miércoles, 18 de septiembre de 2019

«La noche fenomenal», de Javier Pérez Andújar, o un extraño delirio realista…




Entre el roman à clef, la 13, Rue del Percebe, la autoficción y el noble cajón de sastre…

A ver cómo me las maravillaría yo para, teniendo una sintonía total con el autor, gustándome el estilo «casual», dicen los cursis, esto es, desenfadado, de muchísimos de sus comentarios, compartiendo buena parte del background, dicen los que se dan pisto,  literario, cultural, social, político e imaginario…, para defender que no he podido conectar con esta entretenida y muy osada aventura literaria -a la que le cabe el marbete de novela porque, como dijo Cela, lo es cualquier texto que bajo él se dé a la imprenta- , aun hallando, a cada paso, fragmentos aislados llenos de gracia, ingenio, saber y cultura casi high brow…, que dicen los cosmopaletos. Pues eso, ¡que cómo me las maravillaría yo! Sobre todo después de haber ido con mi Conjunta (y con gran ilusión compartida) a comprarla antes de las vacaciones, para deleitarnos, para disfrutar de lo que ella, paisana contigua del autor, nacida en Artigas, esperaba tras haber leído, ella, Paseos con mi madre. Este lector crítico quiere creer que el «mal» está en él, que no ha «sabido» leer el libro como este se merece. 
Uno abre un libro, sobre todo si es de ficción, aunque en la historia uno de las personajes confiesa su cansancio de la ficción, en lo que parece un pensamiento prestado por parte del autor y narrador, Javier: Yo antes leía mucha ficción, pero me desaficioné. Que fatiga. Me duele cada vez más la cabeza -dijo Isis, y nunca sabe qué va a encontrarse, como nuestro buen amigo Forrest, con quien el «estilo» apotegmático del narrador tanto tiene en común (Allí es una palabra zanahoria, como su propio nombre indica te la ponen siempre delante  o el perspicaz Ahora en vez de razonar se dice desarrollar. En fin, hemos cambiado la razón por el rollo), una suerte de reencarnación del jardinero fiel de Being There, de Jerzy Kosinski, el entrañable Mr. Chance, asociado ya para siempre al rostro impecable del extraordinario Peter Sellers.
De entrada, la peripecia de una pandilla de friquis de lo paranormal es un motivo narrativo tan legítimo como cualquier otro para construir una novela en torno a una quest, que dicen los amantes del ciclo artúrico -allí el Grial; aquí la madre de todos los «agujeros»-, que, andando la narración, acaba perdiéndose un poco de vista, de tal manera que cuando un personaje, el luchador manco, dice: Es que ya no sé de qué parte estaba…, al lector crítico no le queda más remedio que escribir en el margen de libro : ¡Ya somos dos!, dado el trasiego de agujeros y viajes entre una parte y otra de una sola realidad o de diferentes realidades, que no acaba de estar muy claro en esa narración «emmental» que recuerda el plano holístico (de hole, no del todo) de Yellow submarine sobre el que aparecen y desaparecen Nowhere Man y los cuatro beatles.
Si a ese trasiego le añadimos la facilidad mortadélica para disfrazarse que tienen todos los personajes, nos hallamos ante una historia que exige del lector una lectura con una hoja Excel o bien su dimisión en tan ardua tarea y, formalizada la renuncia,  dejarse llevar por un flujo que no acaba de fluir como al lector le gustaría, y no por la «rareza» de la historia, sino por esa falta de sintonía entre el mundo del lector y el del autor, aun compartiendo, paradójicamente, muchas cosas. Se trata, pues, de una cuestión estrictamente formal, de estructura novelística, aunque el uso de materiales de muy distinta extracción haya contribuido también a esa suerte de caos más o menos controlado por el autor: hechos reales, anécdotas, análisis políticos, reflexiones existenciales, chistes de relativa eficacia, invenciones desatadas, etc. Pensemos que el propio autor, sabio autocrítico, pone la venda antes de la herida: Por lo general en la literatura de ciencias ocultas lo más oculto es la literatura.
Lo que está claro es que La noche fenomenal no es, de ninguna de las maneras, una novela “al uso”, de corte realista, con una buena creación de personajes, conflictos cercanos a la mayoría de los lectores y con un interés por el destino de aquellos que mantiene en vilo a los lectores hasta el desenlace. Escribí en el título de esta recensión que se trataba de una suerte de roman à clef, que dicen los seguidores del  nouveau roman, en la que aparecen personajes reales: el autor/narrador con su propio nombre, Javier, el editor Batlló, Félix de Azúa, etc., y otros fácilmente identificables como el profesor Osías, el célebre Jiménez del Oso, de cuyos programas era seguidor devoto no por los misterios paranormales que me explicara, sino por él, como personaje que ha descrito Andújar con absoluta propiedad: El profesor Osías, la persona con las ojeras más profunda del universo, con los ojos sobre acantilados…; pero estoy dispuesto a admitir que, más allá, de ese juego narrativo, la historia apela a la complicidad de unos lectores afines al autor y a quienes puede hacerle gracia la sucesión, algo caótica, para qué nos vamos a engañar, de referencias que se acumulan con un efecto próximo al batiburrillo de enseres que suele reunirse en el famoso cajón de sastre.
Desde buen comienzo, el autor, dueño de un inconfundible estilo periodístico y radiofónico, traslada a las páginas de la novela esa peculiar manera suya de plantarse ante la realidad, a medias entre la «epojé» filosófica y la pretendida ingenuidad del espectador ingenuo, e incluso «de pueblo», que es afectación cara al autor, como lo prueba su fidelidad a los orígenes y su sentido de pertenencia a la clase menestral catalana hija de la inmigración, y que tanto le honra. Ello implica, en el plano narrativo, que lo mejor de la historia -al menos para quien esto escribe- lo hallaremos en una variada gama de comentarios que, ¡afortunadamente!, son lo suficientemente numerosos como para que al lector no le venza el aburrimiento de la disparatada trama absurda, pero suficientemente escasos como para no acabar de perfilar los rasgos reconocibles de una variación del género de la novela de aventuras, distópica o fantástica.
El abanico de recursos que usa Pérez Andújar, de forma totalmente espontánea, lo recuerdo, tiene que ver con el de sus propias preocupaciones sociales, literarias, existenciales, etc. Si recordamos el pregón de las fiestas de la Mercè, que le supuso la enemiga de ese escalofriante mundo sectario y supremacista del secesionismo catalanista,  nos acercaremos bastante al repertorio del que hablo. Hay, sin embargo, para los lectores algo curtidos, un tono que nos resulta familiar, y no es otro que el del detective diletante de las novelas de Eduardo Mendoza: El caso es que a mitad de su explicación el sherpa dio un salto y salió por piernas. Yo creí que le había dicho algo horrible sin darme cuenta, así que para consolarme me acabé su Coca-Cola y su bolsa de patatas, pero se las tuve que restituir, ya que al rato se presentó con este frasco. El crítico, menos aristarco que nunca, dada la bonhomía del autor, a quien me une una profunda corriente de afecto literario y personal, quiere entender que se trata de un homenaje. Del mismo modo que puede serlo la influencia poderosa del mundo de los tebeos y de los géneros populares como las aleluyas, los pliegos de cordel y los romances de ciegos que iban contando crímenes truculentos dibujados en un cartelón que iban punteando a medida que avanzaba el relato, tal y como se aprecian en los pareados que preludian cada capítulo/viñeta del libro. La sucesión de episodios en pisos de muy distinta naturaleza y con personajes tan variopintos remite en el acto a la famosa 13, Rue del Percebe de Ibáñez.
La lectura está sazonada, en esta especie de «olla podrida», con algo más vaca que carnero, como indicaba, por un mundo de referencias literarias que van desde la primera recensión de Lovecraft hecha por Juan Eduardo Cirlot (un personaje muy próximo al mundo de los símbolos) hasta la loa del goliardo Rutebeuf, que es, para el autor -filólogo de formación, no lo olvidemos…-,  la Atapuerca de los poetas malditos. En él está toda esa manera de vivir y esa maneta de escribir, que luego va desde Villon hasta Verlaine y hasta Panero, Leopoldo María digo. (…) Y los monólogos sarcásticos y melancólicos, las canciones de los cabarets del viejo Berlín, también están ya en él. (…) Los llamamos malditos, pero en parte en aquel siglo XIII era todo una maldición. Sus contemporáneos Jean Bodel d’Arras y Baude Fastoul eran poetas enfermos de lepra. Gente de piel dura, y no quiero hacer con esto un comentario gracioso, pasando, entre otras referencias, por una reivindicación de Blaise Cendrars, de  la lectura de cuya novela Moravagine, dice el autor: me sentó como si me hubiera tragado una botella de lejía. Hoy no se escribe con ese asco de la vida y de todo.
La noche fenomenal, si bien se lee, es una suculento plato variado de sugerencias, de ocurrencias, incluso de diagnósticos políticos y sociales, e incluso de algunos chistes con escasa suerte: Cuando un río describe una curva se le llama meandro, pero a mí no me gusta pronunciar esa palabra pues me acuerdo de un amigo que tuve que se llamaba Leandro y, claro, me lo imagino en el urinario. (…) Ya lo decía Séneca el Viejo: errare humanum est. ¿Sabe lo que significa? Pues quiere decir: es humano pronunciar la erre. Pero junto a esos descensos del gusto, están las remontadas excepcionales del autor al que reconocemos en su habilidad característica para el comentario que nos suele ofrecer un punto de vista novedoso desde el que asomarnos a la realidad cotidiana, y algo de eso hay en pensamientos tan lúcidos como este: Dos por dos son cuatro. Pero hablar por hablar, ¿cuánto hablar da?, algo que nos ofrece de continuo en esa línea temática de la narración que podríamos llamar la «crítica del lenguaje», una zambullida ingeniosa en la reflexión sobre los límites de nuestro mundo, que son, como lo estableció Wittgenstein, los propios de nuestro lenguaje. Son constantes los chapuzones en esa crítica del lenguaje, y siempre salimos de ellos con la sensación de habernos refrescado, de estar en condiciones de escaparnos de las trampas que cualquier sistema conceptual suele tendernos para «encauzar» nuestro propio y singular punto de vista: -Ostras, Javier, creo que tendríamos que fundar la ciencia de las criptopalabras. Las palabras excluidas, incomprensibles en cualquier idioma. Palabras que solo alguien, solo algunos, han oído una vez, de pasada, casualmente, o que ninguna persona ha oído jamás, pero aun sí se supone que existen porque han dejado un rastro.  Es muy posible que, para la creación de esa ciencia, les viniera bien el recién aparecido diccionario El Tesoro olvidado, de Dimas Mas, porque comparten ambos autores la misma sensibilidad léxica. Aunque discutible, no es menos cierto que los juegos de la confusión son, también, una herramienta eficaz en la pluma del autor: Todo quisque les pone trampas a los demás, y siempre me toca a mí pagar los patos rotos. Porque un pato se rompe igual que puede romperse una pata. Los patos también son de Dios. Es decir, son míos. Hasta ahí podríamos llegar-dijo Isis, que no se había quitado la careta de David Bowie.
Es muy probable que quien haya seguido estas líneas aún se pregunte si he sido capaz de maravillármelas para escribir la crítica de un desencuentro lector y un reencuentro literario y humano, porque junto a ese edificio de la Coca-Cola, en San Adrián, por ejemplo, conocí yo a mi Conjunta in illo témpore…; y en la FECSA de las tres chimeneas trabajó durante años mi muy querido *amilega Benet. Seguramente no he salido con bien, porque sé, por propia experiencia, los pliegues y repliegues de la vanidad de los autores y lo mal que llevamos, en general, toda crítica que no sea como le gustan los votos  a Pedro Sánchez, de “adhesión inquebrantable”; pero Hermes sabe bien que aun no siendo, a mi modesto y desdeñable entender, un libro “cuajado”, a buen seguro que tendrá lectores que lo alaben, lo ensalcen, lo recomienden y aun lo veneren. Yo, de momento, me acercaré al bar París para llevarle al dueño, que sale en el libro, una fotocopia de las páginas donde tal cosa sucede, porque durante muchos años nos relevamos en la misma plaza de aparcamiento: yo me iba a trabajar al extrarradio y él venía a la ciudad. Con esto quiero indicar que La noche fenomenal tiene entre sus virtudes ser una «novela de  Barcelona», cuyo recorrido, desde la calle Verdi, con la librería de Batlló y, en Torrijos, el Café Salambó, regentado por Pedro Zarraluki, hasta  este bar PArís en la calle Muntaner, pasando por el Instituto Francis en la Ronda de Sant Pere, nos ofrece un serpenteante viaje sentimental que encantará a quienes vivimos en ella y «la vivimos».
Por demás está recalcar que la nómina de personajes estrambóticos y acciones disparatadas, acercan la narración al tipo de novela «delirante» que tiene su público, evidentemente, entre el que, para mi desgracia, no me encuentro, aunque, insisto, hay el suficiente ingenio y capacidad de invención verbal como para que hasta el menos partícipe de ese gusto no dé la lectura por perdida y siga siendo un admirador de las dotes imaginativas del autor. Es muy probable que se haya producido una involuntaria confusión de registros elocutivos y de géneros, pero eso ya quedaría para las arduas elucubraciones de críticos más sesudos.

martes, 17 de septiembre de 2019

«La isla de Oro» y «El oro de Mallorca», de Rubén Darío

Darío en la Cartuja de Valldemossa


Entre el turista forzado y la autoficción descarnada: dos obras de Rubén Darío en un escenario privilegiado: Mallorca. Una lectura hecha a destiempo, pero aún con el recuerdo vivo del impacto de la isla en el corazón y la memoria

Por precipitaciones de última hora, y acaso condicionado por el destino, en el que intentaba «descubrir», bajo la imagen de isla arrasada por el turismo masificado, el paraíso que fue en sus orígenes, me despisté y no eché en el saco de los libros este de Rubén Darío que, siguiendo mi costumbre veraniega, de hace ya algunos años, de leer textos que fueron escritos en el lugar adonde viajo, hubiera leído con gusto esos días, aunque la lectura en curso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, no dejaba de ser la más idónea para una «aventura» mediterránea en una isla a la que cualquiera con un mínimo de sensibilidad viajera puede arrancarle destellos de belleza primordial que atesorará después, acabado el viaje, como una invitación a volver, que es el hechizo de las islas, de todas.
Rubén Darío, fiando en el viaje a tierras tan «bendecidas» su recuperación física, pues andaba su salud muy mermada por el alcoholismo y otras malas hierbas, viaja a Mallorca en las postrimerías de su vida: desde principios de octubre hasta fines de noviembre de 1913. Con anterioridad había estado ya, desde noviembre de 1906 hasta abril de 1907, en una estancia con su última mujer Francisca Sánchez, quien tuvo un aborto durante su estancia en la isla. A la primera estancia pertenece La isla de oro, una suerte de libro de viajes escrito, sin embargo, con una cierta desgana y circunscrito, durante la mayor extensión del mismo, a hablar del libro de su « muy odiada» Georges Sand, Un invierno en Mallorca, y en el que cuesta trabajo hallar una visión poética personal de una isla que, sin embargo, encandiló al poeta y le arrancó algunas descripciones maravillosas.  Sorprende, tras leer La isla de oro, que las mejores estrofas sobre la isla se hallen en la famosa Epístola a la señora de Leopoldo Lugones:
Hoy, heme aquí en Mallorca, la terra dels foners,
como dice Mossen Cinto, el gran Catalán.
Y desde aquí, señora, mis versos a ti van,
olorosos a sal marina y azahares,
al suave aliento de las islas Baleares.
Hay un mar tan azul como el Partenopeo.
Y el azul celestial, vasto como un deseo,
su techo cristalino bruñe con sol de oro.
Aquí todo es alegre, fino, sano y sonoro.
Barcas de pescadores sobre la mar tranquila
descubro desde la terraza de mi villa,
que se alza entre las flores de su jardín fragante,
con un monte detrás y con la mar delante.
V
A veces me dirijo al mercado, que está
en la Plaza Mayor. (¿Qué Coppée, no es verdá?)
Me rozo con un núcleo crespo de muchedumbre
que viene por la carne, la fruta y la legumbre.
Las mallorquinas usan una modesta falda,
pañuelo en la cabeza y la trenza a la espalda.
Esto, las que yo he visto, al pasar, por supuesto.
Y las que no la lleven no se enojen por esto.
He visto unas payesas con sus negros corpiños,
con cuerpos de odaliscas y con ojos de niños;
y un velo que les cae por la espalda y el cuello,
dejando al aire libre lo obscuro del cabello.
Sobre la falda clara, un delantal vistoso.
Y saludan con un bon dia tengui gracioso,
entre los cestos llenos de patatas y coles,
pimientos de corales, tomates de arreboles,
sonrosadas cebollas, melones y sandías,
que hablan de las Arabias y las Andalucías.
Calabazas y nabos para ofrecer asuntos
a Madame Noailles y Francis Jammes juntos.

A veces me detengo en la plaza de abastos
como si respirase soplos de vientos vastos,
como si se me entrase con el respiro el mundo.
Estoy ante la casa en que nació Raimundo
Lulio. Y en ese instante mi recuerdo me cuenta
las cosas que le dijo la Rosa a la Pimienta...
¡Oh, cómo yo diría el sublime destierro
y la lucha y la gloria del mallorquín de hierro!
¡Oh, cómo cantaría en un carmen sonoro
la vida, el alma, el numen, del mallorquín de oro!
De los hondos espíritus es de mis preferidos.
Sus robles filosóficos están llenos de nidos
de ruiseñor. Es otro y es hermano del Dante.
¡Cuántas veces pensara su verbo de diamante
delante la Sorbona viaja del París sabio!
¡Cuántas veces he visto su infolio y su astrolabio
en una bruma vaga de ensueño, y cuántas veces
le oí hablar a los árabes cual Antonio a los peces,
en un imaginar de pretéritas cosas
que, por ser tan antiguas, se sienten tan hermosas!
                                    (…)
¿Por qué mi vida errante no me trajo a estas sanas
costas antes de que las prematuras canas
de alma y cabeza hicieran de mí la mezcolanza
formada de tristeza, de vida y esperanza?
Ese tono sombrío del final fue precedido en la Epístola por una confesión que, a su manera, preludia el intento de novela autobiográfica que escribió en su segundo viaje: El oro de Mallorca: 

Gusto de gentes de maneras elegantes
y de finas palabras y de nobles ideas.
Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas
trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,
mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos.
                         (…)
No conozco el valor del oro... ¿Saben esos
que tal dicen lo amargo del jugo de mis sesos,
del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta,
del pensamiento en obra y de la idea encinta?
¿He nacido yo acaso hijo de millonario?
¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?

Del primer libro, en el que critica tan acerbamente a Georges Sand por haber «martirizado», a su entender, al débil Chopin:
-Es una dama poco cómoda -dije.
-Lo mismo dirían sus enamorados -contestó lady Perhaps-. Y, en su tiempo, quizás usted hubiera sido uno de ellos.
-Lo dudo. Una literata, casi no es una mujer: es un colega.
emerge un Darío generoso para con sus anfitriones y sus conocidos: Gabriel Alomar (Un compatriota de Raimundo Lulio, un mallorquín cuya bóveda craneana encierra cosas hermosas y profundas que han ya brotado en periodos robustos y en alados apotegmas que anuncian cosas grandes. Se llama Gabriel Alomar el Futurista) , Santiago Rusiñol (ese catalán de seda), etc. Y no deja de aflorar la perspectiva literaria que constantemente asoma a sus páginas, porque Darío es una biblioteca andante y sus paisajes siempre vienen condicionados por paisajes literarios, del modo que sus propias experiencias, incluso las de la cotidianidad, remiten también a fuentes librescas: Excelente refugio para dialogar sobre asuntos hermosos es la florida Mallorca. Porque, aunque se esté solo, el monologo no existe. Siempre se dialoga. “Temes en el muro una mirada que te espía”, dice el poeta. [Gerard de Nerval: Crains, dans le mur avengle, un regard que t’épie.], porque, como profesa su fe de origen parnasiano: Todo lo clásico es sano.
         Darío le dedica notable tención a un mecenas, el archiduque Salvador de Austria que abandonó la corte vienesa para cambiarla por un ideal de vida retirada, alejada del mundanal ruido y ajena al tablero de la gran política: dejó la corte de Austria, elegante y soberbia, para ir a vivir entre los payeses y las payesas de Valldemossa, bajo el cielo soberbio, junto al Mediterráneo armonioso, en sus tierra casi primitivas, horas de libertad y de capricho o de estudio y recogimiento. A él se debe la restauración y creación de Miramar, el convento que albergó a Ramon Llull y donde el archiduque  añadió al paisaje unos miradores que permiten tener una vista mágica y prodigiosa del paisaje mallorquín desde la Sierra de Tramontana, cerca de la histórica y famosísima Cartuja de Valldemossa y no muy lejos de Deià, donde habitó otro de los colosos literarios que atrajo la isla: Robert Graves, el creador de Yo, Claudio, en su momento la serie de más existo vista en la TVE, única en aquel entonces histórico de finales del franquismo; una serie que nos ayudó a los jóvenes sin experiencia política, a reflexionar sobre los límites, los deberes y las exigencias del poder, amén, por supuesto, de las innobles intrigas para adquirirlo o conservarlo. Darío recoge que Luis Salvador fue a Argelia y trajo de allí una piedra de Bugía, donde Llull fue lapidado hasta morir, para que sirviera como primera piedra del oratorio que él construyó:  El hermoso gesto vale por una oda. Es, pues, también, el archiduque de Austria Luis Salvador, un poeta. (…) Ved cuán distinta su vida de la de los granes duques rusos (…) devotos de Santa ruleta, tragadores de mares de champaña, únicamente preocupados por el placer.
    Darío, muy sensible a las artísticas formas caprichosas del paisaje, recuerda, desde esa perspectiva libresca de la que hablábamos la indeleble impresión que le provocan os troncos retorcidos de los olivos, y recuerda, enseguida, que en esas morfologías se inspiró Gustave Doré para sus célebres ilustraciones de El Quijote: La carretera se extendía entre dos vastos olivares, los olivares centenarios que inspiraron a Gustavo Dore sus árboles antropomorfo en una de las más admirables ilustraciones de la divina comedia; los mismos de los que Darío escribe: Dijérase que la carne del olvido se sustentase unida a los huesos de la tierra; y que en ese árbol ilustre se mellase el alma del tiempo.
         Recordemos que el último libro trascendental de Darío, Cantos de vida y esperanza, lo da a la imprenta por las fechas de su primer viaje a Mallorca, 1906 y que en él se contiene, si no un refutación de Azul, sí una ilustración del otro animal simbólico de Rubén, según Pedro Salinas, en su monumental ensayo sobre el poeta nicaragüense: el búho, emblema de la sabiduría y la experiencia; frente a la estética del cisne. El tono de franco pesimismo existencial que asoma en poemas como Lo fatal, compensado siempre con esa irreducible fe última de Darío en la sensualidad es el mismo que cierra su primer texto  sobre Mallorca: Yo voy a soñar esta noche: un barco extraño que lo mismo va con su quilla reluciente sobre las aguas que sobre la tierra… Yo estoy a bordo, en compañía de Ella -¿cuál? ¿quién? ¿cómo es? ¿cómo será?-. En mí existe aún la primavera, una primavera que quisiera renovarse. El barco pasa por Buenos Aires, por un pueblo de Nicaragua, por Londres, por un país que tan solo he conocido con los ojos cerrados… y en ese viaje fatal me pregunto apenas cuál es el punto señalado para la llegada.
         El oro de Mallorca es una forma temprana de lo que ahora llamamos «autoficción»: un yo claramente identificable se parapeta tras un personaje de escasa o nula ficción, disfrazado, en este caso, de músico para acentuar esa falsa distancia con el narrador/autor. De lleno, pues, en el ámbito de la autobiografía, técnicas novelísticas al margen, la novelita, inacabada, y publicada en parte en colaboraciones periodísticas de Darío, que mantuvo hasta su hora final, resulta una aproximación notable a su propia vida en alguien que ya había escrito su autobiografía en Caras y caretas, de Buenos Aires, del 21 de septiembre al 30 de noviembre de 1912 con el título de La vida de Rubén Darío escrita por él mismo . Es decir, que en el último lustro de su vida, Darío sufrió esa tentación de tantos autores: ajustar cuentas consigo mismo. Confieso, permítanme la confidencia, que no me atraía mucho la literatura memorialista, un género que le chifla a mi buen amigo Miguel Martí, y siempre preferí la literatura de ficción a la de confesión, acaso porque intuía en la primera mucho de la segunda, algo suficientemente probado; pero en los últimos tiempos, mi propia vejez, confieso que me he aficionado a esas construcciones ficticias y me encanta desenredar las artificiosas construcciones barrocas de quienes dicen ser fieles a unos hilos de la memoria que más reconstruye e inventa que levanta acta fidedigna.
         Darío es sincero y se manifiesta en esta autoficción con una sinceridad notable sobre su persona, lo que le da al proyecto novelístico un alto valor informativo sobre su persona. El juego, además, con el alter ego musical, se desvanece a las primeras de cambio y enseguida sabemos que es un escritor el verdadero personaje, como cuando inicia su autorretrato: Benjamín gustaba poco del trato de «la gente», de la bétisse circulante que se manifiesta por la usual y consuetudinaria conversación, del vulgo municipal y espeso, como él decía. Así como gustaba de comunicar con los espíritus sencillos, con los campesinos simples, con los marineros, y con los viejecitos y viejecitas de pocas luces, que viven de recuerdos y cuentan curiosas cosas pasadas que ellos presenciaron. Un personaje al que Darío se acerca como desde la distancia para potenciar la objetividad de su semblanza: Tantos años errantes, con la incertidumbre del porvenir, después de haber padecido los entreveros de una existencia de novela; en una labor continua, con alternativas de comodidad y de pobreza; con instintos y predisposiciones de archiduque y necesitado casi siempre, sin poder satisfacer sino por cortos periodos de tiempo sus necesidades de bienestar y aun de lujo, amigo de bien parecer, de bien comer, de bien beber y de bien gozar como era; cansado de una ya copiosa labor cuyo producto se había evaporado día por día; asqueado de la avaricia y mala fe de los empresarios, de los «patrones», de los explotadores de su talento, dolorido de las falsas amistades, de las adulaciones interesadas, de la ignorancia agresiva, de la rivalidad inferior y traicionera; desencantado de la gloria misma, y de la infamia disfrazada y adornada y halagadora de los grandes centros, se veía en vísperas de entrar en la vejez, temeroso de un derrumbamiento fisiológico, medio neurasténico, medio artrítico, medio gastrítico, con miedos y temores inexplicables, indiferente a la fama, amante del dinero por lo que da de independencia, deseoso de descanso y de aislamiento y, sin embargo, con una tensión hacia la vida y al placer -¡al olvido de la muerte!- como durante toda su vida. Curioso Benjamín Itaspes.
Poco a poco, Darío va desgranando los ejes cardinales de su existencia: la devoción por el sexo, por los paraísos artificiales, por el lujo, por la buena vida, pero también  los sinsabores que hubo de padecer, sobre todo, tras la boda “forzada” con Rosario Murillo que le amargó la vida hasta el final, y de ahí este desabrimiento injusto: La mujer, amigo mío, es la peor de nuestras desventuras, por sí misma, por su naturaleza, por su misterio y su fatalidad. (…) Y su daño está en el amor mismo en un paraíso de temporada, en un goce que pasa pronto y deja mucha amarga consecuencia. Y no me juzgue usted un misógino… Hay en Rubén Darío, con todo, una suerte de panteísmo que él supo trasladar a su obra literaria, una suerte de identificación pagana con la naturaleza que le arrancará líneas tan formidables como estas: Yo miro mis pupilas en las pupilas de los animales y mi sangre en la sangre de ellos, y mis huesos en los huesos de ellos. Yo miro mi carne en los troncos de los árboles y en el humus negro de los campos. Nadie sabe nada, y la intuición es una piedra lanzada a lo desconocido o como esta descripción que no acertó a desarrollar en su primer libro, absurdamente considerado como una crónica de viaje: Las piedras semejaban en las alturas bloques de un rosa dorado. La limpidez azul del cielo parecía de fabulosa gema bruñida. Por un lado subían los senderos hacia el escalonamiento de los predios labrados que se veían en las faldas de los cerros y colinas adornados de los ramilletes verdes de los pinos y de las encinas. Cerca, por las tapias de los huertos caían, enredadas las parras en las ramas de las higueras, los racimos de uvas ambarinas y doradas junto a los higos verdes y oscuros, algunos entreabiertos, dejando ver su carne roja. Se veían las extensiones cultivadas, al lado de los olivos seculares de raros y fantásticos troncos.
         Llama la atención que Darío repare en la realidad de los judíos mallorquines, los xuetes, al hilo de los retratos que de ellos hiciera Santiago Rusiñol, y recalcando la injusticia del poco menos que gueto en el que dicha comunidad vivía, aislada del contacto con los nativos: El autor de L’Illa de la calma los ha pintad, en la estrechas tiendas de su calle estrecha, «mirando de reojo a todos los que pasan», en sus pequeños obradores de plateros, relojeros y joyeros; grandes comedores de carne, con sus mujeres, harto fecundas y parideras, manejando el oro y la plata, de cuyo comercio viven, mirados siempre de modo oblicuo por la gente, que habla de ellos en voz baja. (…) La separación , la valla que existe entre ellos y el resto de los mallorquines es indestructible. Me recuerda, de alguna manera, la situación de los judíos en Usamérica en los años 50, cuando había una “barrera invisible” entre ellos y los wasps, como con penetrante visión llevó a la pantalla Elia Kazan en La barrera invisible, de 1947.
         Vuele a aparecer Georges Sand, por supuesto, porque era grande la inquina de Darío contra ella, pero era uno de los principales referentes literarios, artísticos, que él se veía obligado a recoger para mantener el tono de una narración en la que todo lo relativo a las artes hallaba su lugar adecuado: Ella estaba de bilioso humor por no encontrar en Mallorca la vida de otras partes, pero tomaba sus apuntaciones, oía el piano de Chopin y llamaba a los tomates «pommes d’amour». Además, en el antiguo convento es fama que se vestía de hombre y salía de noche a inspirarse en el viejo cementerio de los religiosos.(…) [A Chopin] Le había embrujado, como a otros, por sus ardorosas y sabidas lujurias y su innegable talento. Era ella el camarada femenino, tanto más peligroso cuanto más intelectual y caprichoso. Pero el eco grecolatino que resuena en la pluma de Darío en un espacio como el de Mallorca es constante, y de ahí esta última descripción ennoblecedora de la isla donde intentó recuperarse de su ya maltrecha condición biológica: De oro parecía el agua del fondo, de un oro rosado sobre el cual se formaban en la conjunción con el cielo como archipiélagos candentes, tempes acarminadas, amatuntes de prodigio con lagos de plata en fusión, montes de plomo, riberas de color violeta y naranja. De oro parecían bañadas por la luz horizontal las cumbres de los cercanos acantilados, de oro los peñascos suspendidos al borde de los precipicios, las bocas de las cuevas y honduras en donde anidan palomas y cuervos marinos.[Tempe y Amatunte son viejas ciudades griegas.]
El volumen, editado por Luis Maristany, incluye una recopilación de cartas de Darío que sirven de contrapunto documental al texto «turístico» y a la novelita inacabada. Salvo cuando las cartas tienen una dimensión literaria, como la barroca Epístola moral a Fabio o la propia Epístola a la señora de Leopoldo Lugones, del propio Darío, las cartas de los autores suelen ser una nutritiva despensa de la vida corriente, llenas de anotaciones que nos transmiten con sustancial veracidad aspectos relevantes o anecdóticos de esas vidas tan cercanas a las nuestras como lejos están nuestras obras de las suyas artísticas.
         Con fecha 22-5-14, Darío describe con pasión el hallazgo de una «torre» en la confluencia de la calle Tiziano, 16, con el Paseo del Valle Hebrón -una placa blanca colocada en 1967 recuerda que allí vivió el poeta nicaragüense-: “Torre” ideal, cerca del Tibidabo: jardín y huerto a un lado; tranvía cerca, baño, luz eléctrica, timbres, la mar de piezas, todo amueblado, todo listo; piano… ¡18 duros al mes! Yo no me muevo de aquí. (…) Y ello, aunque A mí se me han declarado ya, francamente, Panchos Villa, intestinos y riñones; pero han mejorado mucho los nervios, esto es, el ánimo.  En la ciudad Condal, Darío, que seguía mandando crónicas periodísticas a La Nación, tuvo relación con la intelectualidad catalana de entonces e incluso acudió a mítines obreros para tener una visión «integral» de la realidad barcelonesa: En Barcelona he tenido días gratos y días malos. Aquí he admirado a Miguel de los Santos Oliver, y al poderoso «Xenius». He vuelto a abrazar a mi querido Santigo Rusiñol y al gran Peyus, como familiarmente es llamado Pompeyo Gener. (…) Una de mis primeras vivistas fue para el amigo de don Marcelino Menéndez y Pelayo y maestro carísimo. He nombrado a Rubió y Lluch.
         Antes de que llegara Francisca, no son pocas las quejas menores que de ella manifiesta el autor, poco proclive a los sucesos minúsculos de la vida cotidiana: Así, en 19-X-13, escribe: A Francisca la escribiré después. ¡Si pudiera cambiarse el espíritu y el carácter de la pobre! Yo viviría, después, cerca de ella, aunque no fuera juntos. Se cuidaría y educaría al chico. Uno tiene necesidad de querer algo. Como cuando se queja de la queja de ella por el robo sufrido en París: Francisca me escribió -dándome un rato molesto- su aventura del ladrón. Cien veces le dije que jamás llevase dinero en el réticule.
         Darío es una de las cumbres literarias de nuestro idioma, y su registro léxico abarca un volumen léxico envidiable y sorprendente, como cuando usa voces tan poco usuales como rocas blanquizcas o un cronicón forrado en cuero flavo, por eso le dan a su prosa cierta gracia algunos galicismos, lengua en la que también tiene obra literaria el autor, como cuando confiesa que mi salud de ha repuesto bastante y estoy en tren de labor
         Como turista en Mallorca, si bien por escasos días, tengo la sensación de que Darío no acabó de dejarse seducir por la isla lo suficiente como para dedicarle una obra que hubiera sido capaz de captar la vida y la belleza innata de la misma; que habitó en ella como en un grandioso escenario por el que paseó sus dolencias, sus perplejidades y la temida sensación de que, como dice en La isla de oro, está más pendiente de la llegada de la intrusa, de la Separadora, como se dice en los cuentos árabes, que de impulsar su propia vida nuevos hitos creativos, justo cuando él se sentía, además,  «perseguido por la negrura de la incertidumbre».
         Probablemente hubiera disfrutado más del libro en aquel espacio  bendecido por los dioses paganos, pero tenía una deuda con él, intonso en las estanterías desde que lo compré, y hoy la doy por satisfecha.