica nada más arrancar la narración: Por cuanto la memoria es poca e m uy caediza e natura humana, potr su fragilidad, es muy mudable es el tópico que abre la historia; pocas veces vemos los malos principios venir a buen fin, que nos indica el carácter moralizante que, a pesar de tanta aventura y tantas pasiones sobre el tablero, tienen las narraciones medievales, y no está en poder de hombre apartarse de los primeros movimientos. E tú en el primer movimiento e vencido de la ira, hobiste de serme cruel, con que justifica Artús la violenta reacción de Oliveros cuando se entera de que Artús ha dormido en el mismo lecho que su mujer, aunque ignorando la estrategema de que se valió para no tener acceso carnal a ella ni ella a él.

        Roberto el Diablo, si bien es una narración anónima, tuvo un éxito inmediato, porque aparecieron versiones en Inglaterra y Alemania, y otros países, además de en España, claro está. A diferencia del Oliveros…, la presente es una novelita de poca extensión, traducida deLa vie du terrible Robert le Diablo, publicado en Lyon en 1486 y, como dice Blecua, de ella «procede la novelita española La espantosa y admirable vida de Roberto el Diablo, editada en Burgos en 1509, que poseyó el célebre bibliófilo don Fernando Colón, hijo del almirante».

        La historia es delirante, porque un duque y su esposa que ya desistían de tener descendencia, acaban teniendo un hijo que, tras las nueve meses de gestancia, requiere un mes completo de parto, tras el que fue llevado el niño a bautizar, al cual iban las gentes a ver por maravilla, ca de un día nacido parecía de un año. Y llevándolo y trayéndolo de la iglesia, jamás su boca se cerró, dando tales gritos que toda la gente se maravillaba de ello. Y fue dado a dos amas que lo criasen, mas de ahí a tres meses tuvo todos sus dientes y muchos, con los cuales mordía las amas y les quitaba los pezones de las tetas. […] Y cuando hubo un año andaba, y hablaba tan bien como los otros niños de cinco años. A partir de ahí, siendo la absoluta encarnación del mal, se cuentan por ultrajes diarios los que el angelito comete, sin que los padres, horrorizados, puedan encauzarlo y devolverlo a la senda del bien. Los títulos de algunos capítulos nos indican a la perfección la naturaleza de sus actos y de su ser: Cómo Roberto mató a su maestro que tenía cargo de le enseñar; Cómo Roberto el Diablo se partió de la ciudad de Roán y se fue por el ducado de Normandía, robando y matando, y forzando dueñas y doncellas; Cómo el duque envió gente para prender a Roberto su hijo, a los cuales Roberto sacó los ojos; Cómo Roberto El diablo mató siete ermitaños que halló en el monte, y fue al castillo Darca, do estaba a la sazón la duquesa su madre. Y de las razones que entre sí hubieron; Cómo Roberto el Diablo llegó a la casa que tenía en el monte, y cómo mató a sus compañeros

        A tan movida primera parte le sucede una segunda en la que Roberto hace penitencia de los muchos males causados y acepta seguir las órdenes de un ermitaño que intentará ganarlo para la causa del bien. Lo curioso es el modo como se lleva a cabo esa penitencia, según le revela un ángel al ermitaño que se la impone: Hombre de Dios, escucha lo que Dios me mandó que te dijese: Tú mandarás a Roberto, en penitencia de sus pecados, que contrahaga y disimule el loco y el mudo en la ciudad de Roma, y no coma cosa alguna sino lo que fuere dado a los perros y él pudiere quitar; y esto haga de continuo hasta que de parte de Dios le sea mandado hacer otra cosa, y así alcanzará eterna remisión de sus pecados. Ordenado lo cual, entró Roberto por la ciudad de Roma haciendo gestos con la boca y con los ojos, y bailando y saltando por las calles, como hombre ajeno de todo sentido, y en poco espacio llegó gran número de muchachos que le seguían y maltrataban continuamente. Y llegados a este punto,  hemos de considerar que hacerse el loco no significa no dar señales de cordura, y es justo esa circunstancia la que nos remite a la novelita ejemplar de Cervantes, El licenciado Vidriera, aunque, como Roberto está privado de hablar, su ingenio se demuestra ora en la burla antisemita que se incorpora a la narración como un episodio de tipo folclórico, propio de aquellos tiempos, oera en sus actos, como cuando el emperador de roma ha de vérselas en batalla contra unos enemigos acaudillados por su propio almirante, que busca hacerse con su trono. De su caracterización choca un detalle Andando un día Roberto por Roma con un gran palo en la mano, por parecer más loco…, al que aún no he hallado explicación satisfactoria, más allá de la que le he leído a Rocío Peñalta Catalán en su artículo «Locos y locura a finales de la Edad Media: representaciones literarias y artísticas», en la Revista de Filología Románica (2009): Los locos furiosos se rasgan las ropas y atacan a los demás hombres; así se les representa en muchas ocasiones, con vestidos andrajosos y empuñando una maza o palo tosco.

        El modo ingenioso y milagrero como se desenlaza la narración cuando, tras formar parte, como bufón y casi como otro perro más de la corte del emperador, pues es a estos a los que disputa los alimentos que les arrojan desde la mesa real, Roberto toma parte decidida en favor del emperador, cuando este se enfrenta a una revuelta interna acaudillada por su almirante, nos indica que la urdimbre de la historia está tejida con más que notable habilidad. Y aunque, su venganza del almirante, tras haber matado este en combate al emperador, parece retrotraernos a los inicios de su diabólica condición, bien vemos enseguida que nos hallamos ante una justicia incomprensible, por bárbara, para nosotros.

        He aquí, pues, dos novelitas que, en estos tiempos en los que parece imperar la deserción de la lectura, no solo nos acercarán a un estadio primitivo y encantador de la lengua castellana, sino a unos modos de novelar sin parangón con la sosas maneras contemporáneas. ¡Disfruten de un viaje al pasado más que provechoso en términos de placer lector e imaginación novelesca!

 

 

 

 

 

 

 

 

domingo, 10 de diciembre de 2023

«El arte de tener razón», según Aristóteles y Schopenhauer.



Una reflexión intempestiva sobre la práctica del diálogo.

 

          Dada mi irregular formación académica, he leído muchísimos «diálogos», desde el del amor de León Hebreo hasta el de la lengua, de Juan de Valdés o el de Mercurio y Carón, de su hermano Alfonso, pasando por los misceláneos de Pedro Mejía, porque, al margen de la filosofía, el diálogo es un género renacentista que triunfó en obra tan dispares como, Diálogo de la dignidad del hombre,  El viaje a TurquíaEl Crotalón o De los nombres de Cristo, y en todos ellos debe de haberse formado mi querencia por el razonamiento y el debate.

Gustavo Bueno, en una revista filosófica, con nombre de bestiario medieval, El Catoblepas, publicó un artículo al que remito siempre que necesitamos un baño de humildad sobre los límites del diálogo como fuente de iluminación para hallar la razón que podamos compartir porque su evidencia lógica se nos impone irrefragablemente. Este: https://www.nodulo.org/ec/2004/n024p02.htm

En él desarrolla un análisis del diálogo que aconsejo fervientemente para darnos cuenta de que, a menudo, el «diálogo», venerado como un tótem por las mentes simples o populistas, no pasa de ser otro de los adoquines que empiedran el infierno, según el conocido  aforismo, atribuido a no pocos.

Mi inveterada afición a los debates parlamentarios, hasta que el nivel ha bajado a las cloacas, momento que coincidió con la moción de censura destructiva que nos ha traído el caos ideológico que ya tuvieron los españoles la desgracia de vivir, entonces trágicamente, durante la Segunda República, y que nosotros vivimos como un sainete que «no es de reír», de acuerdo con El 18 Brumario; dada mi afición, decía, a oír argumentar, a usar y abusar de pretendidos razonamientos, mentiras, embaucamientos, falsas verdades, primo hermanas certezas, discursos apodícticos —y no pocos de ellos apocalípticos, sin nada sicalíptico con que amenizarlos…—, me he tomado el placer, que no la molestia…, de leer el famoso librito de Schopenhauer, El arte de tener razón, cuya premisa es demoledora: La dialéctica erística es el arte de discutir, pero discutir de tal manera que se tenga razón tanto lícita como ilícitamente. A título anecdótico, mi hija, en cuanto me vio con el exiguo volumen en las manos y comprobó en la portada qué leía, exclamó: «¡Papá, pero cómo se te ocurre leer algo así! ¡Lo único que te faltaba!», expresión que reconocía, intimidada, el tesón con que me aplico a los debates, sean cuales sean. Reconozco, no obstante, que desapruebo el cinismo del «ilícitamente» de don Arturo, aunque en la vida social y política sea lo que predomina.

Después de leer, escribir y ver cine, dialogar debe de ser, en el orden de mis intereses vitales aquello a lo que recurro con mayor frecuencia. He tenido la infinita suerte, además,  de tener en mi Conjunta la más correosa contrincante que imaginarse pueda, y gracias a ella reconozco que he afinado yo mi método de razonamiento y ella me ha hecho descubrir las sólidas carencias contra las que lucho diariamente, porque el razonar no es algo que se dé de una pieza, sino una conquista que se va abriendo paso con cada enfrentamiento dialéctico: no hay debate o discusión de la que no se salga con una enseñanza que mejore nuestras herramientas dialécticas; de lo contrario, habrá sido una experiencia baldía y propia de lo que llamamos «hablar en tonto», que dos personas se den la razón mutuamente.

El modo como interpreta Schopenhauer la dialéctica es el de una lucha en la que ni tan siquiera han de faltar las «malas artes»: Quien queda como vencedor en una discusión tiene que agradecérselo por lo general no tanto a la certeza de su juicio al formular su tesis como a la astucia y habilidad con que la defendió, porque «astucia y habilidad» no remiten tanto a la claridad, cuanto a los procedimientos que los antiguos despreciaron bajo el nombre de sofística, la propia de la razón aplicada, no del pensamiento que busca la verdad incontestable, o dicho en las palabras de don Arturo: Hay que distinguir claramente la búsqueda de la verdad objetiva del arte de conseguir que lo que se ha enunciado pase por verdadero; aquella es asunto de una pragmateia [‘disciplina’] bien distinta, es la obra de la capacidad de juzgar, del discurrir, de la experiencia, y para ella no existe artificio alguno; la segunda es el objeto de la dialéctica. El autor se ciñe punto por punto a los Tópicos, de Aristóteles, obra en la que el estagirita pormenoriza loas procedimientos dialécticos, indicando también la doble vertiente señalada por Schopenhauer entre el razonamiento aplicado al saber puro y el que busca tener razón con fines prácticos. Aristóteles lo dice más oscuramente, aunque Schopenhauer se ajusta a los requisitos del razonamiento que aquel establece: Toda discusión tiene una tesis o un problema (estos difieren simplemente en la forma), y luego axiomas que deben servir para resolverlo. Se trata siempre de la relación de unos conceptos con otros. Estas relaciones son, inicialmente, cuatro: o 1) su definición, o 2) su género, o 3) su característica particular, su marca esencial, propriumidion o 4) su accidens, es decir, una cualidad cualquiera, sin importar si es peculiar y exclusiva o no; en suma, un predicado. […] Esta es la base de toda dialéctica. Aristóteles distingue entre demostración  y razonamiento dialéctico; el primero pertenece al ámbito filosófico de las verdades, el otro al de lo plausible: Hay demostración cuando el razonamiento parte de cosas verdaderas y primordiales, o de cosas cuyo conocimiento se origina a través de cosas primordiales y verdaderas; en cambio, es dialéctico el razonamiento  construido a partir de cosas plausibles. Ahora bien, son verdaderas y primordiales las cosas que tienen credibilidad, no por otras, sino por sí mismas (en efecto, en los principios cognoscitivos no hay que inquirir el porqué, sino que cada principio ha de ser digno de crédito en sí mismo); en cambio, son cosas plausibles las que parecen bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados.

Schopenhauer contempla la dialéctica como una «esgrima intelectual», cuya manifestación más corriente la podemos observar en las sesiones parlamentarias, a pesar de la seria limitación de tiempo que afecta a unos u otros intervinientes. De los primeros tiempos de nuestra democracia siempre recordaré aquel pugilato en que una intervención parlamentaria parecía dejar sobre la lona al adversario, hasta que este intervenía y se invertían las posiciones  de los contendientes en el cuadrilátero. O, para que se entienda mejor, el ágora del diálogo en aquellos años  no era, en realidad, el Parlamento, sino un programa de televisión que congregaba muchísima más audiencia que los debates parlamentarios: La clave, de José Luis Balbín. Aquello sí que fue una academia del diálogo, del razonamiento, y de sus métodos, porque la variedad y la categoría intelectual de los invitados convertía aquellos debates en un festín del razonar, se hablara de lo que se hablara. El contraste, hoy, es el Sálvame histérico de la política que ofrece habitualmente La Sexta, donde tienen nido todas las miserias intelectuales que han degradado un arte que está en el fundamento del desarrollo cultural de Occidente desde la eclosión de los presocráticos. Señalaba lo de la esgrima ut supra, pero también admite la comparación, el debatir, con el boxeo, y muy especialmente con los sucios «golpes bajos, a los que tan afectos son los pugilistas marrulleros, cuyo equivalente correspondería a lo que señala que habría de hacer quien va perdiendo el combate dialéctico: primero, desconcertar y aturdir al adversario con absurda y excesiva locuacidad; segundo, cuando advertimos que el adversario es superior y llevamos las de perder, procedemos de manera ofensiva, grosera y ultrajante; es decir, pasamos del tema de la discusión a la persona del adversario. Puede denominarse a este procedimiento argumentum ad personam, diferenciándolo así del argumentum ad hominem.[…] Hobbes: «Toda alegría del ánimo y todo contento residen en que haya alguien con quien, al compararse, uno pueda tener un alto sentimiento de sí mismo» […], donde introduce una distinción en la que no suelen reparar, si no la confunden, los politólogos (mil impostores, por uno bueno…) ni los razonadores comunes: los ataques ad hominem y los ad personam. ¡Menos mal que, al menos, nos da una salida ingeniosa para oponerse a los últimos: Frente a los ataques ad personam la defensa es la de Temístocles contra Euribíades que recogió Plutarco; «Pégame, pero escúchame». De hecho, y aunque no sea una argumentación ad personam, Schopenhauer nos recomienda, para cuando nos vemos en inferioridad de condiciones respecto al adversario, una táctica que en nuestro barrizal español conocemos sobradamente, porque sustituye habitualmente a lo que en otras latitudes, Francia, por ejemplo, suele considerarse un «debate»: Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella, no estará en condiciones apropiadas de juzgar rectamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incordiándole y, en general, comportándose con insolencia. Y de ahí que nos sugiera, como también lo hace Aristóteles, que no se discuta con cualquiera, porque, como bien vio Goethe:  No dejes en ningún caso / que te arrastren a un debate; / cae en la necedad el sabio / cuando con necios combate. Es este un principio, buscarse un igual con quien debatir, que ahorraría muchos pesares a los habituales de la plataforma social X, porque no ya a quien no observa las reglas gramaticales, sino tampoco a quienes no exhiban unos mínimos de educación cívica que implica la condición de ciudadanía debería dársele vela en el entierro de la barbarie que es la dialéctica bien entendida. En palabras que por ser de Aristóteles son el fundamento de una impecable argumentación ad verecundiamAhora bien, no hay que discutir con todo el mundo, ni hay que ejercitarse frente a un individuo cualquiera. Pues, frente a algunos, los argumentos se tornan necesariamente viciados: en efecto, contra el que intenta lo por todos los medios parecer que evita el encuentro, es justo intentar por todos los medios probar algo por razonamiento, pero no es elegante. Por ello precisamente no hay que disputar de buenas a primeras con cualesquiera individuos: pues necesariamente resultará una mala conversación; y, en efecto, los que se ejercitan así son incapaces de evitar el discutir contenciosamente.

Lo habitual en el terreno del combate dialéctico es que los interlocutores se defiendan más a sí mismos que una tesis cualquiera, porque, por una terrible e incívica concepción de la política, nunca se busca la verdad —cuya existencia implícitamente suele ser indiferente—, sino d3escalificar y aplastar al contrario, lo que acaba envenenando la vida social hasta el extremo de fomentar el sectarismo totalitario y unas primera fase de la «violencia» que, en no pocos casos, como la Historia nos enseña, acaba convirtiéndose en violencia física. La descalificación radical del adversario que supone convertirlo en enemigo es la más dañina de las tácticas dialécticas, y, para nuestra desgracia, es hoy método entronizado por cualesquiera fuerzas políticas que, en democracia, deberían dar ejemplo de todo lo contrario, esto es, de la serena aceptación de la discrepancia y lo que ella supone para el enriquecimiento de cualquier debate. Como aquel chiste, creo que de Máximo, en los albores de la democracia, aunque bien pudiera ser de Chumy Chúmez, ¿y por qué forman un partido si todos piensan lo mismo?...

Dialogar es un acto de civilización, pero, como todo lo relacionado con la acción cultural humana, precisa de unas «formalidades» que, en circunstancias normales, deberían «heredarse» y, generación tras generación, haber ido perfeccionándose, pero mucho me temo que en España ha habido demasiadas interrupciones en la labor civilizadora, ¡y ahí tenemos el tremendísimo siglo XIX de los «pronunciamientos», las represiones, los exilios y los odios campando a sus anchas, para darnos cuenta de lo que, para algunos, significó la ahora tan vilipendiada Transición y la Constitución del 78 que, desde el PODER quiere dinamitarse con pseudoargumentos falaces de la peor especie como que se hace «por el bien de España», la mentira más indigna en boca de un gobernante, después de la de las «armas de destrucción masiva» que he oído en todo el actual periodo democrático; menos mal que Su Excelencia pdr snchz ha tenido el detalle de no pedirles a los periodistas que lo miren a los ojos mientras la escupía.

Como se advierte, estamos casi indefensos ante la degradación de las condiciones del debate, porque, a pesar del aviso de Aristóteles, renovado por Schopenhauer, a la sociedad española en su conjunto no le queda más remedio que debatir con medios de comunicación y políticos que hacen de la mentira interesada el criterio de verdad de su actuación.

No sé cómo, pero espero que podamos salir de esta y no buscar un pasado mejor, sino un futuro mejor, aunque cierto es que los resultados de la evaluación educativa PISA no abonan la esperanza, sino la ciénaga del determinismo.

Me acojo a Aristóteles para darle al lector hipotético de estas líneas un método para separar el grano de la paja en cuanto acaba de leer: Hablando en general, es superfluo todo lo que, una vez suprimido, no impide que lo que queda haga evidente lo definido.

 

 

 

 

 

jueves, 2 de noviembre de 2023

«La invención de España. Leyendas e ilusiones que han construido la realidad española», de Henry Kamen o los recovecos de la identidad nacional.

 

Las naciones ni nacen ni se hacen, ¡se inventan!…, pero no hay invención más poderosa ni determinante en la vida de la mayoría de la gente a través de la sucesión de generaciones.

        

       El destino de España parece haber sido, a lo largo de los siglos, interrogarse por sí misma, aunque, al mismo tiempo, dada su historia de territorio sucesivamente ocupado por diferentes civilizaciones, dándose por de contada. El presente libro de Henry Kamen, que rastrea el proceso de formación de tan afortunada invención como a la que llamamos España, es un desafío constante a las convicciones sólidamente establecidas, porque, a veces a tientas, entra de lleno en el terreno lábil de los mitos hispánicos que han contribuido, sin embargo, a perfilar esa invención que obra como realidad, no como mito, en el devenir de la nación, en su consolidación y en su reconocimiento por los otros, porque esta es, acaso, la pieza clave del asunto: ser reconocidos por las otras naciones a las que, a su vez, España reconoce como naciones en el concierto internacional. No todos los pueblos se convierten en naciones y muchas naciones se han formado por la unión, de grado o por fuerza, de los diversos pueblos que la conforman.  

        Kamen realiza un recorrido cronológico para ir deslindando cuáles son las piedras con las que se ha ido construyendo o inventando el edificio llamado España. En su origen, y más allá de las colonias griegas, las fenicias y las tribus indígenas, como los iberos, los lusitanos, etc., es, como indica Kamen, «a partir del siglo II a. C.» cuando la Hispania romana se convierte en una zona del Imperio que sobrevive unos seis siglos «hasta que los visigodos se adueñaron del noreste de la península, aproximadamente en el año 475». Con todo, y a pesar de la presencia romana, el territorio nunca fue conquistado del todo. Para Menéndez Pidal, uno de los forjadores de la idea de España, el origen de nuestro país ha de fijarse en esa invasión germánica que, sobre todo a partir de la conversión de Recaredo al catolicismo, unifica políticamente la idea de la Hispania heredada, a su vez, de los romanos. Entre estos y los godos, suman novecientos años de dominio, un periodo más que suficiente para que se forje una idea de nación. Los primeros acontecimientos con los que comienza a identificarse el sentimiento de “lo español” son las feroces resistencias de Sagunto y, sobre todo, Numancia, a los invasores cartagineses y romanos, respectivamente. Con todo, y como dice Kamen: «Los brutales acontecimientos de Sagunto y de Numancia —recordemos que de ninguno de los dos tenemos evidencias fiables— no fueron en absoluto excepcionales en la historia del poder imperial. […] El cerco de Numancia, [fue] escrita catorce siglos después de los supuestos hechos y representada por primera vez en Madrid en 1586. […]», de ahí que  «la inspiración de Numancia no arraigó verdaderamente en España hasta el siglo XIX, cuando la ocupación francesa se convirtió en el contexto ideal para ello». No diré que el despertar de ese eco contradiga las tesis fundamentales que defiende el autor, que España nunca se ha sentido a sí misma como auténtica nación y que, en correspondencia con cierto plurinacionalismo campante en nuestras ideologías dominantes, seríamos eso que algunos defienden: una nación de naciones. En descargo de Kamen cabe reseñar que si España es una invención, nuestros nacionalismos patrios son una sobreinvención que cae estentóreamente del lado no tanto de la invención cuanto de la falsificación más pedestre, tesis que alivia no poco la desazón que provoca la tesis fundamental de que España es un invento creado sin que los españoles nos lo hayamos creído nunca.

        Guiados por esas tesis, el libro repasa la invasión musulmana de la Península, la fábula del traidor don Julián y los amores trágicos de Don Rodrigo con Florinda, la hija de don Julián, a quien habría violado [«ella dice que hubo fuerza, / él, que gusto consentido», canta el romance…], de lo que se derivaría la venganza de franquear el paso a las huestes árabes a través de Gibraltar. A pesar de la invasión árabe, su dominio, como pasa con el de los romanos, no se extiende a la totalidad del territorio, y en cuanto surge la resistencia asturiana a cargo del personaje de ficción que fue Don Pelayo, al decir de Kamen, once años después de la invasión, se puede decir que comienza la «Reconquista», un periodo que solo desde cierta ideología se ha convertido en seña de identidad de la, en aquel tiempo, inexistente «nación española», por más que en el «concilio celebrado en Toledo en el año 646, hubo una aceptación general de que los residentes de los reinos constituían una sola gens et patria Gothorum y que la lengua que hablaban los godos acabó por convertirse en la de los hispanorromanos». Recordemos que el reino de Asturias se considera heredero directo de esos godos. De igual manera que «al parecer no hay ninguna prueba de la existencia del conde don Julián ni de su hija. La historia de la seducción y la traición no apareció en forma de relato hasta trescientos años después, en una narración árabe del siglo XI que también incluía otras leyendas hispánicas», Kamen nos dice que «Pelayo es, en esencia, una ficción, porque no hay forma de documentar con precisión su existencia ni sus hazañas. […] Es posible que la falta de pruebas directas invalide todo intento de identificar a Pelayo con Covadonga», no obstante, kamen introduce una reserva de cierto peso, porque no descarta «la posibilidad de que se produjera en aquella región algún incidente militar de cierta importancia que frenara el avance de los musulmanes». Es cierto que Carlos Martel, el héroe de Poitiers que detuvo la invasión musulmana de  Europa es una figura ampliamente documentada, pero ambas derrotas, la de Covadonga y la de Poitiers ponen límite a la invasión y marcan el inicio del paulatino retroceso que se extenderá a lo largo de siete siglos de desiguales relaciones entre musulmanes, cristianos y judíos, porque el mito de la convivencia armónica de las tres culturas no deja de ser también otro mito más que Américo Castro se encargó de propagar sin la menor verosimilitud, como prueba la abundante documentación usada por Kamen: « Corresponde poner en duda la afirmación de que el islamismo introdujo una cultura de la tolerancia de las tres religiones. […] En al-Ándalus no había un régimen tolerante, sino innumerables barreras a la igualdad y al contacto entre las distintas religiones. El contacto y el diálogo entre cristianos y musulmanes estaba regulado por la ley de forma rigurosa: los musulmanes no podían comer con los cristianos ni beber sus bebidas alcohólicas; los castigos de los delitos correspondientes a cada religión favorecían a los musulmanes y no se aceptaba el testimonio de cristianos ni de judíos en los casos relacionados con musulmanes; estos no podían trabajar al se4rvicio de los cristianos, y los cristianos no podían montar a caballo ni llevar armas ni vestirse por encima de su posición ni sus casas podían ser más altas que las de los musulmanes».

        Apelando a que el término «Reconquista» no se usa documentalmente hasta la aparición de la obra de Martín F. Ríos Saloma, La Reconquista: una construcción historiográfica, Kamen viene a sostener que ese proceso de «expulsión» de los árabes de España es un «mito», que las batallas contra los musulmanes, al parecer, seguían otros derroteros políticos distintos del que los Reyes Católicos consideraron el mayor objetivo de su reinado, derrotar al Reino de Granada y acabar con el poder árabe en la península. Se ve que las expulsiones de judíos y, posteriormente, de los moriscos, no respondían a un «plan» de recuperar el catolicismo peninsular tal y como lo había abrazado Recaredo en su momento. Al margen del carácter legendario y propagandístico de la ficticia batalla de Clavijo, cuya existencia no se conoce hasta tres siglos después,  y en la que se forja la leyenda de Santiago “matamoros” patrono de España, Kamen analiza la sí histórica batalla de Las Navas de Tolosa y nos recuerda que «en la batalla no solo participaron cristianos de origen castellano: de un ejército cristiano compuesto por alrededor de doce mil soldados, es posible que unos seis mil no fueran españoles. (Hay dudas con respecto a si todos participaron en la batalla, porque se sabe que muchos de los franceses se negaron a combatir, porque hacía mucho calor)». No sé a otros, pero a mí lo del «es posible» como método histórico no deja de parecerme bastante pedestre. La tesis, sin embargo, vuelve a aparecer en el texto con cierta reiteración, porque cuando se abordo el famoso Imperio español se viene a decir que dado que quienes peleaban en nombre de España eran mercenarios, nunca hubo ni siquiera tal Imperio o, al menos, tal y como la historiografía laudatoria quiso concebirlo.

        Uno tiene la impresión, al leer este libro excelentemente documentado, que el autor se mueve entre la Scila de la denuncia de una invención sin fundamento sólido y la Caribdis de un reconocimiento admirativo hacia un país capaz de inventarse a sí mismo con tanta firmeza, a pesar de que su fortaleza se haya basado en mitos, en leyendas. De hecho, lo sustancial de su admiración radica en que, para bien y para mal, han sido los propios españoles quienes más han contribuido, desde Las Casas, a posibilitar la propaganda de la llamada «leyenda negra» sobre la empresa americana española. No de otro modo ha de entenderse el puntillismo del autor al evidenciar que la acusación a España de ser un país dominado por la Inquisición, de acción más terrible y sanguinaria en otros lugares de Europa, haya sido capaz de llegar incluso hasta nuestros días, en escritos sin ninguna base del intelectual socialista Ignacio Sotelo, por ejemplo cuando este según Kamen, «concluye con esta afirmación estrafalaria: «En tal ambiente social se comprende que en el mundo hispánico no se desarrollase el hábito de la lectura ni floreciese la industria editorial». Esto no es más que una tontería que se repitió sin cesar durante los dos siglos posteriores, después de que los liberales la formularan por primera vez», porque, según Kamen, «jamás existió ninguna ley que prohibiera a los españoles estudiar en el extranjero», como han predicado muchos de Felipe II: Mayans, Lafuente, etc. Y añade: «La visión de una España en la cual durante doscientos años no se pensaba, no se escribía y no se leía, solo porque se vivía con miedo a la Inquisición, resulta tan grotesca que lo asombroso es que alguien la haya aceptado en serio. […] La Inquisición contaba con muy poco personal: un grupo reducido de unas seis personas para atender a regiones como Galicia o Cataluña. Nunca disponían del tiempo ni de la energía para patrullar la zona. […] De los 2.000 casos de personas acusadas de protestantismo en España en el siglo XVI, 1.700 eran extranjeras».

        Pudiera ser interesante extender más esta reseña, pero no se trata de sintetizar una obra de tanta envergadura para ahorrar su lectura, sino de acercar al interés de los intelectores esta reflexión historiográfica que nunca nos ha abandonada, porque a ella pertenece incluso la preocupación por España de la generación del 98, pongamos por caso a intelectuales ajenos al oficio de historiador. Al decir de Kamen, y esta es una de las tesis cardinales de su obra, «en los más de dos siglos que siguieron a la unión de las coronas de Isabel y de Fernando, no se tomó ninguna medida para lograr la unión política de la Península, que, unificada en apariencia, en la práctica siguió siendo una mezcolanza de provincias que eran conscientes de su propia personalidad, pero no tenían la menor conciencia de su españolidad. Después de 1580, España tuvo que pasar por muchas otras convulsiones, desde los disturbios en Aragón en 1591 hasta la revuelta de 1640 en Cataluña y en Portugal y la nueva revuelta catalana de 1705, antes de poder unificar el Estado bajo la dinastía de los Borbones. [...] En enero de 1716 una Constitución nueva (Decretos de Nueva Planta) remodeló los órganos públicos del principado e impuso las leyes públicas de Castilla y la ocupación militar de Cataluña. Se hizo obligatorio el uso del castellano en los tribunales de justicia y en la administración, aunque no se ejerció ninguna presión contra el catalán, que se siguió usando con toda libertad en la vida pública y en la iglesia». Parte de esa tradición de ausencia del concepto de «españolidad», que, por otra parte, dice que comienza a nacer como añoranza entre quienes viajan a América, es la ambivalente relación del pueblo con la monarquía, una tensión que aún hoy no solo subsiste, sino que amenaza con convertirse en problema por la deriva ultraizquierdista de un socialismo que parece haber abandonado la socialdemocracia que modernizó España para reivindicar una suerte de victoria guerracivilista «en diferido» —que diría Cospedal— sobre el franquismo que murió en la cama y fusilando. De hecho, Kamen recoge lo que alguna crónica decía de la rebelión de los Comuneros: «Los cronistas de la revuelta de los comuneros de 1520 afirmaban que algunos de sus líderes admiraban a los estados republicanos italianos y querían establecer en España unas repúblicas similares. […] Por extensión, los españoles nunca prestaron un apoyo incondicional a la institución de la monarquía». El autor sugiere que el hecho de que dinastías extranjeras como los Austrias y luego los Borbones han favorecido siempre ese «distanciamiento», aunque choque, paradójicamente, con el tristemente célebre «¡Vivan las caenas!».

        Dados los tiempos degradados que vivimos, por los esfuerzos anticonstitucionales del inquilino de Moncloa que se resiste a abandonarla, a pesar de haber perdido las últimas elecciones, pactando con condenados por la Justicia por hechos gravísimos contra el resto de sus conciudadanos, no me resisto a transcribir el poco respeto que le merecen a Kamen las reivindicaciones del supremacismo catalanista: «El problema fundamental con respecto a lo que sabemos sobre los años comprendidos entre 1705 y 1714 en Cataluña es la forma en que se ha tergiversado la Historia. […] La leyenda que difunden estas afirmaciones pretenden apoyar la aseveración de que se produjo un levantamiento popular nacional, lo cual jamás ocurrió. […] «Vinimos a Cataluña, porque nos aseguraron que contaríamos con el apoyo de todos —informó un comandante inglés—, pero al llegar descubrimos que no nos apoyaba nadie». Tras un sitio de dos meses, en octubre de 1705 los británicos finalmente lograron entrar en Barcelona y proclamaron rey al archiduque Carlos de Habsburgo. [En ningún momento hubo un apoyo unánime o ni siquiera mayoritario al archiduque en Cataluña] […] Cuando finalmente Barcelona fue capturada por la armada inglesa en octubre de 1705, seis mil catalanes que apoyaban a Felipe V se marcharon de la ciudad. […] Aún más catalanes confirmaron su lealtad a Felipe V cuando, después de 1711, los ejércitos francoespañoles demostraron tener más éxito». Es francamente divertida la lectura de las mixtificaciones y tergiversaciones del nacionalismo militante en pos de crear una historia que avale sus absurdas reivindicaciones, y comparada con la cual la de la invención de España parece más propia de un tratado de geometría descriptiva.

        La invención de España tiene, por consiguiente, nombres y apellidos, y el autor detalla la evolución histórica de ese fenómeno al que se sumaron no pocos intelectuales en cuatro momentos que resultan ser cinco:  1) Crónica de Jiménez de Rada; 2) Crónica de Alfonso X; 3) Historia de Juan de Mariana; 4) Historia de Modesto Lafuente, y 5) Historia de Menéndez Pidal. Junto a ellos, la interpretación del fundamento de España hecha por autores como Sánchez Albornoz, Giménez Caballero, Ortega y Gasset y Ramiro de Maeztu nos ponen en la pista de una interpretación de España que remite a las tres influencias básicas: los romanos, los visigodos y los reyes cristianos. A esa triada ha de añadirse el valor heroico de las tribus que se rebelaron contra Roma y que alimentan la idiosincrasia española: Sagunto, Numancia, el «pastor lusitano» Viriato, los ilergetes Indíbil y Mandonio o el mítico Pelayo cuya victoria en Covadonga traza un impulso que culminan Isabel y Fernando en la conquista de Granada.

        Kamen destaca los esfuerzos del arte por contribuir a la fundación de esos ideales nacionales que determinan lo que acaba, con el tiempo, consolidándose no ya como una invención de España, sino como una historia compartida que lleva a los militares mandados por Prim a la guerra de África en el 68 a dar su vida por España tocados con la barretina catalana, por ejemplo, entre otros muchos. El mismo que, al llegar al Gobierno de la nación como regente, «derogó el decreto de expulsión de 1492 y permitió el regreso de los judíos y también el de los protestantes. Al final, el artículo 21 de la Constitución de 1869 establecía por primera vez la libertad de culto». No ha de entenderse, pues, que la tesis, la «invención» de España, sea algo peyorativo, porque, en mayor o menor medida, no hay país o nación que no haya hecho lo mismo. Las glorias nacionales, sean históricas o míticas, son importantes, como en la Pragmática lingüística, por lo que se hace con ellas, más que por su contenido objetivo. Y la impresión que un intelector saca de este volumen es de que la empresa ha merecido y valido la pena, a pesar de cuanto hemos sufrido como país, porque, como dijo el vate pesimista: «De todas las historias de la Historia la más triste sin duda es la de España, porque termina mal». Confiemos, en los difíciles tiempos actuales, en torcer el vaticinio.    

 

sábado, 21 de octubre de 2023

«Un joven distinguido y otros tipos trashumantes», de José María de Pereda y «Corte de amor. Florilegio de honestas y nobles damas», de Ramón del Valle-Inclán ¡o la plenitud del XIX y la insinuación del XX…



   El inequívoco placer de leer a dos clásicos muy distintos: Pereda, en su chispeante faceta costumbrista y Valle-Inclán como exquisito estilista.

 

          Que Valle y Pereda son, cada uno a su manera, «clásicos» de nuestras letras, no creo que admita excesiva censura, aunque se miré con sorna que se predique de don José María, dadas sus limitaciones ideológicas tradicionalistas y su cultivo de un casticismo heredado del viejo costumbrismo que, en Mesonero, y sobre todo en Larra y, a su manera, en Cadalso, nos ha legado páginas inmortales. Hasta hoy, y tras una poco grata, por muy prejuiciosa, lectura de algunos fragmentos de sus obras más destacadas, la muestra suficiente en la que no hallé alicientes para continuar, no había descubierto su veta estrictamente costumbrista, la de Tipos y costumbres y Esbozos y rasguños, que tras la muestra editada por Bravo-Villasante, leeré completos en un breve futuro, teniendo en cuenta el excelentísimo humor de Pereda y su magnífico desempeño en el uso de la sátira que he comprobado en esta antología, con la que tan buenos momentos de sano humor he pasado. Ni imaginaba, dada la pomposa imagen de Pereda, que fuera capaz de un sentido del humor tan estupendo. Fiel a los orígenes del costumbrismo, Pereda se afana en ridiculizar tipos y situaciones con un estilo y una capacidad de selección de los detalles que me ha parecido muy contemporánea del humor de Jacques Tati, uno de los grandes autores cómicos de la Historia del Cine.

Pereda usa mucho las cursivas como método para destacar los tics de la supuesta modernidad de la época, si bien es en la reproducción de los tipos donde se luce espléndidamente (y disculpen la redundancia). Santander, y específicamente los veraneos de los madrileños en la costa cántabra, es el asunto de casi todas las «estampas» contenidas en este chispeante volumen. El uso del lenguaje coloquial y especialmente del deturpado: dúlceras, por ejemplo, nos sitúa perfectamente en un ámbito creativo que será la base de los futuros esperpentos del Valle de quien traigo a este artículo uno de sus libros primerizos, Corte de amor. En la medida en que la composición de estos cuadros sainetescos ha de apreciarse en su totalidad, que resulta difícil extrapolar esta o aquella escena que pueda ofrecerse como muestra del buen hacer del escritor, he optado por reproducir el más corto y, acaso, de mayor actualidad, dado que se retrata un modo de hacer política que no dista excesivamente del de nuestros días, mutatis mutandis. Así mismo, no quiero dejar de insistir en la lectura, por si se hiciera aislada en la red, dado que no está sujeto a los derechos de autor, del capítulo Un aprensivo que es la joya del volumen. De momento, vaya por delante este En candelero, expresión que la sátira radiofónica moderna convirtió en «en candelabro», en boca de una vip anodina y olvidable.

 

En candelero

          —Que va a Alicante; que prefiere a Valencia; que acaso se decida por Barcelona-

            —Que ya no va a Barcelona, ni a Valencia, ni a Alicante, porque viene a Santander.

            —Que ya no va a ninguna parte.

            —Que le son indispensables los baños de mar, y que tiene que tomarlos.

            —Que se decide por la playa del Sardinero.

            —Que vendrá en julio; que acaso no pueda venir hasta principios de agosto; que lo probable es que ya no venga hasta muy cerca de septiembre.

            —Que ya no viene n i en julio, ni en agosto, ni en septiembre.

            ―Que, por fin, viene y se cree que se hospedará en una fonda del Sardinero.

            —Que es cosa resuelta que llegará el tantos de julio, y que no se hospedará en el Sardinero, sino en la ciudad.

            —Que no se sabe si le tendrá en su casa el marqués de X, o el conde Z, o don Pedro, o don Juan, o don Diego.

            —Que resueltamente se hospedará en casa del señor de Tal.

            Eso, y mucho más por el estilo, cuentan, corrigen, desmienten, rectifican y aseguran todos los días estos periódicos locales, con el testimonio de los de Madrid y algunas correspondencias particulares, desde mayo a fin de julio, casi en cada año, refiriéndose a alguno de los personajes que a la sazón se hallan en candelero.

            Un día vemos conducir a hombros, por la calle, una lujosa sillería, un espejo raro, una mesa de noche muy historiada… algo, en fin, que no se ve en público a todas horas; observamos que las señoras indígenas transeúntes se quedan atónitas mitrando los muebles, y hasta las oímos exclamar: «Son para el gabinete que le están poniendo. El espejo es de Fulanita, la mesa de mengano y la sillería de Perengano».

            Y llega el tantos de julio; y por la tarde se ven fraques, levitas y tal cuál uniforme, camino de la Estación, y además el carruaje que envía el señor de Tal, propio, si le tiene y si no, prestado.

            Poco después estallan en el aire, hacia el extremo del andén, media docena de cohetes, y casi al mismo tiempo se oye el silbido de la locomotora que entra en la Estación. Luego salen de ella los viajeros vulgares, y pueden verse en el fondo, en frente de la puerta, un grupo de personas apiñadas, confundiéndose en él el oro de los uniformes con el negro paño de la media etiqueta; el cual grupo se cimbrea de medio arriba muy a menudo, dejando ver, a tiempos, en su centro, una persona erguida e impasible, como ídolo que recibe la incensada; después el del centro del grupo, con otros tres de la circunferencia, toman asiento en el carruaje; sale éste al trote de sus caballos, síguenle, echando los pulmones por la boca, dos docenas de granujas impertinentes y una pareja de guardias municipales que llevan los paraguas y los abrigos de algunos de los que van en el coche, y vuelven a verse los mismos franques y galones de antes camino de la Dársena, pero dispersos y en desorden.

            Y andando, andando, el carruaje llega al punto de su destino.

            —¿Cuál de ellos es? —pregunta algún curioso, al ver apearse a los del coche.

            —Ése que va en medio…

            —Pues no tiene la menor traza, —replica el preguntante, con cierto desaliento, en la creencia, sin duda, de que el hombre está obligado a embellecerse a medida que asciende en la escala de los empleos.

            Los que le acompañaron hasta su misma casa, salen de ella al poco rato; y cuando anochece, comienzan a llenar de ruido la barriada la charanga de la Caridad, y sucesivamente todas las murgas que de la caridad pública viven.

            Al día siguiente vuelven a verse por la calle las libreas de la etiqueta. Son de los que tienen obligación de ir a ofrecer sus respetos al recién venido, y de las comisiones de esto y de lo otro. Recibe a cada grupo a hora distinta, y tiene para todos frases bastante lisonjeras, ya que no muy variadas.

            —Señores —suele decirles—, yo me felicito de recibir el cordial saludo de… (aquí lo que sean los visitantes) tan dignos y beneméritos. Estad seguros de que, si seguís prestándonos todo el apoyo de vuestra importantísima adhesión y de vuestro celo e inteligencia en el desempeño de vuestros respectivos cargos, el Gobierno se envanecerá de ello; y el país, que tanto espera de nosotros, porque por nosotros está nadando en la felicidad y en la abundancia, os lo recompensará con largueza. Yo, fiel intérprete de sus deseos y aspiraciones, os lo prometo en su nombre.

            Se dicen luego cuatro vaguedades sobre la salud del visitado, sobre la virtud de los baños de ola, y sobre el paisaje y el clima de la Montaña, y a otra cosa.

            Al segundo día, aún se ven algunos curiosos… y curiosas de copete, husmeando hacia la puerta de la calle, a las horas probables en que él ha de salir.

            Al tercero, nadie se acuerda ya del personaje. Sólo la prensa local se ocupa, con un celo superior a todo elogio, en decirnos si va o si viene, si le pintan los baños; si piensa darse tantos o cuántos, y cuántos se ha dado ya; si prefiere el bonito a la merluza; con quién comió y con quién comerá; a qué hora se acuesta; quiénes le hacen la tertulia; de qué lado duerme y a qué hora se levanta.

            Al octavo día, observa la gente que por la Plaza Vieja sube un coche lleno de señores muy espetados.

            —Ahí va —dicen algunos.

            —A visitar el Instituto. Desde allí irá a la Farola. Ahora viene del Cristo de la Catedral.

            —Entones, ¿está ya para marcharse?

            —Claro; ¡cuando le enseñan eso!...

            Y así es, en efecto. Al cumplirse la semana y media desde su llegada, vuelven a verse una mañana, camino de la estación, los fraques, los galones, el coche, los granujas y los policías de la otra vez; y en el andén, el mismo grupo dando sombreradas y apretones de manos al propio personaje, que va poco a poco desapareciendo en un coche trese4rvadp y muy majo; estalla en los aires otra m3edia docena de cohetes; vuelve a silbar la locomotora, y parte el tren hacia la Peña del Cuervo, dejando atrás la consabida crencha de humo vaporoso que ondula, se enrosca y serpentea, y al cabo se pierde y desvanece en el espacio, como todas las vanidades de la tierra.

            Durante algunos días después, la gente bien informada se las promete muy felices para los intereses del común. Todos los proyectos que el Municipio tiene pendientes de superior resolución, serán despachados como se pide; habrá subvenciones para esto y parta lo otro y para lo de más allá; el puerto va a quedar como nuevo; los barrancos que están a expensas del Estado a las inmediaciones de Santander, volverán a ser anchas, firmes y cómodas carreteras… Él lo ha prometido, él lo ha asegurado; él se lo ha ofrecido en confianza a Juan, a Pedro y a Diego… Va muy satisfecho de nosotros, ¡contentísimo de la acogida que se le ha hecho!

            Claro es que ninguna de esas ofertas se cumple, no sé si porque, en realidad, no se hicieron, o porque se olvidaron, como tantas otras, pero, en cambio, un día del próximo otoño amanecen Caballeros y Comendadores de tal y de cual, seis docenas de ciudadanos que se acostaron simples mortales como yo. ¡Única estela que hoy dejan, a su paso por los pueblos, los varios españoles que gozan del eventual y efímero privilegio de ser recibidos con música y cohetes!

 

            Posterior a Femeninas (1895) y Epitalamio (1897), Corte de Amor es el primer libro del siglo xx que publica Valle (1903), y lo hace muy ajustado aún, temática y estilísticamente a un Modernismo que él defiende en un prólogo en el que habla de sí mismo a través de un alias, M. Murguía, para destacar las virtudes del autor, no exento de hipérboles: «El fruto de una inspiración, dueña ya de las condiciones necesarias para alcanzar de golpe un primer puesto en la literatura del país». El análisis no deja lugar a dudas sobre la complacencia de Valle con su nueva obra y su propósito artístico: «De su tiempo tiene lo que llamamos modernismo, y la nota de color viva, ardiente, sentida. En cambio, es suya la frase elegante, armoniosa, llena de luz, que se desliza con gracia femenil, serpentina casi» y, más adelante: «Romántico, aunque por modo novísimo, y femenino, puesto que no nos habla de otra cosa que de los lances a que da lugar el amor de las mujeres y de los afectos que inspiran».

          Aunque he escogido dos clásicos opuestos, un modo de habitar literariamente en el XIX y otro de entrar en el XX, las narraciones de Valle tienen también algo de cuadro, aunque no solo de costumbres, el mundo amatorio de la infidelidad, sino, sobre todo, de una sutil psicologización, una indagación soberbia en el mundo interior de los protagonistas, hombres y mujeres, pero sobre todo el de ellas, que son las protagonistas cuyos nombres dan título a los relatos. El majestuoso estilo decadentista de Valle asoma en todos los «cuadros», pero al buen observador no le pasa desapercibida la irrupción de ciertas maneras satíricas que no están lejos de sus futuros esperpentos, como se aprecia claramente en esta escena de vodevil de Rosita:

«La bella Cardinal y la bella Otero, como dos favoritas reales, se apeaban de sus carrozas doradas, luciendo el zapato de tacón roja y la media de seda. Un lloro mexicano gritaba en el minarete del palacio árabe, y una vieja enlutada, con todo el cabello blanco, acechaba tras los cristales esperando al galán de su señora la princesa, para decirle, por señas, que no podía subir. El enjambre de abejorros y tábanos zumbaba en torno de los globos de luz eléctrica que iluminaba el pórtico del «Foreign Club» y sobre la terraza de mármol blanco, colgada de enredaderas en flor, la orquesta de zíngaros preludiaba en sus violines un viejo minué de Andrés Belino. El Duquesito de Ordax quiso despedirse. La reina de Dalicam lo retuvo:

          —Quédate, niño. Quiero que intimes con mi marido».

          

           Me ha llamado la atención, en obra tan primeriza de Valle, el dominio estilístico pleno que se manifestará como un arte total en la publicación de sus Sonatas, que incluye no solo uno de los personajes de ficción más famosos de nuestras letras, el marqués de Bradomín, sino la creación de un mundo que, gracias a la iniciativa del rey Juan Carlos, traspasó la ficción para llegar a la realidad como titulo nobiliario del que disfrutan sus descendientes. En estos retratos de mujeres apasionadas, cínicas, discretas, amantes y hasta pudorosas, hay fragmentos tan propios de Valle que permiten trazar una continuidad estilística entre esta obra y sus hallazgos futuros, sea en la novela histórica, sea en el teatro, sea incluso en la lírica caprichosa, ventolera, de La pipa de kif. Está claro lo mucho que tienen de transgresión, en nuestros pacatos tiempos actuales neopuritanos, retratos tan encarnados… —iba a escribir «descarnados», pero he caído enseguida en el error— como el de Augusta: «Como el calor de un vino añejo, así corría por su sangre aquel amor de matrona lozana y ardiente, amor voluptuoso y robusto como los flancos de una Venus, amor pagano, limpio de rebeldías castas, impoluto de los escrúpulos cristianos que entristecen la sensualidad sin domeñarla. […] Se negaba y resistía con ese instinto de las hembras que quieren ser brutalizadas cada vez que son poseídas. Era una bacante que adoraba el placer con la epopeya primitiva de la violación y de la fuerza». Si tenemos en cuenta que va a casar a su hija con su amante, tenemos un retrato «galante» de quien hoy, con nuestra legislación vigente, acabaría en la trena… O sea, que de esteticismos melifluos ni por asomo…

Currita, sin embargo, la protagonista de La Generala, enamorada literariamente del joven teniente Sandoval, sí se acerca más a la estampa de prudencia de las malmaridadas de la época: «La Generala, sin ser dueña de sí por más tiempo, empezó a sollozar con esa explosión de cristales rotos que tienen las lágrimas en las mujeres nerviosas». Del mismo modo que la matrona que quiere romper con el joven sin oficio ni beneficio que tiene por amante, después de recuperar y quemar las cartas que la comprometían, y tras oír de labios del joven despechado que su propia madre tenía amoríos y la llamaban «La Canóniga», se aparta de su lado por la apariencia honrada del matrimonio y de sus hijos de este modo inequívoco: «¡Y, sin embargo, la mirada que ella le dirigió desde la puerta al alejarse para siempre, no fue de odio, sino de amor…!».

          Sorprende la maestría con que Valle ha confeccionado estos retratos de psicologías de mujeres enamoradas con matices tan variados, pero aún sorprende más el dominio estilístico con que los hace. Es, por lo tanto, un placer inmenso sumergirse en las páginas de esta Corte de amor de la magnífica Biblioteca Valle-Inclán del Círculo de Lectores. A nadie decepcionará, del mismo modo que se divertirán lo suyo con la lectura de la selección hecha por Bravo-Villasante para la colección El Carnaval de las Letras, de la editorial Montena.

jueves, 31 de agosto de 2023

Tras los pasos de Fritz y Lore Perls en Berlín..., de la mano de Christof Weber.

 



[Cedo este espacio de mi Diario gustosamente para un apunte de viaje de mi buen amigo Dimas Mas, quien ha podido cumplir su deseo de visitar Berlín, escenario de parte de su última novela. Es breve y de carácter informativo, porque aún anda procesando una experiencia de viaje que ha ido bastante más allá de lo que solemos entender por turismo, si bien ha incurrido en las perentorias exigencias de este, por supuesto.]


Tras acabar, ¡finalmente!, mi maratoniana novela sobre Fritz Perls, mi buen amigo Bernd Bocian me facilitó el contacto con Christof Weber  para tener el privilegio de seguir su ruta turístico-gestáltica por la zona de Wilmersdorf, y muy especialmente por el barrio Bávaro, que se convirtió en un centro de la inteligencia judía de los años 20 y 30 en Berlín. Nosotros seguíamos, en todo caso, las huellas de la familia Perls y las  de Fritz y Lore, aunque la visita fue convirtiéndose en una suerte de homenaje al pueblo judío, tan sanguinariamente perseguido y diezmado por el nazismo. El barrio Bávaro y sus múltiples plazas es un remanso de paz y tranquilidad en una ciudad  supuestamente agitada como Berlín. Los edificios de pocas alturas, las calles arboladas, el silencio, la escasez de tráfico rodado, las plazas acogedoras, todo nos habla de un ritmo de vida que facilita la creación artística, como atestigua que en él vivieran desde el inquieto Billy Wilder, hasta el sesudo Walter Benjamin, pasando por autores no judíos como Gottfried Ben o Erich Kästner, el afamado autor de Emilio y los detectives o Fabian. A lo largo de sus pacíficas calles, se han mantenido, como museo viviente, los carteles infames que avisaban a los residentes judíos de sus numerosas limitaciones para todo, incluyendo el toque de queda y la prohibición de usar reloj, por ejemplo. Recorrimos el barrio con verdadera emoción, no solo por lo que tenía de emotivo recuerdo a los perseguidos, sino por las referencias a la madre y la hermana mayor de Fritz, quienes tienen en la acera una placa recordatoria en bronce de que habían vivido allí. La casa de Fritz y Lore, tras su boda ya no existía, y en su lugar se levanta hoy una escuela. La Sinagoga también fue destruida. Christof, un terapeuta Gestalt seguidor de la línea del Este, encabezada por Laura, en que se dividió la Terapia Gestalt tras el viaje de Fritz a Miami y posteriormente a Esalen, cuando los métodos del fundador difirieron grandemente del enfoque más humanístico y empático del Instituto de Nueva York frente a su  técnica frustradora y agresiva para liberar a los pacientes de sus propias trampas incapacitantes; Christof, decía, ha sido el mejor guía imaginable para un recorrido en el que hemos ido amigablemente charlando sobre la importancia de la intelectualidad berlinesa de los 20 y 30 y, sobre todo, de las difíciles relaciones familiares de los Perls a lo largo de toda su vida. En el transcurso de la visita logro enterarme de que los breves segundos del vídeo que aparecen en su página web del documental sobre Laura Perls son parte del documental que él y Wolf Lindner hicieron para celebrar la personalidad de Lore Perls con motivo de su centenario. Se trata ―Christof tuvo la gentileza de regalarme una copia del mismo, y en cuanto he regresado a Barcelona es lo primero que he hecho: verlo― de un valioso documental con imágenes inéditas de Laura Perls en sesión terapéutica y otras circunstancias, en el que se explica parte de esa difícil relación familiar de la que hablaba antes, y muy concretamente de la coautoría en la creación de la Terapia Gestalt, dado la intimísima relación intelectual que mantuvieron Lore y Fritz hasta la casi sesentena de Fritz, y muy especialmente durante la elaboración del primer libro de ambos: Yo, hambre y agresión.          El vídeo es propiedad de la Asociación Alemana de Terapia Gestalt, donde imagino que podrán conseguir un ejemplar cuantos estén interesados en ella. Por si acaso, dejo aquí  la dirección: info@dvg-gestalt.de, la de la página web: www.dvg-gestalt.de y la postal: Deutsche Vereinigung für Gestalttherapie  Grünbewrger Strasse 14  D-10243 Berlin.

          En el vídeo se siguen los pasos, a grandes rasgos, de la vida de Lore Perls y se atiende a su legado. Se entrevista así mismo a la hija de Fritz y Lore, Renate, quien nos da una visión de sus padres que se ajusta mucho a la realidad de lo que a ella le fue dado vivir. Gracias a Christof me entero también de que Stephen, el hijo «solo de Lore», acaba de fallecer hace poco, si bien el distanciamiento de este respecto de sus progenitores fue una constante a lo largo de su vida.

          Christof nos permitió, así pues, evocar muy fidedignamente el ambiente en que vivieron Perls y Lore en Berlín y nos facilitó una vívida comprensión del contexto vital e intelectual del barrio Bávaro de Berlín, un escenario nada frecuentado por turistas, excepto por la pareja que formamos mi mujer y yo, si bien la compañía de Christof nos naturalizaba en esas calles como dos interesados en la rica vida intelectual berlinesa de antaño. Por ellas caminábamos, admirados por todo, como buenos turistas, pero felices de conocer lo que no está en las rutas habituales. Nos ha parecido, por las prolijas y documentadas explicaciones de Christof, una visita digna de hacerse si se va a Berlin y alguien tiene alguna relación con la Terapia Gestalt o está interesado, como es mi caso, en Lore o Fritz o en ambos. En cualquier caso, los interesados pueden contactar con él para concertar su tour Perls en esta dirección: nachricht@leben-cw.de.