sábado, 4 de mayo de 2024

«El plantador de tabaco», de John Barth o el genio recreador…

 


Epígono ejemplar de la novela cervantina a través de la asimilación inglesa del XVIII.

                   [Hace un mes y un día que murió John Barth y he querido rendirle humilde homenaje         releyendo, treinta y cuatro años después, su magna obra El plantador de tabaco. Descanse él en paz y agitémonos nosotros en animada conversación con sus obras.]


                  Pues me va a resultar harto difícil hacerle los honores que merece a una novela concebida desde el exceso y con un meditado plan que, aprovechando referencias reales, documentadas, alza una arquitectura narrativa bien podría decirse que a gusto de muchos lectores de muy variadas inclinaciones: desde la novela de aventuras a la novela filosófica, y siempre, eso sí, con la referencia constante a la obra de Cervantes, a quien el autor, sin dudarlo lo más mínimo, atribuye una cita que, hasta donde se me alcanza, parecve espuria (¿Acaso no nos habla Cervantes de un poeta español que se mercó una puta por trescientos sonetos que trataban el tema de Píramo y Tisbe?, dice el poeta cuando se empeña en pagar con una poesía el paso del río en barca…).

El plantador de tabaco es una narración que hunde su raíces en la época de la colonización del lado este del territorio usamericano y en la lucha por la independencia de Gran Bretaña, si bien la narración propiamente dicha tiene esos hechos como un decorado de las verdaderas acciones de la novela: la misión del protagonista de devenir el primer Poeta Laureado de Maryland, autor de la Marylandiada, asumir las riendas de la plantación familiar y conservar a toda costa su condición virginal, un poderoso motivo recurrente que atraviesa la novela con muy diferentes efectos, en función de las mil y una situaciones cambiantes que le son dadas vivir al ingenuo y cultivado protagonista, quien  «El Paraíso perdido se lo sabía de cabo a rabo; Hudibrás, de arriba abajo». El planteamiento inicial nos acerca al género de la novela histórica, y, de hecho, el fundamento de la obra se ha creado a partir de personajes reales, no inventados, pero el resto forma parte de una de las más felices invenciones que le haya sido dado leer a este lector voraz y agradecido. Andando la novela, advertimos, además, las serias reservas del autor frente al género de la novela «histórica», si nos atenemos al sabio juicio de Henry Burlingame, acaso más protagonista que el propio Ebenezer Cooke: Lo grave es que incluso los hechos por sí solos son confusos, más aún si se acepta, como toda persona inteligente debe aceptar, que se puede actuar mal con buenas intenciones y a la inversa; y todavía más: si defiendes que el bien y el mal son cuestión de perspectiva y que varían con el punto de vista, latitud, circunstancia y época. La historia, para abreviar, es como esos pozos de los que oído hablar en los desiertos de África: las más variadas bestias pueden beber allí codo con codo, con igual aprovechamiento.

Hudibrás, de Samuel Butler es una parodia del Quijote, con trasfondo religioso antipuritano, pero tan inglesa que le veda la posibilidad de despertar las simpatías de lectores de otras latitudes, atendiendo al hecho de que, además, es una suerte de ajuste de cuentas con poetas menores ingleses de aquella época. Es importante la referencia porque marca no solo la influencia cervantina de la presente obra, sino que sierve de precedente para la métrica empleada por Ebenezer: el pareado. De hecho, más que una parodia del Quijote se trata de una antítesis, porque de ningún modo aparece en Hudibrás la grandeza de Don Quijote. La locura de Hudibrás no procede del ideal de la caballería, sino de la autosuficiencia de la razón, de la que el caballero se considera propietario universal o poco menos, aunque sus desatinos sean parejos de los del licenciado Vidriera cuando este “no toca”. Por cierto, este Samuel Butler satírico del XVII is not to be confused… con el otro Samuel Butler, también satírico, del XIX, el autor de dos libros muy famosos: El destino de la carne, de carácter autobiográfico, y la utopía Erewhon que es anagrama doble de nowhere y de now here, donde, entre otras muchas cosas de interés, alerta contra el futuro poder de las máquinas, ante las que la humanidad se convertirá en la «raza inferior», se trata de la primera insinuación de los peligros de la ahora tan de moda inteligencia artificial- Aldous Huxley reconoció la importancia del libro y su influjo en la creación de su propia utopía: Un mundo feliz.

          Ebenezer Cooke, cerramos la digresión bibliográfica…, es el protagonista de El plantador de tabaco, si bien el instructor de los gemelos, pues Ebenezer tiene una hermana gemela, Anna, no tardará en disputarle, por méritos propios esa condición a Ebenezer. En efecto, Henry Burlingame va poco a poco apropiándose de la narración con un poder de seducción que este lector casi da por pasajes perdidos todos aquellos en los que no aparece nuestro intrigante, camaleónico y ovidiano Burlingame: el hombre de las mil transformaciones, de las más insólitas personalidades: un repertorio de mutaciones que fija, incluso, su propia concepción de la vida:  ¿No es la imprecisión de nuestras percepciones, pregunto, lo que nos permite hablar del Támesis y del Tigris, o incluso de Francia e Inglaterra, pero sobre todo de y de ti como si los objetos a que tales nombres hacían referencia en el tiempo pasado guardaran alguna relación con los objetos presentes? A fe mía que al hilo de esto que decimos, ¿cómo sería posible que habláramos de objetos de no ser porque la imprecisión de nuestra visión no alcanza a advertir los cambios que en los mismos se operan? El mundo es en verdad un flujo, como afirmó Heráclito: el universo mismo no es más que cambio y movimiento. Y supongo que ahora se entiende por qué la vertiente filosófica de la novela supone uno de sus grandes atractivos. Reparemos, no obstante, en la transparencia del nombre del personaje: Burlingame, «juego de burlas», podríamos traducir libérrimamente. Sin embargo, la concepción lúdica de la existencia la expresa, con inusitado fervor, el poeta virgen, quien «rueda» por la narración como llevado, ¡y hasta a trompicones!, por ese Dios Azar al que tanto poder le reconoce: Preguntarle a alguien qué opina de jugar por dinero es como preguntarle qué opina de la vida. […] Más aún, ¿no es la vida una apuesta desde el principio hasta el final? Desde el momento en que somos concebidos es un  juego nuestra vida; cada comida que hacemos, cada paso que damos, cada giro que efectuamos es un desafío que le hacemos a la muerte; los hombres todos son peleles en manos del azar, salvo el suicida, e incluso este juega la apuesta de si existe un infierno en el que se consumirá. Así pues, por fuerza, el que ama la vida ama el juego, porque el juego es una conquista del Dios Azar. Además, todo jugador es optimista porque jamás se apuesta si uno cree que va a perder.

A todo ello responde, pues, la portentosa la invención de la formación del proteico Burlingame, quien vino al mundo como Moisés, pues es abandonado en un cestillo  en las aguas de un río con una inscripción en el pecho: Henry Burlingame III. Rescatado por el capitán Salmon y adoptado, se con vierte en grumete y marinero de la nave, aunque, una vez adiestrado en la lectura y la escritura por su madre adoptiva, me tropecé […] con un ejemplar del Quijote de Motteux; me pasé el resto del día con el libro, pues aunque Mamá Salmón me había enseñado a leer y a escribir, aquella era la primera historia verdadera que leía. Tanto me cautivaron el gran manchego y su fiel escudero que perdí la noción del tiempo, y el capitán Salmón me echó una regañina por presentarme tarde ante el cocinero. Aquel día dejé de ser marino para convertirme en estudiante. Un libro, en consecuencia, que «marca» un destino vital, expresión del poder absoluto de la literatura.

De lo dicho se deduce claramente que uno de los muchos hilos interesantes que se nos ofrecen en la novela es el del descubrimiento de la identidad de Henry Burlingame. Y el giro narrativo que nos va a llevar de sorpresa en sorpresa no es otro que el descubrimiento de la referencia a un tal Burlingame en la historia de John Smith y la princesa india Pocahontas, que John Barth reescribe para nosotros: técnica del manuscrito hallado que irá apareciendo en la novela hasta llegar al magnífico capítulo de la berenjena, sobre el que no me cabe dar explicación ninguna, pero que se inscribe, por derecho propio, en una vena, la escatológica, cultivada con esmero por Barth, quien consigue escribir capítulos memorables en los que ningún pudor veda el desarrollo de acciones que harán enrojecer a los más pudibundos y celebrarlas a los más procaces. Esa veta escatológica forma parte de los antecedentes literarios de la obra, porque no hemos de olvidar que el Hudibrás tiene, además de la influencia cervantina, la de Rabelais

          La referencia al Quijote va más allá de la creación de los personajes, y atiende, además de a las historias intercaladas que alargan provechosamente para el lector la disparatada trama de la obra, a recursos estructurales tan reconocibles en el Quijote como los refranes de Sancho, aquí convertidos en proverbios populares que festonean la narración, por no hablar de los cambios de personalidad entre Ebenezer y sus diferentes criados, especialmente Bertrand Burton —otro sosias de Burlingame—, quien se hace pasar por él ante el pasaje en el largo y accidentado viaje a Maryland: Esto de ser señor no tiene mucho misterio, de eso me he dado cuenta; lo puede hacer cualquiera que tenga pronto el ingenio y los ojos y las orejas abiertas. […] Nadie sabe valorar mejor que vuestro criado los méritos de la riqueza y del nacimiento —afirmó con benignidad—, pero que me ahorquen si merced a la una o al otro jamás hombre alguno fue un ápice más inteligente o virtuoso. Quizá, retomamos el hilo de los proverbios…,  sobrepasen la sesquicentena, y a veces se encadenan unos con otros como el propio Sancho engarzaba refranes para desesperación de su amo. Son de este tenor, y siempre insertados en los diálogos con una vocación aclaratoria que incita, a veces, al juego de espadachines, por como se ataca y se responde con ellos: Un gallo gordo es el mismísimo diablo cuando anda entre gallinas. Había cenado antes de que el sacerdote hubiera bendecido la mesa. Que indica que la joven en cuestión ha sido desvirgada antes de pasar por la vicaría. Un gran hombre y un gran río son malos vecinos. El botín de un rey es una bendición dudosa. Los locos irrumpen donde los sabios no se atreven a pisar. La tormenta puede tomar un castillo que jamás caería ante un asedio. El hombre que sabe lo que necesita consigue lo que quiere. La cólera posa su mirada en el pecho de los hombres juiciosos, mas solo descansa en el seno de los locos. Todos ellos, en conjunto, adornan los diálogos con una naturalidad y capacidad de persuasión fuera de toda duda, porque la sabiduría popular los usa como argumentos apodícticos. Las distancias entre los espíritus cultivados y las candorosas almas que viven ajenas a esas preocupaciones es enorme ( —No, Eben, me temo que tú no tienes madera de sabio. Puede que tengas el amor del escolástico por la sabiduría, pero no tienes ni la paciencia ni la destreza ni tampoco, mucho em temo, ese cierto olfato para detectar lo que es relevante, ese dominio del mundo que distingue al pensador del chiflado, le llega a decir Burlingame a Ebenezer)  , pero del mismo modo que el conocimiento aspira a salvar la distancia social entre Burlingame y Ebenezer, la novela está llena de situaciones en las que esas barreras caen, por fuerza o por necesidad, como cuando llegan los protagonistas a una isla, tras ser arrojados por los piratas al mar, y Ebenezer descubre el sinsentido de la estructura social: —Somos náufragos en una isla dejada de la mano de Dios —dijo—; estamos lejos del mundo de las pelucas y los tirabuzones. ¿Qué sentido tienen aquí el título de Poeta Laureado o las etiquetas como amo y criado? Tú eres un hombre, yo otro y sanseacabó. Ahí entra la novela en una variación de Robinson Crusoe, con su Viernes incluido, que no acaba con el diálogo entre amo y criado acerca del poder del saber, del conocimiento y del uso de la razón:

[…] importa un rábano lo poco o mucho que se haya vagado por el mundo, o que uno se haya quemado los ojos delante de los libros, o que se haya afilado los ingenios con inteligentes compañías; el caso es que cada vez que uno dice sí, siempre le dirá no alguien que es un poco más simple, y otro tanto hará alguien que es un poco más brillante, de modo que a las gentes inteligentes les importa menos lo que uno piensa que por qué lo piensa. Eso es lo que me salva.

—Yo más bien diría que eso es lo que acabará contigo! El necio puede repetir cual loro los juicios  del sabio, que jamás puede esperar ser capaz de defenderlos.

Vuestro poeta no ha menester de complicarse la cabeza dando ninguna explicación: los hombres creen que están en posesión de la llave maestra que permite el acceso a la alcoba de la Dama de la Verdad, por lo que se sonríen cuando ven  a los sabios aprestar sus escalas en el patio. Esa Urbanidad y Sensatez de que habláis son sus peores enemigos; el poeta lo que tiene que hacer es pellizcarles a las damas en el trasero y tirarles de las barbas a los eruditos. Podríamos decir que sus modales son su solo argumento, y una sonrisa enigmática su única refutación.

Pero Ebenezer, poeta y virgen, hace una encendida defensa de su condición: El poeta posee el ojo del pintor, el oído del músico, la inteligencia del filósofo, la persuasión del letrado; cual un dios atisba el alma secreta de las cosas, la esencia que se oculta bajo la forma de las mismas, sus más recónditos recodos. Cual un dios conoce las fuentes del bien y del mal: ve la semilla de la santidad en la cabeza de un asesino, el gusano de la lujuria en el corazón de una monja. Y no han de extrañarnos las últimas afirmaciones, porque la baqueteada existencia de Ebenezer desde que se embarca para las colonias hasta que llega y pierde y recupera su hacienda y se reencuentra con la prostituta Joan Toast, con quien se acaba casando, como lo había sentenciado cuando la conoció y ella lo rechazó, aunque en unas condiciones que constituyen algo así como la apología del desengaño, le han permitido al protagonista adquirir una visión del mundo que ha tirado por la borda cualquier rasgo de idealismo que pudiera haber albergado desde que su padre lo instituyó como heredero de los bienes familiares.

De verdad, es muy difícil intentar resumir en unas pocas líneas una obra que es algo así como un homenaje a la literatura como viaje existencial y físico, porque buena parte de ella transcurre en travesías marítimas y tiene en los barcos un espacio privilegiado, no en vano el autor es un aficionado a la náutica, como se aprecia en la foto de la portada de su libro de ensayos. Lo que sí está claro es que esta obra que cierra su trilogía del escepticismo, una visión muy negativa de la existencia, influida por la lectura del existencialismo francés. Estamos ante un libro que no solo recoge la novela inglesa del XVII, sino también buena parte de la mejor literatura universal.  La virtud de Barth en esta obra magna, a la que cabe considerar un mágico «mamotreto», es haber sabido transitar con éxito por la novela de aventuras, la novela sentimental, la picaresca, las intrigas políticas, la gran novela del XIX, la novela filosófica, la novela histórica…, y todo ello con un sentido del humor y una compasión para con sus personajes que nos hacen in olvidables muchos de los pasajes de la novela, sea por su crudeza, por su humor irreverente, por su delicado equilibrio entre lo escatológico y las pasiones humanas. El plantador de tabaco, eso sí, es una novela solo apta  no solo para los lectores amantes de los «mamotretos», sino para los lectores lentos y delicados que paladean los frutos del ingenio y del estilo allá donde súbitamente aparecen, y a veces donde menos se esperan, como muchas de las reflexiones que jalonan un viaje tan maravilloso como el de la lectura de este libro inmortal.  No me resisto a relacionar la referencia a Clío que se hace en esta novela y en los Episodfios Nacionales de Galdós. Mariclío es una maravillosa invención narradora de Galdós, y así nos la describe en ellos: O’Donnell es el rótulo de uno de los libros más extensos en que escribió sus apuntes del pasado siglo la esclarecida jamona doña Clío de Apolo, señora de circunstancias que se pasa la vida escudriñando las ajenas, para sacar de entre el montón de verdades que no pueden decirse, las poquitas que resisten el aire libre, y con ellas conjeturas razonables y mentiras de adobado rostro. Lleva Clío consigo, en un gran puchero, el colorete de la verosimilitud y con pincel o brocha va dando sus toques allí donde son necesarios. Pues cuenta esta buena señora… Se trata de esa Clío que, para Barth, o mejor dicho, para sus personajes, es incapaz de franquear ciertos límites:  Los ojos de Clío son como los de las serpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra la ascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (las verdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo)m ella no repara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en los territorios que son dominio de la Filosofía. Quizás la mejor manera de acabar esta invitación a la lectura de una obra que, a mi modesto entender, habrá de ir creciendo en la estimación de los lectores futuros hasta acabar ganando la condición de clásico indiscutible sea recordar el entusiasmo de un personaje secundario ante uno de los relatos que se multiplican en esta historia de historias: Un cuento bien urdido es chismorreo de dioses, a quienes les es dado ver el corazón y la médula de la vida que hay en la tierra; es la telaraña del mundo; la Urdimbre y Trama… ¡Vive Dios, lo que me gustan las historias, señores!