Cómo disfrutar apasionadamente con las humildes lecciones de literatura de un género que permitió el nacimiento de la mayor ficción de todos los tiempos.
Cada cierto tiempo siento la imperiosa necesidad de
sumergirme en lecturas clásicas que me limpien la mirada de las fatales
excrecencias que, como deformes imitaciones de las tintas corridas de Rorschach,
se adhieren a los ojos en la frecuentación de cierta literatura (o como se la
quiera llamar…) contemporánea, de algunos ejemplos de la cual Jordi Gracia nos
ha hecho la gracia hace poco de excusar su lectura con incisiva crítica. Bien
falso es el refrán sobre que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no es
menos cierto que volver a tiempos lejanos de la literatura, sin necesariamente
remontarnos a los clásicos grecolatinos, tiene la virtud de descubrirnos o
redescubrirnos obras en cuya lectura nos solazamos como en el más amable de los
locus amoenus imaginables. Con una impecable edición del maestro de la
crítica textual, Alberto Blecua, he abierto con renovada emoción, la de mi inmersión
universitaria en Troyes, Amadís y cuantos libros de caballerías me permitían
mis modestos haberes adquirir, dos humildes joyas del género, acaso no tan leídas
como otras, entre las cuales descuella el propio Amadís de Gaula, un clásico
que ningún aficionado a la lectura puede dejar de leer, como son Oliveros de
Castilla y Artús d’Algarbe y Roberto el Diablo, ambas de origen
francés y, por lo tanto, traducciones al castellano que se editan allá por 1499
y 1509 respectivamente, lo que permite detectar en la lectura ciertas
referencias a obras no menos clásicas o bien a un modo de expresión propio del
ambiente de la época. La primera, Oliveros…, se le atribuye a un tal Felipe Camus, de quien
se dice que la tradujo del latín, aunque esto nos dice Blecua que era un
recurso mixtificador para darle mayor importancia al texto. Otro motivo
fundamental de mi propensión a la lectura de obras clásicas tiene que ver con
la actual degradación del castellano hablado y escrito, algo a lo que ha contribuido
la omnipresencia de la política en todas las esferas de la vida, especialmente
a través de la extensión de las redes sociales: parece que o se *malhabla
y *malescribe de esa degradada actividad que ha desterrado del horizonte
de nuestra también desaparecida convivencia la sindéresis o no hay nada de lo
que hablar, porque son pocas las artes que tienen la capacidad de apartar a nuestros
conciudadanos de esa ciénaga del antipensamiento y la sensibilidad que es la
impía, encarnizada y malhablada lucha política.
El prólogo de
Alberto Blecua, de cuyo eminente padre fui yo alumno en la Universidad de
Barcelona, es un modelo de crítica textual, e invito a quienes adquieran su
edición de Editorial Juventud a leerlo para tener una muestra de excelente claridad
ecdótica. Rastrear el origen de los textos y su autoría tiene mucho de actividad
detectivesca, de ahí el agradecimiento del lector a quien, en el curso de su
indagación, descubre fuentes a las que los curiosos del hecho literario podemos
acudir: léase el Sendebar, por ejemplo, o cualesquiera otras fuentes en las que
abrevar la sed de la certidumbre y de la curiosidad, como el Amicus et Amelius,
que incluye Vincent de Beauvais en su Speculum Historiale, escrito hacia
1254.
Oliveros de
Castilla y Artús d’Algarbe, aun siendo traducción de un original francés,
me parece una muestra perfecta del ideal de la Europa Unida muchísimo antes de
que siquiera se pensase en llegar a la unión política de la que disfrutamos hoy.
Un francés escribe sobre dos príncipes, uno castellano y el otro portugués, que
acaban defendiendo el trono inglés y emparentándose, Oliveros, con él, a través
del casamiento con la hija del rey, y que luchan contra reyes irlandeses a los
que acaban sometiendo a la autoridad inglesa. No parece que haya fronteras para
los caballeros andantes, y menos si están tocados por la gracia divina, a
juzgar por cómo la honra de ambos los corona de virtudes que los hacen
acreedores, sobre todo Oliveros, al favor de la divinidad. La intrincada trama
de la obra, con muchas idas y venidas, y aventuras sorprendentes, tiene que ver
con la huida de Oliveros de la corte de su padre, casado en segundas nupcias
con la reina del Algarbe, porque esta se ha encaprichado de él y quiere
seducirlo, violentando la fidelidad debida a su padre. Artús, hijo de la reina,
es hermanastro de Oliveros, pero ambos son idénticos y, además, congenian en el
acto: ficieron lianza e fraternal compañía, juramentándose que ninguna cosa,
salvo la muerte, los Partiría jamás de en uno; de tal modo que es posible,
estando Oliveros ya casado con Helena, y tras haber sido capturado y llevado a
una prisión en Irlanda, que Artús se presente en la corte para liberar al rey y
a su hija de los padecimientos en que los ha sumido la ausencia súbita y sin
previo aviso de Oliveros, con quien es confundido hasta el punto de que Helena
y él comparten lecho sin que ella lo tenga por un impostor, aunque bien se vale
él de un ardid para evitar el contacto: Señora,
estad queda en vuestro lugar e no lleguéis a mí, ca sabréis que, estando en
grande peligro, fice voto solemne a Dios que si dél me libraba que no llegaría
a vuestro cuerpo fasta que primero hobiese estado en romería al bienaventurado
Santiago. E vos ruego que no recibáis enojo, que, si vos tenéis salud, lo más
presto que podré compliré con mi voto.
La huida de
Oliveros en busca de Fortuna lo lleva hasta Inglaterra, donde pierde los fondos
que le quedan en saldar la deuda de un caballero y darle cristiana sepultura. Un
hecho que, al margen de mostrar el noble corazón del héroe, queda casi
sepultado por lo que viene a continuación, aunque en el desenlace de la novela
estos hechos tendrán una importancia enorme. Ayudado por un ermitaño que le
facilita indumentaria y caballería, Oliveros se presenta en las justas
convocadas por el reino y acaba destacando como el gran paladín de quien acaba
enamorándose la hija del rey, frente al despecho de los reyes irlandeses que
buscaban conseguir la mano de la princesa. Aunque todo parece que transcurra
favorablemente para el héroe, Fortuna, madre de tristeza e enemiga de los
corazones contentos, en muy breve tiempo le quitó todo su bien y trocó sus
placeres en amargos pensamientos, porque Oliveros es secuestrado y hecho
prisionero en un castillo irlandés, del que Artús se verá comprometido, por
amor y lealtad, a salvarlo. A tal fin, antes de irse, Oliveros le hizo entrega
de una redoma con el especial encargo de que la mirara una vez al día: vos
ruego, por virtud de nuestra amistad, que queráis mirar todos los días una vez
esta redoma que aquí vos dejo llena de agua clara; la cual, si vierdes vuelta o
la color mudada, sed cierto que me irá mal o estaré en peligro de muerte,
que es la señal para que Artús entre en acción, y de ahí viene el consejo que
recibe de que suplante a Oliveros en la corte hasta que pueda liberarlo, como
de hecho sucede.
No quiero
destripar la trama, porque los giros de guion tan propios de este género tiene
un encanto particular que se aprecia en cuanto nos salen al encuentro en la
lectura. Sí quisiera, por lo que hace al
castellano antiguo en que está traducida, mencionar algunos usos que me han
parecido llamativos. El primero es la evocación de los fastos de la corte en fiestas,
en cuya descripción parece latir el eco del famoso poema de Jorge Manrique,
concretamente de la parte conocida como el Ubi sunt?: Quien quisiese
contar las galas e fiestas, las riquezas de los atavíos, el inestimable valor
de las piedras preciosas e de los joyeles que así las damas como los señores de
la corte traían e las sotiles invenciones e la diversidad de los vestidos de
los galanes e de la muy suave y concertada música, quien quisiese fablar sería
sacar las arenas de la mar, que antes carecería la mar de arenas que faltasen
cosas para decir. El segundo es el apasionamiento hiperbólico propio de
estas narraciones, tan románticas a su manera: E así sirvió Oliveros a su
señora, e cortó a su mesa e cebó sus ojos, que muy deseosos estaban de mirarla
o E fue así mismo despidirse de su señora Helena, mas no fue sin multitud de
lágrimas de una parte e de la otra. Pero es notable el énfasis de la
novelita en la profundísima amistad fraternal de los dos príncipes: Quien
viera los dos compañeros e leales amigos bien tuviera el corazón más duro que
acero si de grande placer con ellos no llorara. Ellos estuvieron más de una
hora abrazados el uno con el otro, sin poder fablar palabra. Téngase
presente que cuando enferma Artús, Oliveros no dudará en decapitar a sus dos
hijos para darle a beber la sangre a su hermanastro a fin de que se recupere de
una enfermedad que se describe casi con tintes de películas gore: Artús
fue ferido de una mortal pestilencia e fue desahuciado de todos los físicos e
zurugianos del reino. Ca de su cabeza salían una especie de gusanos negros como
el carbón e le decendían por la frente e le comían toda la cara. E eran tantos
que cuando le quitaban uno salían luego cinco o seis. E salía tan grande fedor
dél que ningún hombre ni mujer, lo podía visitar ni entrar en la cámara a donde
estaba. […] E en pocos días le comieron los gusanos las narices e le cegaron
los ojos. Sin embargo, es justo que reproduzcamos el horror que siente ante
sus propios actos el protagonista, un monólogo dramático que alcanza altas
cotas emotivas: ¿Cómo puede natura consintir que el padre mate a sus fijos?
¿Quién vido jamás tan grande crueldad? ¡Bien es maldito e en mal signo nacido
el que tan grande maldad comete! […] En la condición [se autodescribe] es
peor que ningún feroz animal; ningún león, ningún tigris ni onza [«pantera»]
jamás fizo lo que propongo de facer». Finalmente, no menos chocante es leer un uso en
boca de Oliveros que luego recordaremos siempre por el que de él hace Cervantes,
mutatis mutandis en su Quijote: Jamás caballero fue de su
señor tan bien galardonado.
Y ahí lo dejo, no sin hacerle reparar al intelector que se
pasee por estas líneas, usos lingüísticos tan entrañables como el zurugianos
u otros como sollozcando —que da
a entender el uso de un hipotético *sollozcar—; mi puericia con vusco
(por «vosotros») o el empleo de un léxico ya desaparecido de nuestros usos como
barjoleta o burjuleta, «una bolsa grande de cuero que no se
cerraba con cordones sino con una cubierta, y que los caminantes llevaban a la
espalda o a la cintura», o el desaparecido bujarca, transformado después
en el posible catalanismo, también poco usado, bucharca, o la vieja voz antenado,
«hijastro», aunque Juan José Saer
publicó una novela con una variante de ese antenado: El entenado.
Otras expresiones también apelan a nuestras maneras tradicionales de encomiar: E
cuando el rey le vio, se apeó del hacanea e le abrazó e le besó en la boca. […]
E cuando estuvieron en la sala, el rey lo abrazó otra vez e le dijo: «Fijo,
bendito sea el padre que vos engendró e la madre que vos parió». La obra,
además, tiene algunas expresiones que reflejan el fondo comunitario de verdades
arrancadas a la experiencia y a la cultura antigua, como se nos indica nada más
arrancar la narración: Por cuanto la memoria es poca e m uy caediza e natura
humana, potr su fragilidad, es muy mudable es el tópico que abre la
historia; pocas veces vemos los malos principios venir a buen fin, que
nos indica el carácter moralizante que, a pesar de tanta aventura y tantas
pasiones sobre el tablero, tienen las narraciones medievales, y no está en
poder de hombre apartarse de los primeros movimientos. E tú en el primer
movimiento e vencido de la ira, hobiste de serme cruel, con que justifica
Artús la violenta reacción de Oliveros cuando se entera de que Artús ha dormido
en el mismo lecho que su mujer, aunque ignorando la estrategema de que se valió
para no tener acceso carnal a ella ni ella a él.
Roberto el
Diablo, si bien es una narración anónima, tuvo un éxito inmediato, porque
aparecieron versiones en Inglaterra y Alemania, y otros países, además de en
España, claro está. A diferencia del Oliveros…, la presente es una
novelita de poca extensión, traducida deLa vie du terrible Robert le Diablo,
publicado en Lyon en 1486 y, como dice Blecua, de ella «procede la novelita
española La espantosa y admirable vida de Roberto el Diablo, editada en
Burgos en 1509, que poseyó el célebre bibliófilo don Fernando Colón, hijo del
almirante».
La historia es
delirante, porque un duque y su esposa que ya desistían de tener descendencia,
acaban teniendo un hijo que, tras las nueve meses de gestancia, requiere un mes
completo de parto, tras el que fue llevado el niño a bautizar, al cual iban
las gentes a ver por maravilla, ca de un día nacido parecía de un año. Y
llevándolo y trayéndolo de la iglesia, jamás su boca se cerró, dando tales
gritos que toda la gente se maravillaba de ello. Y fue dado a dos amas que lo
criasen, mas de ahí a tres meses tuvo todos sus dientes y muchos, con los
cuales mordía las amas y les quitaba los pezones de las tetas. […] Y cuando
hubo un año andaba, y hablaba tan bien como los otros niños de cinco años.
A partir de ahí, siendo la absoluta encarnación del mal, se cuentan por
ultrajes diarios los que el angelito comete, sin que los padres, horrorizados,
puedan encauzarlo y devolverlo a la senda del bien. Los títulos de algunos
capítulos nos indican a la perfección la naturaleza de sus actos y de su ser: Cómo
Roberto mató a su maestro que tenía cargo de le enseñar; Cómo Roberto el
Diablo se partió de la ciudad de Roán y se fue por el ducado de Normandía,
robando y matando, y forzando dueñas y doncellas; Cómo el duque envió
gente para prender a Roberto su hijo, a los cuales Roberto sacó los ojos; Cómo
Roberto El diablo mató siete ermitaños que halló en el monte, y fue al castillo
Darca, do estaba a la sazón la duquesa su madre. Y de las razones que entre sí
hubieron; Cómo Roberto el Diablo llegó a la casa que tenía en el monte,
y cómo mató a sus compañeros…
A tan movida
primera parte le sucede una segunda en la que Roberto hace penitencia de los
muchos males causados y acepta seguir las órdenes de un ermitaño que intentará
ganarlo para la causa del bien. Lo curioso es el modo como se lleva a cabo esa
penitencia, según le revela un ángel al ermitaño que se la impone: Hombre de
Dios, escucha lo que Dios me mandó que te dijese: Tú mandarás a Roberto, en
penitencia de sus pecados, que contrahaga y disimule el loco y el mudo en la
ciudad de Roma, y no coma cosa alguna sino lo que fuere dado a los perros y él
pudiere quitar; y esto haga de continuo hasta que de parte de Dios le sea
mandado hacer otra cosa, y así alcanzará eterna remisión de sus pecados.
Ordenado lo cual, entró Roberto por la ciudad de Roma haciendo gestos con la
boca y con los ojos, y bailando y saltando por las calles, como hombre ajeno de
todo sentido, y en poco espacio llegó gran número de muchachos que le seguían y
maltrataban continuamente. Y llegados a este punto, hemos de considerar que hacerse el loco no
significa no dar señales de cordura, y es justo esa circunstancia la que nos
remite a la novelita ejemplar de Cervantes, El licenciado Vidriera,
aunque, como Roberto está privado de hablar, su ingenio se demuestra ora en la
burla antisemita que se incorpora a la narración como un episodio de tipo folclórico,
propio de aquellos tiempos, oera en sus actos, como cuando el emperador de roma
ha de vérselas en batalla contra unos enemigos acaudillados por su propio almirante,
que busca hacerse con su trono. De su caracterización choca un detalle Andando
un día Roberto por Roma con un gran palo en la mano, por parecer más loco…,
al que aún no he hallado explicación satisfactoria, más allá de la que le he
leído a Rocío Peñalta Catalán en su artículo «Locos y locura a finales de la
Edad Media: representaciones literarias y artísticas», en la Revista de Filología
Románica (2009): Los locos furiosos se rasgan las ropas y atacan a los demás
hombres; así se les representa en muchas ocasiones, con vestidos andrajosos y
empuñando una maza o palo tosco.
El modo ingenioso y milagrero como se
desenlaza la narración cuando, tras formar parte, como bufón y casi como otro perro
más de la corte del emperador, pues es a estos a los que disputa los alimentos
que les arrojan desde la mesa real, Roberto toma parte decidida en favor del
emperador, cuando este se enfrenta a una revuelta interna acaudillada por su
almirante, nos indica que la urdimbre de la historia está tejida con más que
notable habilidad. Y aunque, su venganza del almirante, tras haber matado este
en combate al emperador, parece retrotraernos a los inicios de su diabólica
condición, bien vemos enseguida que nos hallamos ante una justicia incomprensible,
por bárbara, para nosotros.
He aquí, pues,
dos novelitas que, en estos tiempos en los que parece imperar la deserción de
la lectura, no solo nos acercarán a un estadio primitivo y encantador de la
lengua castellana, sino a unos modos de novelar sin parangón con la sosas
maneras contemporáneas. ¡Disfruten de un viaje al pasado más que provechoso en
términos de placer lector e imaginación novelesca!
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