Un buen final redime un long and winding road salpicado de banalidades y momentos logrados:
Así empieza lo malo o de las borrosas
fronteras entre el artículo de dominical y la literatura: la idiosincrasia del
narrador.
[Aviso importante:
Si alguien ha decidido leer la novela de Javier Marías, sepa que, como buen
melodrama que se ajusta a los cánones del género, hay en la trama un suceso
alrededor del cual pivotan las vidas deshechas de los personajes centrales y
del cual sólo tiene cabal conocimiento el lector al final de la novela, como
debe ser, para entender, retrospectivamente, cuanto había leído acongojado por
la dificultad de entender ciertas conductas. En esta crítica de la novela se
revelará ese secreto alrededor del cual se articula la trama de la novela. Así,
pues, si alguien ha tomado la decisión mencionada ut supra, deje de leer lo que sigue y adéntrese en las páginas del
libro, no en la única página enrollada de esta entrada de mi Diario. Avisados quedan, y quien…]
Antes
de meterme en harina, he de confesar que hacía mucho tiempo que no leía ninguna
novela de Marías, aunque muy de vez en vez he leído algún artículo, siguiendo
las curtidas sugerencias de mi conjunta. Un conocido, crítico literario, echó
pestes fundadas de Todas las almas y,
desde entonces, solo me satisfizo, en parte, la lectura de El hombre sentimental, quién sabe si por mi afición a la ópera.
Reencontrarme con una obra de Javier Marías me ha servido para confirmar o
matizar viejos juicios y, sobre todo, para advertir, una suerte de cansancio
estilístico que se manifiesta en el agotamiento literario de ese cruce fértil
entre la reflexión dominical y la narración propiamente novelística, que tanta
reputación como lectores, sobre todo lectoras, le ha deparado al autor. Aunque
Marías abomine de Cela –como lo hace de Galdós, salvo dos de sus novelas, El amigo Manso, una de ellas. ¡Y cómo
disfrutaría Marías si supiera que el galdós
catalán significa ‘feo’, ‘mal hecho’, ‘imperfecto’ , ‘no acabado’…–, la opinión
de éste de que “novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite
debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela” no deja de ser una
buena definición para “lo suyo” ese novelar en que suelen entretejerse los
hechos, la reflexión y la Historia, en dosis muy desequilibradas.
Así empieza
lo malo, un título, como otros suyos, tomado de Shakespeare, de Hamlet,
tiene un aire crepuscular, como el de tantos westerns trufados de amargas
reflexiones, pongamos Centauros del
desierto, del falso tuerto John Ford. La falsedad del parche en Ford está,
por cierto, estrechamente ligada a la figura del protagonista Eduardo Muriel
–¿por qué extraña sugestión la anglofilia del autor me ha impedido leer Muriel
con acentuación oxítona, y me he pasado la novela leyéndola con la molesta
acentuación paroxítona?–, también director de cine y tuerto verdadero, como sí
lo fueron Raoul Walsh o André de Toth.
El cine, por lo tanto, no es sólo parte de la trama, sino arte inspirador de lo
que Marías ha escrito: un potente melodrama que, despojado de todo lo accesorio
–alrededor grosso modo de unas 150 páginas,
solo aptas para incondicionales del autor madrileño, y entre ellas todas las insustanciales
dedicadas al productor Harry Towers y sus aventuras ultramarinas, por más que,
en el fondo, el tema de la impostura, del engaño y la traición tenga mucho que
ver con la trama principal de la novela, pero no se puede abusar de la
paciencia del lector en vano, como muy bien lo refleja el narrador cuando
repara en Cuán necesario es el
aburrimiento previo, para que la curiosidad y la invención despierten,
porque a fe que lo ha prodigado en exceso– exige, diría yo, una adaptación
cinematográfica para el que el autor, cinéfilo
de pro, ha escogido ya en la dedicatoria el director adecuado: Agustín Díaz
Yanes. Ignoro si ese tono crepuscular se debe, acaso, a que Marías haya alterado su
vieja técnica creativa de novelar “a la aventura”, “a lo que salga”, que decía
Unamuno, como confesó hace ya algún tiempo, en un artículo de 1992, recogido
después en la miscelánea Literatura y
fantasma (Madrid, 1993): No sólo no sé
lo que quiero escribir, ni a dónde quiero llegar, ni tengo un proyecto
narrativo que yo pueda enunciar antes ni después de que mis novelas existan,
sino que ni siquiera sé, cuando empiezo una, de qué va a tratar, o lo que va a
ocurrir en ella, o quiénes y cuántos serán sus personajes, no digamos cómo
terminará. En la presente Así empieza
lo malo hay evidencias de que no ha seguido ese método creativo y acaso esa
sujeción a un plan, tan perfectamente urdido, por otro lado, le haya pasado la factura en forma de esa galbana que he percibido.
La novela, tan extensa,
le permite al autor darse el placer de la divagación y de la amplificatio, en la que es, en el ámbito
de la novelística española contemporánea, uno de los más reconocidos expertos.
La trama principal, muy bien construida, nos orienta enseguida hacia una
persecución en busca de una revelación que confirme las sospechas fundadas que
tiene el protagonista de la inmoral y casi delictiva conducta de un doctor, íntimo
amigo suyo, en los duros tiempos de la posguerra. A partir de ahí, se
encadenarán varias subtramas que parecen despistarnos –para eso las ha incluido
el autor– del verdadero drama para el que nunca parece que hallemos respuesta
en lo que vamos leyendo: la terrible convivencia de Eduardo Muriel y Beatriz
Noguera. Quiero expresar aquí mi convencimiento de que, la travesía por el
horizonte de la digresión, que nutre tantísimas páginas, se ve recompensada
cuando el lector asiste a la revelación final que transforma su lectura de la
novela, radicalmente. El autor ha jugado, además, con un elemento que casi podríamos calificarlo de vintage...,
la carta robada, que contribuye a la verosimilitud del malentendido que no fue
tal, sino engaño cruel, malvado. Porque el nudo del asunto es el enamoramiento apasionado que, durante la ausencia de su prometida, siente Eduardo Muriel por otra mujer. Mediante carta urgente le sugiere a su prometida que no vuelva de Usamérica, donde atiende a su padre enfermo. Su prometida, sin embargo, regresa con la ignorancia de haber recibido ninguna carta y con la intención de hacer valer la promesa de matrimonio con que se fue. La existencia de esa carta, atesorada, podríamos decir, por Beatriz, y el uso despiadado que de ella hace, sin medir el alcance su gesto despechado, provocará la situación dramática ante la que el autor planta al lector sin posibilidad de que, ni remotamente, este pueda hacerse conjeturas aproximadas a la verdad del porqué de la situación. De hecho. hasta me parece más que plausible, esto es, inteligente y perspicaz, a la par que tremebunda, la teoría de mi conjunta: Beatriz "acelera" la muerte de su padre para evitar una larga agonía que la aparte de lo que ella considera es la "oportunidad" para el resto de su vida: unirse con Muriel.
La novela tiene tantos
elementos autobiográficos que, lamentablemente, la construcción del narrador,
Juan de Vere, el “joven de Vere” que usan todos los personajes centrales al
dirigirse a él en un momento u otro de la novela, no opaca la figura del autor,
omnipresente siempre en la mente del lector. Falta la distancia que nos hubiera
permitido disfrutar más de la invención. La aparición de personajes reales,
como Francisco Rico, del que puede decirse que es, por vía paródica, un
autorretrato indirecto del autor, en jocosa celebración de la coincidencia de
sus ariscas personalidades y su sólida amistad, contribuye a la creación de una
verosimilitud que también sin ellos se hubiese logrado, a pesar de cierta
artificiosidad en no pocas partes de la novela, tanto en los diálogos, como en
las situaciones e incluso, al hilo de ambas, las reflexiones suscitadas. Con
todo, el narrador es quien construye la novela desde su presente, trazando
hacia el pasado una red de relaciones que obligan al lector a sujetarse a lo
que parece un orden arbitrario, pero no lo es. Hay una reflexión constante
sobre la naturaleza del relato, la voz narrativa y las limitaciones expresivas.
Una suerte de metanovela que se va desgranando a lo largo de la narración con
oportunas reflexiones suscitadas por su propia experiencia y teñidas, también,
como buena parte de lo narrado, de ese tono crepuscular que nos habla, como no puede
ser de otra manera, desde el presente del narrador, de un mundo ido, muerto, de
un mundo sobre el que el narrador arroja una mirada nostálgica, como si en
aquellos años de juventud en que fue el secretario (ahora diríamos becario) de
Muriel hubiera vivido las experiencias determinantes en su existencia, lo que
en efecto así parece que es, a juzgar por la implicación íntima del
narrador-personaje en la vida de los protagonistas, lo que contribuirá
poderosamente no solo a su formación individual en esa etapa aún de aprendizaje
de la primera juventud, sino a conformar su destino, porque acaba casándose con
la hija de la protagonista suicida, Beatriz Noguera, la mujer del director.
Distinguiría, sin pecar
de minucioso, tres grandes líneas en la novela: la historia y crítica de la Transición,
con la oportuna reflexión sobre la memoria histórica; la envenenada relación
conyugal de Eduardo y Beatriz y la doble condición de Juan de Vere, como
narrador y como protagonista muy directamente implicado en los acontecimientos
de la trama, en su condición de secretario del director, de su cometido como
espía a instancias de éste y de su efímera relación sexual con Beatriz tras el
tercer intento de suicidio de esta. En el interior de esas líneas constructivas
de la obra es donde hallamos, en forma de breves reflexiones variopintas y de
una mantenida crítica del uso de la lengua y de las costumbres, la naturaleza periodística
del autor, que se vierte en ellas sin apenas distinción respecto de sus
contribuciones en El País Semanal. Sería algo así como “el sello Marías”, en
ocasiones excepcional y en ocasiones plúmbeo, dependiendo de la inspiración del
momento.
He escrito todo lo
anterior y aún no he dicho que la transcripción de los fragmentos subrayados me
han ocupado veinticuatro páginas, por encima de las cuales escribo este intento
de hacerle justicia a una obra acaso excesiva, pero muy meritoria, al menos en
lo que tiene de melodrama artísticamente construido con un sentido del suspense
propio de las películas de Hitchcock, de las que el director nos dice algo tan “novedoso”
como que había que frecuentar sin cesar sus
películas porque a cada visión se
descubría y aprendía algo nuevo, inadvertido en las anteriores. Este tipo
de comentarios llena la novela con una desgana que la priva de verdadero
interés para quienes aspiran a descubrir en las novelas algo más que la
funcionalidad. Eso es. La funcionalidad. La trama de Marías funciona, pero en
ningún caso tiene una originalidad expresiva que la convierta en apasionante.
Las oportunas reflexiones y narraciones, muchas de ellas a través de largos
diálogos, propiamente monólogos, como el de la confesión de la fechoría de
Beatriz que propició la ruptura matrimonial y el infierno de su convivencia en
unos años en los que no existía el divorcio, pero al que uno y otro hubieran renunciado
por muy diferente motivo, van “cayendo” cuanto tocan y con la función, muy a
menudo, de mero motivo dinámico, pero pocas veces con la pasión narrativa o
reflexiva capaz de meter al lector en las páginas para seguirlas sin aliento,
como ocurre en la magnífica escena del encuentro nocturno de los desavenidos
marido y mujer, contemplada subrepticiamente por un narrador estremecido y
atónito desde cuyos ojos incrédulos ve el lector la magistral escena; o como
sucede, igualmente, en el largo monólogo en que Eduardo le revela a Juan, al
final de la novela, la terrible, la trágica verdad del caso de su tramposo
matrimonio; o como se produce, en menor intensidad, cuando el secretario-espía descubre los
encuentros sexuales de la esposa negligida (anglicicemos, como Marías) con
el doctor Van Vechten, íntimo de la familia y protagonista de unos deplorables
y depravados abusos prevaliéndose de su condición de médico del bando vencedor
que ayudaba a los represaliados de la postguerra: Dijeron que cobraba en especie los favores que hacía. Es decir, en
carne roja, ese era el chiste. Lo que me sorprende es que haya llegado hasta
ti, en 1980.
A lo largo del
desarrollo de la obra, Marías nos ofrece una visión de personajes que se mueven
en un mundo culto y hasta cierto punto distinguido o, por lo menos, sin ninguna
relación directa con el mundo del trabajo asalariado común, ello le permite, en
consecuencia, trufar la obra con supuestas reflexiones de altura, porque el
becario al servicio del escritor, se precia mucho no sólo del valor cultural de
quienes lo rodean, sino, en un rasgo narcisista que no disimula al autor, también de sus propios méritos. ´
La obra es una exhibición permanente de un espíritu aristocrático
que Marías ha personificado en Francisco Rico, si bien se extiende a casi la
totalidad de los personajes, como dando a entender, el narrador/autor que sus
logros expresivos actuales se forjaron en aquella convivencia becaria en la
casa de los Muriel, en el caso de uno, y en el trato con personajes como Rico,
en el del otro. La altivez propia del narrador/autor –parte indiscutible de la
imagen que de él mismo se ha forjado– se refleja constantemente en el desprecio
de las costumbres de sus congéneres y de sus maneras de hablar. Si bien, ello
contribuye a la forja de un tipo de personalidad sin duda a contracorriente de
la actual y cuyos valores parecen tan anticuados como, al parecer, la virtus
romana, como los que llevan al director, Eduardo Muriel, a sacrificar su propia
vida en aras de la palabra dada y a la que ha de hacer honor por encima de todo
y de sí mismo, incluidos sus más íntimos deseos: Se me había inculcado el sentido de la responsabilidad adquirida. La
idea de que hay que cumplir con la palabra dada. La noción de caballerosidad
que hoy ya suena ridícula, todavía no tanto hace veinte años, desaparece todo
muy rápido.
Son innumerables las
ocasiones, a lo largo de una novela tan extensa, en que Marías deja claro su
pensamiento y aun sus fobias, como las referencias peyorativas a López
Aranguren y a Tapies, de quienes la progresía oculta con pudores palurdos su
ostentada condición de falangistas, y bien está que el autor, sea a través del joven
narrador, sea a través del director o del propio Rico, compañero de Academia,
se tome la libertad de cantarles las cuarenta al lucero del alba y a sus iluminados
seguidores; ahora bien, cabe hacerle un reproche, y este no es otro que el de
la desgana estilística con que lo ha hecho, como si se repitiera y estuviera
cansado de sí mismo, algo que he creído reconocer en ese descuido elocutivo que
afecta, en mayor o menor medida, a todos los capítulos de la novela. Es
probable que de un supuesto reconocido estilista como Marías sea casi una
herejía mencionar la sola posibilidad de sus incorrecciones, impropiedades y la
prodigalidad de los tópicos, tanto de estilo como de concepto, pero lo hago
desde esa suerte de “desaliento” que he percibido en la realización de la obra,
en la performance, por así decirlo.
La historia, el
planteamiento, la trama, incluso los personajes, está todo perfectamente
buscado, pero Marías se ha derramado en las páginas y, al final, no ha medido
eso tan difícil de conseguir, el famoso timing
de los acontecimientos, salvo las excepciones reseñadas. Hay, en esa
crepuscularidad, algo que me ha llamado poderosamente la atención: la visión
estereotipada de la realidad, una descripción de épocas pasadas de nuestra
historia o ambientes de los años 80, presente en el que ocurren los hechos de
la trama, descritos casi como de oídas, más que de vividas, lo que lastra la estimación de quien lee, quien antes parece
estar leyendo refritos de segunda mano que experiencia propia de las vivencias
o los tiempos descritos. A ese respecto, es curiosa la referencia descuidada
del autor a sus fuentes: Ahora que existe
Internet, he comprobado que lo que nos relató…. O He leído en algún que otro
sitio que…, que, indirectamente, deja su impronta en no pocas de las
referencias que aparecen en la novela, un poco con ese vicio mariano, y propio de
cierta extensa intelectualidad exquisita, de poseer referencias recónditas e
ignotas para el común de los mortales, como se advierte en ese afectado diálogo
del director y el becario Una vez le dije
a Muriel que se parecía (Van Vechten) a un actor secundario americano, casi
episódico, que intervino en mil películas pero del que pocos supieron jamás el
nombre: ‘Robert J Wilke’ le solté con mi juvenil pedantería deseosa de hacer
méritos, y él asintió rápidamente: ‘Uno de los tres pistoleros que se pasan
esperando el tren casi todo Solo ante el peligro, me contestó, al cano de la
calle. ‘Tienes razón, está bien visto. Y además es curioso: aparte de salir en infinitos
westerns, me suena que Wilke apareció más se una vez con bata de médico.
Intercambios perfectamente plausibles en ¡Qué
grande es el cine!, aquel inolvidable programa de José Luis Garci, pero
sumamente artificiosos en la presente novela. He calificado de “afectado” el diálogo entre
Muriel y De Vere, y esa es una de las impresiones que sacará el lector de la
novela, la carencia de llaneza, de espontaneidad, de naturalidad, como si, de
no haber por medio esa sofisticación, la vida fuera literalmente insufrible.
Una de las líneas más
interesantes de la novela de Marías es la posición del autor ante la
Transición, ante el actual revisionismo de la misma y la más que discutida
posición del personaje central frente a la necesidad o no de la memoria
histórica y del ajuste de cuentas, en busca de una justicia retroactiva que,
para el personaje, no tiene razón de ser, porque sería acabar con la
Transición, aquel especial acuerdo entre
perdedores: ¿Que cometió alguna bajeza en
el pasado, que se aprovechó? Aquí, durante una dictadura tan larga, las ha
cometido casi todo el mundo. Y qué. Hay que aceptar que este es un país sucio,
muy sucio. (…) No hay nadie que no ha incurrido en alguna vileza (no ya
política, sino personal), ni nadie que no haya hecho algún gran favor. La revancha se acaba, la maldad
fatiga, el odio aburre, salvo a los fanáticos, y aun así. (…) La justicia no
existe. O sólo como excepción: unos pocos escarmientos para guardar las
apariencias, en los crímenes individuales nada más. Mala suerte para el que le
toca. En los colectivos no, en los nacionales no, ahí no existe nunca, ni se
pretende. A la justicia le atemoriza siempre la magnitud, la desborda la
superabundancia, la inhibe la cantidad. (…) A todo el mundo le subleva y le
duele lo que les han hecho a ellos o a sus allegados o a sus antepasados, no lo
que ha hecho ‘en general’. (…) Es un rasgo de megalomanía, no tolerar la
impunidad en asuntos que ni nos van ni nos vienen, ¿no? Los justicieros se
cuelgan una medalla y se miran al espejo con ella y se dicen: ‘Soy
insobornable, soy implacable, no dejaré pasar nada injusto, me afecte o no me
afecte a mí.’ El joven narrador se
ve arrastrado a ese dilema planteado por el director cuando le pide que
sonsaque al doctor Van Vechten una confesión clara de las atrocidades que cometió
en la posguerra, y ahí se genera un desasosiego en el narrador que el autor
plasma a la perfección: Hay quienes
disfrutan con el engaño y la astucia y la simulación, y tienen enorme paciencia
para tejer su red. (…) Me siento mal y estoy exhausto. Lleva infinito trabajo
silenciar lo cierto o contar embustes, mantenerlos es tarea titánica y más aún
recordar cuáles son. En ese sentido, igual de oportuna y eficaz, narrativamente,
es la reflexión proléptica del narrador respecto a al secreto que le ha sido
revelado y que esclarece la situación extraña, a primer vista, del matrimonio
Muriel-Noguera: Uno se convence de que
ese secreto es pequeño, de que poco importa y en nada afecta a nuestras vidas,
son cosas que pasan, de juventud, cosas que se hacen sin penar y que en el
fondo carecen de significancia, y qué falta hace saberlas. Y sin embargo no ha
habido jornada en que no me haya acordado de eso, de lo que hice y pasó en mi
juventud. En verdad no es grave, no lo fue, creo que a nadie perjudiqué. Pero
es mejor que por si acaso lo siga callando, por nuestro bien, por el mío, quizá
el de mis hijas y sobre todo el de mi mujer. Y cuando aquí lo diga (pero aquí
no es la realidad), tendréis todos que guardármelo y callar también, no podréis
ir por ahí revelándolo desde el oriente al encorvado oeste, con el viento como
caballo de postas, como si hubiera
pasado a ser algo nimio que os perteneciera y fuerais cada uno una lengua sobre
la que cabalga el rumor. Ni una palabra de ello mencionaréis, por favor, si
otros os piden escuchar mi historia.
Esta dimensión temporal que rompe la línea cronológica de los
acontecimientos para transportarnos al presente desde el cual el narrador, ahora con una edad
parecida a la de los personajes de Muriel y Beatriz, reconviene al lector sobre
la necesidad de que no arruine la lectura a quienes quieran hacerla (lo que yo
he cumplido escrupulosamente en el Aviso inicial), forma parte también de los
hallazgos de la novela, sobre todo porque hay una propuesta especular entre la
situación presente del autor, casado con la hija de Beatriz, quien guarda el
secreto de haberle espiado la noche en que tuvo relaciones sexuales con su
madre, sin que ni De Vere ni ella quieran, de ninguna manera elucidar el fondo
último de lo que deberán permanecer siempre como sospechas. En el fondo, se le
da la razón a Muriel cuando decide que no quiere saber nada de los secretos
sobre Van Vechten que hubiera podido sonsacarle su emisario, el narrador, y que,
al final, le serán revelados a éste por un amigo suyo: Vidal, un médico que
está al corriente de la forma fraudulenta como consiguió su título y de las
correrías sexualmente depredadoras que, alternadas con la caridad para con los
derrotados, llevó a cabo en la posguerra. [A título anecdótico no quiero dejar
de reseñar la presencia de la V en algunos nombres claves de la obra, De Vere,
Van Vechten y Vidal, por ejemplo, lo que podría inducir a pensar en una suerte
de alusión en clave a la película V de
vendetta, que parece ser la motivación de algunos personajes de la novela.]
Inicio
ahora un apartado final dedicado a la expresión que ha de leerse como un
análisis textual que no le resta al conjunto de la obra el valor que tiene ni
el interés por transitarla que se le despertará a quien inicie la travesía. Los
problemas individuales y sociales planteados en ella tienen un excelente
desarrollo que, sin duda, captarán de sobra la atención de los lectores y les
deparará momentos de felicidad lectora. Desde el punto de vista expresivo, me
parece oportuno destacar algunos usos literarios que ejemplifican ese descuido
del que hablaba, esa suerte de adocenamiento expresivo crepuscular en el que
cae el autor con frecuencia, y acaso con desgana, como si sufriera una galbana
creativa o la extensión no le permitiera controlar la intensión, o como si se
le hubiera hecho penoso tener que ajustarse a un plan preconcebido. No pocas
son las expresiones descuidadas y hasta incorrectas que usa Marías, poco dado a
la revisión minuciosa que le hubiera permitido corregirlas: La impropiedad de o te
haga una promesa promisoria o medio
creíble. La incorrección gramatical de No
menos bien y El
perdón aguanta menos bien que la
venganza’, pensé, recordé. “No debe usarse más bien como comparativo”,
prescribe la RAE de la que forma parte, se ve que a título honorario o perezoso. El
ya casi inevitable Tomó mucho riesgo, ¿no?,
puesto de moda por la prensa periodística, lo que permite insinuar,
malévolamente, una semejanza de aficiones entre Marías y Rajoy, la lectura de Marca… No se queja Marías de este calco
que ha laminado el uso de nuestro tradicional “arriesgarse”, pero sí lo hace de
otras modas extranjeras: Hizo el detestable
gesto importado de América para
indicar comillas. (…) Sería por sus estancias en Houston. No sé yo si será
bien recibido en Sudamérica el uso reductor de “América” para lo que, en
puridad, hubiéramos de decir usamérica,
por ejemplo, tirando de un neologismo ya casi aceptado. De igual manera,
resulta llamativa la afectada expresión pese
a saber que jamás podría arrancarle un penique
para ningún proyecto, en relación con su intento de conseguir financiación
de una poderosa empresaria española. El
alma inglesa de Marías tiene esas cosas, a veces se olvida de en qué país vive,
como cuando escribe: Había una actriz… Nah, para entonces…, que tanto
recuerda a aquella encendida polémica que despertó el hey del cantante progre Víctor Manuel. ¿Qué quiere, que de pronto ya no lo saque a
ningún sitio, que le diga que ya no lo
ajunto? Protestaría, me insistiría, se llevaría un disgusto descomunal. Y
no cae en el uso impropio y de lenguaje infantil de ese verbo; el ajuntarse con
alguien no creo que se use más allá de los 10 años, la verdad, porque nada en
el contexto nos permite inferir el uso irónico del mismo por parte del joven
DeVere. Por favor, el mundo no empezó a
la vez que tú. Ha estado muy difícil echar
un polvo en España. No creo que el recuerdo de sus tratos con el barcelonés
Herralde haya emergido como lapsus linguae en ese catalanismo curioso.
Hay, a lo largo del
libro, una constante reflexión sobre los usos lingüísticos, lo cual parece
natural en una persona que forma parte de la RAE, y son frecuentes incluso
explicaciones propiamente filológicas, aunque a un nivel rudimentario, porque
no se trata de entorpecer el desarrollo de la trama. Lo que a este Artista desencajado le llama la atención es haber advertido una suerte de
desconexión radical entre el mundo expresivo del autor y el habitual de la
realidad. A veces tiene el lector la sensación de que Marías haya aparecido en
nuestra lengua como después de haber estado ausente de ella mucho tiempo. No me
refiero solamente a expresiones que incluso rompen el decoro de algunos
personajes, como en el caso de Muriel: Cada
vez que ella salía en la televisión [Cecilia Alemany, la empresaria] (…) la contemplaba con arrobo (…) y
murmuraba: ‘Cecilia Alemany, qué mujer insigne’. Sino, sobre todo, a
ciertas extrañezas del autor: Aún no
estaba muy lejos de mi niñez, y al recrearme en su figura me acordé del viejo
piropo infantil y levemente grosero, ‘maciza’
(hoy totalmente pasado de moda, además de mal considerado), y se me ocurrió
que en realidad era bastante preciso y bien hallado. O su anagnórisis
coloquial: –Hijo, ¿qué haces ahí arriba?
Te vas a romper la crisma. Eso lo oí de pronto, una voz desagradable que venía
de abajo, hacía siglos que no escuchaba la expresión ‘romperse la crisma’, sólo la utilizaban los viejos y en efecto era
una monja vieja la que la había empleado.-(…) Pero ¿qué hacías ahí subido?
Podías haberte dado una buena toña. Me
extrañó el término tan coloquial, también hacía mucho que no oí la palabra
‘toña’. La monja debía de ser de pueblo, o de ciudad pequeña. ¿Sorprende o
no sorprende este dominio sociolingüístico del autor? Algo parecido ocurre en
los siguientes casos, en los que el autor manifiesta su extrañeza: Retórica: Me hizo gracia que me llamara ¡salado’, había recobrado el humor, sólo
se llama así a quien se tiene simpatía o afectos sinceros, y se suele reservar
para los niños. O se solía, es un
término más en desuso, como la mayoría, nuestras lenguas se van reduciendo
perezosamente. En el caso de ciertas expresiones usadas por Van Vechten
el seductor/violador, permite dudar de la naturaleza y extensión del espacio lingüístico
del autor: También en sus expresiones
vetustas, alguna se le escapaba: nadie de mi edad habría dicho ‘de quitar el
hipo’. Ahora bien, cuando el autor
sin duda se excede lo que le da la gana es cuando utiliza algunas expresiones
cuyo significado se ve urgido a aclarar para facilitar la lectura, como es el
caso de: le habían oxidado el acento y maleado la sintaxis (cometía errores)…,
como si hablara en clave o estuviera convencido de que los lectores fuéramos
imbéciles e iletrados, algo que no debe de andar muy lejos, probablemente, de
la realidad, a juzgar por el desprecio y la altivez con que Marías tiende a
juzgar a sus “desemejantes” (sic): ‘Correr
es indigno, joven De Vere’, me había dicho alguna vez, regañándome por una
breve carrera mía para alcanzar un taxi al que se le iba a abrir el semáforo, o
al ver pasar a gente penosa o pletórica en el ejercicio que por entonces se
llamaba en España ‘jogging’ o ‘footing’, no sé, un país tan negado para las
lenguas en general como propenso a utilizar términos ajenos que no entiende ni
sabe pronunciar. Esta arrogancia del narrador/autor, quien a sí mismo se
describe del siguiente modo: Hablaba bien
una lengua extranjera y otra aceptablemente, y sabía que en la mía disponía de
un léxico amplio, mucho más que el de la mayoría de mis coetáneos, lo cual me
permitía participar sin estridencias en las conversaciones de Muriel y su
círculo, gente de edad y saber superiores (y que Marías le concede una
importancia capital al léxico se ve en un inciso al discurso de Vidal, quien le
revela las maldades de Van Vechten: ni
drogas ni padres ni hostias. –Vidal era hombre culto y con vocabulario, pero
eso no le impedía ser malhablado si se lo pedía el cuerpo), puebla la
novela con una especie de postureo exquisito al que difícilmente puede el
lector asentir. En el mejor caso, el del lector que mantiene la lectura hasta
el final, esperando el milagro narrativo que sí se produce, sí ha de decirse
que molesta y hasta enoja la reiteración de ese postureo. Muy a menudo, sin
embargo, esa actitud deviene una afición a la boutade propia, sin embargo, de
seres ajados (los que “están en el ajo”, no se piense mal…): La mayoría de las mujeres han olvidado cómo
se camina con gracia, que no es lo mismo que con contoneo, o no por fuerza. O
esta otra: no dejaba de pasarse por el
mentón, como si no lo llevara afeitado sino con perilla y se la atusara, menos
mal que no era así, los individuos con semejante recorte no suelen ser de fiar.
Hay, entre esas muestras de originalidad expresiva, una muy curiosa: Muriel alzó a la vez el meñique, el anular y
el corazón, para indicar la existencia de tres realidades. Si bien se
repara, se trata de un gesto rarito, rarito, en verdad, casi diríamos que
antinatural, y hasta me atrevo a decir que parece un reflejo de la impostura
del narrador que continuamente se las da
de… Hecha, incluso, una pequeña estadística, de diez consultados, ninguno
indicaría tres con esa posición. La mayoritaria: anular, corazón e índice. La
excepción: pulgar, índice y corazón. Eso sí, digamos que, para consuelo del
autor, solemos empezar a contar por el meñique, por supuesto. Otra cosa muy distinta
es, y ahí es donde se manifiesta esa desgana de la que hablaba, que el autor
recurre a expresiones manidas para salir del paso: Disfrazadas, como En algunos momentos era como si viera a
Beatriz tamborileando con los dedos interminablemente, a punto de estallar o de
agredir a alguien o de destrozar el piano o
de cometer una locura, por emplear ese eufemismo clásico con el que se
evita nombrar el suicidio. Abrazadas: Se
abrazó a mí con fuerza, con una sonrisa como no he visto igual en mi vida,
quiero decir de radiante, de luminosa.
O directamente manidas: Escribirla
[la carta, pieza clave del melodrama]
me había costado sudores, una noche de insomnio, había sopesado cada palabra…
Dejo para el final lo que me parece
una incongruencia en el personaje central, Muriel, su reticencia a confesarle a
su becario la homosexualidad del padre de su mujer, y su concepción de la misma
como “problema”: No sé hasta qué punto
debo contarte esto, Juan, no me pertenece… -Resopló con fastidio, se tamborileó
en el parché, dilucidó unos segundos, decidió ser indiscreto-. Su padre era
homosexual, ya está dicho. (…) Pero para un hombre con ese problema (era un
problema morrocotudo, los de vuestra generación no podéis haceros ni la más
remota idea), y encima con una niña pequeña a su cargo… Y una descripción
sobre cuyo alcance quizá el autor “no ha estado” muy afortunado. Me refiero al
momento en que descubre, magníficamente , por cierto, el encuentro sexual de Beatriz con el Dr. Van
Vechten en un santuario : El lugar [El santuario de Darmstadt,
descrito al comienzo del capítulo al estilo de la iglesia de Hitchcock en la
película mencionada por Muriel con una cita tópica, El hombre que sabía demasiado] olía
a extrema derecha, muy activa en aquellos años, y rabiosa; había estado en el
poder durante treinta y siete y hasta hacía solo cinco, todos conocíamos bien
esa peste, en verdad era inconfundible, lo sigue siendo aún ahora, tres décadas
más tarde, para los que vivimos ahogados por ella: la captamos al instante, en
un local, en un salón o un reciento, en un sujeto civil, hombre o mujer, en un
obispo, en un político que se finge democrático y se ufana de haber sido
votado, una parte de España olerá así eternamente. Al margen del odio
profundo, que comparto, a la pervivencia de la mentalidad inquisitorial, la
sinestesia como tal, tan deshumanizadora, nada tiene que envidiar a la utilizada por el
régimen nazi cuando hablaba de los judíos: el olor, la peste… Quizás el autor no
haya sido consciente del alcance de su recurso retórico, pero ahí está ese tic
autoritario que se filtra en él con aparente inocencia. Otra cosa, está claro,
es, por ejemplo, el olor a sacristía, porque ahí hay una base empírica que
faculta la comparación. En fin, en cualquier caso lo esencial del mensaje
pertenece al orden político y eso se capta a la perfección, con total nitidez.
Adoro, admiro, venero, a su padre, Javier Marias, de Julian no sé nada.. pero siendo hijo de tan excelso maestro.. seguro que algo de bueno le cayó en la genetica..jajaja solo estar al lado del maestro ya es un prvilegio..
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