martes, 24 de julio de 2018

“Celebración del sentido”, una novela inédita de Rafael Carreras.



El privilegio de leer una obra singular que difícilmente verá la luz  en un panorama literario adocenado y bestsellerificado...

 Los caminos de la cultura son bastante más inescrutables que los de las divinidades, siempre tan previsibles y con una tendencia hacia la complicación melodramática que los vuelve aburridos, pesados. En el ámbito de la verdadera cultura, que no suele necesariamente coincidir -vamos, que no coincide nunca…- con lo que oficialmente entendemos por cultura reconocida o consagrada, las posibilidades de la epifanía feliz están en relación directa con la capacidad de ocupar, en el tiempo y en el espacio, el lugar por el que Azar ha de portar sus dones. Mi condición de Artista Desencajado me ha permitido tener acceso a realizaciones culturales cuya existencia, de otro modo, hubieran permanecido ignotas para mí y para el resto de los mortales, a quienes ahora me dirijo para hablarles de un texto, Celebración del sentido, que  he tenido el privilegio de conocer. Sí, privilegio, y entiéndase la palabra en el sentido en que la emplea Clarín para hablar de un personaje, Fernando Vidal, en el cuento Un jornalero: el de que podía permanecer en la Biblioteca de la ciudad, él solo, cuando todo el mundo había tenido que abandonarla por imperativo horario, aunque corriera por su cuenta el gasto de las velas para la iluminación durante esas horas de trabajo en que, como un fantasma, investigaba sobre las revueltas gremiales del medievo en su ciudad. Rafael fue alumno mío en el primer año de profesión, uno de esos alumnos en quienes los profesores advertimos enseguida, a su favor, el injusto reparto de las luces y de la sindéresis. Recuperado, gozosamente, el contacto casi cuarenta años después, no solo me encuentro con un pianista admirable, sino con la sólida, poderosa y compleja voz de un escritor en busca del género donde verter sus incomparables dones. Sí, Celebración del sentido, pretende ser una novela, y es posible que lo sea, porque hay un género de novela -ya ha escrito sobre él abundantemente en este Diario, e incluso ofrecí una Receta para confeccionarlas… , el de la novela mittleuropea, al que propiamente se ajustaría esta novela en su estado actual, que tiene tanto de derroche íntimo, intelectual, irónico, como de ajuste de cuentas con la propia biografía y una complejo visión del mundo. Es difícil, salvo en los casos de decantación nítida desde un buen comienzo, saber cuál es el género más adecuado para desarrollar nuestras capacidades expresivas. En esta novela, muy próxima a la narrativa de Robert Walser y la de Robert Musil, hay, sin embargo, fragmentos de texto que no desmerecerían, en absoluto, en El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, o en Orbe, de Juan Larrea. Doy estas referencias, antes de meterme en harina, como contexto indiscutible de un proyecto narrativo al que quizás el propio concepto de narración no le es del todo predicable. La novela nos habla de un amor perdido, el de Elsa, de unos amigos que constituyen un grupo de agitación cultural, de una codiciada cantante de ópera y de unos personajes corruptos que representan las flaquezas de una democracia formal en la que la cultura y los dineros establecen relaciones prohibidas y miserables al amparo de una ideología “regionalista”, digámoslo así, porque la indignada parodia contra ese estado de cosas  se refugia, precisamente, en la ironía, el sarcasmo y la ambigüedad transparente. Hay no poco de autobiográfico en la novela, no solo por lo que afecta al narrador, limitado sosias del autor, sino también por multitud de detalles reflexivos de los otros personajes, sobre de Aymart, en cuya boca pone el autor no pocas reflexiones que él mismo podría asumir y defender como suyas. Esa novela centroeuropea tan intelectualizada nos tiene acostumbrados a una construcción expositiva -más que narrativa- que convierte  la percepción en el eje central de la imposible acción que, como concesión a la arqueología del género, aparece, aquí y allí, a lo largo del libro con una sólida vocación de pretexto que desaparece así que nos dejamos llevar, cautivar, seducir  y deslumbrar por los hallazgos de todo tipo que el texto nos brinda con una generosidad digna, desde luego, de que sea yo solo el único Fernando Vidal que disfrute de este privilegio. A la quintaesenciada capacidad de observación de Rafael Carreras ha de sumarse una depurada expresión capaz, además, de registros muy diversos: líricos, filosóficos, sociológicos, cómicos…, porque, además de los finísimos planteamientos en todos esos órdenes de la realidad que nos ofrece el autor, este intelector infatigable agradece, sobre todas las cosas, el incisivo y brillante sentido del humor que preside toda la peripecia de unos personajes muy a menudo presentados como meras voces elocutivas, desprendidas de las circunstancias concretas de condiciones vitales tan comunes como el cuerpo, los hábitos, el espacio común o las expresiones vitales habituales: la calle, la casa, la cocina, la alimentación, la higiene, el clima, qué sé yo…, todos esos minúsculos actos casi insignificantes que nos construyen como seres sociales en un tiempo y un espacio concretos, en una lengua y en una Historia, y en una formación. He de excluir, eso sí, las hermosas páginas que aparecen en la novela dedicadas al paisaje, a su descripción minuciosa y al romanticismo implícito en ellas, porque, además de una sensibilidad hacia la materialidad específica del paisaje, hay una proyección emocional indiscutible, al menos a mi modesto entender. Es hora de entrar en la selección de esos higlights operísticos que ayuden al lector de estas líneas a hacerse una idea más o menos cabal de qué tipo de narrativa nos propone el autor. Hay, me parece, una cierta intención de construir los capítulos como “retratos”, individuales, dobles o múltiples, corales, ateniendo al encadenamiento de discursos que, aun perteneciendo a personajes distintos -y eso incluso podría entenderse como una cierta debilidad del intento narrativo-, este intelector se atreve a defender que pueden ser asociados -hasta donde se me alcanza- con el autor, lo cual nos deriva hacia una “confesionalidad” o la creación de un “yo lírico” que aproxima este intento novelístico a aquellos autores, sobre todo Pessoa y Larrea, de quienes ya hablé ut supra. Que nos movamos en ese ámbito de inclinaciones expresivas nos permite identificar algunos rasgos creativos que son, sin duda, habilidades notables del autor, como la finura en e análisis psicológico de la pasión amorosa: Pero quién entiende, por otro lado, la gramática del dolor cuyo léxico destruye la carne. Quien ha pasado por el dolor, quien se ha fortalecido y debilitado por el dolor, tendrá cosas particulares que decir, o que evitar decir. El contacto del narrador/protagonista con el círculo de “iniciados” en la dialéctica que se enfrenta al Todo con afán de comprenderlo, de reducirlo, de disolverlo, para lo que es preciso abordarlo desde un pluriperspectivismo que queda manifiesto en el texto con las reflexiones, desde ángulos tan insólitos, como las que nos asaltan durante la lectura: Desde un punto de vista intelectual, el deseo es poco más que una pulsión desasida de objeto. Sin embargo, quien conoce el placer, tan ratificador, que resurge inmediatamente tras la satisfacción y que consiste en saber que pronto se volverá a desear lo mismo, con la seguridad de que se obtendrá aquello que se desea, cuenta el tiempo a su manera, en forma de cumplimiento, retorno y ausencia. A los lectores avisados no les habrá pasado por alto ese final de párrafo, tan barroco, como quien cierra, con la recolección de rigor, una estructura de diseminación. En efecto, las páginas de Celebración del sentido constituyen un hermoso capitulo actual de una tendencia reunida y clasificada por Baltasar Gracián en uno de los grandes libros de nuestras Letras hispánicas: Agudeza y arte de ingenio. Es frecuente, además, que a esa fina agudeza se una el afán paradójico, tan propio de los seres libres. Sin duda, la gran paradoja del libro es la expuesta en el capítulo 13, tras haberle precedido, en el 8, una reflexión que la prepara: No sabemos gran cosa del sueño, ni tampoco dónde está el que duerme, desconocemos cuál es el lugar y si lo atraviesa o permanece en él, y si su permanencia es feliz (si es posible dar a este término un carácter plenamente simbólico, como el de una celebración) o bien está llena de incertidumbres y repeticiones obsesivas. Tal vez la inmovilidad  exterior nos engaña sobre el suceso del sueño y la posición en apariencia relajada que ha adoptado el cuerpo es la que necesita el esfuerzo interior para afrontar las dificultades que impiden un descanso profundo. Con ese antecedente, donde ya se manifiesta el grado de elucubración a que llega el autor, desembocamos, más adelante, en una paradoja fecunda como pocas: Pero, ¿quién es él, ese que nos recuerda quiénes somos? Nada más individual que un sueño nocturno, y sin embargo su imaginería abunda en lugares comunes. También es común el lenguaje de la vigilia, el lenguaje que ordena el mundo, el indescifrable. ¿Por qué el sueño elige este durmiente en lugar de otro? El recurrente, el evasivo, elige sus hombres, sus criaturas de predilección. ¿Poseen una predisposición innata o adquirida? En cualquier caso, ellos serán testigos, en la vigilia, de lo que anuncia la falta de descanso. Inevitablemente, el sueño es el anuncio de una lucidez. ¿Se puede concebir planteamiento más audaz que el de una suerte de Central de los Sueños que elige a los durmientes para endosarles este o aquel sueño? El propio final del párrafo, con toda la propiedad retórica del epifonema, es un broche de oro que nos habla bien a las claras de los sólidos fundamentos clásicos del autor, a quien seguro que no le gusta que yo aquí diga que lee a Tucídides en el original griego…, pero yo me acojo al también clásico facta, non verba… Al narrador/autor no se le escapa que el gran peligro de la inteligencia y de las personas es la dispersión - una forma de esterilidad que conduce inevitablemente al desengaño de sí mismo. Es bueno, si uno saca las conclusiones adecuadas. Pero uno cree abrazar el mundo con la vaguedad, y lo único que hace es sostener los brazos en el aire-, de ahí ese sutilísimo recordatorio que enuncia como una conjuración del peligro: Una atención dirigida constantemente a muchas cosas corre el riesgo de convertirse, más que en el ejercicio de un talento, en un tóxico. Pero eso sí que parece inevitable, en la novela, porque toda ella es una sucesión de atenciones en las que parece complacerse el narrador a modo de evasión y diversión, en su raíz etimológica, di verter: dar giro en dirección opuesta, alejarse, entretenerse, recrear. Desde esta perspectiva, la novela, a quien los fulgores de la inteligencia le susciten una emoción profunda -¡es mi caso!- es una tentación a la que resulta difícil resistirse. Es cierto que es una rareza, una novela que se ajusta a ese “cabe todo” que decía Cela del marbete “novela” que precede a cualquier texto, una pieza singular poco identificable con esas vulgaridades que “atrapan” y que te hacen leer “perdiendo el huelgo” y que “no se te cae de las manos”, pero una vez que los intelectores han aceptado el reto que el narrador les plantea, esto es, seguir desde su percepción el asalto a la ciudadela de las imposturas de la  realidad, ninguna lectura más atractiva que Celebración del sentido, probablemente una obra que, bien entrado el capítulo segundo -el primero es una joya lirica- , pierda no pocos lectores de esos a los que no se les puede pedir esfuerzos de intelección, los ariádnicos que se limitan a seguir tranquilamente el hilo que los lleva al desenlace y los devuelve al seguro anodino de la entrada del laberinto. Esa supuesta dispersión, más se parece a la aspersión mediante la que el narrador/autor va regando el jardín emblemático donde Sánchez Ferlosio pasaba sus semanas de recreo, evocación, a su vez, de los de Soto de Rojas: Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, que a buen seguro son lecturas que el autor, licenciado en Filología Hispánica, habrá hecho en sus años mozos… En ese asalto a las innúmeras manifestaciones de lo real, la cuestión de la identidad ocupa un lugar preeminente, el propio que ha de ocupar en personas de tan marcado individualismo militante: Si el deseo encarna nuestra personalidad, lo hace rodeado de máscaras. Hay una multitud de posibilidades que no se han desarrollado, porque otros deseos se han situado en primera fila. Entonces, uno de ellos decide hacer de crítico y aprobar -o desaprobar- mientras el resto se limita a aplaudir y desaparecer por los corredores. De hecho, y esta vinculación literaria se me ocurre al hilo de la propia definición del concepto “espacio propio”, ¿se advierte o no el eco de Virginia Woolf en esa reivindicación de ese espacio, equivalente a la habitación propia de la autora británica?: Todos necesitamos un espacio propio, o pertenecer a un espacio que sentimos como propio, en el que estamos y nos movemos. Es un espacio imaginario en primer lugar. A veces los hechos lo rebasan, lo reducen y hasta cierto punto lo aniquilan. Pero ese espacio está ahí, de todos modos, en confrontación, tanto si lo defendemos como si no. Y allí encontramos el esperar y el desear, el prometer y el recordar. Pues bien, Celebración del sentido “es” ese espacio, y hemos de agradecer el valor del autor para ofrecerlo a la consideración ajena con un valor que a los escritores se les supone, como a los militares, pero que echa a muchos para atrás a la hora de dar el paso de “ofrecerse” casi abierto en canal ante ojos críticos que no siempre tendrán las claves de lo que el narrador les expone. La sinceridad sobre las propias limitaciones, en modo alguna fingida, sino sentida en lo más vivo del dolor que produce siempre la poca confianza en la capacidad del lenguaje para expresarnos propiamente, aparece a menudo en boca del narrador, por más que a sus lectores nos parezca una exageración que raya la falsa modestia, pero no hay tal; antes al contrario, en las páginas de la novela hay, también, como no podía ser de otra manera en un texto tan intelectualizado, una epistemología subyacente: Trataba de rehuirlas [las voces interiores del un pelma que no hay quien lo aguante] apelando a su insignificancia, a la verdadera falta de poder sobre mí de esos restos , desechos que no eran capaces de prolongarse en una ensoñación ni menos aún de articularse en un discurso, pues no eran más que el resentimiento de la incapacidad de expresarse de otra forma. Y por ahí sí que entramos en la parte más ardua, pero también gratificante para ciertos lectores, porque siempre es emocionante el reto de describir el proceso del conocimiento, y perdóneseme la longitud de esta dos citas: A esa experiencia, productora de posibilidades, pertenecía una semántica recorrida por constantes bifurcaciones, de apariencia fluida e inquieta, en la que “fuego”, por ejemplo, describía un estado singular que recreaba con sólo pronunciar esa palabra, sin aludir necesariamente al fuego. Su dinamismo impreciso, evolutivo, hacía que evitara referir tal vivencia, y guardaba para mí los símbolos que contenía. Presentía que tratar de expresarla habría sido como si, después de contemplar un cuadro que representa una escena campestre, me hubiese puesto a dar lección sobre el uso de determinada herramienta que en el aparece pintada, una hoz, y sobre la correcta forma de empuñarla, afilarla y guardarla. Y, más adelante:  La vivencia era única, se repetía porque volvía a sí misma, y en eso consistía su amplitud. Sin embargo, como las palabras son comunes no solo con oros hablantes sino también con los momentos menos extraordinarios en los que un término acostumbra a denotar de forma directa, estas acudían como por sí solas, generadas por un impulso que escapaba enteramente a mi voluntad, de tal modo que la misma palabra que nombra la llama de la hoguera servía para la agitación del álamo y también para la exaltación que surgía en mí, si se asociaba con ese momento, Y así lo hacía, como por sí sola. No se crea, sin embargo, que esta deriva gnoseológica domina la mayor parte de la novela. Aparece como forma inequívoca de manifestarse no solo el narrador sino el resto de los miembros del círculo cultural que el autor frecuenta y en el que él se incluye, si bien desde una posición ciertamente periférica y, sobre todo, crítica. Podría seguir, sin duda, porque la novela es rica en reflexiones de poderoso calado, al estilo de los dos siguientes apuntes que el narrador nos regala con esa insultante facilidad suya para captar los movimientos del espíritu: Seguramente uno pervive en la lucidez solo cuando esta proporciona, en compensación, cierto deleite en la indiferencia, o mejor aún, en el desprecio y esta magnífica apología de la radical heterogeneidad del ser que defendiera Antonio Machado en su Juan de Mairena, otro inequívoco referente para este libro singular de Rafael Carreras: Nos apresuramos a juzgar a quienes frecuentamos, pero la opinión  no abarca la multitud de personas que es un individuo a quien hemos tratado durante años, nosotros, es decir, las muchas personas que también somos y a las que, para ser justos, deberíamos exigir unanimidad para dar crédito a su plural dictamen. Pero su contenido limitado halaga nuestra inteligencia. Nunca alcanzamos a aquel que perseguimos, por eso, en lugar de guardar silencio, hablamos, intrusores en la sombra del silencio, creyendo sacudirnos de incertidumbres y temores para adoptar el protagonismo de una verdad. Y, tarde o temprano, nos permitimos una opinión, más o menos apresurada, más o menos acomodada al ecosistema de la voluntad, compuesto de carácter, deseo, representación, discriminación, desconfianza, impulso, repetición, crecimiento y fatiga. Debería dejar un espacio en blanco equivalente a quince o veinte líneas para que todas estas ideas luminosas, formuladas con tan rico estilo, fueran, a modo de berbiquí, abriéndose paso en ese otro ecosistema del lector que es la reflexión sobre lo leído…, propiamente la degustación. No quiero acabar, sin embargo, sin rebajar un poco la tensión conceptual que se ha ido apoderando de esta presentación de mi privilegio, porque acaso se acabe en mí la lista de intelectores a quienes les ha sido otorgado, por más que este presentación busque todo lo contrario, darlo a conocer para que alguien  con poder y verdaderamente amante de la cultura, con las mayúsculas de rigor, advierta el riquísimo mineral sin ganga que esta obra, de indeterminado género, es y, justo por eso mismo, sin valor comercial alguno en el mercado, pero valiosísimo  para quienes saben apreciar paraísos de Rojas como el presente. Quería acabar, ya digo, con el comentario de unas cuantas curiosidades que salpican la lectura con un espíritu de saber misceláneo que, al menos a mí, me parece que siempre enriquecen los textos. Una breve descripción de gestos tan cotidianos a los que se les encuentra una analogía insospechada: Charlaban y se reían agachando la cabeza en un gesto compartido, repetido, accionado por el resorte de la jovialidad contagiosa en la que iba y venía el ping-pong del fastidio.O una descripción lírica del amor perdido: En la aridez del lugar, su piel relucía como un bronce que disuelve la pátina de luz en humedad. O el chiste que emerge de un comparación parecida a la popular de los “colmos”: Como esperar que creciera el césped en un estadio regándolo con escupitajos…, que provoca incluso la carcajada. O el saber folclórico y social a los que remite en un paisaje, la presencia de un brote lejano de vidalba… catalanismo en el texto -clemática vitalba en castellano- , porque es la hierba con que se rodean el cuello para no quemarse los participantes en la Patum de Berga, ciudad de donde el autor es originario, y, en castellano, una especie a la que se llama “hierba de los pordioseros” porque los tales se untaban con ella el cuerpo para provocarse la aparición de llagas con las que sacar buen partido de su limosneo. ¡O la referencia, insólita para mí, un ser descorbatado durante toda mi vida, del nudo de corbata Windsor, que fui a comprobar a un tutorial de YouTube! De hecho, el propio autor viene a decirnos que esa perspectiva “rebajada” al nivel anecdótico de lo real es el alimento básico de lo que él denomina el kitsch, necesario, a su entender, para sobrellevar esta existencia nuestra en un medio tan hostil: Como publico agradecemos el kitsch, porque nos resguarda de la rigidez ética, ante la que es preferible una fantasía a medio camino entre la suposición de lo digno y lo útil, que en todo caso amuebla el mundo, siempre demasiado vacío. Y no seré yo quien le contradiga, ¡faltaba más! Lamento muy sinceramente no haber sido capaz de articular un comentario crítico que exprimiese este texto de modo que extrajera de él ese zumo de granadas que Rebeca, la cantante de ópera, sirve al protagonista, porque sería el néctar de los dioses que los escasos intelectores de esta entrada merecían. ¡Quién sabe si entre las volteretas de saltimbanqui que da la vida no acaba este texto a la venta algún día, para íntimo placer de cuantos intelectores podrían disfrutarlo! Ojalá así sea. Si no, de lo que estoy seguro es de que la voz interior del autor acabará encontrando la unión perfecta entre su dominio conceptual y narrativo y la forma genérica adecuada para que ese acceso a la difusión pública se produzca.