martes, 28 de mayo de 2024

«La rebelión de las masas», de José Ortega y Gasset, hacia su centenario…


    

El más lúcido análisis de una época convulsa cuyo valor permanece intacto para nuestro agitado presente.

 

          Curiosamente, va para más de 55 años de mi primera y única lectura de La rebelión de las masas, el tercer libro completo que me eché a los surcos polvorientos de mi desierto cerebral adolescente en pleno franquismo. Durante todos estos años siempre me he preguntado qué debió de quedárseme de aquella lectura en la que me demoré lo mío y de la que no debí de entender ni un cuarto de la totalidad de la obra, conceptuándome, acaso, muy por encima de mis limitaciones de entonces, claro, y de las presentes. Supongo que una fiera defensa de la individualidad y del pensar «por libre», esto es, atado a autores no dogmáticos. Sí recuerdo que eso fue lo que le contesté a Miquel Alzueta, muchos años antes de que él se convirtiera en un «pope» de la edición en catalán, cuando me sugirió que entrara en el PSUC, donde él militaba: que a mí me gustaba «pensar por mi cuenta y riesgo», y que no me sentía cómodo con los dogmatismos, con los catecismos. Sigo en mis trece y sobre todo en mis trescientas, las de Juan de Mena, el autor del verso famoso: si amor es ficto, vaníloquo, pigro

          Mi lectura actual me ha descubierto, sin embargo, que este ensayo de Ortega, capital en su vasta obra, puede ser leído en nuestros días como una fiel y precisa descripción de lo que Mallada seguiría llamando, de conocerlos, Los males de la patria. El concepto de hombre-masa es actualísimo, porque describe a una gran mayoría, sometida al seguimiento paraideológico de gobernantes sin escrúpulos. Con impecable metodología, Ortega parte de un radical escepticismo hacia la comunicación: Hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele creerse, por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace.[…] La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. […] Cuando el hombre se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. […] Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos. Y aquí no me queda más remedio que traer a colación el magnífico ensayo de Gustavo Bueno acerca de esa imposibilidad de entendernos hablando. Su disección del que él llama aforismo, «hablando se entiende la gente», es magistral, y la desarrolla, además, cosida al teatro político de nuestros días, poniéndola en relación con la imposibilidad de entendernos cuando usamos conceptos a los que cada cual asigna el significado que quiere, sin dejar un terreno común a partir del cual sea posible el entendimiento que él refuta que se pueda dar. [Aquí lo tienen: https://nodulo.org/ec/2004/n024p02.htm]. No es de extrañar, por tanto, que Ortega achaque a la fragmentación del latín clásico en las lenguas vulgares, tras haber pasado por la época macarrónica del mismo, la responsabilidad de la degradación del pensamiento y de la recta comunicación. Una diatriba tan curiosa como elitista, aunque después veremos qué significa exactamente para Ortega el concepto de «nobleza»:  La sabrosa complejidad indo-europea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo como la infantil. Es, en efecto, una lengua pueril o gaga que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas, ¡Que vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianeidad se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!

          Es cierto que estamos en los años 30, archimovidos en el tablero europeo de la política y con consecuencias que han durado hasta nuestros días —y ahí está el resurgir de los nacionalismos supremacistas y excluyentes que incluso aceptan e impulsan partidos de pseudoizquierda, teóricamente internacionalistas, por ideología y tradición—por eso mismo, precisamente, los juicios que Ortega vierte en su ensayo con tanta agudeza como precisión son de u8na actualidad impagable. Y para muestra, dos botones: Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de esos calificativos contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías. Y a nuestra propia realidad me remito para casar con ella este juicio sobre la de los años 30. Y frente a la politización de cada aspecto de la vida social, sin dejar el menor intersticio para escapar  de ese control a lo Gran hermano orwelliano, he aquí la saludable y razonable posición de Ortega: La política vacía al hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que usan para socializarlo. Cuando alguien nos pregunta qué somos en política, o, anticipándose con la insolencia que pertenece al estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder debemos preguntar al impertinente qué piensa él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos.

          No tarda mucho Ortega, tras hacer unas precisiones sobre  conceptos como nobleza y cultura en describirnos un nuevo tipo de sujeto histórico que se ajusta como un guante a lo que «sufrimos» en nuestra política actual, tan interesada, por otro lado, en esa pulsión totalitaria —¡nada menos que estar en «el lado correcto de la Historia»!— de la que nada buen o puede salir: Este repertorio de facciones nos hizo pensar en ciertos modos deficientes de ser hombre, como el «niño mimado» y el primitivo rebelde; es decir, el bárbaro. (El primitivo normal, por el contrario, es el hombre más dócil a instancias superiores que ha existido nunca —religión, tabús, tradición social, costumbres). […] Este personaje, que ahora anda por todas partes y dondequiera impone su barbarie íntima, es, en efecto, el niño mimado de la historia humana. El niño mimado es el heredero que se comporta exclusivamente como heredero. Ahora la herencia es la civilización —las comodidades, la seguridad, en suma, las ventajas de la civilización. […] Es una de tantas deformaciones como el lujo produce en la materia humana. Tenderíamos ilusoriamente a creer que una vida nacida en un mundo sobrado sería mejor vida, más vida y de superior calidad a la que consiste, precisamente, en luchar contra la escasez. Pero no hay tal. […] Un mundo sobrado de posibilidades produce, automáticamente, graves deformaciones y viciosos tipos de existencia humana —los que se pueden reunir en la clase general  «hombre-heredero», de que el «aristócrata» no es sino un caso particular, y otro, el niño mimado, y otro, mucho más amplio y radical, el hombre-masa de nuestro tiempo. Conviene reparar en la distancia que establece Ortega entre la nobleza y la aristocracia, porque la nobleza sí es un valor que él defiende como la única manera de estar en el mundo, frente a lo que él destaca en cursiva en su texto, como un axioma:  Lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera. Yo me he permitido bautizar esa tendencia con el concepto «Todovalismo», que abarca la compleja degradación que sufrimos en todos los niveles sociales, desde la política, su principal ámbito de manifestación, hasta la ética y la estética, porque ni el arte se salva de esos discursos adocenados que renuncian al propio respeto y se asimilan a discursos ideológicos revisionistas, empeñados en ponerle estrechísimas puertas morales a la libertad creativa de las personas. Para Ortega, en la línea de la defensa de las personas que piensan por cuenta propia y cuidan su manera de expresarse [En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar contacto con hombres que no «se dejan llevar»], la nobleza, entroncando con una corriente de pensamiento europea que él cifra en Goethe, aunque bien pudiera haber retrocedido hasta Erasmo o hasta Petrarca, es una aspiración irrenunciable para el hombre de pensamiento frente al hombre alienado: Contra lo que suele creerse, es la criatura de selección, y no la masa, quien vive en esencial servidumbre, No le sabe su vida si no la hace consistir en servicio a algo trascendente. Por eso no estima la necesidad de servir como una opresión. Cuando esta, por azar, le falta, siente desasosiego e inventa nuevas normas más difíciles, más exigentes, que le opriman. Esto es la vida como disciplina —la vida noble. La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos. Noblesse oblige. «Vivir a gusto es de plebeyo: el noble aspira a ordenación y a ley» (Goethe). […] Los derechos privados o privilegios no son, pues, pasiva  posesión y simple goce, sino que representan el perfil adonde llega el esfuerzo de la persona. […] La «nobleza» no aparece como termino formal hasta el Imperio romano, y precisamente para oponerlo a la nobleza hereditaria, ya en decadencia. Para mí, nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y exigencia. A ese esfuerzo lo llamaría Ortega estar «a la altura de las circunstancias”. Y ahora dígaseme si en esa dicotomía entre los deberes y los derechos hay o no hay un retrato certero de la demagogia de nuestro tiempo… En relación con el apunte histórico traído a colación por Ortega, recuerda el filósofo uno de los apuntes políticos de Rathenau: La rebelión de las masas es una y misma cosa con lo que Rathenau llamaba «la invasión vertical de los bárbaros». Y aprovecho para, desde aquí, hacer un llamamiento a nuestros editores más inquietos culturalmente para que se atrevan a publicar los aforismos políticos de quien fue Ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar y fue asesinado por la organización de extrema derecha y antisemita Consol. Rathenau fue una de esas grandes figuras que, además, tuvo eco literario como personaje en una de las grandes novelas del siglo XX: El hombre sin atributos, de Robert Musil.

          Conviene, con todo, aducir en qué consiste el ataque de esos bárbaros contra la «cultura» que defiende Ortega: No vale hablar de ideas u opiniones donde no se admite una instancia que las regula, una serie de normas a que en la discusión cabe apelar. Estas normas son los principios de la cultura. No me importa cuáles. Lo que digo es que no hay cultura donde no hay normas a que nuestros prójimos puedan recurrir. No hay cultura donde no hay principios de legalidad civil a que apelar1. No hay cultura donde no hay acatamiento de ciertas últimas posiciones intelectuales a que referirse en la disputa. No hay cultura cuando no preside las relaciones económicas un régimen de tráfico bajo el cual ampararse, No hay cultura donde las polémicas estéticas no reconocen la necesidad de justificar la obra de arte.[ 1 Si alguien en su discusión con nosotros se desinteresa de ajustarse a la verdad, si no tiene la voluntad de ser verídico, es intelectualmente un bárbaro. De hecho, esa es la posición del hombre-masa cuando habla, da conferencias o escribe. ]. Y ese hombre-masa lo asocia inmediatamente con los dos grandes movimientos de masas de aquellos años en los que escribe este luminoso ensayo, tan clarificador: Bajo las especies de sindicalismo y fascismo aparece por primera vez en Europa un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón, sino, sencillamente, se muestra resuelto a imponer sus opiniones. He aquí lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón.

          Tiempos peligrosos, así, pues, frente a los que solo el liberalismo político defendido por Ortega es la solución, una instancia de centro, individualista, que pone el énfasis en la responsabilidad individual de cada cual para contribuir no tanto al bien común cuanto al proyecto de vida común que excluya las tentaciones totalitarias. A juicio de Ortega, el liberalismo sería la solución cultural y europea idónea, pero más lo considera un ideal imposible que una realidad práctica, por la fuerza de las banderías que dominaban la vida política de España en aquella época, no muy distinta de las que la dominan en nuestros días y que tanto nos cuesta padecer, como cuesta sufrir la irracionalidad: El liberalismo —conviene hoy recordar esto— es la suprema generosidad: es el derecho que la mayoría otorga a las minorías y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil. Era inverosímil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan elegante, tan acrobática, tan antinatural. Por eso no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difícil y complicado para que se consolide en la tierra. […] Nada acusa con mayor claridad la fisonomía del presente como el hecho de que vayan siendo tan pocos los países donde existe la oposición. En casi todos, una masa homogénea pesa sobre el Poder público y aplasta y aniquila todo grupo opositor. La masa —¿quién lo diría al ver su aspecto compacto y multitudinario?— no deseas la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella.

          La rebelión de las masas es un libro que toca muchos temas y sobre casi todos ellos tiene Ortega algún pensamiento luminoso que nos permite comprender su época y la nuestra, a pesar de los casi cien años que las separan. Acaso el que más nos sorprenda, por su capacidad visionaria, es el que anticipa la unión europea como una realidad política que se sobrepone a los nacionalismos que la conforman, a los que no reconoce, frente al devenir europeo, ninguna importancia. Europa, pues, es anterior, según Ortega, a la fragmentación nacional de los estados que la componen, de ahí que la unión política, a la que aún no hemos llegado, lo vea como el destino «natural» de todas esas naciones: La unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro: la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes. Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. […] Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo. ¡Y menuda anticipación la suya cuando nos habla de que el motivo para la aceleración de la creación de esa unidad política se deba, en sus propias palabras a  la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico. ¡Ahí es nada, anticipar dos de los grandes peligros a los que se enfrenta, al pensar de no pocos, la unidad europea aún no concluida!

          Está claro que la visión que tiene Ortega de su tiempo es perfectamente, como vamos leyendo, trasplantable al nuestro, y a medida que progresamos en la lectura del libro, más nos sorprende ese paralelismo nada forzado del que hablamos. Léase esto y compruébese: Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi todas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. […] El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz —déracinées de su destino— se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las «corrientes» y del «dejarse arrastrar». Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales. Pero si esa deturpación de la identidad individual reflexiva y crítica presenta una cara totalmente rechazable es cuando afecta no ya a personas sin formación, sino a personas cultas y reflexivas que abdican de su responsabilidad en aras de la sintonía representativa del hombre-masa: Esta condición de «no escuchar», de no someterse a instancias superiores, que reiteradamente he presentado como característica del hombre-masa, llega al colmo precisamente en estos hombres parcialmente cualificados. Ellos simbolizan, y en gran parte constituyen, el imperio actual de las masas, y su barbarie es la causa más inmediata de la desmoralización europea.

          Por suerte ara sus lectores, Ortega, en la segunda parte del libro,  no se limita a la queja fundada, sino que propone una suerte de antropología positiva que define perfectamente el sentido de nuestra existencia: La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, inscrita en nuestra existencia. […] Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. […] Librada a sí misma, cada vida se queda sin sí misma, vacía, sin tener quehacer. Y como ha de llenarse con algo, se inventa o finge frívolamente a sí propia, se dedica a falsas ocupaciones que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo esta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte, doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí. Por eso está el filósofo en condiciones de diagnosticar el mal de su tiempo que es, al mismo tiempo, el mal del nuestro, más aún, si cabe, en esta época de influencers analfabetos y otras malas hierbas alimentadas en sistemas educativos que han perdido el norte y, en vez de enseñar y formar en el rigor a los alumnos, los entretienen: Esta es la horrible situación íntima en que se encuentran ya las juventudes mejores del mundo. De puro sentirse libres, exentas de trabas, se sienten vacías. Una vida en disponibilidad es mayor negación de si misma que la muerte. Porque vivir es tener que hacer algo determinado —es cumplir un encargo—, y en la medida en que eludamos poner a algo nuestra existencia evacuamos nuestra vida. Dentro de poco se oirá un grito formidable en todo el planeta, que subirá, como el aullido de canes innumerables, hasta las estrellas, pidiendo alguien y algo que mande, que imponga un quehacer u obligación.

          De forma paralela a su antropología, Ortega también formula una politología que, en nuestros días, vemos como muy necesaria, porque, de nuevo, su diagnóstico clava el mal de nuestro tiempo: El Estado comienza cuando el hombre se afana por evadirse de la sociedad nativa dentro de la cual la sangre lo ha inscrito. Y quien dice la sangre, dice también cualquier otro principio natural; por ejemplo, el idioma. Originariamente, el Estado consiste en la mezcla de sangres y lenguas. Es superación de toda sociedad natural, Es mestizo y plurilingüe. Así, la ciudad nace por reunión de pueblos diversos. Construye sobre la heterogeneidad zoológica una homogeneidad abstracto de jurisprudencia. […] El Estado comienza por ser una obra de imaginación absoluta. La imaginación es el poder liberador que el hombre tiene. Recordemos, porque es necesario, su diatriba contra lo que hoy tan de moda está: el «carácter nacional», absurda bandera encubridora de las más rastreras pulsiones del ser humano: Mientras se crea que un pueblo posee un «carácter» previo y que su historia es una emanación de este carácter, no habrá manera ni siquiera de iniciar la conversación. El «carácter nacional», como todo lo humano, no es un don innato, sino una fabricación. […] No hay pueblo que, mirado desde otro, no resulte insoportable.

          Siempre me pasa lo mismo, cuando tropiezo con textos que me obligan a subrayarlos de arriba abajo: que cualquier párrafo me parece de inexcusable lectura y, por consiguiente, muy digno de que el intelector que se pasee por esa reseña lo conozca y saboree. Dejo de lado, para no hacerme pesado, el aviso que lanza Ortega contra el intervencionismo estatal, con el que se identifica hasta mimetizarse el hombre-masa descrito en el libro, el que cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerle funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe —que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria, y cierro este homenaje a uno de los grandes hitos del pensamiento español del siglo XX con una descripción ajustadísima a lo que yo he bautizado como el Todovalismo de nuestros presente: Esta es la cuestión: Europa se ha quedado sin moral. No es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna. […] Cuando se habla de la «nueva» no se hace sino cometer una inmoralidad más y buscar el medio más cómodo para meter contrabando. […] El inmoralismo ha llegado a ser de una baratura extrema y cualquiera alardea de ejercitarlo. […] Si dejamos a un lado todos los grupos que significan supervivencias del pasado —los cristianos, los «idealistas», los viejos liberales, etc.—, no se hallará entre todos los que representan la época actual uno solo cuya actitud ante la vida no se reduzca a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. […] Esta esquividad para toda obligación explica, en parte, el fenómeno, entre ridículo y escandaloso, de que se haya hecho en nuestros días una plataforma de la «juventud» como tal. Quizá no ofrezca nuestro tiempo rasgo más grotesco.

          Y ahora ya solo les queda lanzarse a la lectura o relectura de esta obra que se anticipó, como mínimo, un siglo a su época. Si algo puede animarles, y por las muestras lo habrán deducido, es el estilo aparentemente sencillo de un autor con la comparación fácil, la metáfora brillante y las citas oportunísimas. Se dice de él que, una vez dictada una conferencia, era capaz, después, de repetirla sin perdonar un inciso ni un cita. La facilidad de elocución y de invención le son tan connaturales como a otros la incapacidad lectora tras su paso por la escuela, y hay en el libro tan sobrados ejemplos de ellas que sería una deslealtad por mi parte impedirles descubrirlas al hilo de una lectura que no querrán abandonar en ningún momento.

2 comentarios:

  1. Acabo de leer su entrega... de jueves, 5 de septiembre de 2013: “Un subgénero novelístico expresionista”: La novela de Gymnasium.
    Retrato de aquella Alemania y Europa convulsas, cocinando el caldo que provocó la segunda guerra mundial... “...pues lo que dicen en la radio (medios de comunicación y alienamiento) ningún maestro tiene derecho a tacharlo en el cuaderno escolar.” Horváth

    En ese mismo año, Ud., el sábado, 14 de septiembre de 2013, nos deja esta jugosa reflexión pedagógica sobre lo dicho por Cristóbal de Villalón ¡hace siglos!...

    “...afirmaciones procedentes del siglo XVI aún no constituyan una realidad en nuestras aulas, lo cual podría llevarnos a reflexionar sobre la gran paradoja de la educación: ¿cómo es posible que tras tantísimos años de instrucción, la adquisición del conocimiento se revele como un objetivo casi imposible para un buen –y creciente- número de estudiantes?”

    Y ahora, en el 2024, nos obsequia con este sustancioso ensayo sobre Ortega y su “Rebelión de las masas” pergeñado en los años 20 del pasado siglo...
    Cinco siglos después de Villalón, casi un siglo después del gran desastre mundial, seguimos igual o peor...
    El motivo de la imposibilidad de superación nos lo deja muy claro Ortega y G.... “
    Con impecable metodología, Ortega parte de un radical escepticismo hacia la comunicación:
    Hablar es una operación mucho más ilusoria de lo que suele creerse, por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace.[…] La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre el engaño resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. […] Cuando el hombre se pone a hablar lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues bien, esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. […] Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, procurásemos adivinarnos. “
    Ayer, 30 de mayo de 2024, quedó patente la imposibilidad humana de llegar a "civilizado" acuerdo alguno...
    Siento tal decepción que rayo en la misantropía; mas de una u otra forma, con mi obstinado e impuesto optimismo, trataré de superar el desánimo...
    Gracias, maestro, por compartir tanta sabiduría... Por personas como Ud. merece la pena seguir respirando.
    Abrazo muy agradecido.

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    1. Ya sabe, Juan Miguel, que no es sabiduría mía, sino ajena, que yo me limito a introducir o a recomendar por el valor que advierto en ella. Actúo como maestro de ceremonias que no pierde comba, eso sí, a la hora de aprender lo sustancial de cuanto los verdaderos sabios nos dicen, a los que suelo estar muy atento. Mi divisa es un aforismo bíblico: "Averigua quién es inteligente, y madruga para visitarlo. Que tus pies desgasten sus umbrales". Eso vengo haciendo desde los quince años con gran provecho para mí. No diré que sé, pero sí que detecto enseguida quiénes me pueden enseñar, y allá que voy corriendo, a aprender la lección. Gracias por perseverar en la lectura. Abrazo correspondido.

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