miércoles, 1 de abril de 2020

Elogio de la crestomatía: «El viaje de Astolfo en busca del Juicio…» en el «Orlando furioso,» de Ludovico Ariosto.



Un episodio fantástico y moralizante que pudiera considerarse una influencia en Los sueños, de Quevedo. Un viaje a la luna anterior en un siglo al celebrado de Cyrano de Bergerac.
—¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
                                                                       (Don Quijote I, capítulo XXV)

Las crestomatías siempre han estado al servicio de la enseñanza, porque la selección de textos fundamentales de nuestra Literatura ha servido para enseñar a leer, para educar el gusto literario y como modelo de estilo para muchas generaciones de estudiantes. Con la llegada de nuevas promociones de profesores educados en otra mentalidad y deseosos de poner a disposición del alumnado las obras completas, no solo fragmentos escogidos de las mismas, ha decaído hasta casi desaparecer ese hermoso arte de la compilación de textos fundamentales de nuestra Literatura para la enseñanza. En realidad, ha decaído la edición comercial de las mismas, porque esos libros fueron sustituidos por las antologías que cada profesor de Literatura confeccionaba desde su perspectiva estética. Cuantos hemos sido profesores disponemos de ese arsenal privado de textos con que hemos facilitado el aprendizaje de la asignatura.
En esta ocasión, y dada la evidente limitación que guía siempre el uso de los textos en la enseñanza, el presente nunca llegue a utilizarlo, pero siempre lo he tenido por uno de esos fragmentos que todo el mundo debería de leer alguna vez. Eta es la razón de ofrecérselo a los intelectores amantes no solo del género épico, aventuras de carácter caballeresco, sino también del género fantástico, tan ligado a ellas, como hemos leído con extrema delectación en Chrétien de Troyes, y, sobre todo del ingenio que apuntaba ya al Barroco, en tiempos del Renacimiento, como lo prueban las imitaciones de Barahona de Soto, Las lágrimas de Angélica y el poema narrativo de Lope, La hermosura de Angélica. A mí, más allá de la perspectiva religiosa que adquiere aquí el viaje al más allá en busca del rescate de la cordura de Orlando, me llamó la atención en su momento la felicísima invención de los frascos del juicio que todos tenemos en aquel mundo donde se guardan además, ¡otro hallazgo inmortal!, las cosas que perdemos en este. Me ha venido a la memoria al hacer la crítica de La muerte cansada, de Fritz Lang, donde aparecemos, los seres humanos como velas que se van consumiendo hasta que se apagan al llegar al final de nuestro tiempo asignado. La extrema finura de la invención también me ha traído a la memoria Los sueños, de Quevedo, si bien en este la mordacidad es muy diferente de la suave dulzura que se desprende de los versos de Ariosto, aunque, a falta de una traducción definitiva en verso, he optado por la traducción en prosa de Manuel Aranda, de 1872. Ya metidos en harina filológica, recordemos que la primera versión del poema, la publicó Ariosto en 1516 en dialecto ferrarés, que hubo una segunda versión en 1521 con algún uso del toscano y, finalmente, con el añadido de 6 cantos a los 40 iniciales, se publicó en 1532 la edición definitiva en lengua toscana, de la que el cardenal Pietro Bembo, amante de Lucrecia Borgia, había escrito su primera gramática: Prosas sobre la lengua vulgar.
Y sin más preámbulos enojosos, pongo a disposición de los intelectores este encantador viaje en busca de propio juicio… donde se guarda el de cada cual. Renuncio, en estos tiempos de confinamiento riguroso, a imaginar siquiera sea sucintamente, cómo estarán los frascos del juicio de nuestras autoridades en aquel empíreo hasta el que llegó Astolfo…, si llenos o vacíos.

Astolfo [duque de Inglaterra] refrenó su corcel, dirigiéndolo a paso lento hacia el palacio, que tenía más de treinta millas de circunferencia, y se puso a contemplar extasiado la belleza de aquellos contornos. El mundo fétido y deleznable que habitamos le pareció entonces, comparado con la suavidad, magnificencia y delicioso aspecto de aquel país, una mansión miserable y ruin, objeto del desprecio y de la ira del Cielo y de la naturaleza. Cuando llegó cerca del refulgente edificio, se quedó extático de asombro, al ver que todo su recinto estaba formado por una sola piedra preciosa, más roja y brillante que el carbúnculo. ¡Obra sublime de un arquitecto superior a Dédalo! ¿Cuál de nuestros más afamados edificios podrá compararse a ti? ¡Enmudezca a tu lado la gloria de las siete maravillas del mundo, tan ponderadas por nosotros!
En el luciente vestíbulo de aquella morada dichosa se presentó al Duque un anciano, cubierto con un manto más rojo que el minio y una túnica más blanca que la leche. Sus cabellos eran blancos, y blanca asimismo la suelta barba que hasta el pecho le llegaba: por su aspecto venerable parecía uno de los bienaventurados elegidos del Paraíso. Dirigiéndose con agradable rostro al Paladín, que acababa de apearse respetuosamente de su corcel, le dijo:
—¡Oh, noble caballero, que por la voluntad del Cielo te has elevado hasta el Paraíso terrestre! Aun cuando ignoras la causa de tu viaje, y desconoces el fin de tus deseos, ten, sin embargo, entendido que no sin misterio has llegado hasta aquí desde el hemisferio ártico. Has atravesado inconscientemente ese vasto espacio, para oír mis consejos y saber cómo has de socorrer a Carlos, y librar a la Santa Fe del peligro en que se encuentra; pero guárdate, hijo mío, de atribuir tu presencia en estos sitios a tu ciencia o a tu valor, pues de nada te hubieran servido tu trompa ni tu caballo alado, si Dios no te lo hubiese permitido. Más tarde trataremos de este asunto detenidamente, y te diré cuanto debes hacer: ahora ven a recrearte con nosotros, pues tu prolongado ayuno debe serte ya molesto.
El anciano prosiguió hablando con Astolfo, y le dejó sumamente maravillado cuando, revelándole su nombre, le dijo que era uno de los evangelistas, aquel Juan tan querido del Redentor, cuyas palabras hicieron creer a sus hermanos que la muerte no pondría fin a sus días, siendo causa de que el Hijo de Dios dijera a Pedro: —«¿Por qué te inquietas, si quiero que él se quede hasta mi vuelta?». Y aun cuando no dijo: «No debe morir», ellos lo supusieron así. Fue transportado a aquellos lugares, donde encontró a Enoch juntamente con el gran profeta Elías, a quien había precedido, los cuales no han visto aun llegar su última hora, y gozarán de una primavera eterna, lejos de una atmósfera nociva y pestilente, hasta que las trompetas angélicas anuncien que vuelve Cristo sobre la blanca nube.
Aquellos Santos hicieron al caballero una grata acogida, y le ofrecieron una habitación en el palacio. El Hipogrifo encontró en otro departamento pienso excelente y abundante. Sirviéronle al Paladín diversos frutos de tan delicioso sabor, que consideró disculpables a nuestros primeros padres si el deseo de gustarlos les obligó a desobedecer las órdenes del Eterno Padre.
Luego que el Duque venturoso hubo satisfecho la necesidad inherente a su naturaleza humana, tomando un alimento exquisito y disfrutando un tranquilo reposo, pues en aquella morada se le dispensaron toda clase de comodidades y atenciones, dejó el lecho cuando la Aurora había salido ya de los brazos de su anciano esposo, á quien ama a pesar de su edad avanzada, y vio que se dirigía hacia él el discípulo más querido del Señor, el cual le tomó de la mano, y empezó a tratar con él de muchas cosas que deben permanecer en silencio. Después le dijo:
—Tal vez ignoras, hijo mío, lo que en Francia sucede, aun cuando vienes de ella. Has de saber que vuestro Orlando, por haber olvidado su deber, ha sido castigado por Dios, a quien ofenden doblemente las faltas de sus hijos más queridos que las de los que niegan su santa ley. Orlando, que recibió de Dios al nacer una fuerza sobrenatural y un denuedo extraordinario, y alcanzó el don no concedido a mortal alguno de ser invulnerable, porque el Señor quiso constituirle en defensa y escudo de su santa Fe, como constituyó a Sansón en defensa de los Hebreos contra los Filisteos sus enemigos, ha pagado los inmensos beneficios de su Hacedor con suma ingratitud; pues abandonó al pueblo cristiano en los momentos en que más necesitaba de su auxilio, y arrastrado de su amor criminal hacia una infiel, por dos veces ha intentado, cruel e impío, quitar la vida a uno de sus primos. Para castigarle, ha permitido Dios que vaya errante por el mundo, privado de razón y enteramente desnudo; y de tal modo ha ofuscado su inteligencia, que no le es dado conocer a nadie, ni aun a sí mismo. Según se lee en los libros santos, Nabucodonosor sufrió un castigo semejante: el Señor hizo que aquel poderoso monarca viviera durante siete años privado de juicio y apacentándose de yerba y heno como un buey; pero como el delito del Paladín ha sido menor que el de Nabucodonosor, la voluntad divina ha fijado en tres meses el tiempo en que ha de estar purgándolo. Así, pues, el único objeto que el Redentor ha tenido para permitirte llegar hasta aquí, ha sido el de que supieras por mi boca el medio de restituir su juicio a Orlando. Verdad es que necesitas emprender otro viaje conmigo y abandonar toda la Tierra: debo conducirte al círculo de la Luna, que es de todos los planetas el que más próximo está de nosotros; porque solo en él existe la medicina que ha de curar a Orlando de su locura. En cuanto dicho astro derrame esta noche su luz sobre nuestras cabezas, nos pondremos en camino.
Durante el resto del día, trató el Apóstol de estas cosas y otras muchas; pero tan luego como el Sol se sepultó en el mar y asomó sus cuernos la Luna, preparose un carro que estaba destinado para recorrer las regiones celestiales: era el mismo en que desapareció en otro tiempo Elías de ante la vista de la asombrada multitud en las montañas de la Judea. El santo Evangelista unció a él cuatro corceles más resplandecientes que las llamas; Astolfo se colocó en él, empuñó las riendas y lo lanzó hacia el Cielo. Remontose el carro por los aires con tanta velocidad, que llegó en breve a la región del fuego eterno; pero el Santo amortiguó milagrosamente su ardor mientras la atravesaron. Después de haber pasado por la esfera del fuego, se dirigieron desde ella al reino de la Luna; vieron que en su mayor parte brillaba como un acero bruñido y sin mancha, y lo encontraron igual, o poco menos, contando en su tamaño los vapores que le rodean, a nuestro globo terráqueo con los mares que lo circundan y limitan.
Astolfo consideró allí con doble asombro que aquel astro, el cual nos parece un reducido círculo cuando le examinamos desde aquí abajo, era inmenso visto de cerca, y que necesitaba fijar con toda detención sus miradas cuando quería distinguir la tierra y el mar que la rodea, pues estando envuelta en la oscuridad, apenas eran perceptibles desde aquella elevada altura sus contornos. Descubrió en la Luna ríos, lagos y campos muy diferentes de los nuestros: otras llanuras, otros valles, otras montañas, otras ciudades y otros castillos muy distintos, y otras casas de una elevación cual nunca había visto el Paladín: allí existen además extensas y solitarias selvas, donde las Ninfas se entretienen en dar continua caza a las fieras.
Como la causa de la ascensión del Duque a las regiones de la Luna no había sido la de recorrerlas minuciosamente, tuvo que limitarse a apreciar su conjunto, y siguió al santo Apóstol, que le condujo a un valle encerrado entre dos montañas, en el cual se hallaban admirablemente recogidas todas las cosas que se pierden por culpa nuestra, por causa del tiempo o por los reveses de la fortuna: en una palabra, todo cuanto aquí se pierde va a parar allí. No hablo de los reinos o de las riquezas que la suerte prodiga o arrebata, sino de lo que esta no tiene facultades para dar o quitar. Allí se encuentran muchas reputaciones, que el tiempo, cual gusano roedor, corroe y concluye por destruir: allí se hallan infinitos ruegos y votos que los pecadores dirigen a Dios: las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo que se pierde inútilmente en el juego, la ilimitada ociosidad de los ignorantes, los proyectos vanos que no llegan a ejecutarse, los deseos no menos vanos, son tantos, y tantos que llenan la mayor parte de aquel valle: en resumen, allí arriba podréis encontrar todo cuanto aquí abajo habéis perdido.
Conforme iba pasando el Paladín por entre aquellos montones de cosas perdidas, dirigía preguntas a su guía con respecto a ellos: llamole, sobre todo, la atención uno de estos formado por vejigas hinchadas, en cuyo interior resonaban, al parecer, gritos tumultuosos; y supo que eran las coronas antiguas de los asirios, los lidios, los persas y los griegos, tan famosas en otros tiempos y hoy apenas conocidas. Después vio una masa confusa de anzuelos de oro y plata, que eran los regalos que, con esperanza de mayor recompensa, se ofrecen a los reyes, a los príncipes y a los poderosos. Vio unas guirnaldas, entre las que había redes ocultas; y preguntando lo que significaban, oyó que eran las lisonjas y adulaciones. Los versos hechos en alabanza de los magnates estaban representados por cigarras de molesto y discordante canto. Los amores mal correspondidos lo estaban por cadenas de oro y grillos de pedrería. Reparó en un montón de garras de águila, y supo que eran el emblema de la autoridad que los reyes dan a sus ministros: los fuelles que estaban esparcidos por todos los ribazos de la montaña, eran las promesas y los favores que los príncipes conceden a sus Ganimedes, y que se disipan con la edad florida de estos. Además vio Astolfo ruinas de castillos y ciudades mezcladas con tesoros: preguntó a su guía por ellas, y supo que eran tratados o conjuraciones mal encubiertas. Vio serpientes con rostro de doncella, indicando las acciones de los ladrones y monederos falsos; y vio bocas destrozadas de diferentes maneras, resultado de la triste condición de los cortesanos. Reparó en una gran masa de manjares esparcidos por el suelo, y preguntó al Apóstol lo que aquello significaba.
—«Es la limosna, le dijo, que deja alguno para que se reparta después de su muerte.»
Atravesó después una montaña cubierta de variadas flores, las cuales en otro tiempo exhalaban un olor agradable, convertido a la sazón en un insoportable hedor: era la donación (si es lícito decirlo) que Constantino hizo al buen Silvestre. Vio una prodigiosa abundancia de varillas de liga, que eran ¡oh mujeres! vuestros atractivos y encantos.
No acabaría nunca, si hubiera de enumerar en mis versos todas las cosas que allí vio Astolfo: todo cuanto procede de nosotros se encuentra allí reunido, excepto la locura, que no existe en poca ni en mucha cantidad, porque permanece constantemente en la Tierra. Allí contempló Astolfo los días que había malgastado en su vida y sus acciones inútiles: pero no habría podido conocerlos en sus distintas formas, si su guía no le hubiera llamado la atención sobre ellos. Después llegó donde estaba lo que creemos poseer tan firmemente, que jamás se nos ocurre pedir a Dios que nos lo conserve; hablo del juicio, el cual se hallaba en un monte, tan exclusivamente solo, como mezcladas las otras cosas que dejo enumeradas. Era como un líquido sutil y húmedo, pronto á evaporarse si no se le tiene bien tapado, y estaba contenido en muchos frascos de diferentes dimensiones adaptados a tal objeto. En el mayor de todos ellos estaba encerrado el juicio del señor de Anglante, y le encontraron fácilmente entre tantos, porque llevaba esta inscripción: «Juicio de Orlando.» Los demás frascos tenían escrito también el nombre de aquellos cuyo juicio contenían. El Duque vio que su correspondiente frasco estaba vacío en gran parte; pero observó con sorpresa que muchos de los que él suponía en el pleno uso de su razón, no tenían mucha, a juzgar por la cantidad encerrada en sus frascos respectivos. A unos se la había hecho perder el amor; a otros el deseo de honores; a otros el afán de atesorar riquezas, que les obligaba a cruzar la vasta extensión de los mares: estos la habían perdido por tener demasiada confianza en sus señores; aquellos por ir tras las farsas de la magia; varios por su pasión por las alhajas, o los cuadros; y otros, en fin, por aquello que más anhelaban. Los sofistas, los astrólogos y aun los poetas tenían allí como en depósito gran parte de su juicio.
Mediante la venia del escritor del oscuro Apocalipsis, Astolfo se apoderó del suyo: aproximó a sus narices el cuello de la botella que lo contenía, y creyó sentir que la parte de juicio que había perdido, volvía a colocarse en su primitivo asiento; lo cual sería así, puesto que Turpin confiesa que Astolfo se portó durante mucho tiempo con la mayor prudencia, hasta que un nuevo error que cometió, le trastornó otra vez el cerebro.
El Paladín cogió también la botella más grande y más llena, donde estaba el juicio que solía hacer prudente y sabio al Conde; la cual no era tan ligera como presumió al verla reunida a las otras en la montaña. Antes que el Paladín descendiese de aquella esfera llena de luz, el santo Apóstol le condujo a un palacio situado a orillas de un río: todas sus estancias estaban llenas de copos de lino, seda, algodón y lana, teñidos de variados colores, unos vivos y brillantes, y otros sucios y oscuros. En la primera galería, una mujer entrada en años iba formando madejas con sus hilos en unas devanaderas, cual se ve a las aldeanas en el Estío devanar la seda de los capullos mojados, durante la época de la recolección. Cuando se concluía un copo, otra anciana acudía con uno nuevo, y se llevaba a otra parte lo ya devanado, mientras que una tercera se ocupaba en separar los hilos más finos de los más toscos, que la primera devanaba sin hacer esta separación.
—¿Qué trabajo se hace aquí, preguntó Astolfo a Juan, que no lo puedo comprender?
—Esas viejas son las Parcas, respondió el Apóstol, y con esos estambres van hilando las vidas de vosotros los mortales. La vida humana dura tanto como uno de esos copos; ni un momento más. La Muerte y la Naturaleza tienen sus ojos fijos aquí constantemente, para saber la hora en que cada cual debe dejar de existir. Aquella anciana se cuida de escoger los hilos más hermosos, porque se tejen después para servir de adorno al Paraíso: con los más toscos se hacen fuertes ligaduras para los condenados.
Todos los copos que habían pasado ya por las devanaderas, y estaban preparados para otros trabajos, tenían puestas unas pequeñas planchas de hierro, de oro o de plata con los nombres de aquellos a quienes correspondían. Después se iban haciendo con ellos compactos montones, y un anciano se los iba llevando, sin darse punto de reposo, sin cansarse nunca y volviendo siempre en busca de otros nuevos. Aquel viejecillo era tan listo y ágil, que parecía haber nacido para correr constantemente; y recogiendo aquellas madejas en su manto, se las llevaba a otra parte con la mayor diligencia. En otro canto os diré dónde se dirigía y el objeto de su trabajo, si me indicáis que tenéis placer en ello, prestándome la halagüeña atención que acostumbráis.


2 comentarios:

  1. ¿Los libros de caballería son a la época del Quijote lo que son los best seller a este momento actual?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. La diferencia estriba en la limitación del público. Pocos eran los lectores, pero fervientes. Se acercarían más a un género literario exitoso, como lo fue en el siglo XV la novela sentimental y en nuestros días la novela policiaca, como la trilogía de Larsson o las novelas de Camilleri o Mankell...

      Eliminar