sábado, 28 de mayo de 2022

«Fisuras», de Francisco M. Ortega Palomares o el aforismo como respuesta.

 



Una indagación en los intersticios del yo y de la sociedad mediante aforismos que horadan, a fuerza de lucidez y entusiasmo, la roca de la doble faz: la impostura y la falsa solemnidad.

 

         Me van a permitir una debilidad crítica, porque la condición de amigo virtual de Francisco, elevada  a la de  realidad, ¡por fin!, tan reciente como afectuosamente, es el fruto de una larga relación de amistad con él a lo largo de estos años, y fundamentalmente a través de la frecuentación de su blog de aforismos, microrrelatos y frases célebres, al que le dedica una invariable dedicación diaria desde hace muchos años, sin fallar nunca: El día que estés muerto sabrás cuanto te quieren (https://elsexodelasmoscas.blogspot.com/).

 Así que decidió hacer una selección de sus numerosos aforismos, no todos ellos publicados con anterioridad, tuvo la amabilidad de pedirme una colaboración en forma de prólogo o de lo que yo considerara conveniente. Prudente como me precio de ser, desvié hacia mi heterónimo Dimas Mas el encargo, no solo porque él tiene aún un exiguo nombre literario, sino porque, hace algún tiempo, y también por idénticas razones de la amistad, Dimas escribió un prólogo para el aforismario de Luis Valdesueiro, titulado Elucidario, de raíz más filosófica que estas Fisuras, tan llenas de la experiencia como de la desorientación existencial que a todos nos ampara en su burbuja de dudas, temores y benéficos deseos.

Se puso, finalmente,  manos a la obra y el resultado, en una suerte de competición prudencial, fue la escritura de un «últilogo», que, en un libro como Fisuras, es sin duda el lugar adecuado para no entorpecer el diálogo fecundo del autor con sus lectores. Les conviene, a los futuros lectores de Fisuras, entrar en el libro como algunos novelistas entran en la materia de sus obras: in medias res, porque cualquier colección de aforismos está siempre a medio camino de todo, como los lectores.

Aunque el libro puede y debe ser adquirido en Amazon, donde el autor ha escogido publicarlo, con un diseño de portada e interiores magnífico, y muy en consonancia con el contenido de la obra, no creo que viole las leyes del copyright si, a modo de elogio y de incitación a la lectura, se lo ofrezco a los lectores de este Diario… para que sepan a qué atenerse y resuelvan lo que en justicia procede, esto es, adquirir el volumen y leerlo con tanto placer literario como vital, porque los aforismos de Francisco, en su gran mayoría, más proceden del «sentir» que del «pensar», aunque, como exige el proverbio estoico: Homo sum, humani nihil a me alienum puto

Si la variedad de asuntos y el repertorio de formulaciones nos revelan la gran versatilidad del autor, hay, por encima de ambos, una suerte de fontana de cordialidad que empapa todos los aforismos con una confianza no ciega, sino esperanzada, en la capacidad de los seres humanos para sobreponerse a las adversidades, a todo aquello que nos puede degradar. Hay, en todo el volumen, una devoción tan inmensa por la vida que incluso las sombras inherentes a nuestra condición humana irradian un cierto esplendor, y es casi imposible no asentir a ese latido de cordialidad que nos arrastra hacia la luz, hacia la exaltación casi guilleniana de lo creado.

No ignoro que contradigo los muy razonables deseos de Dimas Mas al ofrecer como «aperitivo» su «últílogo, desplazándolo, pues, de su razonado lugar en el volumen. Mea culpa, pero en este Diario…, atento a tantas publicaciones, antiguas y presentes, no me parecía de recibo que no presentara a los pocos lectores que lo frecuentan una obra tan digna de ser leída. Recuerdo que las ediciones al margen de los canales editoriales tradicionales en modo alguno indican nada sobre la calidad de los libros así publicados. Quizás, a mi modesto entender, nos sobran editoriales y nos faltan auténticos lectores…

En  todo caso, y sin mayores dilaciones, copio a continuación el «ultílogo» de marras, donde el autor amarra algunos conceptos que interpretan, en una aproximación tan subjetiva como afectiva, el mundo aforístico de Francisco, un mundo que todo los lectores inquietos deberían de visitar en cuanto puedan…

 

             Ultílogo

 

         A pesar de que hace muchos años escribí un prólogo para un lúcido aforismario de Luis Valdesueriro, Lucidario, mi actual concepto del género y su publicación me lleva a considerar una impertinencia semejante osadía, de ahí que la amable solicitud de Francisco para que participe de algún modo en la edición de su no menos lúcida colección de aforismos,  Fisuras, me haya llevado a considerar que el único lugar propio para una voz distinta de las de los aforismos que se ofrecen a la vivencia y estimación crítica de los lectores es el del «fondo», ese espacio discreto donde siempre suele haber sitio o donde, llegado el caso, uno se lo hace sin especial dificultad con las mejores palabras posibles.

«Ultílogo», así pues, en vez de prólogo, es lo que merece cualquier libro de aforismos, y este en particular, porque los lectores tienen todo el derecho del mundo a que ninguna voz ajena se interponga entre ellos y los aforismos que reclaman su urgente atención para una lectura aleatoria, que es la más pura que los aforismos exigen: dejarse llevar por el azar de la página donde los dedos diligentes abren el libro para que emerjan desde las páginas esos resplandores que nos iluminan, nos acompañan, nos consuelan, nos estimulan o nos irritan y ofenden…, ¡por qué no? Estoy convencido de que buena parte de la bondad intrínseca del aforismo estriba en su capacidad de soliviantarnos, de hacernos replantear cualquier sólida convicción que nos habite. ¡No vamos a ser menos que el autor de Fisuras!: Leo para aprender a refutar mis convencimientos. Él nos marca el camino que nosotros seguimos fielmente, porque solo una lectura que, literalmente, nos conmueva y nos transforme será una lectura feliz. Se entiende, en consecuencia, que pretender interponer un texto entre el título y el contenido es una osadía que merece ser repudiada. Los lectores no necesitan la guía de nadie, ni ninguna voz supuestamente «autorizada» para que les roture el camino y les facilite la entrada en ese mundo tormentoso en el que se van a sumergir apenas se atrevan a enfrentarse con la libertad creativa más absoluta, la que abre «fisuras» en lo monolítico, la que resquebraja las convicciones heredadas, la que hace tambalearse cualquier sistema adoptado con demasiada ligereza…: El aforismo más que un juego intelectual debe ser una llave que abra la mente. Exacto, sí —como quería Bergamín que fueran, ante todo, los aforismos—, pero sin olvidar, quiéralo o no el autor, que la impronta lúdica es uno de los factores humanizadores de la especie, al profundo entender de Joan Huizinga, y los lectores buscamos en los aforismos la sublime combinatoria de las formas y los fondos, los fuegos artificiales de los significantes para la meditación profunda de los significados.

El de los aforismos es un género con suficiente antigüedad como para que se haya de reivindicar su vigencia. Es cierto que, a lo largo del tiempo, ha habido épocas más o menos propensas a ellos, pero desde que los poetas, especialmente los de la experiencia, los han descubierto, se han multiplicado sus cultivadores, y la aforística vive hoy uno de sus momentos de mayor esplendor. Ello induce a un gran equívoco: el aforismo está al alcance de todo el mundo, como pudiera parecer que lo está la poesía. ¿Quién no tiene alguna lección moral que dar? ¿A quién le falta un brillante rasgo de ingenio? ¿Quién no es capaz de construir un juego verbal, sea un anagrama, un calambur, una dilogía…? ¿Quién no ha sentido el roce lírico del ala de la leve inspiración guiando su mano lacónica sobre el papel en un remedo lejano de los haikús? ¿Quién no guarda un apotegma en la manga para sorprender a propios y extraños? ¿No está, en esos aforismos populares que son los refranes, la impronta anónima de quienes han quintaesenciado la experiencia de las generaciones? ¿Quién renuncia, llegada la ocasión, a dejar memoria de sí, como hemos leído, entre atónitos, asombrados y divertidos, en los fúnebres aforismos que son los epitafios?

Construidos con el material más humilde y común, al alcance de todos: las palabras, no todos los aforismos lo son, ni su cultivo, por más extendida que esté esa convicción, está al alcance de todo el mundo. Umberto Eco lo dejó muy claro en su breve ensayo sobre el género y, de hecho, tanto respeto le tenía que ni siquiera lo cultivó, aunque nos ha dejado muchas frases espigadas en su obra que pudieran pasar por tales, dado que los limites exactos del aforismo como género están siempre en permanente discusión, de modo que las sentencias, los apotegmas, los refranes y los proverbios tratan de hacerse un hueco entre ellos. Importa mucho, para el buen entendimiento del género saber a qué atenerse a la hora de hablar de aforismos, porque de la confusión conceptual se derivan las principales dificultades para delimitar suficientemente el alcance de la definición. No es fácil, insisto. Prueba de ello es, por ejemplo, la necesidad, inherente a la práctica del género, de recurrir al «metaforismo», esto es, usarlos para definirlos, algo que en Fisuras aparece de modo recurrente: Un aforismo es enhebrar un hilo en la oscuridad o Un aforismo es un pensamiento enamorado de sí mismo, por ejemplo. De hecho, no es infrecuente que los aforistas reivindiquen la paternidad de una variante del género como la manifestación personal de su inventiva. Fisuras sería, pues, la denominación que cubre las realizaciones aforísticas de Francisco M. Ortega Palomares; del mismo modo que los Aflorismos serían los de Castilla del Pino, los Aerolitos serían los de Ory, las  Quintaesencias serían los de Bernard Shaw, las Greguerías, los de Ramón Gómez de la Serna o las Centellas, los de Joaquin Setantí.

Hay, por lo tanto, un movimiento de apropiación del género para imprimir en él el sello de la propia personalidad y garantizar su condición de obra absolutamente original y nítidamente distinguible de otros cultivos del género. Ninguna aspiración más noble que la de ser recordado por los aforismos propios, que estos se asocien de forma tan estrecha a quien los inventó que se consideren parte esencial de su biografía. Y por esta derrota nos adentramos en el fértil terreno en el que surge el cultivo del aforismo: la memoria, la confesión, lo autobiográfico. Un libro de aforismos tiene, podríamos decir, una comunión de origen con el impulso poético: es la irreductible subjetividad de quien escribe quien cuenta de la feria del vivir como le va en ella lo que otorga sentido a la mínima obra llamada a magnos ecos. Nada, pues, le es ajeno al aforismo, como género, y su campo temático es tan amplio como la propia vida de su autor se expande en todas las direcciones existenciales imaginables. Lo propio de ellos, sin embargo, es concentrar hasta la quintaesencia la respuesta emocional e ideológica del autor frente a lo que lo rodea o desde lo que lo sepulta: Frente al dolor, resistencia; frente al temor, inteligencia.

El aporte biográfico a los aforismos presenta varias vertientes, desde el viejo pasmo ante lo real, que fue el motor de la filosofía en la Antigüedad, hasta la respuesta emocional ante lo que nos hiere y nos interpela exigiéndonos una actitud y una declaración, porque, para un autor, incluso el silencio es la palabra que anticipa la palabra.  Los aforismos no son la respuesta a problemas concretos, ni siquiera a los abstractos, porque, insisto, su raíz lírica y su tendencia al ingenio los hace aparecer ante nosotros como  una tormenta eléctrica: relámpagos de lucidez; rayos de indignación; truenos de contrariedad… Son muchos los peligros que ha de sortear el aforismo para no ser confundido con la solemne voz pulpitesca del moralismo o la banalidad lúdica de la retórica vacía, porque, a poco que el aforista se descuida, tropieza bien en Scila bien en Caribdis y los píos deseos y las buenas intenciones convierten los textos en sermones. ¡Es tan difícil huir de la predicación cuando el alma rebosa de buenos sentimientos! Para ello, lo mejor es usar estrategias de distancia que permiten al autor refugiarse en la evocación de clásicos como Quevedo, el tiempo es un despojo de yoes sucesivos,  la paráfrasis amable de la música popular, ¿quién no tiene un corazón zurcido? [que juega con el «partío» de la canción de Alejandro Sanz] o  la transgresión expresiva radical  que heredamos de las Vanguardias, sin saber cómo, hay quien se suicida del lado amable de este mundo para poder seguir viviendo.

Fisuras, en consecuencia, es una ventana abierta al mundo íntimo del autor, quien ha escogido la metáfora de la incertidumbre, de la amenaza para mostrar a sus lectores una fragilidad radical, la suya propia y la intuida de los demás; porque de la lectura del volumen emerge una suerte de desengaño  de lo real que, si no impide la celebración ingenua de la esperanza, constata de forma abrumadora la lenta y contradictoria «evolución» de la especie, como si la condición humana no pudiera liberarse de las cadenas que nos ligan a lo atávico con un poder que nos sorprende, a fuer de resultarnos incomprensibles por su puro anacronismo. ¡Menos mal que, en palabras del autor, el humor es el lado culto de la desesperanza!, porque ese escudo nos protege frente a tantas adversidades como nos asedian permanentemente. Diríase que vivir es defenderse, que lo propio es estar vigilantes ante la impostura, detrás de una risa falsa vive una persona adulterada, y prestos a organizar la trinchera defensiva que nos permita sobrevivir. Y si la caridad bien entendida empieza por uno mismo, la lucidez del autor le permite constatar que la resistencia es el arte de la paciencia con uno mismo, antes de ejercerla con los demás.

Sostenía antes que uno de los grandes peligros del género son las buenas intenciones, una cualidad que adorna a las personas, pero deturpa los textos, porque la ambigüedad, la plurivocidad, la polisemia y la intercontextualidad dinamizan cualquier creación en lo esencial de su desafío a los lectores, quienes no suelen ser amigos de esas buenas intenciones que, desde Samuel Johnson, sabemos que pavimentan el infierno.  Si algo no permite el aforismo es dar lecciones. Tampoco son bienvenidas las certezas a través de ellos. El mejor camino lo conoce el autor como la palma de la mano con que ha escrito sus fisuras: Un aforismo es el indicio de un gran texto aún no escrito. Fisuras, así pues, puede ser contemplado como una gran aurora en cuyos juegos cromáticos advertimos el revés de la trama, la sospecha de lo bueno y lo maravilloso, pero, también, el rostro horrible de la maldad y la necedad, si ambas no son una misma cosa.

El autor de estos aforismos ha escogido la sencillez —sencillez, que no simpleza…, matiza en oportuno aforismo— como el punto de vista privilegiado de quien se apea voluntariamente de la impostura de la grandilocuencia en la que tan fácil es caer cuando, a veces contra nuestro deseo, se nos imposta un tono admonitorio que no tardamos, ¡afortunadamente!, en rechazar como lo que es: la máscara del vacío —A menudo se es víctima de las propias creencias, y no tardamos en superponer, con ese juego de connotaciones que tantos significados genera en los aforismos, «carencias», que tan a menudo suele ser la condición última de esas «creencias»—; sencillez, en definitiva,  que viene a representar algo así como «el lugar en el mundo» desde el que escoge dirigirse a nosotros el autor:  ser minúsculo es esencial para que los detalles sean importantes. Cualquier vida, bien mirada, ¡y vivida!, lo tiene todo de una suma de detalles que nos definen, y de ahí la exacta paradoja que señala Francisco: La mayor sofisticación se consigue desde la sencillez.

Los lectores de estos aforismos ya han podido sumergirse en el mundo del autor, han compartido con él los lances biográficos de sus sentimientos complejos y sus ideas generosas: la mayoría, consoladoras; no pocas de ellas, desafiantes. Nada aporta este Ultílogo a su lectura, y eso me consuela: que sea perfectamente prescindible. Quiero creer, no obstante, que cada lector ha tenido la oportunidad de escribir el suyo, bien sea en forma de apostillas a los aforismos del autor, bien en forma de asentimiento a sus propuestas o de disentimiento razonado frente a las misma. Es importante recordar la concepción que tiene Francisco del aforismario como un río que fluye y en el que, parodiando al oscuro aforista que fue Heráclito, podemos decir que nunca vamos a leer dos veces el mismo aforismo: cada nueva lectura, cada nueva inmersión en el río de su «acontecer», cada nueva travesía, tenemos la oportunidad de rescatar  inesperados significados enriquecedores de la lectura: No vale con el goce intelectual de una máxima, el súmmum de un aforismo es su acontecer. Estoy convencido, en consecuencia, de que los lectores del libro harán lo que este ultilogista ha hecho con sumo gusto: volver a perderse una y otra vez  en la lectura aleatoria de Fisuras para sumar descubrimientos a la admiración, máxime cuando, como los años prescriben: A una cierta edad, cada día es una consecuencia grave del día anterior.

 

                                                                               Dimas Mas

 

 

 

 

domingo, 22 de mayo de 2022

«Nocturno de alarmas», de Sebastián Juan Arbó.



Una poderosa novela neorrealista y de ideas, ambientada en los días finales de la malhadada Segunda República.

        

         Gracias al desmantelamiento de la casa de verano de los padres de un amigo, este me dio a escoger entre los libros que por allí se almacenaban sin que nadie nunca los abriera los que me pudieran interesar, antes de deshacerse, vía contenedor de reciclado de papel, del resto. Mi primera sorpresa fue la existencia de una traducción al español tan temprana de la escritora usamericana Viña Delmar, Cincomujeres, ya reseñada en estas páginas. Entre otros varios que escogí, estaba este de Sebastián Juan Arbó, a quien conocía por su libro Tierras del Ebro, libro que, sin embargo, nunca me apeteció leer, porque me imaginaba, seguro que sin fundamento, que se inscribiría en esa veta regionalista de la literatura que, en su tiempo, encarnó Pereda. Leí, no obstante, por mi amor a la Picaresca, su Martín de Caretas, eso sí.

Nada más empezar a leer Nocturno de alarmas, publicado por Ediciones Éxito en 1957, me llevé una grata sorpresa, porque el autor fijaba la acción en los meses anteriores a la confirmación del golpe militar contra la República. Un poco con la mosca tras la oreja, porque, en mi memoria, Arbó se asociaba a la pléyade de escritores que se habían posicionado a favor del golpe militar, como Ridruejo y muchos otros, comencé a leer una obra que, para ser publicada en 1957, me parece no solo muy valiente, sino, ¡y ahí su enorme interés para los lectores de hoy!, con un contenido aún vigente, dada el estado actual de las cosas políticas en España.

La novela se presenta como una velada autoficción, porque el protagonista, Juan Antonio, es una encarnación del propio Arbó, si bien oportunamente velado por la ficción necesaria para no entregarnos unas memorias y sí un relato con personajes que, sin embargo, están sacados directamente de la realidad. Dado el periodo que viven los personajes, la condición de escritor del protagonista, las tertulias que frecuenta y la crónica neorrealista de la vida en los barrios populares de Barcelona, que, paradójicamente, tanto tiene de naturalista, o neorrealismo o incluso de «realismo socialista», dadas las inclinaciones políticas del protagonista, solo matizadas por su fervor religioso.

La crónica social, al hilo de los desórdenes sociales que se viven en la ciudad de Barcelona, con continuas huelgas, manifestaciones y violencias que no excluyen ni las armas de fuego ni los asesinatos, está planteada desde una crudeza que sorprende fuera «tolerada» por la censura que cualquier publicación había de pasar en aquellos años aun de plena dictadura. El abuso sexual de una criatura abandonada a su suerte, Cintia,  por parte de un ciego de quien ha huido su propia hija para escapar de la explotación que sufre,  y su posterior embarazo constituye una línea narrativa que se cruza con la vida de otros personajes, entre los que figura Mossén Antón, que jugará un papel trascendental en el capítulo más estremecedor del libro, cuando Cintia, a punto de parir se refugia en la iglesia y pide auxilio al mossén, quien, iracundo, solo atiende a que la encarnación del pecado está profanando el templo del Señor y ha de expulsarla como expulsó Jesús a los mercaderes, ajeno a las dos vidas que angustiosamente luchan por sobrevivir.

La novela es también una historia de amor, la del protagonista, con la hija de un pintor, Núria, salpicada de contratiempos y malentendidos. También una novela de amistad con diferentes amigos cuyas relaciones se ven afectadas por el drama que se cierne sobre las vidas de todos lo españoles. A este respecto, son numerosas las ocasiones en que la novela toma la deriva de la novela de ideas para reflexionar sobre lo que verdaderamente fue el último episodio de las guerras civiles que el país fue encadenando desde los pronunciamientos del XIX, a la idiosincrasia de los cuales perteneció la rebelión de los militares contra la República, por supuesto. ¡Y cómo lo hubimos de sufrir! El modo, decía, como afectaba la situación política  a las relaciones personales lo ilustra perfectamente el protagonista en esta reflexión: Nos enconamos y acabó llamándome fascista, como el insulto peor, No sabes cómo me entristeció, cómo me entristece esto. Veo que voy perdiendo esta amistad, veo que casi la he perdido, y las amistades no se renuevan ya en la vida, y sobre todo, una amistad como la que nos unía. […] Y yo me pregunto: «¿Por qué no hará como yo?» Yo no pienso como él, pero no me molesta que él piense de manera distinta, y aunque nos separaran diferencias todavía mayores, aunque fuese él todo lo que se puede ser de más opuesto a mis ideas, yo continuaría queriéndole, tratándole con la misma amistad, queriéndolo lo mismo.

Por esas palabras se intuye ya la naturaleza bondadosa y justa del personaje, un artista dedicado a su arte no para «triunfar», sino por inmanente necesidad espiritual:  Él sabía que muchas veces la consideración no depende del valor de uno, sino de su habilidad, y a veces, de cosas peores. Dócil a esta convicción, cedía a los otros aquellas ventajas. […] Él estudiaba por el gusto que le procuraba el estudio; escribía por el goce que hallaba en escribir, por el consuelo que sacaba y porque sentía una necesidad ineludible de escribir. Lo demás, no le importaba. Es curioso que, como toda información sobre su genealogía literaria, sepamos que sus autores preferidos eran «el otro Arcipreste», el de Talavera, Alfonso Martínez de Toledo, el autor de El Corbacho y Josep Pla, porque Arbó se inició en las Letras en el catalán, y solo más tarde se pasó al castellano. Esta novela, de hecho, es la tercera y última de una trilogía sobre la ciudad formada  por Sobre las piedras grises (Premio Nadal en 1948) y María Molinari. Uno de los personajes de la primera, Pedro, anarquista que se ha exiliado a Argentina, desde donde vuelve de visita con su familia, protagoniza un reencuentro con los viejos pistoleros que fueron sus amigos, quienes, habiendo él renegado del pistolerismo tras salir de la cárcel, están dispuestos a ajustar cuentas con él. La persecución en taxi por el centro de Barcelona tiene, por cierto, todo el sabor de las películas de gánsters… Complementemos esta brevísima información biobibliográfica con lo que Arbó pensaba de esta novela, Nocturno de alarmas, y que he encontrado en la muy interesante tesis que le dedicó Marta Matas Roca, Sebastià Juan Arbó: de la realitat viscuda a la ficció narrativa. anàlisi d’un desarrelament en la literatura catalana: Arbó havia afirmat respecte de Nocturno de alarmas que, com a conseqüència d’haver construït un discurs en la línia de les preocupacions de l’època, «es  acaso la que más me complace». I encara afegia: «creo que es sin ninguna duda la más ambiciosa de mis novelas». Doy plena fe de que así es, porque no se trata solo de que en ella exprese su pensamiento político, en el que enseguida entraremos, sino su pensamiento «vivido», como parte importantísima que es de su vida. Recordemos que ele protagonista, además de escritor es periodista, y que, llegados los tiempos de las decisiones, mientras el padre de su novia, un reputado pintor, se desplaza a París para huir de la «quema», y pretende llevarse a su hija con él, Juan Antonio permanece en Barcelona.

Desde esa sólida posición creativa, y dada las simpatías iniciales que siente el protagonista por el comunismo, hasta que se desengaña de él (me sobra el odio, de que han hecho una bandera, y me falta la libertad, que han abolido. Con odio no puedo vivir, no puedo vivir tampoco sin libertad), es fácil concluir que la evolución de Juan Antonio lo va a llevar a militar en lo que él denomina la generación del «desengaño». Recordemos, porque viene a cuento, el éxito que tuvo, en su momento, la generación del «desencanto», a raíz de la película de Chávarri sobre la familia del poeta «oficial del Régimen», Leopoldo Panero. En un caso, la novela de Sebastián Juan Arbó, se describe la descomposición del régimen republicano; en el otro, la película de Chávarri, la del régimen franquista que la sustituyó. Todo acaba mal, podría ser el corolario.

Se multiplican de tal manera los juicios lúcidos contra lo que ocurre que me alargaría no pocas páginas aportándolos. Consciente de ese trasfondo autobiográfico, el novelista no ofrece datos que no respondan a la veracidad, aunque no siempre se ajusten, por días, a los hechos consignados, sino, antes bien, una perfecta crónica de la espiral de violencia desgarradora que partió en tres la sociedad española; el grueso de las descripciones de lo que fue una evidente degeneración democrática del régimen republicano es tan fiel como las que figuran en el libro de Payne que nadie debería dejar de leer y que yo reseñé en Provincia Mayor que el mundo eres: El camino al 18 de julio, que lleva por subtítulo lo que en esta novela se narra, con harto dolor: La erosión de la democracia en España (diciembre de 1935-julio de 1936).

Porque de eso se trata en este libro, eso es lo que «viven» en primera persona sus protagonistas. Esa degradación en la que no faltan los pescadores en río revuelto: Pedro Santillán en estos días abrigaba ya secretas ambiciones con respecto a la política; su ambición oculta era lanzarse por aquel camino. Su falta de convicciones le facilitaba la tarea. Esto le libraba de ingresar en el partido de sus sentimientos: iría al partido de sus conveniencias. Pero es un compañero de Juan Antonio, Félix García, quien nos describe el  modelo de lo que hay anda tan necesitado nuestro país: el centro político: Toda la historia de España en los últimos decenios es una busca de este centro, busca a tientas, en la oscuridad, siempre entre tiros, en estas alternativas de marasmos y de violencias que constituye nuestra historia: o estamos muertos o nos peleamos. No teneos término medio. El centro que vamos buscando nadie lo encuentra. Hemos tenido Monarquía; ahora tenemos República; la hemos tenido de izquierdas; la hemos tenido de derechas. Con unos o con otros, hemos tenido solo violencias, desórdenes, tiros. Ya Larra rogaba a Dios, refiriéndose a España, que la salvase de sí misma. ¡Qué razón tenía! El peor enemigo de España está en ella misma y en ello vemos también cuán viejo es el mal. Para el lector está claro el carácter instrumental de estos personajes por cuya boca sigue expresándose el autor, una pluralidad de voces que impidan el mitín o el libro confesional o la desesperación de quien sufre por pensar y sentir eso: «Es verdaderamente cómico lo que me ocurre; los de la derecha me consideran de izquierda, un rojo, casi un anarquista; los de la izquierda, un fascista, un «cavernícola», como se dice ahora». Lo había descubierto con tristeza. «¿Cómo les diría que soy un desengañado, que tengo mi ideal, como uno de tantos anhelos imposibles, pero que los hombres me han asqueado?»

A lo largo del libro son frecuentes las escenas de tertulia —¡esa vieja institución del país que prácticamente ha desaparecido de nuestra vida cotidiana para ser substituida por los púlpitos de radios y televisiones!— en las que se hace el tradicional repaso a la situación política, ese inmortal desahogo de decenas  y decenas de generaciones en este país, tan dado al desahogo emocional y tan poco a la construcción de la polis: A mí me parece lógico (y lo aplaudo) que el Gobierno defienda a la República contra los que signifiquen contra ella un peligro, venga de la derecha o venga de la izquierda. Lo que no me lo parece tanto (y de esto nos quejamos todos) es que deje esta defensa en manos de particulares. Con un gobierno fuerte, ningún partido es peligroso; con un Gobierno débil como el que tenemos, todo se vuelven peligros, porque cada cual ataca y cada cual se defiende como puede, como sostiene Juan Antonio para, en otro momento, asentir al diagnóstico de su amigo Félix García: La historia de España, es cierto, es un reloj de repetición: se repiten las coplas, como los sucesos. Las sentencias resucitan a través del tiempo, y vuelven a cobrar valor. Es el momento de recordar que en otra ocasión se cantaba en las calles de Madrid, en los tiempos de la reina Isabel, en días tan calamitosos como los presentes; es hora de repetir aquella copla en que parecían anunciarse los excesos de julio, la revolución que se acercaba, y no quisiera ser profeta:

Cuando comenzó el diluvio,

                   Todos estaban alegres;

                   Unos a otros se decían:

                   ¡Qué buen año va a ser este!

 

En términos generales, la alternancia de los varios hilos narrativos que configuran a novela, en breves capítulos que se suceden sin otra indicación que el espacio en blanco entre ellos, permite la lectura ágil de una narración extensa: 316 páginas de letra más que reducida, y que merecería una reedición en mejores condiciones físicas. Tanto el desarrollo de los amores de Juan Antonio, como las vidas particulares y muy especialmente el terrible drama social del ciego y la chiquilla a la que acoge como lazarillo en su casa son muy interesantes y nos muestran una contemplación nada mojigata de la realidad que se vivía en aquella España en proceso de desmoronamiento del año 36 del pasado siglo. No es de extrañar, en consecuencia,  que, sobre todo en boca de Juan Antonio, que cifró en la fuerza de la República el ideal de todo lo bueno, suenen ecos tan desgarrados del gran problema que fue decisivo en la Generación del 98: España: Somos un país maldito, un país de locos, tiene razón Unamuno. La culpa no está en este o en aquel otro partido; la culpa está en España. […] Yo quiero a España, a pesar de todo, y cuanto más miserable la veo, cuanto más desgraciada, más la quiero. ¡Cómo la siento, Dios! Es como una madre que nos ha salido torcida, loca, extraña, pero que con todo no deja de ser nuestra madre.

Por eso la novela se cierra con un apóstrofe que resume a la perfección la postura de Juan Antonio, un hombre de centro en un país polarizado hasta el enfrentamiento sangriento:

Malditos sean! ¡Malditos sean! —murmuró. Con lágrimas en los ojos—, «¡Malditos sean!» Pero no sabía por quién lo decía. […] Entonces, en medio de la angustia creciente, en la desolación, en los disparos, quiso rezar. Quiso rezar, pero no pudo: tenía la lengua trabada, el alma trabada.

jueves, 5 de mayo de 2022

«Contra el diagnóstico», de Marcos Obregón, un libro necesario.

 

La lucha contra el estigma del diagnóstico que margina a quienes, una vez «etiquetados», son arrojados extramuros de la indefinible «normalidad»… 

         Marcos Obregón ha escrito un libro inteligente, combativo, necesario lúcido e imaginativo que, teniendo un carácter testimonial y siendo de naturaleza autobiográfica, ha adoptado la estructura externa de una novela policiaca, lo que convierte su lectura en un auténtico desafío a cualquier lector, porque, en realidad fue un desafío para el propio Marcos, una auténtica aventura, en el más noble sentido del término. Ha sido publicado por Rosamerón, una nueva editorial dedicada al ensayo sobre temas de actualidad que nos permitan una adecuada comprensión de nuestro presente, y en ese loable propósito Contra el diagnóstico ocupa un lugar preferente por su valentía y su oportunidad.

Ingresado en una unidad psiquiátrica tras un brote psicótico que lo traslada a la dimensión desconocida de un «estado de consciencia alterado», en el que deja de reconocerse a sí mismo, el autor, Marcos Obregón,  es sometido a un tratamiento psiquiátrico y psicológico que acabará clasificando y etiquetando la enfermedad mental que padece, con la consiguiente prescripción farmacológica capaz de generar mayores y más graves alteraciones que el propio «trastorno» padecido: Uno cree ingenuamente que es el trastorno el que está generando desorden, pero lo que describen los informes son sobre todo secuelas de la sobremedicación a la que fui subordinado. Al poco tiempo de ese ingreso, muere su padre, de quien no puede despedirse, lo que, como revela su madre en su capítulo de confesiones, acaba provocándole un recaída aún más grave: «Murió tu padre. Estabas con el corto. […] Longo te subió la medicación para que no te deprimieras. Eso acabó de matarte. Te fue subiendo, te fue subiendo, hasta que explotaste. Explotó todo».

Se trata de un libro en el que se reivindica el abandono social del uso del diagnóstico, de la clasificación habitual de las enfermedades mentales, por su capacidad para generar un estigma y la consiguiente  marginación que en nada ayudan a los pacientes y en todo a segregarlos del complejo ámbito social de la llamada «normalidad»: La mirada clasificadora nos desmenuza como seres humanos y nos transforma en una ristra de síntomas a erradicar. Se plantea en él un serio cuestionamiento de ciertos conceptos que, como describe perfectamente la película Nido de víboras, de Anatole Litvak —en la que a una persona perfectamente sana se la ingresa por equivocación en un centro psiquiátrico y se la acaba incluso diagnosticando y reteniéndola en él contra toda lógica y, por supuesto, contra su voluntad—, condicionan la vida de una persona en el seno de nuestra sociedad de por vida, en según qué casos. Así, por ejemplo, el autor, frente a «enfermedad», nos dice: he acogido «trastorno»  con su resonancia etimológica como la más honesta. Trastorno denota la noción de «girar» y deslazarse a «otro lado». Representaría el termino que mejor define lo que me sucedió. Un vuelco en la percepción. O frente a «medicamento» nos recuerda la realidad de lo que estos son:  Los medicamentos no son una forma sofisticada de mejorar el funcionamiento o de restaurarlo. Son simplemente drogas. […] Pueden ser útiles, cuando alguien está sufriendo mucho, tal vez sea preferible estar en un estado inducido por el fármaco.

Decía que el libro adopta una estructura de novela detectivesca por una sencilla razón. El autor, ajeno a la memoria detallada de su proceso, de su origen y de buena parte de sus manifestaciones, decide investigar qué le ha pasado, reconstruir su historia a partir de los testimonios de quienes estuvieron cerca de él, de los familiares, de su mujer, entonces, de sus amigos, de los psiquiatras con quienes se trató, de los informes que se redactaron con motivo de sus ingresos clínicos, etc. Como recién llegado de otro país, Marcos Obregón inicia una indagación que lo lleva a conocer su propia historia en boca y escritos de «los otros», los únicos que se convierten en la fuente fiable de la reconstrucción de sus padecimientos y de lo que él, a su vez, hizo padecer a los demás. Poco a poco, pues, el protagonista accede a un conocimiento bastante detallado y desde muy distintas fuentes de su «caso» y de cómo, a pesar de su licenciatura en Filología Hispánica, de su trabajo como corrector en una editorial y de sus inclinaciones artísticas en el campo de la dirección cinematográfica y la interpretación escénica, comienza a sufrir una deriva mental que acaba en un brote psicótico, a los 31 años, que se resuelve en el primer internamiento hospitalario y, posteriormente, como él mismo dice: Pasé de corregir libros, dar clases de interpretación actoral y estar bien considerado en mis trabajos a ser bipolar, con vida de bipolar, con pensión de bipolar, si bien el primer diagnóstico fue un TOC (Trastorno obsesivo compulsivo) «de libro», como le diagnóstico el Dr. Longo: Las obsesiones me salvaban de la locura, el alcohol luego también.

         Si dije que se trata de un libro «necesario», ello se debe a algo tan esencial como a que quienes no tienen la experiencia, tan dolorosa como enriquecedora, de padecer en el seno familiar un proceso de trastorno mental de alguno de sus miembros, raramente pueden acceder a una vivencia sincera, directa y objetiva del mismo, algo que este libro suple con creces, de un modo tan entrañablemente humano que no solo nos permite empatizar profundamente con el autor, sino plantearnos sus miedos sus dudas, sus certezas y sus desconciertos, porque en el campo de la salud mental  no hay dos pacientes iguales, a pesar de lo que las etiquetas del diagnóstico nos quieren hacer creer, y eso es algo de lo que se queja amargamente el autor. Como dice Jon, a quien dedica el libro: Te llega el historial de una persona que tiene un diagnóstico tan largo y al final todo lo que tú hagas se va a asociar con eso. Todo lo que te pase, aunque sean cosas normales, aunque tengas rabia porque en la vida se tiene rabia, aunque estés más apático porque en la vida hay momentos que estamos apáticos y desesperanzados, todo eso se ligará al diagnóstico. ¡Y es tan pesada y onerosa la losa de ese determinismo médico!

         La lucha del autor para salir del miedo que guía buena parte de sus reacciones es la lucha por la asunción de su propia libertad como individuo frente a los métodos coercitivos de la psiquiatría oficial y por la comprensión de su propio trastorno, porque la deriva del trastorno hacia la enajenación requiere, como es el caso del autor, una extraordinaria voluntad de intelección de algo tan lábil como es la estabilidad mental, más allá de estados en los que solo los medicamentos o recursos más expeditivos, como la retención física o los electrochoques, incluso, son capaces de asegurarnos. Marcos Obregón insiste mucho en su obra en la inhumanidad de unos tratamientos que parecen no atender a las necesidades reales de los pacientes, sino a la exigencia social de combatir los síntomas que alejan al paciente de lo que reconocemos socialmente como el estándar de la «normalidad». Como revela una de sus compañeras en Radio Nikosia, Mariona: «Vi a una persona llorando desconsolada, se había intentado suicidar, y nadie le dio un abrazo, nadie le dijo; ‘Tú vales como persona’, que es lo que necesitaba oír, sino que le reprendieron y le dijeron que lo tendrían atado hasta que no se calmara». Hace tiempo se puso de moda un libro, Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff, cuyo título vendría a sintetizar la defensa que hace el autor de un tratamiento que ponga al paciente, no a sus síntomas, en el centro del tratamiento: No creo demasiado en terapias fundamentadas en recomendaciones de lo que se debe o no se debe hacer ni pensar. Me interesa más alguien que te ayude a razonar, a formarte preguntas, a habilitarte conocimiento para que seas tú el que se recomiende. A lo largo del libro Marcos Obregón recoge citas de escritores que le permiten objetivar, de alguna manera, su relación con el trastorno. La más repetida, sin duda, es la de Antonin Artaud: Vivir no es otra cosa que arder en preguntas. Aunque la autora con quien mejor se identifica Obregón no puede ser otra que Alejandra Pizarnik, una de las cumbres de la poesía española de todos los tiempos. De ella recoge esa lúcida observación: Estoy muriendo porque alguien ha creado un silencio para mí. Ese silencio social es el temido «estigma» contra el que lucha este libro de lectura imprescindible.

El valor fundamental de este ejercicio de introspección tan valiente y honesto de Marcos Obregón radica en la dolorosa pero lúcida aceptación de una realidad adversa (detrás de un problema de salud mental se esconde sobre todo miedo. Mucho miedo) frente a la que, aun teniendo el apoyo incondicional de familiares y amigos, e incluso psiquiatras y psicólogos que se adecuan a la perspectiva antidiagnóstico que prioriza al sujeto frente a los síntomas,  el autor siempre se siente solo frente a su trastorno y frente a los demás, por mucho e intenso que sea el amor desde el que le ofrecen una ayuda que no siempre consigue sus objetivos: Los manicomios se construyen en el seno del individuo. La pastilla se perfila como guardián y confinador, concluye el autor con una lucidez sobresaliente que se acerca, mutatis mutandis,  a los planteamientos de Byung-Chul Han sobre la interiorización gozosa del mecanismo represivo del capitalismo que todos asumimos en esta sociedad de la información. ¿En qué se manifiesta socialmente esa adversidad? Pues en el tan temido como combatido «estigma», al que tanto temen quienes, como el autor, aceptan su «trastorno» y quieren reconstruirse a partir de él. El autor recuerda una entrevista que hicieron en TV3 a varios pacientes, en la que les preguntaron: «¿Qué es peor, el trastorno o el estigma?» Y todos, y atestiguo que formábamos un grupo más que considerable, sin excepción ni preconcebir, contestanos a la una «el estigma».

El combate contra la soledad, ¡tan peligrosa como, en fases depresivas, deseada!, lo lleva a cabo el autor gracias al asociacionismo de los pacientes, y de ahí que su relación con el proyecto Radio Nikosia adquiera una virtud trascendental, porque, y eso es un aprendizaje que ha de servirle de mucho a la sociedad, las enfermedades mentales no han de combatirse desde la individualidad del paciente, sino desde la socialización de las mismas. O como dice el autor:  La persona no existe de forma aislada, y, de hecho, no se la puede entender separada de sus relaciones, su comunidad y su cultura; el significado solo surge cuando se combinan los elementos sociales, culturales y biológicos; y las capacidades biológicas no se pueden separar del entorno social e interpersonal.

El libro se divide en capítulos que marcan los ejes de la investigación que lleva a cabo el autor para «conocer» exactamente qué le sucedió, aunque esas referencias externas a su proceso no acaben no solo ya de satisfacerlo, sino de aclarar suficientemente la índole de las transformaciones interiores que sufrió: La soledad de la pareja. Los amigos. La familia… Una mirada transversal en la que el autor recoge tantas manifestaciones de solidaridad como de miedo y de cobardía, porque, y eso es perfectamente comprensible, tras la lectura del libro, el trastorno tiene la maldita capacidad de alejar a los demás de quien lo sufre. Es su hermana, quien define perfectamente el enajenamiento que instala una distancia insalvable entre el paciente y quienes conviven con él: ¿Cómo identifico yo a una persona que sufra de una enfermedad mental o de un problema mental? Por la mirada. Es que se ve que estás en otro sitio diferente al que está una persona sana muy entre comillas. «Sana» quiere decir que está en esta dimensión y no en otra. Tengamos presente que lo propio de quienes conviven con un paciente así es la inexperiencia, el desconocimiento de cómo comportarse en esos casos, lo que lleva a actuaciones que, sin saberlo, acaban siendo contraproducentes. Su cuñado lo define perfectamente en su versión particular de la historia de Marcos: «El entorno es fundamental, para lo bueno y para lo malo. […] Y a veces, claro, quien mucho te quiere también te acaba jodiendo. La sobreprotección es una losa». ¡Si supiéramos a tiempo que nada «jode» más a quien está inmerso en una depresión profunda que le digan que se anime! Este libro de Marcos Obregón, visto desde esta perspectiva, es, también, un excelente manual de orientación para quienes tengan cerca un caso de esta naturaleza, porque la comprensión profunda que se extrae de él ayuda, aunque solo sea a eso, a no cometer errores de mucho bulto y a saber que con el miedo no se ayudo al miedo, por ejemplo, por más que, como revela su madre, eso sea ya un tic que acompaña a los familiares de por vida: No quería llorar. Es que me ha quedado el miedo en el cuerpo de si te vuelve a pasar. Es solo eso, te quedan secuelas.

Hay alguna ingenuidad, como la de la asignatura de gestión de las emociones, que más parece responder al tópico ilustrado de que la educación todo lo puede, como decía Virgilio del amor; pero ello contrasta con peticiones tan sensatas como la integración laboral de quienes padecen enfermedades mentales para sacudirse la segregación social, que afecta, con todo, a otros colectivos con discapacidades físicas, por ejemplo.

Entre la autobiografía, la confesión, las memorias y el documento social y antropológico, Contra el diagnóstico es un libro singular, escrito con sensibilidad y un magnífico uso del lenguaje que, a buen seguro, constituirá el descubrimiento, para muchos, de unos padecimientos sobre los que un diputado en el Congreso alertaba con no poca razón,  a raíz del confinamiento pandémico, porque la inversión del Estado en la prevención y tratamiento de estos trastornos no está a la altura del número de casos declarados. Es paradójica la atinada reflexión del autor: ¿Cómo puede ser que en un lugar de supuesta recuperación uno quede tan hastiado que quiera escapar? ¿Y cómo puede ser que no habiendo cometido ningún delito una persona esté dos meses sin permisos para salir, solo porque ha desvariado? Están en juego, de un lado, políticas sanitarias, y del otro, el inmenso poder represivo que la sociedad ha depositado en los psiquiatras a la hora de erigirse en severos guardianes de los estándares de la controvertida «normalidad», algo sobre lo que convendría reflexionar socialmente. Particularmente, por lo que se me alcanza del problema, me ha llamado mucho la atención la descripción surrealista que hace Obregón de la enfermedad mental: Si tuviera que diseñar el infierno dibujaría una sala llena de personas pintando mandalas a unas eternas 8.30 de la mañana, habiendo tomado una hora antes una montaña de fármacos con cualidades hipnóticas.

Leamos. Meditemos. Hablemos. Actuemos.