martes, 12 de diciembre de 2023

«Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe», de un supuesto Felipe Camus, y «Roberto el Diablo», anónimo, o la vieja y eterna caballería.

Cómo disfrutar apasionadamente con las humildes lecciones de literatura de un género que permitió el nacimiento de la mayor ficción de todos los tiempos.

 

                    

Cada cierto tiempo siento la imperiosa necesidad de sumergirme en lecturas clásicas que me limpien la mirada de las fatales excrecencias que, como deformes imitaciones de las tintas corridas de Rorschach, se adhieren a los ojos en la frecuentación de cierta literatura (o como se la quiera llamar…) contemporánea, de algunos ejemplos de la cual Jordi Gracia nos ha hecho la gracia hace poco de excusar su lectura con incisiva crítica. Bien falso es el refrán sobre que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no es menos cierto que volver a tiempos lejanos de la literatura, sin necesariamente remontarnos a los clásicos grecolatinos, tiene la virtud de descubrirnos o redescubrirnos obras en cuya lectura nos solazamos como en el más amable de los locus amoenus imaginables. Con una impecable edición del maestro de la crítica textual, Alberto Blecua, he abierto con renovada emoción, la de mi inmersión universitaria en Troyes, Amadís y cuantos libros de caballerías me permitían mis modestos haberes adquirir, dos humildes joyas del género, acaso no tan leídas como otras, entre las cuales descuella el propio Amadís de Gaula, un clásico que ningún aficionado a la lectura puede dejar de leer, como son Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe y Roberto el Diablo, ambas de origen francés y, por lo tanto, traducciones al castellano que se editan allá por 1499 y 1509 respectivamente, lo que permite detectar en la lectura ciertas referencias a obras no menos clásicas o bien a un modo de expresión propio del ambiente de la época. La primera, Oliveros…,  se le atribuye a un tal Felipe Camus, de quien se dice que la tradujo del latín, aunque esto nos dice Blecua que era un recurso mixtificador para darle mayor importancia al texto. Otro motivo fundamental de mi propensión a la lectura de obras clásicas tiene que ver con la actual degradación del castellano hablado y escrito, algo a lo que ha contribuido la omnipresencia de la política en todas las esferas de la vida, especialmente a través de la extensión de las redes sociales: parece que o se *malhabla y *malescribe de esa degradada actividad que ha desterrado del horizonte de nuestra también desaparecida convivencia la sindéresis o no hay nada de lo que hablar, porque son pocas las artes que tienen la capacidad de apartar a nuestros conciudadanos de esa ciénaga del antipensamiento y la sensibilidad que es la impía, encarnizada y malhablada lucha política.

        El prólogo de Alberto Blecua, de cuyo eminente padre fui yo alumno en la Universidad de Barcelona, es un modelo de crítica textual, e invito a quienes adquieran su edición de Editorial Juventud a leerlo para tener una muestra de excelente claridad ecdótica. Rastrear el origen de los textos y su autoría tiene mucho de actividad detectivesca, de ahí el agradecimiento del lector a quien, en el curso de su indagación, descubre fuentes a las que los curiosos del hecho literario podemos acudir: léase el Sendebar, por ejemplo, o cualesquiera otras fuentes en las que abrevar la sed de la certidumbre y de la curiosidad, como el Amicus et Amelius, que incluye Vincent de Beauvais en su Speculum Historiale, escrito hacia 1254.

        Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe, aun siendo traducción de un original francés, me parece una muestra perfecta del ideal de la Europa Unida muchísimo antes de que siquiera se pensase en llegar a la unión política de la que disfrutamos hoy. Un francés escribe sobre dos príncipes, uno castellano y el otro portugués, que acaban defendiendo el trono inglés y emparentándose, Oliveros, con él, a través del casamiento con la hija del rey, y que luchan contra reyes irlandeses a los que acaban sometiendo a la autoridad inglesa. No parece que haya fronteras para los caballeros andantes, y menos si están tocados por la gracia divina, a juzgar por cómo la honra de ambos los corona de virtudes que los hacen acreedores, sobre todo Oliveros, al favor de la divinidad. La intrincada trama de la obra, con muchas idas y venidas, y aventuras sorprendentes, tiene que ver con la huida de Oliveros de la corte de su padre, casado en segundas nupcias con la reina del Algarbe, porque esta se ha encaprichado de él y quiere seducirlo, violentando la fidelidad debida a su padre. Artús, hijo de la reina, es hermanastro de Oliveros, pero ambos son idénticos y, además, congenian en el acto: ficieron lianza e fraternal compañía, juramentándose que ninguna cosa, salvo la muerte, los Partiría jamás de en uno; de tal modo que es posible, estando Oliveros ya casado con Helena, y tras haber sido capturado y llevado a una prisión en Irlanda, que Artús se presente en la corte para liberar al rey y a su hija de los padecimientos en que los ha sumido la ausencia súbita y sin previo aviso de Oliveros, con quien es confundido hasta el punto de que Helena y él comparten lecho sin que ella lo tenga por un impostor, aunque bien se vale él de un ardid para evitar el contacto:  Señora, estad queda en vuestro lugar e no lleguéis a mí, ca sabréis que, estando en grande peligro, fice voto solemne a Dios que si dél me libraba que no llegaría a vuestro cuerpo fasta que primero hobiese estado en romería al bienaventurado Santiago. E vos ruego que no recibáis enojo, que, si vos tenéis salud, lo más presto que podré compliré con mi voto.

        La huida de Oliveros en busca de Fortuna lo lleva hasta Inglaterra, donde pierde los fondos que le quedan en saldar la deuda de un caballero y darle cristiana sepultura. Un hecho que, al margen de mostrar el noble corazón del héroe, queda casi sepultado por lo que viene a continuación, aunque en el desenlace de la novela estos hechos tendrán una importancia enorme. Ayudado por un ermitaño que le facilita indumentaria y caballería, Oliveros se presenta en las justas convocadas por el reino y acaba destacando como el gran paladín de quien acaba enamorándose la hija del rey, frente al despecho de los reyes irlandeses que buscaban conseguir la mano de la princesa. Aunque todo parece que transcurra favorablemente para el héroe, Fortuna, madre de tristeza e enemiga de los corazones contentos, en muy breve tiempo le quitó todo su bien y trocó sus placeres en amargos pensamientos, porque Oliveros es secuestrado y hecho prisionero en un castillo irlandés, del que Artús se verá comprometido, por amor y lealtad, a salvarlo. A tal fin, antes de irse, Oliveros le hizo entrega de una redoma con el especial encargo de que la mirara una vez al día: vos ruego, por virtud de nuestra amistad, que queráis mirar todos los días una vez esta redoma que aquí vos dejo llena de agua clara; la cual, si vierdes vuelta o la color mudada, sed cierto que me irá mal o estaré en peligro de muerte, que es la señal para que Artús entre en acción, y de ahí viene el consejo que recibe de que suplante a Oliveros en la corte hasta que pueda liberarlo, como de hecho sucede.

        No quiero destripar la trama, porque los giros de guion tan propios de este género tiene un encanto particular que se aprecia en cuanto nos salen al encuentro en la lectura.  Sí quisiera, por lo que hace al castellano antiguo en que está traducida, mencionar algunos usos que me han parecido llamativos. El primero es la evocación de los fastos de la corte en fiestas, en cuya descripción parece latir el eco del famoso poema de Jorge Manrique, concretamente de la parte conocida como el Ubi sunt?: Quien quisiese contar las galas e fiestas, las riquezas de los atavíos, el inestimable valor de las piedras preciosas e de los joyeles que así las damas como los señores de la corte traían e las sotiles invenciones e la diversidad de los vestidos de los galanes e de la muy suave y concertada música, quien quisiese fablar sería sacar las arenas de la mar, que antes carecería la mar de arenas que faltasen cosas para decir. El segundo es el apasionamiento hiperbólico propio de estas narraciones, tan románticas a su manera: E así sirvió Oliveros a su señora, e cortó a su mesa e cebó sus ojos, que muy deseosos estaban de mirarla o E fue así mismo despidirse de su señora Helena, mas no fue sin multitud de lágrimas de una parte e de la otra. Pero es notable el énfasis de la novelita en la profundísima amistad fraternal de los dos príncipes: Quien viera los dos compañeros e leales amigos bien tuviera el corazón más duro que acero si de grande placer con ellos no llorara. Ellos estuvieron más de una hora abrazados el uno con el otro, sin poder fablar palabra. Téngase presente que cuando enferma Artús, Oliveros no dudará en decapitar a sus dos hijos para darle a beber la sangre a su hermanastro a fin de que se recupere de una enfermedad que se describe casi con tintes de películas gore: Artús fue ferido de una mortal pestilencia e fue desahuciado de todos los físicos e zurugianos del reino. Ca de su cabeza salían una especie de gusanos negros como el carbón e le decendían por la frente e le comían toda la cara. E eran tantos que cuando le quitaban uno salían luego cinco o seis. E salía tan grande fedor dél que ningún hombre ni mujer, lo podía visitar ni entrar en la cámara a donde estaba. […] E en pocos días le comieron los gusanos las narices e le cegaron los ojos. Sin embargo, es justo que reproduzcamos el horror que siente ante sus propios actos el protagonista, un monólogo dramático que alcanza altas cotas emotivas: ¿Cómo puede natura consintir que el padre mate a sus fijos? ¿Quién vido jamás tan grande crueldad? ¡Bien es maldito e en mal signo nacido el que tan grande maldad comete! […]  En la condición [se autodescribe] es peor que ningún feroz animal; ningún león, ningún tigris ni onza [«pantera»] jamás fizo lo que propongo de facer».  Finalmente, no menos chocante es leer un uso en boca de Oliveros que luego recordaremos siempre por el que de él hace Cervantes, mutatis mutandis en su Quijote: Jamás caballero fue de su señor tan bien galardonado.

        Y ahí  lo dejo,  no sin hacerle reparar al intelector que se pasee por estas líneas, usos lingüísticos tan entrañables como el zurugianos u otros como sollozcando  —que da a entender el uso de un hipotético *sollozcar—; mi puericia con vusco (por «vosotros») o el empleo de un léxico ya desaparecido de nuestros usos como barjoleta o burjuleta, «una bolsa grande de cuero que no se cerraba con cordones sino con una cubierta, y que los caminantes llevaban a la espalda o a la cintura», o el desaparecido bujarca, transformado después en el posible catalanismo, también poco usado,  bucharca, o la vieja voz antenado, «hijastro»,  aunque Juan José Saer publicó una novela con una variante de ese antenado: El entenado. Otras expresiones también apelan a nuestras maneras tradicionales de encomiar: E cuando el rey le vio, se apeó del hacanea e le abrazó e le besó en la boca. […] E cuando estuvieron en la sala, el rey lo abrazó otra vez e le dijo: «Fijo, bendito sea el padre que vos engendró e la madre que vos parió». La obra, además, tiene algunas expresiones que reflejan el fondo comunitario de verdades arrancadas a la experiencia y a la cultura antigua, como se nos indica nada más arrancar la narración: Por cuanto la memoria es poca e m uy caediza e natura humana, potr su fragilidad, es muy mudable es el tópico que abre la historia; pocas veces vemos los malos principios venir a buen fin, que nos indica el carácter moralizante que, a pesar de tanta aventura y tantas pasiones sobre el tablero, tienen las narraciones medievales, y no está en poder de hombre apartarse de los primeros movimientos. E tú en el primer movimiento e vencido de la ira, hobiste de serme cruel, con que justifica Artús la violenta reacción de Oliveros cuando se entera de que Artús ha dormido en el mismo lecho que su mujer, aunque ignorando la estrategema de que se valió para no tener acceso carnal a ella ni ella a él.

        Roberto el Diablo, si bien es una narración anónima, tuvo un éxito inmediato, porque aparecieron versiones en Inglaterra y Alemania, y otros países, además de en España, claro está. A diferencia del Oliveros…, la presente es una novelita de poca extensión, traducida deLa vie du terrible Robert le Diablo, publicado en Lyon en 1486 y, como dice Blecua, de ella «procede la novelita española La espantosa y admirable vida de Roberto el Diablo, editada en Burgos en 1509, que poseyó el célebre bibliófilo don Fernando Colón, hijo del almirante».

        La historia es delirante, porque un duque y su esposa que ya desistían de tener descendencia, acaban teniendo un hijo que, tras las nueve meses de gestancia, requiere un mes completo de parto, tras el que fue llevado el niño a bautizar, al cual iban las gentes a ver por maravilla, ca de un día nacido parecía de un año. Y llevándolo y trayéndolo de la iglesia, jamás su boca se cerró, dando tales gritos que toda la gente se maravillaba de ello. Y fue dado a dos amas que lo criasen, mas de ahí a tres meses tuvo todos sus dientes y muchos, con los cuales mordía las amas y les quitaba los pezones de las tetas. […] Y cuando hubo un año andaba, y hablaba tan bien como los otros niños de cinco años. A partir de ahí, siendo la absoluta encarnación del mal, se cuentan por ultrajes diarios los que el angelito comete, sin que los padres, horrorizados, puedan encauzarlo y devolverlo a la senda del bien. Los títulos de algunos capítulos nos indican a la perfección la naturaleza de sus actos y de su ser: Cómo Roberto mató a su maestro que tenía cargo de le enseñar; Cómo Roberto el Diablo se partió de la ciudad de Roán y se fue por el ducado de Normandía, robando y matando, y forzando dueñas y doncellas; Cómo el duque envió gente para prender a Roberto su hijo, a los cuales Roberto sacó los ojos; Cómo Roberto El diablo mató siete ermitaños que halló en el monte, y fue al castillo Darca, do estaba a la sazón la duquesa su madre. Y de las razones que entre sí hubieron; Cómo Roberto el Diablo llegó a la casa que tenía en el monte, y cómo mató a sus compañeros

        A tan movida primera parte le sucede una segunda en la que Roberto hace penitencia de los muchos males causados y acepta seguir las órdenes de un ermitaño que intentará ganarlo para la causa del bien. Lo curioso es el modo como se lleva a cabo esa penitencia, según le revela un ángel al ermitaño que se la impone: Hombre de Dios, escucha lo que Dios me mandó que te dijese: Tú mandarás a Roberto, en penitencia de sus pecados, que contrahaga y disimule el loco y el mudo en la ciudad de Roma, y no coma cosa alguna sino lo que fuere dado a los perros y él pudiere quitar; y esto haga de continuo hasta que de parte de Dios le sea mandado hacer otra cosa, y así alcanzará eterna remisión de sus pecados. Ordenado lo cual, entró Roberto por la ciudad de Roma haciendo gestos con la boca y con los ojos, y bailando y saltando por las calles, como hombre ajeno de todo sentido, y en poco espacio llegó gran número de muchachos que le seguían y maltrataban continuamente. Y llegados a este punto,  hemos de considerar que hacerse el loco no significa no dar señales de cordura, y es justo esa circunstancia la que nos remite a la novelita ejemplar de Cervantes, El licenciado Vidriera, aunque, como Roberto está privado de hablar, su ingenio se demuestra ora en la burla antisemita que se incorpora a la narración como un episodio de tipo folclórico, propio de aquellos tiempos, oera en sus actos, como cuando el emperador de roma ha de vérselas en batalla contra unos enemigos acaudillados por su propio almirante, que busca hacerse con su trono. De su caracterización choca un detalle Andando un día Roberto por Roma con un gran palo en la mano, por parecer más loco…, al que aún no he hallado explicación satisfactoria, más allá de la que le he leído a Rocío Peñalta Catalán en su artículo «Locos y locura a finales de la Edad Media: representaciones literarias y artísticas», en la Revista de Filología Románica (2009): Los locos furiosos se rasgan las ropas y atacan a los demás hombres; así se les representa en muchas ocasiones, con vestidos andrajosos y empuñando una maza o palo tosco.

        El modo ingenioso y milagrero como se desenlaza la narración cuando, tras formar parte, como bufón y casi como otro perro más de la corte del emperador, pues es a estos a los que disputa los alimentos que les arrojan desde la mesa real, Roberto toma parte decidida en favor del emperador, cuando este se enfrenta a una revuelta interna acaudillada por su almirante, nos indica que la urdimbre de la historia está tejida con más que notable habilidad. Y aunque, su venganza del almirante, tras haber matado este en combate al emperador, parece retrotraernos a los inicios de su diabólica condición, bien vemos enseguida que nos hallamos ante una justicia incomprensible, por bárbara, para nosotros.

        He aquí, pues, dos novelitas que, en estos tiempos en los que parece imperar la deserción de la lectura, no solo nos acercarán a un estadio primitivo y encantador de la lengua castellana, sino a unos modos de novelar sin parangón con la sosas maneras contemporáneas. ¡Disfruten de un viaje al pasado más que provechoso en términos de placer lector e imaginación novelesca!

 

 

 

 

 

 

 

 

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