jueves, 3 de septiembre de 2020

«L’Atlàntida», de Jacint Verdaguer: un viaje alucinado al cataclismo.



Un poema español por los cuatro costados en «la lengua de Verdaguer»: lirismo agónico de la destrucción y la esperanza.
         
           Curiosas y contradictorias, las sensaciones que he ido teniendo a medida que me adentraba en la obra cumbre de Verdaguer -aunque quizá el adjetivo le cuadre mejor a Canigó, si a las alturas nos remontamos…-, un poema español por los cuatro costados (—I a tu, que entre les ales del cor m’has acollida,/ d’Espanya que tant amo vull-te donar la clau) y con un catalán prePompeu, propio de la Renaixença, que tan grato me ha sido siempre, por su magnífica libertad expresiva, en autores como Narcís Oller, Pitarra, Conrad Roure, Josep Anselm Clavé, Albert Llanas, Robert Robert y tantos ochocentistas que contribuyeron decisivamente a la recuperación fervorosa del catalán como lengua literaria y de cultura.
         La simple «figuración» del hundimiento de la Atlántida y su pérdida irreparable, de la cual las Canarias (Fins la mem`pria els segles perdrien de llur fossa, /sinó pel Teide ignívom que encara en parla al mar/d’aquella nit que en feren plegats la gran destroça:/i aqueix escolta i brama com si hi volgués tornar.) serían un deslumbrante vestigio de lo que fue dicho continente, cuya existencia figura, destacada, en la cultura griega, madre de toda la europea, es ya de una osadía literaria que acredita a su autor como un gigante de las Letras, siquiera hubiera sido solo por el intento, aunque el éxito de la aventura lo rubrica amb escreix, que decimos en catalán, de sobra.
         A medida que iba leyendo este movimiento perpetuo que es el canto en alejandrinos de Verdaguer, porque necesitaba un cauce amplio donde verter una imaginación deslumbrante y poder encajar el detallismo de sus descripciones *cataclísmicas, si se me permite el vocablo, más me convencía de la amplitud de miras del poeta de Folgarolas, de la comarca de Osona, quien no tuvo, precisamente, una vida regalada, e incluso se vio envuelto en ciertos asuntos oscuros y casi delictivos que acabaron con su reclusión religiosa forzada, si bien no tuvo pelos en la lengua para denunciar la injusticia desde la prensa a través de unas cartas en las que reivindicó siempre su buen nombre.
         I a tu qui et salva, oh niu de les nacions iberes,
         quan l’arbre d’on penjaves al mar fou submergit?
         qui et serva, jove Espanya, quan lo navili on eres
         com góndola amarrada, s’enfonsa migpartit?

                            […]
         Quan l’huracà amb ses ales remou lo negro abuisme.
         jo sento, entre el diàleg dels mars, sa fonda veu,
         tètric gemec     que encara li arrenca el cataclisme,
         i a les terres que foren germanes crida: —Adéu!
         Hay un evidente patetismo de inequívoca raíz romántica, por lo que hace a la contemplación de la naturaleza, y sí, también en la composición de Verdaguer, como en la poesía de los lakistas, naturaleza y estado de ánimo asumen una identificación liberadora o consoladora. Verdaguer es hombre de genio, determinación y fortaleza. L’Atlàntida es un poema en el que se reflejan esas cualidades de forma inequívoca. Pero también es un hombre de estudio, y es conocida la investigación mitológica que llevó a cabo para documentarse antes de emprender la redacción de un poema que escribió, propiamente, sobre los caminos inestables del mar, cuando fue capellán de los buques del esclavista Antonio López y viajó de España a Cuba y viceversa durante algunos años. Es curioso. El mar nos dio Diario de poeta y mar, de Juan Ramón Jiménez y L’Atlàntida, de Verdaguer: dos muestras antitéticas del genio poético: la intimidad recogida; la épica mitológica.
         La visión verdagueriana se extiende desde Grecia hasta España y más allá, porque el movimiento sísmico que se produce con el hundimiento de la Atlántida, el que abre un mar que se extiende desde los pies de Sierra Nevada hasta el Teide, no deja lugar a dudas sobre el cataclismo geográfico que pone en danza todo el Mediterráneo y, por supuesto toda España, cuyos rincones recorren los cantos del poema una y otra vez, con acentos de inusitada lamentación por el desgarro que se produce en una patria que, como canta Hesperis de la propia Atlàntida:
                   Una pàtria tenia, rovell d’ou de la terra;
                   no tinc ja pàtria dolça ni res de quant amí;
                   ton braç, ton braç terrible per sempre m’ho soterra,
                   i sol los ulls me deixes per a plorar sa fi.
         La obra acaba con la ambición aventurera de Colón: descubrir una nueva Atlántida al otro lado de la mar océano y con un Somni d’Isabel (I et veu a tu, Isabel la de Castella,/la reina de las reines que hi ha hagut) donde se cumple la visión temeraria de colón: —Gran Senyora:/dau-me, si us playu, navilis, i a bona hora/los tornaré tot remolcant un món.
         L’Atlántida fue premiada en los Juegos Florales de 1877, le conceden un premio especial de la Diputación. Antonio López corre con los gastos de la primera edición bilingüe y, en un viaje a Roma, mantiene una animada conversación con León XIII, también poeta, quien se interesa vivamente por la obra del mossén de Folgarolas.
         Los diferentes cantos de la obra recogen, sobre todo, un intenso movimiento patético lleno de imágenes violentas propias del cataclismo inmenso que se describe. Verdaguer tiene la pluma fácil para la descripción de los tormentos que han de sufrir los atlantes y el desgarro que supone la desaparición de un vergel paradisíaco, que será engullido por el mar: Altres amb ell l’abusme n’escup, que dins l’albeca/de l’arbre que s’aterra teien aspre niu,/dragons, cerastes, àspits dels quals l’ullada asseca, i boes grans que tenen l’anguilejar d’un riu. […] Quan l’univers Déu renque, aixó es veiran sos trossos/pasar, entre despulles, horror i solitud, /lo sol caduc a palpes buscan sos cabells rossos/ i la Moert de ses víctimes trucant a l’ataüt.
         Empapado del sentido helénico que tiene el mito de la Atlántida, Verdaguer ha escrito, a su manera, una teogonía, porque entrecruza el destino de la Atlántida con el mito de Hércules, quien, como es bien sabido, visitó El jardín de las Hespérides y derrotó, como también lo cuenta Verdaguer, a Anteo, una vez que descubrió que no debía dejarle tocar la tierra, de donde recobraba toda su energía para combatir contra el alcida.
         Ignoro qué lectores pueden tener hoy esta Atlántida, y mucho menos en un catalán tan alejado del ordenancista de Pompeu Fabra, pero me parece que no podemos prescindir de textos tan vertebradores de una idea de España que hemos compartido todos los españoles desde hace muchos siglos. Verdaguer la proclama, la defiende y la canta con un temple, un rigor y una belleza dignos de la mayor alabanza.
         Sí, un clásico. ¡Los dioses le sean favorables y le encuentren los lectores que andan tan sumergidos en el mar de la banalidad desde que «disfrutamos» de nuestra castradora «sociedad del bienestar»!

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