Jean Rhys por Paul Joyce |
Jean
Rhys o la escritura desde el margen: Una sonrisa por favor y Viaje
a la oscuridad.
Uno de los mayores gozos es el de
descubrir continuamente autores con los que por una u otra razón no nos hemos
cruzado en nuestro azariento camino intelector, lleno de clásicos ineludibles,
de citas obligadas y de cánones estrictos. Una autora que se escapaba de esos mapas
para cultos alapageles fue, en su
momento Violette Leduc, cuya novela La
mujer del zorrito me abrió los ojos (cuando era joven y no instruido, del
mismo modo que ahora soy viejo y semiinstruido) a una manera de novelar que me
deslumbró. No siempre dichas lecturas se convierten en un placer que implique la
necesidad de extender la lectura al resto de sus obras o a alguna de ellas,
acaso la más reputada, lo que no fue el caso de Leduc, cuya obra memorialística
La bastarda sí que leí con inmenso
placer e inmoderada piedad, y me sigue pareciendo uno de los grandes libros del
siglo XX.
Nada me predisponía a la lectura de
Jean Rhys, nacida Ella Gwendolen Rees Williams, en Roseau (Dominica), el 7 de
enero de 1890, pero el encuentro casual con su autobiografía, Una sonrisa, por favor, género al que me he aficionado hace pocos años (antes, eso
sí, de mi trabajo DEA sobre los
dietarios de Vila-Matas y Pere Gimferrer) , me ha llevado no solo a leerla, y
ahora a comentarla, sino a extender la lectura y el comentario a otro libro que
ya tenía en mi biblioteca, Viaje a la
oscuridad, un viejo regalo de su editora española que hasta hoy no había
leído, a pesar de lo mucho que dice de mi descortesía. El caso es que la famosa
autora de la que se ha considerado una limitada precuela de Jane Eyre, titulado El ancho mar de los sargazos, porque reconstruye la vida anterior
de un personaje secundario de la famosa novela, Antoinette Cosway, se me ha acabado convirtiendo en la lectura de
una autora maldita que entre 1927 y 1939 publicó cinco libros que pasaron completamente
desapercibidos, salvo alguna buena crítica de Ford Maddox Ford –durante un
tiempo su amante, relación que noveló en su novela Quartet– y que hasta 1966, año en que apareció su gran éxito, se
perdió en ese viaje a la oscuridad de 27 años sin que ni siquiera a día de hoy
podamos rastrear qué fue de una vida marcada por el desarraigo, el alcohol, los
temores, la lucha con la expresión y la inseguridad. He podido averiguar que
los últimos años de su vida los compartió con un excepcional jazz singer,
George Melly, un prodigio musical, escénico –su repertorio de trajes es
sencillamente genial– y cultural que merecería un documental galardonado que
dimensionara su figura como él hizo con la del impulsor del movimiento
surrealista, Edward James, un rico y excéntrico escocés a quien retrató
Magritte en su cuadro Reproducción
prohibida (Retrato de Edward James). Rhys incluso le dedicó a Melly la
letra de una canción compuesta con John Chilton, Life with you, que
apareció en el álbum Anything goes.
Ha de decirse que Melly se asoció artísticamente con John Chilton durante más
de 20 años.
Rhys escribe su autobiografía en las
postrimerías de su vida, de ahí que sean los primeros años en su Dominica natal
los que se llevan la mayor y mejor parte del recuento vital, por esa tendencia
a ver con mayor claridad el pasado lejano que el cercano, propia de la vejez; y
a ver, sobre todo, con nitidez, los momentos estelares en que se forjó una
manera de ser y acaso de estar. Una evocación llena de detalles que ya indicaban
claramente que un escritor es, sobre todo, un complejo sistema perceptivo en
busca de una expresión acertada para vehicular los descubrimientos constantes
que realiza. Con todo, y como suele ser habitual en la galería de los
escritores “malditos” –sobre uno de los cuales versaba mi novela La manzana de Poz–, el hecho de sentirse
completamente fuera de lugar y como un bicho raro en su entorno, acentuó esa
deriva hacia el margen en que ella habitó durante tanto tiempo, sin saber muy
bien qué habría de ser de su vida ni siquiera de un día para otro, como lo
prueba la recreación que de aquellos primeros años ingleses, cuando abandonó el
trópico para instalarse en Londres con su madrastra, Hester, hizo en Viaje
a la oscuridad, independizada ya con sus escasos 19 años, lo que supuso un
duro aprendizaje que la llevó a malvivir y a depender de la prostitución en no
pocos momentos de una vida cuyos años más dramáticos no aparecen reflejados en
esta biografía parcial que discurre a ojos del intelector sin hacer justicia a
la inmensa escritora en que después se convertiría. Tardé tanto en aprender a leer que mis padres empezaron a preocuparse.
Y un día, como de un salto, empecé a reconocer palabras muy largas. Ese
retraso es como una prefiguración de lo que habría de ser un lento aproximarse
a la escritura tras abandonar el proyecto de convertirse en actriz. Es evidente
que, al rescatar los tiempos supuestamente felices de su infancia, entrevemos
de qué modo se potenció su capacidad fabuladora: Meta, mi niñera y el terror de mi vida. (…) Es la única persona a la
que oí hablar de hombres lobo en las Antillas. Las bolas de fuego, a las que
llamaban soucriants, eran siempre
mujeres que venían por la noche y te chupaban la sangre. Como más tarde
confiesa: Sentí un gran alivio cuando
Meta se marchó o la echaron. En todo caso era demasiado tarde; el daño ya
estaba hecho. Meta me había enseñado un mundo de miedo y desconfianza, y en ese
mundo sigo. Este sigo se refiere a su presente de octogenaria, por
supuesto, y nos indica la actitud desconfiada y temerosa de una vida sometida a
experiencias tan duras y poco envidiables como la prostitución, el aborto
clandestino, la pobreza o el alcoholismo, que son eje, en parte, de la
narración autobiográfica Viaje a la
oscuridad. Debe de resultar casi imposible, con esas dramáticas vivencias,
apartarse de ellas completamente a la hora de escribir, no tenerlas presentes
como la única materia narrativa posible. Solo en vidas ordenadas, metódicas y
grises la fantasía se dispara como una liberación necesaria.
La relación de Rhys con la literatura
fue compleja. Del mismo modo que uno de
los recuerdos más nítidos que guardo de mi madre: sentada bajo el naranjo
sevillano en Bona Vista, dando vueltas a la mermelada de guayaba en un puchero,
con una cuchara de madera en una mano y un libro de Marie Corelli en la otra: The
sorrows of Satan (libro leído por
Joyce, por ejemplo, entre otros, y fervientemente recomendado por Oscar Wilde,
fue uno de los primeros bestsellers europeos, en 1895), su acercamiento a los
libros fue producto de la poderosa influencia que una profesora de literatura
ejerció sobre ella mediante la lectura en voz alta. Se acercaba a los clásicos
con tibieza, esperando una revelación que en modo alguno le llegaba: leí a Byron con la esperanza de que me
impresionara, aunque la poesía era para mí una asignatura. Pero el contacto con aquella monja supuso un
cambio que, 70 años después, recuerda con emoción: la madre Sagrado Corazón (…) tenía una voz preciosa y nos leía en voz
alta. Nos descubrió a Shelley y no tardé en dejar de ver a Shakespeare y
compañía como meros temas que debía estudiar para examinarme. (…) Fue su ironía
lo que despertó mi amor por las palabras, especialmente por las palabras
hermosas. Ahí se sembró la semilla que tardaría muchos años en germinar. De
hecho, en Viaje a la oscuridad
reconoce no leer nunca, por ejemplo. Pero en Dominica la lectura fue, en cierto
modo, su salvación, era la que permitía que en
cuanto me era posible me perdiese en el inmenso mundo de los libros y procurase
borrar el mundo real, que tanto me desconcertaba. Ya entonces tenía la vaga
pero profunda sensación de que siempre estaría perdida en el mundo, derrotada.
Descubrí, sin embargo, que todos los
libros hablaban de lo mismo, solo que de distintas maneras. En los libros era
capaz de aceptarlo y de los libros (fatalmente) extraje poco a poco la mayoría
de mis ideas y creencias. (…) Me gustaban
los libros de prostitutas, que por aquel entonces eran numerosos. Recuerdo muy
bien una novela titulada The Sands of Pleasure, de un hombre llamado Filson Young. Debía de estar muy bien escrita, pues de lo contrario no la recordaría
con tanta claridad al cabo de tantos años. Contaba la historia de amor de un
inglés con una prostituta de París. La inclinación hacia esos mundos
sórdidos que debieron de influir sin duda en la paciente resignación con que
supo adaptarse a ellos, provienen de la profunda sensación de extrañeza que
siempre sintió: Soy una extraña y siempre
seré una extraña. Y lo cierto es que en realidad nunca me ha importado. A lo
mejor es culpa mía, pero no me preocupa. No me gusta la gente. No la odio,
ellos sí odian, pero no me gusta lo que a ellos les gusta.
Una sonrisa, por favor, es una evocación parcial de una vida cuyos momentos más
dramáticos no figuran en ella, si bien sí tiene la autora la delicadeza de
mostrarnos un momento clave en su existencia: la de la revelación de la
escritura como fe de vida. Se trata del capítulo titulado El fin del mundo y un
comienzo, donde repasa sucintamente los duros años de independencia adulta
cuando iba de pensión en pensión y de ciudad en ciudad como corista de
espectáculos musicales, una vida deprimente en el curso de la cual llega un día
en que se encierra en uno de sus alojamiento y se dedica a escribir con
auténtica furia irreprimibles: Llené tres
cuadernos y medio, y después escribí: “¡Ay, Dios!”, solo tengo veinte años y
tendré que seguir viviendo y viviendo y viviendo”. Supe que había terminado,
que no tenía nada más que decir. Guardé los cuadernos en el fondo de la maleta,
debajo de la ropa interior. Cada vez que me trasladaba los cuadernos iban
conmigo, pero no volví a mirarlos hasta pasados muchos años. Tantos como
los que necesitó para redescubrir esos cuadernos y percatarse de que en las
vivencias allí expresadas se perfilaba el esqueleto de una novela llena de
verdad, de desolación, de miseria y de desorientación. Y entonces la escribió.
Eso es Viaje a la oscuridad, título
suficientemente explicativo como para ahondar en interpretaciones ulteriores.
En ella se le ofrece a los intelectores, con cierta crudeza no exenta de un
deliberado ajuste de cuentas con ella misma, la vida de la autora a sus 19
años, que no era, como lo sería en nuestros días, un primer abrirse a la vida,
sino un resumen amargo de la experiencia de tres años de lucha y de intentar salir
a flote de manera autónoma, porque ese ideal de autonomía a todo trance fue lo
que condicionó la vida de la protagonista, incapaz de soportar ni por un
momento, continuar viviendo con su madrastra Hester, cuyo voz emblemática, en
tanto que marca distintiva social, describe perfectamente en uno de los pasajes
de la novela: Una voz de dama inglesa de
bordes afilados y cortantes. Ahora que he hablado usted habrá podido apreciar
que soy una dama. He hablado y supongo que se ha dado cuenta de que soy una
señora. Tengo mis dudas acerca de usted. Hable y enseguida sabré quién es.
Hable, porque me temo lo peor. Esa clase de voz. Y más adelante, la misma
Hester lo redondea: Era imposible
apartarte de los criados. ¡Esa horrísona voz de sonsonete que tenías! Hablabas
exactamente igual que una negra… y todavía lo haces. Exactamente igual que
aquella espantosa chica Francine. (…) Pero al traerte a Inglaterra pensé que te
estaba ofreciendo una verdadera oportunidad. Y ahora que empiezas a ir por el
mal camino tiene que achacárseme a mí la responsabilidad y tengo que seguir
manteniéndote. De esa opresión huye Jean para caer en la esclavitud de la
necesidad permanente y la adversidad constante. La narración en primera persona
disuelve la posible distancia entre autora y narradora y enseguida damos por
sentado que se trata de una autobiografía, más que de una novela. Teniendo eso
en mente, nos interesan mucho todas aquellas peripecias o reflexiones que nos
ayudan a conocer mejor a la autora y mediante las cuales ella perfila su
compleja personalidad. La novela no tiene ninguna pretensión estética ni ética
más allá de la revelación del caso concreto de la autora, de cómo su soñada
Inglaterra, a cuyo frío nunca acaba de acostumbrarse, viniendo de las Antillas,
se le reveló un territorio excesivamente hostil. Son innumerables las muestras
de desagrado frente a los ingleses y “lo inglés” por parte de una mujer
antillana que, en su niñez quería ser negra, no como era, blanca de origen
galés (Gwendolen, nos dice la autora, significa “blanca” en galés): Yo
sabía que estaba claro que le disgustaba [a Hester, su madrastra] también porque
era blanca; y que nunca sería capaz de explicarle que odiaba ser blanca. Ser
blanca y volverme como Hester, y todo lo que uno se vuelve: viejo y triste y
todo eso. Yo pensaba: “No… No… No…” Y sabía que aquel día había empezado a
hacerme mayor ya nada podría detenerlo.
De dónde procedía ese rechazo es fácil adivinarlo a poco que se lea su
autobiografía y se compruebe la idealización que se forja de los negros con
quienes convive, de Francine, sobre todo: A
mi creciente recelo de los negros se sumó la envidia. Llegué a la conclusión de
que lo pasaban mucho mejor que nosotros. Se reían mucho, aunque rara vez
sonreían. (…) Los negros estaban más vivos y tenían una unión más honda con la
tierra. Ese apego vital a la naturaleza, y a los placeres primitivos es lo
que le hechiza cuando observa a Francine comer un mango: Lo que pasaba con Francine era que a su lado yo me sentía feliz. Era
menuda y rechoncha y más negra que la mayoría de los que había por allí, y
tenía un rostro bonito. Lo que me gustaba era mirarla cuando comía mangos.
Mordía el mango con los dientes y apretaba los labios a ambos lados de la
fruta, y mientras lo sorbía uno podía darse cuenta de que era enteramente
feliz. Una vez terminado el mango se relamía dos veces ruidosamente…, con mucho
más ruido del que uno creía posible. Era un ritual. (…) Era un poco mayor y la
primera vez que me sentí indispuesta fue ella quien me lo explicó, así que me
pareció bastante bien y pensé que era una cosa corriente, como el comer o el
beber. Todo eso es lo que echa de menos en una Inglaterra puritana,
clasista, pacata, hipócrita y terriblemente fría. A medida que va descubriendo
esa faceta soberbia de los estirados isleños más acabará apreciando las excéntricas
manifestaciones marginales del mundo bohemio que abomina de todo lo que ella no
quería ser bajo ningún concepto: su madrastra Hester, como ya ha quedado dicho.
No son solos los hostales donde se hospeda en sus giras artísticas: Cat’s Home. Estuve allí el verano pasado, es
el hostal de las chicas del conjunto en Maple Street. Me sacaba de quicio
porque te hacían bajar cada mañana para las oraciones antes del desayuno. (…)
Había algo horrible en esa forma de rezar. Pensé: “creo que hay algo horrible
en cualquier forma de rezar”; sino también el tipo de mentalidades con que
ha de vérselas: -¿Sabes lo que me dijo un
tipo el otro día? Es divertido, dijo: “¿Se te ha ocurrido pensar que los
vestidos de una chica cuestan más que la chica que va dentro?” -¡Vaya un
puerco! –dije. –Sí, eso fue lo que le contesté, -dijo Maudie. (…) Las personas son mucho más baratas que las
cosas. ¡Y mira lo que te digo! Algunos perros son más caros que las personas,
¿es así o no? Y no digo ya de algunos caballos…; o las relaciones
habituales propiciadas por un sistema de valores perverso: Las mujeres son horrendas. Con esa Mirada servil, de perro apaleado… ¡o
si no, crueles y áridas por naturaleza! Méchantes, eso es lo que son. Son así porque a la mayoría de los hombres ingleses
maldito lo que les importan las mujeres. No saben hacerlas felices porque en el
fondo no les gustan. Supongo que es debido al clima o algo así.
Jean Rhys domina como nadie el arte
de resumir en una escena coloquial profundos padecimientos individuales al
tiempo que levanta un retrato social que acongoja por la crueldad e
indiferencia de quienes en él actúan, un intercambio de intereses que margina
la vivencia de la emoción auténtica, genuina. Es lógico que esa oscuridad del
título sea la única imagen adecuada para expresar unas vivencias llenas de
fracaso e incluso humillación. Fue dura, con Jean Rhys, la escuela de la vida,
y se doctoró en las más áridas asignaturas del espíritu, de ahí, sin duda, que,
ya octogenaria, a la hora de escribir su biografía el exuberante mundo del
caribe ocupara un lugar esencial, porque cuesta rememorar las derrotas, los
miedos y los horrores. Se trataba de combatir la tristeza que nunca la
abandonó: En el fondo de mi ser siempre
estaba triste, con la misma clase de dolor que el frío me producía en el pecho.
Y de reconocer en la riqueza tropical un desquite de la pobreza social: Cuando pensé en mi ropa me puse demasiado
triste para llorar. (..) “Pero no siempre va a ser así, ¿no? –pensé–. Sería
demasiado horrible si fuera a ser siempre así. No es posible. Tiene que ocurrir
algo que lo haga diferente”. Y luego pensé: “Sí, está bien. Soy pobre y llevo
ropa barata y puede que sea siempre así. Y eso también está bien”. Fue la
primera vez en mi vida que se me ocurría algo así. Aquellos años en los que
no tenía más objetivo que huir de todo y de todos, y aun hasta de sí misma: Cualquier
lugar servirá, mientras sea un lugar donde nadie pueda encontrarme. De hecho,
la BBC tuvo que poner un anuncio para que ella o cualquier persona relacionada
con ella se pusiera en contacto con el ente para un acuerdo de compra de
derechos. Los mismos en los que se le hacía insufrible la xenofobia que parece
inscrita a fuego en tantos británicos: Y
cuidado, cuando digo que soy masajista no vaya a confundirme con alguna de esas
sucias extranjeras. ¿No odia usted a los extranjeros? Seres con quienes
había de convivir para su disgusto, para su náusea, de ahí sus muchas estancias
en el continente, donde evitar ciertos especímenes odiosos: Una señora*… algunas palabras tienen un
cuello largo y delgado que te gustaría estrangular. [*Lady, en el original,
con la i alargada permite establecer la analogía con ese cuello largo y
delgado, lo que no ocurre con señora,
evidentemente.] Jean Rhys fue, durante su largo viaje a la oscuridad, lo que
sintetiza admirablemente hacia el final del long,
tortuous and winding road: “Me ligué a una chica en Londres que… Anoche
dormí con una chica que…” Ésa era yo. Tal vez no fuera “chica” la palabra, sino
otra. Qué más da.
Para ella el trópico fue un paraíso
del que nunca acabó de salir del todo, de ahí la belleza poética de tantos
momentos en su matizada autobiografía. Para dejar a los intelectores –si el
plural no resulta en exceso soberbio– que me acompañen en esta celebración, tal
día como hoy, 7 de enero, del centésimo vigésimo quinto aniversario de su nacimiento,
con un buen sabor de boca literario, concluyo con ese momento de realismo
mágico sin impostura alguna: El jardín no
tenía paredes solo postes, y la señora Campbell había colgado en ellos naranjas
dulces (porque nuestras naranjas eran dulces de verdad) partidas por la mitad y
espolvoreadas con azúcar. Lo que me parecieron decenas de colibríes entraron y
salieron mientras estuvimos allí, revoloteando con alas temblorosas para
cernirse sobre las naranjas, succionarlas con sus picos largos y desaparecer.
¡Felicidades, Ella Gwendolen Rees
Williams!, Jean Rhys para tus intelectores agradecidos.
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