miércoles, 16 de septiembre de 2020

«Vida de Samuel Johnson, Doctor en Leyes», de James Boswell o un monumento biográfico inconmensurable.



Cuando un escritor deviene una «institución» o la insólita pasión de Boswell por la amistad, a pesar de la singularísima idiosincrasia del Dr. Johnson… La vida de una época, de una literatura y de un hombre extravagante y eximio…

         Reconozco, después de haber escrito 67 páginas de extractos de la lectura, mi impotencia absoluta para escribir una recensión que dé una idea cabal de lo que este libro significa no solo en el género de la literatura de la memoria, sino, al mismo tiempo, como retrato de una época gloriosa de las letras inglesas. Que Johnson sea el autor del mas famoso diccionario de la lengua inglesa sería ya un timbre de gloria tan extraordinario que diríase que, a su lado, palidecen cualesquiera otras obras que hubiera podido escribir el autor, y, sin embargo, es el mismo de algunas que se consideran hitos de esas letras y aun de las universales.
         La relación entre Boswell y Johnson, mediando entra ambos una considerable diferencia de edad, tiene un componente de respeto y de afecto mutuo que convierten la obra en una larga conversación que dura dos mil páginas, si bien figura en ella una hermosa muestra epistolar de Johnson, al autor y a otros muchos coetáneos suyos. La rendida admiración de Boswell está clara desde buen inicio, pero, a medida que frecuenta al protagonista, este va reconociendo en el joven Boswell unas virtudes que facilitan el desarrollo de un poderoso vínculo de amistad, lo que no ocurre, por ejemplo, con la mujer de Boswell, que detesta cordialmente al amigo de su esposo, como repite una y otra vez Johnson en sus cartas, cuando, a pesar de no caerle nada bien, le desea lo mejor y no pierde la esperanza de que algún día deje de aborrecerlo, lo que en efecto ocurre.
         Johnson fue una personalidad poliédrica, con una tendencia a la depresión tan marcada como suele ocurrir en los casos de bipolaridad tipo 2. Según Boswell,  el gran cometido de su vida, decía él, no era otro que escapar de sí mismo; esta era la disposición que consideraba la enfermedad de su espíritu, de la que no le curaba sino la compañía .Era un gran admirador de Robert Burton, y consideraba que su libro, Anatomía de la melancolía, era, aligerado de citas, sugería Johnson, lo más importante que se había escrito desde los Ensayos de Montaigne.
Ya en aquella época hablaban de «los perros negros» -que Ian McEwan rescató como título para una novela reciente- para esa particular afección del espíritu, y Johnson la sufrió desde joven, lo que añade, si acaso, un mérito más a su intensa dedicación a las letras, porque con harta frecuencia sufría de un insomnio y un decaimiento contra los que luchaba ejercitándose en lo que mejor sabía hacer: la crítica y el trabajo filológico, aunque amaba la química e hizo también sus pinitos en ella. Su regla de oro para luchar contra las crisis la dejo dicha -porque es convicción universal que habló infinitamente más de lo que escribió…-, y el libro de Boswell aspiró a que los lectores no nos perdiéramos los frutos efímeros y sabrosísimos de tan valiosa conversación: «Un hombre que padezca esa manera de ser debe apartar de sí los pensamientos que le angustien, y no tratar siquiera de combatirlos.» […] «De ninguna manera. Intentar rebatirlos es locura. Debería tener una lámpara que luciera constantemente en su alcoba durante toda la noche, y, si se siente desasosegado e insomne, debe coger un libro y leer, y solazarse para descansar. Dominar el entendimiento es un gran arte, que puede alcanzarse por medio de la experiencia y del ejercicio habitual. […] Que siga un curso de Química, que aprenda a bailar en la cuerda floja, que emprenda un curso de lo que se le antoje, todo a la vez. Que se las ingenie para disponer de tantos refugios para el espíritu como le sea posible, tantas ocupaciones a las que pueda volar por sí mismo. La anatomía de la melancolía, de Burton, es obra valiosa. Acaso este lastrada por una sobrecarga de citas, pero hay un gran espíritu y una fuerza estimable en cuanto dice Burton cuando escribe por su cuenta.»
Esta vida de Boswell no fue la única que se escribió sobre Johnson, aunque ninguna puede compararse con el poderoso y monumental ejercicio biográfico llevado a cabo por el amigo escocés de Johnson, una amistad que daría para no pocas pullas y bromas sobre la relación entre ingleses y escoceses, un «tema» recurrente en el libro. Entre otras cosas, Johnson es también conocido por haber sido el debelador de la superchería del Osianismo llevada a cabo por James Macpherson, quien aseguraba haber hallado un manuscrito en gaélico con los poemas de Osian, un asunto del que está al corriente cualquier aficionado a la filología; manuscritos que el supuesto descubridor jamás quiso enseñar a nadie. Pero no quiero desviarme del impulso inicial que era, precisamente, comenzar por el principio, por un retrato del autor que nos permita acercarnos al personaje. Samuel Johnson era apabullador, y su marcada personalidad no siempre fue del agrado de todo el mundo. Pasa con él como con algunas personas que obligan a sus interlocutores a moverse en los extremos: o se le adora o se le odia. Lo que está claro es que, allí donde estuviere, ocupaba el centro de la atención, excepto que él quisiera dar un paso al lado y se refugiara bien en la comida, bien en el silencio, bien, incluso, en el adormecimiento grosero o, a menudo, en largos soliloquios: La costumbre de hablar consigo mismo, en efecto, fue desde que lo conocí uno de sus rasgos más singulares.  
Veamos algunas semblanzas contrastadas que pueden ayudarnos a hacernos una idea de lo que vengo diciendo. Giuseppe Baretti, un legendario viajero y filólogo, quien frecuentó el círculo de Johnson en Londres, junto al actor Garrick, el pintor Joshua Reynolds -cuyo retrato de Johnson encabeza estas líneas- o el escritor Edmund Burke, nos recuerda una de sus señas de identidad mas queridas por «el viejo gruñón»: Johnson era un inglés de pura cepa. Aborrecía a los escoceses, los franceses, los holandeses, los hanoverianos; tenía el mayor de los desprecios por todas las demás naciones de Europa: así eran sus prejuicios más arraigados, que nunca procuró domeñar. Y sobre todos ellos, odiaba a los «americanos», los descendientes del Mayflower que, tras el motín del té, iniciaron su guerra de independencia hasta emanciparse de Inglaterra. William Dodd, un sacerdote vividor y hombre de letras que acabó en la horca, y a quien Johnson defendía, también nos legó un testimonio curioso en una carta de 1750:  Johnson, el célebre autor del Rambler, que es entre todos los demás el individuo más raro y más peculiar que yo haya visto en la vida. Mide un metro ochenta, tiene violentas convulsiones de la cabeza y el cuello, y distorsiona los ojos al mirar. Habla con aspereza, en voz muy alta, y no presta atención a la opinión de nadie, siendo absolutamente pertinaz en las suyas. Mana de su boca el sentido común en todo cuanto dice, y parece poseído de una provisión prodigiosa de conocimientos, que no tiene la menor reserva en comunicar al rimero que tenga delante, aunque con tal obstinación que da a sus parlamentos un aire falto de gentileza, algo zopenco, desagradable e insatisfactorio. En dos palabras, no hay palabras para describirlo.» En esa línea de la descalificación física última, abunda el doctor T. Campbell, veinticinco años después de Dodd: Tiene el aspecto de un idiota, carente del más tenue rayo de sensatez en cualquiera de sus facciones, y es de una torpeza proverbial, y gasta una peluca gris sin empolvar, cargada sobre un lateral de la cabeza; anda en todo momento bailoteando una jiga endemoniada, y a veces hace esfuerzos denodados con tal de insuflar a silbidos algún pensamiento en sus paroxismos de ausente. El editor George Kearsley  ratifica ese retrato de un Johnson poco menos que estrafalario: Cuando caminaba por la calle, por su constante cabeceo, y por el concomitante movimiento del cuerpo, parecía que avanzara de ese modo, con independencia de lo que hicieran sus pies. Oliver Goldsmith, el autor de El vicario de Wakefield , sostenía la tesis contraria, y no por su amistad con Johnson, ni por haber sido ayudado económicamente por el, sino por haberlo tratado como contertulio a lo largo de muchos años: Johnson, qué duda cabe, tiene rudeza en sus modales, pero no hay hombre que tenga un corazón más bondadoso que el suyo. Del oso no tiene más que la piel.  Finalmente, el propio retrato de Boswell nos compensa de esa visión «externa que no tiene en cuenta el trato exquisito y la verdadera humanidad escondida del escritor inglés: Fue difícil de complacer y fácil de ofender; impetuoso e irascible de temperamento, aunque de corazón humanísimo y sumamente benévolo. […] No debemos extrañarnos ante sus arranques de impaciencia y de apasionamiento en los momentos más intempestivos, especialmente cuando lo provocaba la ignorancia supina, o la presunción de la petulancia, y justo es admitir que lanzase apresurados y satíricos dardos envenenados incluso contra sus mejores amigos. […] Le encantaban las alabanzas cuando le eran presentadas, pero era demasiado orgulloso para andar buscándolas. […] En todo momento expresaba sus pensamientos con gran potencia y con un lenguaje de elegante elección, cuyo efecto se reforzaba gracias a su voz tonante y a una lenta y cuidadosa pronunciación. En él se aunaban la cabeza más lógica y la imaginación más fértil.
Johnson era consciente de la poderosa impresión que causaban en sus interlocutores sus muchas extravagancias, en buena medida desaires a la necedad y al orgullo mal entendido, como cuando a un señor que le espetó: —Señor, yo a usted es que no lo entiendo,  Johnson le respondió: —Señor, he encontrado un razonamiento idóneo para usted, pero no me considero en la obligación de encontrarle también un sensato entendimiento; de ahí que Johnson fuera consciente en todo momento de su «singularidad» y de que incluso se diera el gustazo de «cultivarla». Boswell nos lo aclara en uno de los pasajes del libro:  Durante esa temporada se puso caprichosamente de moda en los periódicos el recurrir a palabras de Shakespeare para describir a personas vivas que eran muy conocidas, cosa que se hacía bajo el epígrafe de «Modernos personajes de Shakespeare. [Como se le comentara a Johnson que no figuraba entre ellos, dijo:] «Pues sí, sí que estoy -repuso-. Mucho habría lamentado quedarme fuera». Repitió entonces el verso que se le había asignado: «Tendréis que prestarme la boca de Gargantúa». Con todo, recordemos lo que se cuenta de él en su biografía cuando llegó a Londres, para que se tenga juicio cabal de lo que supuso su magisterio: Causa pesar que Johnson y [Richard] Savage vivieran a veces en la más extrema indigencia, a tal punto que no pudieron pagar siquiera un alojamiento de mala muerte, de modo que vagabundeaban juntos por las calles durante noches enteras. Lo mismo que le sucedió a nuestro romántico Gustavo Adolfo Bécquer tras llegar a Madrid y encontrarse, literalmente, «en la calle».
         El conocimiento popular de Johnson en medio mundo se limita a la cita de dos de sus aforismos, dos entre los cientos de ellos que «derramaba» a diario en sus conversaciones, sazonando con ellos uno de los grandes placeres de que pudieron gozar quienes lo trataron: El primero es contra el falso patriotismo: «El patriotismo es el último refugio de un canalla», una verdad palmaria que en Cataluña es el pan nuestro de cada día. El segundo reza: «El Infierno está empedrado de buenas intenciones.» Sin embargo, la grandeza de su figura como crítico literario, además de su  magnum opus:  Un diccionario de la lengua inglesa, en cuyo título ya advertimos la humildad intelectual que caracteriza a los grandes genios, se cimentó en la monumental Vidas de los poetas ingleses más eminentes, cincuenta y dos biografías y estudio crítico que precedieron a una selección de poemas de dichos autores. Añadamos a ello su obra de creación ensayística, agrupados en los volúmenes: The Rambler y The Idler, y la novela corta The History of Rasselas, Prince of Abissinia, y tendremos una visión casi exhaustiva de una obra que ha de ser leída tan urgentemente como la propia vida escrita por Boswell, un auténtico ejemplar único en el ahora fértil terreno de la literatura de la memoria. Recordemos, no obstante, que ya desde Plutarco y sus Vidas paralelas, el género de la biografía hunde sus raíces en lo mejor del esfuerzo intelectual de la civilización grecolatina.
         Pretender sintetizar esas 67 páginas de citas extractadas del libro es tarea imposible, y quizás consiguiera lo contrario de lo que pretenderían: acercar a los lectores a este volumen singular que, acaso, en el terreno de la monumentalidad, solo compita con la autobiografía de Chautebriand, Memorias de ultratumba, y sus 2800 páginas…Limitarme a reiterar mi admiración pecaría de impresionismo cansino. Entiéndase, en consecuencia, que aquello que escriba de aquí en adelante en modo alguno acota o agota -¡y menos aún acogota!- una auténtica enciclopedia vital, como esta de James Boswell, quien murió demasiado joven, y probablemente alcoholizado, a diferencia de su venerado maestro y amigo del alma a quien sirvió de ardiente notario y confidente de excepción. El estricto orden cronológico que siguió el abogado escocés fue tan riguroso como la autenticación de cuanto se le atribuye a Johnson en esta obra y no ha sido recogido directamente por Boswell. Ahora que las tertulias han decaído, frente al dominio execrable de los “tertulianos” de la radio y la televisión, la obra de Boswell es un homenaje a los cenáculos literarios y a la vida social de quienes en el intercambio personal completaban su formación humana y cultural. Empecemos, si acaso, por esas dotes de autentico contertulio de Johnson, cuyos consejos sobre el diálogo, formales y de contenido, jamás han de echarse en saco roto.
         La biografía de Boswell es una exaltación de la tertulia, del diálogo, de las francas conversaciones sobre lo humano y lo divino que formaban parte de la vida cotidiano no solo de Johnson, claro está, sino de todos los ingenios con quienes tuvo la suerte de confraternizar y, a menudo, de discrepar. Todos ellos reconocen en el lexicógrafo un ejemplar único y él mismo se encargó de alimentar esa leyenda que lo presentaba a medias ogro a medias Duns Scoto, por lo de «Doctor Sutil», aunque a él los escoceses, con la excepción de Boswell y pocas más, tan poca gracia le hacían… En la biografía de Boswell aparece un Johnson que se desentiende de la conversación en una comida para comer a dos carrillos; una persona que maltrataba tanto, físicamente, los libros, que nadie se atrevía a prestarle obras de cierto valor bibliográfico; un espíritu extravertido y huraño al mismo tiempo y sin solución de continuidad, capaz de una agresiva carcajada restallante como de un silencio resentido…: En el transcurso de una acalorada disputa, cuando concluía un argumento y se encontraba por lo general harto fatigado debido a la virulencia con que vociferaba, solía resoplar igual que una ballena. He de reconocer que parte de mi interés por el biografiado se ha acentuado cuando me he visto reflejado en su persona en este o aquel aspecto de su personalidad, algo que nos pasa a todos los lectores de biografías: siempre estamos al acecho del momento en que tengamos la convicción de estar leyendo nuestra propia biografía. Boswell resume, en parte, esta faceta dialéctica de la personalidad de Johnson: Fue difícil de complacer y fácil de ofender; impetuoso e irascible de temperamento, aunque de corazón humanísimo y sumamente benévolo. […] No debemos extrañarnos ante sus arranques de impaciencia y de apasionamiento en los momentos más intempestivos, especialmente cuando lo provocaba la ignorancia supina, o la presunción de la petulancia, y justo es admitir que lanzase apresurados y satíricos dardos envenenados incluso contra sus mejores amigos. […] Le encantaban las alabanzas cuando le eran presentadas, pero era demasiado orgulloso para andar buscándolas. […] En todo momento expresaba sus pensamientos con gran potencia y con un lenguaje de elegante elección, cuyo efecto se reforzaba gracias a su voz tonante y a una lenta y cuidadosa pronunciación. En él se aunaban la cabeza más lógica y la imaginación más fértil. En admirable lección de oratoria -aunque me sorprende que a lo largo de todo el libro no haya aparecido la figura de Quintiliano y su capital Institutio oratoria, libro mayor por excelencia para estas artes del discurso. Confirmando la percepción de Boswell, y a pesar de que la actuación de Johnson a veces contraviniera sus propios preceptos, la claridad de los mismos son de total actualidad para, si son aplicados, mejorar nuestra vida parlamentaria: En todo tipo de discurso, sea placentero, grave, severo u ordinario, conviene hablar con calma, y más despacio que con premura, pues el discurso que obedece a las prisas confunde a la memoria, y con gran frecuencia, además de la impropiedad, conduce al balbuceo y al tartamudeo, al desconcierto u a la machacona insistencia en lo que debería seguir con naturalidad, mientras que un discurso sosegado reafirma la memoria, añade una presunción de sabiduría al oyente, y hace más propio el mismo discurso y el semblante con que se pronuncia. Ya puestos, sin embargo, completemos los requisitos para el «perfecto orador» que señaló Johnson: Ha de haber en primer lugar sabiduría, ha de haber materiales; en segundo lugar, es preciso que haya un dominio de las palabras; en tercer lugar, imaginación, es decir, la capacidad de colocar las cosas en una perspectiva tal como no suelen verse; en cuarto lugar, es precisa la presencia de ánimo, una firme resolución de no dejarse vencer por los fracasos. Este último es un requisito esencial, por falta del cual son muchas las personas que no sobresalen en las conversaciones. Sin ir más lejos, a mí mismo me falta; echo a perder la partida entera por no ganar una sola baza. En resumen: La oratoria es el poder de derribar los argumentos del adversario y poner otros en su lugar. El «rizo rizado» de la pasión dialéctica nos lo revela Boswell para que tengamos conocimiento de la sutileza metodológica del «Doctor sutil», y en ese retorcimiento sí que me reconozco plenamente:  Le gustaba desplegar su ingenio en cualquier discusión; por consiguiente, a veces en una conversación defendía opiniones acerca de cuya improcedencia y yerro era consciente, si bien en su defensa ponía en juego todo su raciocinio y su ingenio. […] Lord Elibank [Patrick Murray, a quien Johnson menciona, por haberlo visitado en su casa, en su Un viaje a las islas occidentales de Escocia] tenía desmedida admiración por esta capacidad. Una vez me dijo que «cualquiera que sea la opinión que defienda Johnson, no diré que me convenza, pero sí que nunca deja de mostrarme que tiene excelentes razones para manifestarla.» Sobre el carácter competitivo de Johnson poco hay que decir, porque él sabía perfectamente que la dialéctica es la forma civilizada de la lucha física, que se trata de una «contienda» y que no está solo en juego el triunfo relativo de «tener la razón», sino de derrotar al adversario: Cuando un hombre voluntariamente se enzarza en una controversia, ha de hacer cuanto pueda por rebajar a su adversario, porque la autoridad que emana del respeto de que uno goce tiene un gran predicamento sobre la mayoría de las personas, a menudo mayor que todo razonamiento. Si mi antagonista emplea mal la lengua cuando escribe, aun cuando eso no sea esencial a la cuestión, lo zarandearé y lo vilipendiaré por su mal uso de la lengua.» BOSWELL: «Y no podrían darse entre ellos muy buenas conversaciones sin que se compita por la superioridad?» JOHNSON: «No sería una conversación animada, pues, de serlo, resulta indispensable que uno u otro salga vencedor.» A pesar de todo lo expuesto hasta aquí, Johnson era también muy consciente de que la verdadera dedicación de un orador no había de ser la discusión con otros, sino la apropiación de la sabiduría a través del único modo posible, entonces y ahora: la lectura: Los cimientos del saber -afirmó- han de plantarse con la lectura. Los principios generales hay que extraerlos de los libros, si bien es preciso ponerlos a prueba en la vida real. En las conversaciones nunca se adquiere un sistema. Con todo, era consciente de que la lectura no era una afición ni extendida ni popular: Johnson: Es extraño que se lea tan poco en el mundo y que se escriba tanto. La gente en general no siente mayor inclinación por la lectura si puede encontrar otra ocupación que le entretenga. Tiene que mediar para la lectura un acicate externo: emulación, vanidad, avaricia. El progreso que el entendimiento logra por medio de un libro tiene en sí más molestias que placer. A pesar de es conciencia superior de la virtud de la excelencia por lo que se refiere al uso de la razón, a Johnson no le dolían prendas si había de retractarse por algún error, como recoge Boswell: Una dama una vez le preguntó cómo había podido definir cuartilla, referido a la anatomía equina, como “la rodilla de un caballo”, y respondió al punto: “Por ignorancia, señora; por pura ignorancia”.
         Si hay una vida miscelánea esa es la de un autor que ha dejado tan importante colección de dichos, apotegmas y aforismos que la lectura de su biografía viene a ser como un vademécum de citas brillantes con las que deslumbrar siempre en cualquier reunión, aunque se ha de tener, para ello, muy buena memoria y una gran sentido del don de la oportunidad: una cita mal encajada arruina cualquier reputación…,ya se sabe. Ese fue un vicio, la pedantería, en el que nunca cayó Johnson, ¡antes al contrario!, era más frecuente que pasara por un patán, por un gañán, que por la persona ilustrada hasta la extenuación que era, y a él le gustaba alimentar esa imagen distorsionada de sí mismo: se consideraba hijo de su villa inglesa, Lichfield, en la que cifraba el súmmum del mejor acento inglés, como le dice a Boswell cuando lo lleva para que se empape de él…
         Recordemos que, hijo de librero siempre en apuros, Johnson conoció los rigores de la pobreza, y que ni siquiera pudo culminar sus estudios en Oxford, donde estudió solo once meses. Su título de Doctor es honorario y le fue expedido por el Trinity College de Dublín. Desde que llegó a Londres, él sí, con una mano delante y otra detrás, pero ambas prestas para escribir lo que fuera para sobrevivir, la carrera de Johnson transcurrió en la más absoluta oscuridad y anonimato imaginables. Lo suyo fue, pues, un caso excepcional de determinación filológica incomparable. Fue un hombre conservador, simpatizante del partido tory, y con no pocos puntos de vista sociales y políticos muy discutibles:  El vulgo es hijo del Estado. Si alguien pretende enseñarle doctrinas contrarias a lo que el Estado aprueba, los magistrados bien pueden y deben poner coto a sus pretensiones, se atreve a decir con total convicción; algo que, en nuestros días, ha repetido la ministra socialista de Educación para horror de cuantos la hemos escuchado.
         Si un libro que detestaba, Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, le llevó a decir que no perduraría, cometiendo un fallo garrafal de apreciación estética, no es menos cierto que este llevaba un título muy adecuado para la biografía de Boswell, porque, relativamente parco en noticias biográficas propiamente dichas - En esta obra he sido más cauto y reservado y, si bien no digo nada más que la verdad, he tenido muy en cuenta que toda la verdad no siempre ha de exponerse, dice Boswell-., el libro se recrea constantemente en las más que variadísimas «opiniones» del famoso autor. ¡Y las tiene para todo, desde la independencia de las colonias americanas hasta la educación, pasando por cualquier materia que caiga bajo la red extensa de su preocupación intelectual: donde caza de todo: mayúsculo y minúsculo! Recordemos que se declara radicalmente contra la esclavitud, y dio ejemplo con el criado negro, Francis Barber, de origen jamaicano, que le fue fiel en vida y muerte, y a quien Johnson dejó una generosa pensión. Aparece en el libro la discusión judicial que hubo sobre la rebeldía de un esclavo negro que se negaba a asumir tal condición en territorio inglés y a quienes los jueces reconocieron como hombre libre a todos los efectos y en todo el territorio de Gran Bretaña, en pleno desarrollo aún del denigrante comercio de esclavos en todo el mundo.
Toda la vida inglesa, pues, que abarca la del protagonista del libro desfila por sus páginas, y hay referencias de todo tipo, desde la persecución y muerte de la minoría católica hasta los más pequeños detalles, como lo que se presenta como el invento de la «sangría»: Ese brebaje que los hipócritas llaman “obispo”, hecho a base de vino, naranjas y azúcar y que a Johnson siempre le había gustado, aunque Johnson, debido a sus muchas enfermedades, abandonó enseguida la bebida y se redujo al té, que bebía, literalmente, por litros. La rareza de Johnson ha de extenderse, como es lógico a su vida privada, y a su matrimonio con Elizabeth Porter, quien era 21 años mayor que él y aportaba tres hijos a tan curioso matrimonio, aunque durante muchos años Johnson vivió separado de ella al iniciar su aventura londinense sin tener siquiera un techo bajo el que guarecerse para dormir. A Boswell se le escapa alguna vez la perplejidad sobre de dónde sacaría Johnson el tiempo para poder llevar a cabo trabajos tan densos y complejos como en los que él se sumergió, pero hemos de recordar el pertinaz insomnio que aquejó durante toda su vida al autor, y que él supo aprovechar con una eficacia que solo podemos valorar aquellos que también lo padecemos e intentamos que no se convierta en una tortura.
La afición de Boswell a las Letras se manifiesta en él desde la adolescencia, como recuerda el Doctor Percy, Obispo de Driomore: Cuando era chico tenía una afición desmesurada por la lectura de novelas de caballería, afición que conservó durante toda su vida, a tal punto que cuando pasó parte de un verano en mi casa parroquial, en el campo, eligió como lectura de diario la antigua novela española Felixmarte de Hircania, en un volumen en folio, del que dio cuenta casi por entero. Y sin embargo le he oído atribuir a esas extravagantes lecturas esa desasosegante inclinación del ánimo que le impidió dedicarse a una profesión fija. No es, como comprobarán los lectores de habla española la única referencia a la cultura española que hay en esta vida escrita por Boswell. Hay una referencia a Quevedo, si bien en boca de Mr. Cambridge, amigo suyo: Un escritor español ha expresado ese concepto de forma poética. Luego de observar que la mayoría de las edificaciones de Roma ha perecido del todo, mientras el Tíber fluye igual que siempre, añade: Lo que era firme huyó, y solamente/lo fugitivo permanece y dura. Se refiere, obviamente,  a Quevedo y su soneto A roma sepultada en sus ruinas, cuyo último terceto dice así: ¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,/ huyó lo que era firme y solamente/lo fugitivo permanece y dura! Es extraño, sin embargo, que no figure una nota del traductor a pie de página en la magnífica edición de Acantilado. Y hay un par de alusiones de dos refranes españoles, uno de ellos lo he localizado rápido; pero del otro no he encontrado ni rastro: «Como dice el proverbio español, “quien a casa quiere llevarse la riqueza de las Indias, la riqueza de las Indias ha de llevar consigo”. Así sucede al viajar: el hombre ha de llevar consigo el saber si aspira a volver de saber cargado.», dice Johnson en el libro. Sin embargo, no he encontrado ese refrán ¡ni en la magna obra de Sbarbi…!
La habilidad de Boswell consistió en saber captar la más vívida imagen posible de Johnson, y quien lee esta monumental biografía acaba convirtiéndose en testigo cordial del desarrollo de una hermosa amistad entre los dos hombres, quienes incluso hicieron una viaje a las Hébridas, las islas escocesas, que dieron lugar a dos libros, el propio de Johnson y el diario del mismo viaje que escribió Boswell. Cuando no compartían su tiempo en Londres, mantenían una fluida correspondencia en la que se advierte el papel de mentor que ejerce Johnson sobre el joven Boswell, adentrándose, incluso, en ámbitos de su más estricta intimidad. Como auténticos amigos íntimos que llegaron a ser, se producen, a veces, ciertos roces de los que quedaron manifestaciones epistolares y que Boswell usa generosamente en su biografía, del mismo modo qie incluye un generoso cuerpo epistolar que Johnson puso a su disposición y/o que él supo recabar de las amistades del insigne escritor. A este respecto, qué duda cabe que lo más elocuente es insertar una de las cartas de Johnson a Boswell, porque de ella deduce cualquier lector el inmenso afecto que se dispensaron ambos hombres, a los que les separaban nada menos que un abismo de 31 años:
«13 de julio de 1779
Querido señor,
¿qué ha podido suceder, que nos ha convertido en extraños el uno para el otro? Contaba con haber sabido algo de usted en cuanto llegara a casa; contaba con saber algo después. He ido al campo, he vuelto y sigue sin haber carta de mi buen señor Boswell. Confío en que nada malo le haya ocurrido; si algo malo sucediera, ¿por qué iba a ocultárseme a mí, que bien le quiero? ¿Es acaso un arranque de humor el que le dispone a probar cuál de los dos es capaz de aguantar más tiempo sin escribir? Si así fuera, uted gana. Pero mucho me temo que algo se malquiste. Líbreme, pues, de mis suspicacias.
         Mis pensamientos en la actualidad los empleo en adivinar las razones de su silencio. No espere usted que le cuente nada, aun cuando algo tuviera que contar. Escríbame; le ruego que me escriba. Hágame saber de qué se trata, cuál ha sido la causa de esta dilatada interrupción.
         Soy, querido señor, su más afectuoso y humilde servidor.
                                                                  SAM. JOHNSON.»
Johnson, que cubrió con su agudeza de pensamiento todos los ámbitos sociales, no pudo dejar de manifestarse sobre la vida política de su tiempo, muy dividida entre los whigs, que reclamaban todo el poder para el Parlamento, y los tories que reclamaban mayores poderes para el rey. Aunque Johnson, hombre de acendrada piedad, se inscribía entre los tories, lo cierto es que estaba muy orgulloso de que fuera el pueblo el sujeto soberana a quien pertenecía, en última instancia la capacidad de dirigir la vida de la nación. En su primera madurez, tras instalarse en Londres, Johnson solía escribir sesiones parlamentarias imaginadas, las cuales tuvieron cierto éxito, pero ante la confusión entre la verdad de las mismas y su condición de ficción, dejó de escribirlas. No está de más, me parece, a pesar de la extensión de la cita, que veamos razonar a Johnson sobre estos temas: Está por llegar el tiempo en el que todo ciudadano inglés dé por sentado que dispondrá de cumplida información sobre el estado de la nación, tiempo en el que tendrá derecho a ver satisfecha esa expectativa. Y es que, dejando a un lado lo que urjan los ministros, o aquellos que por vanidad o interés pasan a ser acérrimos partidarios de los ministros, en lo tocante a la necesidad de que tenga la ciudadanía confianza en quienes nos gobiernan, y la presunción de sondear con ojos profanos los más recónditos rincones de la política, es evidente que dicha reverencia solo pueden exigirla consejos cuyas deliberaciones todavía no se han puesto en práctica y proyectos aún suspensos y pendientes de deliberación. Sin embargo, cuando un designio da en éxito o en fracaso, cuando los ojos y los oídos de todos son testigos del general descontento, o de la satisfacción general, sobreviene el momento apropiado para desenmarañar la confusión y para esclarecer lo oscuro, para mostrar debido a qué causas se ha producido cada acontecimiento y con qué efectos es probable que termine, para exponer con todos los pormenores lo que el rumor siempre acuna en exclamaciones del común, o bien confunde y sume en el desconcierto debido a relatos mal digeridos e incluso indigestos, para poner de manifiesto, en suma, de dónde proviene la felicidad o la calamidad, y dónde por tanto es preciso esperar una o la otra, y para tender, en fin, con honradez y sin tapujos ante el pueblo las indagaciones que del pasado puedan espigarse y las conjeturas que del futuro puedan estimarse. […] Y Boswell añadió: Aquí vemos, asumido como principio incontrovertible, que en este país el pueblo es el superintendente de la conducta y de las medidas que tomen aquellos que tienen en sus manos el  gobierno de la nación.
Es evidente que podría alargar esta recensión con los muy jugosos juicios de un autor a quien, al margen de su vida, conviene leer en sus ensayos y en su novelita Rasselas… -escrita, por cierto, para cubrir los gastos del funeral de su madre-, pero creo cumplida mi misión de «introducir» al lector en la conveniencia de sumergirse en una obra monumental que le hará pasar extraordinarios momentos de placer lector. Johnson, extravagante y atrabiliario, se vuelve un personaje entrañable con quien, a buen seguro, nos hubiera gustado departir, aunque hubiéramos podido ser víctimas tanto de su alacridad como de su  mordacidad. De hecho, su aparente desorden era un orden distinto y singular, como él mismo dejó bien claro: Johnson: La pereza es una enfermedad que hay que combatir, aunque no le aconsejaría yo que se plegase usted con todo rigor a un determinado plan de estudios. Yo por lo menos nunca he perseverado en un plan durante dos días seguidos. El hombre debe leer aquello a lo que lo guíen sus inclinaciones, pues lo que lee por imposición poco o ningún bien le hará. Un joven debe leer cinco horas al día, pues así adquirirá un gran caudal de conocimientos.
¡Cuánto lamento que otro Samuel, Beckett, dejara incompleta su obra  Deseos del hombre, sobre el curioso ménage de personas que residían en cada de Johnson, quien fue fiel siempre al precepto de Tomás de Kempis que podría considerarse una magnífica guía para encarar la convivencia: No te enojes si no puedes hacer a los demás como quieres que sean, ya que tampoco tú puedes ser como quisieras. Sorprende en él, eso sí, que, a pesar de su espíritu ilustrado y cultivadísimo, frecuentador constante de los clásicos grecolatinos, tuviera un miedo cerval a la muerte. De hecho, aquejado de hidropesía, queda constancia de que los cortes que se hizo en las piernas para liberar el líquido -¡por si al médico le daba reparo hacerle las incisiones!- aceleraron su muerte; pero de ese penoso proceso de consunción de nuestro autor tiene el lector todos los detalles en este monumento biográfico que es la obra de James Boswell.

¡Feliz lectura!

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