Un episodio fantástico
y moralizante que pudiera considerarse una influencia en Los sueños, de
Quevedo. Un viaje a la luna anterior en un siglo al celebrado de Cyrano de Bergerac.
—¿Ya
no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo
aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al
valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la
Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió
loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató
pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y
hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura? Y,
puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que
todos estos tres nombres tenía), parte por parte,
en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor
pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que
viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de
daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
(Don Quijote I, capítulo
XXV)
Las crestomatías
siempre han estado al servicio de la enseñanza, porque la selección de textos fundamentales
de nuestra Literatura ha servido para enseñar a leer, para educar el gusto literario
y como modelo de estilo para muchas generaciones de estudiantes. Con la llegada
de nuevas promociones de profesores educados en otra mentalidad y deseosos de
poner a disposición del alumnado las obras completas, no solo fragmentos
escogidos de las mismas, ha decaído hasta casi desaparecer ese hermoso arte de
la compilación de textos fundamentales de nuestra Literatura para la enseñanza.
En realidad, ha decaído la edición comercial de las mismas, porque esos libros
fueron sustituidos por las antologías que cada profesor de Literatura
confeccionaba desde su perspectiva estética. Cuantos hemos sido profesores disponemos
de ese arsenal privado de textos con que hemos facilitado el aprendizaje de la
asignatura.
En
esta ocasión, y dada la evidente limitación que guía siempre el uso de los textos
en la enseñanza, el presente nunca llegue a utilizarlo, pero siempre lo he
tenido por uno de esos fragmentos que todo el mundo debería de leer alguna vez.
Eta es la razón de ofrecérselo a los intelectores amantes no solo del género
épico, aventuras de carácter caballeresco, sino también del género fantástico,
tan ligado a ellas, como hemos leído con extrema delectación en Chrétien de
Troyes, y, sobre todo del ingenio que apuntaba ya al Barroco, en tiempos del
Renacimiento, como lo prueban las imitaciones de Barahona de Soto, Las lágrimas
de Angélica y el poema narrativo de Lope, La hermosura de Angélica.
A mí, más allá de la perspectiva religiosa que adquiere aquí el viaje al más
allá en busca del rescate de la cordura de Orlando, me llamó la atención en su
momento la felicísima invención de los frascos del juicio que todos tenemos en
aquel mundo donde se guardan además, ¡otro hallazgo inmortal!, las cosas que perdemos
en este. Me ha venido a la memoria al hacer la crítica de La
muerte cansada, de Fritz Lang, donde aparecemos, los seres humanos como
velas que se van consumiendo hasta que se apagan al llegar al final de nuestro
tiempo asignado. La extrema finura de la invención también me ha traído a la
memoria Los sueños, de Quevedo, si bien en este la mordacidad es muy diferente
de la suave dulzura que se desprende de los versos de Ariosto, aunque, a falta
de una traducción definitiva en verso, he optado por la traducción en prosa de
Manuel Aranda, de 1872. Ya metidos en harina filológica, recordemos que la
primera versión del poema, la publicó Ariosto en 1516 en dialecto ferrarés, que
hubo una segunda versión en 1521 con algún uso del toscano y, finalmente, con
el añadido de 6 cantos a los 40 iniciales, se publicó en 1532 la edición definitiva
en lengua toscana, de la que el cardenal Pietro Bembo, amante de Lucrecia
Borgia, había escrito su primera gramática: Prosas sobre la lengua vulgar.
Y sin
más preámbulos enojosos, pongo a disposición de los intelectores este
encantador viaje en busca de propio juicio… donde se guarda el de cada cual.
Renuncio, en estos tiempos de confinamiento riguroso, a imaginar siquiera sea
sucintamente, cómo estarán los frascos del juicio de nuestras autoridades en
aquel empíreo hasta el que llegó Astolfo…, si llenos o vacíos.
Astolfo
[duque de Inglaterra] refrenó su corcel, dirigiéndolo a paso lento hacia el
palacio, que tenía más de treinta millas de circunferencia, y se puso a contemplar
extasiado la belleza de aquellos contornos. El mundo fétido y deleznable que
habitamos le pareció entonces, comparado con la suavidad, magnificencia y
delicioso aspecto de aquel país, una mansión miserable y ruin, objeto del
desprecio y de la ira del Cielo y de la naturaleza. Cuando llegó cerca del
refulgente edificio, se quedó extático de asombro, al ver que todo su recinto
estaba formado por una sola piedra preciosa, más roja y brillante que el
carbúnculo. ¡Obra sublime de un arquitecto superior a Dédalo! ¿Cuál de nuestros
más afamados edificios podrá compararse a ti? ¡Enmudezca a tu lado la gloria de
las siete maravillas del mundo, tan ponderadas por nosotros!
En
el luciente vestíbulo de aquella morada dichosa se presentó al Duque un
anciano, cubierto con un manto más rojo que el minio y una túnica más blanca
que la leche. Sus cabellos eran blancos, y blanca asimismo la suelta barba que
hasta el pecho le llegaba: por su aspecto venerable parecía uno de los
bienaventurados elegidos del Paraíso. Dirigiéndose con agradable rostro al Paladín,
que acababa de apearse respetuosamente de su corcel, le dijo:
—¡Oh,
noble caballero, que por la voluntad del Cielo te has elevado hasta el Paraíso
terrestre! Aun cuando ignoras la causa de tu viaje, y desconoces el fin de tus
deseos, ten, sin embargo, entendido que no sin misterio has llegado hasta aquí
desde el hemisferio ártico. Has atravesado inconscientemente ese vasto espacio,
para oír mis consejos y saber cómo has de socorrer a Carlos, y librar a la
Santa Fe del peligro en que se encuentra; pero guárdate, hijo mío, de atribuir
tu presencia en estos sitios a tu ciencia o a tu valor, pues de nada te
hubieran servido tu trompa ni tu caballo alado, si Dios no te lo hubiese
permitido. Más tarde trataremos de este asunto detenidamente, y te diré cuanto
debes hacer: ahora ven a recrearte con nosotros, pues tu prolongado ayuno debe
serte ya molesto.
El
anciano prosiguió hablando con Astolfo, y le dejó sumamente maravillado cuando,
revelándole su nombre, le dijo que era uno de los evangelistas, aquel Juan tan
querido del Redentor, cuyas palabras hicieron creer a sus hermanos que la
muerte no pondría fin a sus días, siendo causa de que el Hijo de Dios dijera a Pedro:
—«¿Por qué te inquietas, si quiero que él se quede hasta mi vuelta?». Y aun
cuando no dijo: «No debe morir», ellos lo supusieron así. Fue transportado a
aquellos lugares, donde encontró a Enoch juntamente con el gran profeta Elías, a
quien había precedido, los cuales no han visto aun llegar su última hora, y
gozarán de una primavera eterna, lejos de una atmósfera nociva y pestilente,
hasta que las trompetas angélicas anuncien que vuelve Cristo sobre la blanca
nube.
Aquellos
Santos hicieron al caballero una grata acogida, y le ofrecieron una habitación
en el palacio. El Hipogrifo encontró en otro departamento pienso excelente y
abundante. Sirviéronle al Paladín diversos frutos de tan delicioso sabor, que
consideró disculpables a nuestros primeros padres si el deseo de gustarlos les
obligó a desobedecer las órdenes del Eterno Padre.
Luego
que el Duque venturoso hubo satisfecho la necesidad inherente a su naturaleza
humana, tomando un alimento exquisito y disfrutando un tranquilo reposo, pues
en aquella morada se le dispensaron toda clase de comodidades y atenciones,
dejó el lecho cuando la Aurora había salido ya de los brazos de su anciano
esposo, á quien ama a pesar de su edad avanzada, y vio que se dirigía hacia él
el discípulo más querido del Señor, el cual le tomó de la mano, y empezó a
tratar con él de muchas cosas que deben permanecer en silencio. Después le
dijo:
—Tal
vez ignoras, hijo mío, lo que en Francia sucede, aun cuando vienes de ella. Has
de saber que vuestro Orlando, por haber olvidado su deber, ha sido castigado
por Dios, a quien ofenden doblemente las faltas de sus hijos más queridos que
las de los que niegan su santa ley. Orlando, que recibió de Dios al nacer una
fuerza sobrenatural y un denuedo extraordinario, y alcanzó el don no concedido a
mortal alguno de ser invulnerable, porque el Señor quiso constituirle en
defensa y escudo de su santa Fe, como constituyó a Sansón en defensa de los
Hebreos contra los Filisteos sus enemigos, ha pagado los inmensos beneficios de
su Hacedor con suma ingratitud; pues abandonó al pueblo cristiano en los momentos
en que más necesitaba de su auxilio, y arrastrado de su amor criminal hacia una
infiel, por dos veces ha intentado, cruel e impío, quitar la vida a uno de sus
primos. Para castigarle, ha permitido Dios que vaya errante por el mundo,
privado de razón y enteramente desnudo; y de tal modo ha ofuscado su
inteligencia, que no le es dado conocer a nadie, ni aun a sí mismo. Según se
lee en los libros santos, Nabucodonosor sufrió un castigo semejante: el Señor
hizo que aquel poderoso monarca viviera durante siete años privado de juicio y
apacentándose de yerba y heno como un buey; pero como el delito del Paladín ha
sido menor que el de Nabucodonosor, la voluntad divina ha fijado en tres meses
el tiempo en que ha de estar purgándolo. Así, pues, el único objeto que el
Redentor ha tenido para permitirte llegar hasta aquí, ha sido el de que
supieras por mi boca el medio de restituir su juicio a Orlando. Verdad es que
necesitas emprender otro viaje conmigo y abandonar toda la Tierra: debo
conducirte al círculo de la Luna, que es de todos los planetas el que más
próximo está de nosotros; porque solo en él existe la medicina que ha de curar a
Orlando de su locura. En cuanto dicho astro derrame esta noche su luz sobre
nuestras cabezas, nos pondremos en camino.
Durante
el resto del día, trató el Apóstol de estas cosas y otras muchas; pero tan
luego como el Sol se sepultó en el mar y asomó sus cuernos la Luna, preparose
un carro que estaba destinado para recorrer las regiones celestiales: era el
mismo en que desapareció en otro tiempo Elías de ante la vista de la asombrada
multitud en las montañas de la Judea. El santo Evangelista unció a él cuatro
corceles más resplandecientes que las llamas; Astolfo se colocó en él, empuñó
las riendas y lo lanzó hacia el Cielo. Remontose el carro por los aires con
tanta velocidad, que llegó en breve a la región del fuego eterno; pero el Santo
amortiguó milagrosamente su ardor mientras la atravesaron. Después de haber
pasado por la esfera del fuego, se dirigieron desde ella al reino de la Luna;
vieron que en su mayor parte brillaba como un acero bruñido y sin mancha, y lo
encontraron igual, o poco menos, contando en su tamaño los vapores que le
rodean, a nuestro globo terráqueo con los mares que lo circundan y limitan.
Astolfo
consideró allí con doble asombro que aquel astro, el cual nos parece un
reducido círculo cuando le examinamos desde aquí abajo, era inmenso visto de
cerca, y que necesitaba fijar con toda detención sus miradas cuando quería
distinguir la tierra y el mar que la rodea, pues estando envuelta en la
oscuridad, apenas eran perceptibles desde aquella elevada altura sus contornos.
Descubrió en la Luna ríos, lagos y campos muy diferentes de los nuestros: otras
llanuras, otros valles, otras montañas, otras ciudades y otros castillos muy
distintos, y otras casas de una elevación cual nunca había visto el Paladín:
allí existen además extensas y solitarias selvas, donde las Ninfas se
entretienen en dar continua caza a las fieras.
Como
la causa de la ascensión del Duque a las regiones de la Luna no había sido la
de recorrerlas minuciosamente, tuvo que limitarse a apreciar su conjunto, y
siguió al santo Apóstol, que le condujo a un valle encerrado entre dos
montañas, en el cual se hallaban admirablemente recogidas todas las cosas que
se pierden por culpa nuestra, por causa del tiempo o por los reveses de la
fortuna: en una palabra, todo cuanto aquí se pierde va a parar allí. No hablo
de los reinos o de las riquezas que la suerte prodiga o arrebata, sino de lo
que esta no tiene facultades para dar o quitar. Allí se encuentran muchas
reputaciones, que el tiempo, cual gusano roedor, corroe y concluye por
destruir: allí se hallan infinitos ruegos y votos que los pecadores dirigen a
Dios: las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo que se pierde
inútilmente en el juego, la ilimitada ociosidad de los ignorantes, los
proyectos vanos que no llegan a ejecutarse, los deseos no menos vanos, son
tantos, y tantos que llenan la mayor parte de aquel valle: en resumen, allí
arriba podréis encontrar todo cuanto aquí abajo habéis perdido.
Conforme
iba pasando el Paladín por entre aquellos montones de cosas perdidas, dirigía
preguntas a su guía con respecto a ellos: llamole, sobre todo, la atención uno
de estos formado por vejigas hinchadas, en cuyo interior resonaban, al parecer,
gritos tumultuosos; y supo que eran las coronas antiguas de los asirios, los
lidios, los persas y los griegos, tan famosas en otros tiempos y hoy apenas
conocidas. Después vio una masa confusa de anzuelos de oro y plata, que eran
los regalos que, con esperanza de mayor recompensa, se ofrecen a los reyes, a
los príncipes y a los poderosos. Vio unas guirnaldas, entre las que había redes
ocultas; y preguntando lo que significaban, oyó que eran las lisonjas y
adulaciones. Los versos hechos en alabanza de los magnates estaban
representados por cigarras de molesto y discordante canto. Los amores mal
correspondidos lo estaban por cadenas de oro y grillos de pedrería. Reparó en
un montón de garras de águila, y supo que eran el emblema de la autoridad que
los reyes dan a sus ministros: los fuelles que estaban esparcidos por todos los
ribazos de la montaña, eran las promesas y los favores que los príncipes
conceden a sus Ganimedes, y que se disipan con la edad florida de estos. Además
vio Astolfo ruinas de castillos y ciudades mezcladas con tesoros: preguntó a su
guía por ellas, y supo que eran tratados o conjuraciones mal encubiertas. Vio
serpientes con rostro de doncella, indicando las acciones de los ladrones y
monederos falsos; y vio bocas destrozadas de diferentes maneras, resultado de
la triste condición de los cortesanos. Reparó en una gran masa de manjares
esparcidos por el suelo, y preguntó al Apóstol lo que aquello significaba.
—«Es
la limosna, le dijo, que deja alguno para que se reparta después de su muerte.»
Atravesó
después una montaña cubierta de variadas flores, las cuales en otro tiempo
exhalaban un olor agradable, convertido a la sazón en un insoportable hedor:
era la donación (si es lícito decirlo) que Constantino hizo al buen Silvestre. Vio
una prodigiosa abundancia de varillas de liga, que eran ¡oh mujeres! vuestros
atractivos y encantos.
No acabaría
nunca, si hubiera de enumerar en mis versos todas las cosas que allí vio
Astolfo: todo cuanto procede de nosotros se encuentra allí reunido, excepto la
locura, que no existe en poca ni en mucha cantidad, porque permanece
constantemente en la Tierra. Allí contempló Astolfo los días que había
malgastado en su vida y sus acciones inútiles: pero no habría podido conocerlos
en sus distintas formas, si su guía no le hubiera llamado la atención sobre
ellos. Después llegó donde estaba lo que creemos poseer tan firmemente, que
jamás se nos ocurre pedir a Dios que nos lo conserve; hablo del juicio, el cual
se hallaba en un monte, tan exclusivamente solo, como mezcladas las otras cosas
que dejo enumeradas. Era como un líquido sutil y húmedo, pronto á evaporarse si
no se le tiene bien tapado, y estaba contenido en muchos frascos de diferentes
dimensiones adaptados a tal objeto. En el mayor de todos ellos estaba encerrado
el juicio del señor de Anglante, y le encontraron fácilmente entre tantos,
porque llevaba esta inscripción: «Juicio de Orlando.» Los demás frascos tenían
escrito también el nombre de aquellos cuyo juicio contenían. El Duque vio que
su correspondiente frasco estaba vacío en gran parte; pero observó con sorpresa
que muchos de los que él suponía en el pleno uso de su razón, no tenían mucha, a
juzgar por la cantidad encerrada en sus frascos respectivos. A unos se la había
hecho perder el amor; a otros el deseo de honores; a otros el afán de atesorar
riquezas, que les obligaba a cruzar la vasta extensión de los mares: estos la
habían perdido por tener demasiada confianza en sus señores; aquellos por ir
tras las farsas de la magia; varios por su pasión por las alhajas, o los
cuadros; y otros, en fin, por aquello que más anhelaban. Los sofistas, los
astrólogos y aun los poetas tenían allí como en depósito gran parte de su
juicio.
Mediante
la venia del escritor del oscuro Apocalipsis, Astolfo se apoderó del suyo:
aproximó a sus narices el cuello de la botella que lo contenía, y creyó sentir
que la parte de juicio que había perdido, volvía a colocarse en su primitivo
asiento; lo cual sería así, puesto que Turpin confiesa que Astolfo se portó
durante mucho tiempo con la mayor prudencia, hasta que un nuevo error que
cometió, le trastornó otra vez el cerebro.
El
Paladín cogió también la botella más grande y más llena, donde estaba el juicio
que solía hacer prudente y sabio al Conde; la cual no era tan ligera como
presumió al verla reunida a las otras en la montaña. Antes que el Paladín
descendiese de aquella esfera llena de luz, el santo Apóstol le condujo a un
palacio situado a orillas de un río: todas sus estancias estaban llenas de
copos de lino, seda, algodón y lana, teñidos de variados colores, unos vivos y
brillantes, y otros sucios y oscuros. En la primera galería, una mujer entrada
en años iba formando madejas con sus hilos en unas devanaderas, cual se ve a las
aldeanas en el Estío devanar la seda de los capullos mojados, durante la época
de la recolección. Cuando se concluía un copo, otra anciana acudía con uno
nuevo, y se llevaba a otra parte lo ya devanado, mientras que una tercera se
ocupaba en separar los hilos más finos de los más toscos, que la primera
devanaba sin hacer esta separación.
—¿Qué
trabajo se hace aquí, preguntó Astolfo a Juan, que no lo puedo comprender?
—Esas
viejas son las Parcas, respondió el Apóstol, y con esos estambres van hilando
las vidas de vosotros los mortales. La vida humana dura tanto como uno de esos
copos; ni un momento más. La Muerte y la Naturaleza tienen sus ojos fijos aquí
constantemente, para saber la hora en que cada cual debe dejar de existir.
Aquella anciana se cuida de escoger los hilos más hermosos, porque se tejen
después para servir de adorno al Paraíso: con los más toscos se hacen fuertes
ligaduras para los condenados.
Todos
los copos que habían pasado ya por las devanaderas, y estaban preparados para otros
trabajos, tenían puestas unas pequeñas planchas de hierro, de oro o de plata
con los nombres de aquellos a quienes correspondían. Después se iban haciendo
con ellos compactos montones, y un anciano se los iba llevando, sin darse punto
de reposo, sin cansarse nunca y volviendo siempre en busca de otros nuevos.
Aquel viejecillo era tan listo y ágil, que parecía haber nacido para correr
constantemente; y recogiendo aquellas madejas en su manto, se las llevaba a
otra parte con la mayor diligencia. En otro canto os diré dónde se dirigía y el
objeto de su trabajo, si me indicáis que tenéis placer en ello, prestándome la
halagüeña atención que acostumbráis.
¿Los libros de caballería son a la época del Quijote lo que son los best seller a este momento actual?
ResponderEliminarLa diferencia estriba en la limitación del público. Pocos eran los lectores, pero fervientes. Se acercarían más a un género literario exitoso, como lo fue en el siglo XV la novela sentimental y en nuestros días la novela policiaca, como la trilogía de Larsson o las novelas de Camilleri o Mankell...
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