lunes, 28 de julio de 2025

«Historia de la guerra del Peloponeso», de Tucídides. Un hito historiográfico.

       



¡Qué vigentes, aún, los planteamientos sociales, políticos, militares y diplomáticos de una de las grandes guerras de Occidente!

 

          ¡Qué envidia me ha producido siempre mi amigo Rafael Carrera cuando me daba noticia, en nuestros siempre interesantes encuentros, de su lectura, en el griego original, de la obra de Tucídides! Y un buen día me regaló la edición de Alianza Editorial de la Historia de la guerra del Peloponeso, si bien me hizo una sugerencia que, por supuesto, no he seguido: «no leas la crónica de los acontecimientos propiamente dicha, porque Tucídides se detiene incluso en lo más irrelevante de los infinitos lugares en los que transcurre su Historia, y acabarás hecho un lío. Lee los discursos, que es lo que tiene más miga del libro y, además, están transcritos en cursiva, por lo que es fácil localizarlos». Debe conocerme bien, mi amigo Rafael, porque semejante invitación lo era, en realidad, para que me metiera entre pecho y espalda las 829 páginas del volumen, como así lo he hecho.

          Y sí, confieso que la dinámica de las batallas —terrestres y marítimas—, tomas de ciudades, asedios y otros pormenores bélicos en el contexto de tantos pueblos, reinos y ciudades-estado exige una disposición lectora receptiva que obliga a la consulta cartográfica, cronológica, étnica y política si se quiere consolidar un conocimiento auténtico sobre lo historiado por Tucídides. Me apresuro a revelar que no he hecho tal lectura, salvo la consulta de algunas localizaciones que los mapas del libro facilitan y la lectura en la Wikipedia de algunas biografías muy pertinentes, sobre todo las pertenecientes a los generales o políticos en boca de quienes pone Tucídides unos discursos que son, tenía razón mi amigo Rafael, de lo mejorcito del libro, y de los que he extractado no pocos razonamientos de sorprendente actualidad. La eclosión de la Razón en Grecia sí que puede considerarse como el gran milagro de la especie humana, más allá del descubrimiento del fuego, de la invención de la rueda y de la escritura, porque la sutileza argumental de aquella gente, más allá del rococó, digámoslo así, de los sofistas es una obra de arte que no nace ex nihilo, sino de los famosos presocráticos, entre los que Heráclito siempre ha ocupado un lugar de excepción en mi interés, y considero el libro que le dedicó Rodolfo Mondolfo uno de los más preciados de muestra biblioteca.

          Aunque está al final de la obra, en el libro séptimo, muy poco antes de que emerja, en el octavo,  con una capacidad de seducción sin rival la figura de Alcibíades, he seleccionado unos fragmentos en los que el lector de esta entrada del Diario puede verificar la complejidad de los pueblos que tomaron parte en esa guerra que se extendió durante veintisiete años, y en la que Tucídides combatió, pues representa al historiador que recoge testimonios orales de los participantes en la guerra para escribir su obra, lo cual no impide que su afán documentalista sea traicionado cada vez que haga falta, sobre todo en los discursos que, como señala el traductor y prologuista Antonio Guzmán Guerra, no reproducen literalmente las ipsissima verba, pronunciadas en cada ocasión, sino el espíritu de lo que en cada momento se dijo. Pero ya volveremos sobre el método tan novedoso como empírico con que escribe Tucídides su historia. Ahora de lo que se trata es de ofrecer esa pequeña muestra de la barahúnda de pueblos, alianzas y servidumbres que se dan cita, al menos en la última parte de la guerra [y léase transversalmente, por favor, a modo de cata]:

Entre los pueblos sometidos y obligados a tributo eran de Eubea los eretrieos, calcídeos, estureos y caristios; de las islas procedían los ceios, andrios y tenios; de Jonia los milesios, samios y quiotas. De entre estos últimos, los quiotas no estaban obligados a tributo, sino que les acompañaban como aliados autónomos, obligados a proporcionarles naves. Estos pueblos eran todos o casi todos jonios y descendientes de los atenienses, excepto los caristios (que son dríopes). Se trataba de pueblos que eran vasallos y estaban obligados a acompañarlos, y al menos eran jonios que iban contra unos dorios. A ellos se añadieron también algunos eolios; los de Metimna, que aun no sometidos al pago de tributos debían aportar naves; los tenedios y los enios, que sí eran tributarios. Estos, qu3e eran eolios, se vieron obligados a luchar contra otros eolios, a saber los beocios, sus fundadores, que se hallaban de parte de los siracusanos. Los plateenses, por su parte, fueron los únicos beocios que empuñaron las armas abiertamente contra los beocios, y no sin fundamento, debido a su odio. En cuanto a los rodios y a los citerenses (que eran dorios unos y otros), los citerenses, que eran colonos de los lacedemonios, empuñaron las armas junto a los atenienses contra los lacedemonios de Gilipo, mientras que los rodios, que eran de estirpe argiva, se veían obligados a combatir contra los siracusanos (que también eran dorios) y contra los de Gela, que eran colonos suyos y participaban en la guerra al lado de los siracusanos. De entre los que habitaban las islas en torno al Peloponeso, los cefalenios y zacintios acompañaron la expedición ateniense en calidad de aliados autónomos, aunque en realidad fue a causa de que eran isleños, siendo los atenienses dueños del mar. Y los corcirenses, que eran no solo dorios sino claramente corintios, marcharon contra los corintios y siracusanos, siendo colonos de unos y parientes de los otros; formalmente lo hicieron obligados a ello, pero en realidad y no en menor medida por odio contra los corintios. También acudieron a participar en la guerra los que ahora se llaman mesenios, viniendo desde Naupacto y desde Pilos, que entonces estaba en oder de los atenienses. Además, unos pocos desterrados megarenses, a causa de su infortunio, se enfrentaron a los selinuntios, que a su ve también son megarenses. […] De entre los italiotas participaron en la expedición los turios y metapontinos, que se vieron contreñidos a hacerlo a resultas de las luchas internas en que por entonces estaban envueltos. Entre los siciliotas, los naxios y los cataninses, y de los bárbaros, los egestenses (que fueron precisamente quienes los hicieron venir), así como la mayor parte de los siculos. […] De entre los bárbaros, solo lo hicieron los sículos, que no se pasaron a los atenienses. En cuanto a los griegos de fuera de Sicilia, acudieron los lacedemonios, que proporcionaron un comandante espartano, así como un contingente de hilotas y neodamodes [el termino neodamodes significa «ser ya libre»; también los corintios que fueron los únicos que aqcudieron con anves y tropas de infantería, así como los leucadios y ampraciotas, por razón de su afinidad ética. Como se advierte, lo de las coaliciones Frankestein no es nada nuevo bajo el sol…

          Tucídides responde al concepto de historiador moderno, en el sentido de que desliga la narración histórica de la narración mitológica y se afana en construir su relato con testimonios y la experiencia de haber participado en algunos hechos de los narrados. Su propósito se atiene al objetivo, manifiesto en su propia obra de ir al fondo de la cuestión, a las causas del enfrentamiento entre Atenas y Esparta. No ignora sus limitaciones, ni la de los testimonios que pueda recabar, claro está. Como nos dice Guzmán Guerra:  Se trata de la antítesis constantemente empleada por Tucídides entre el lógos y los érga, es decir, de un lado están «las palabras, los discursos, lo  que se dice, y en otro orden de cosas bien distinto «las acciones, la realidad, los hechos». Decía que el autor es consciente de la relatividad verídica de los testimonios, y así lo dice expresamente: Tales fueron, en lo que he podido averiguar, los acontecimientos antiguos, dominio en el que es imposible dar crédito a cada uno de los testimonios sin distinción, pues los hombres aceptan unos de otros sin mayores indagaciones las noticias de sucesos ocurridos hace tiempo, incluso tratándose de su propio país. […] Tan carente de interés es para la mayoría el esforzarse por la búsqueda de la verdad, y tan fácilmente se vuelven a lo que se les da hecho. De ahí que historiadores anteriores, como Heródoto, caigan en el grupo de los que denomina logógrafos, quienes buscaban más agradar a la audiencia que la auténtica verdad. Y por eso se reivindica como portavoz de la fidelidad a los hechos: Me bastará que juzguen útil mi obra cuantos deseen saber fielmente lo que ha ocurrido.

          En la medida en que los acontecimientos no involucran exclusivamente a lo que hoy denominaríamos «las grandes potencias», sino también a los países satélites bajo su influencia, la obra está llena de discursos de todo tipo, desde primerísimas figuras como Pericles, Nicias o Alcibíades pasando por todo tipo de emisarios que recogen las posturas de quienes han de hacer frente a situaciones de conflicto no deseado y en las que han de participar exponiéndose a una doble ira: la de los aliados y la de los enemigos, según cuál sea la decisión que tomen. Esos discursos, por lo tanto, pueden entenderse como una suerte de teoría política que nos ilustra a la perfección sobre lo que hoy llamaríamos, también, las «relaciones internacionales». Tengamos presente el del rey espartano Arquídamo, a propósito de la primera etapa de la larga guerra, en el que intento disuadir a su pueblo de lanzarse temerariamente a la guerra contra Atenas, el gran poder emergente de la zona: La guerra no es cosa d e armas, las más de las veces, sino de dinero, gracias al cual las armas son eficaces, y en especial a unos continentales frente a unos marinos.[Esta distinción señalas las capacidades bélicas de ambas potencias, unos en tierra y otros en el mar][…] Somos buenos consejeros porque nos educamos con demasiado rigor para despreciar las leyes, y con una educación demasiado severa para desobedecerlas […] y pensamos que los planes de nuestros vecinos son semejantes a los nuestros, y que las vicisitudes de la fortuna escapan a los cálculos de la razón. Siempre hacemos nuestros preparativos, de hecho, frente a unos enemigos que creemos que toman decisiones acertadas. Pues no hay que poner las esperanzas en que aquellos se van a equivocar, sino en que nosotros hayamos tomado precauciones seguras; y no se debe pensar que hay gran diferencia entre un hombre y otro hombre, sino que es más fuerte el que se educa en la mayor severidad. […] Y preparaos simultáneamente para la guerra. Pues esa es la mejor determinación que podréis tomar, y para los enemigos la más temible.  ¡Si solo alguna vez hubiera yo oído a un político español hablar así en la sede de la soberanía popular, qué otro conceto tendría de nuestra democracia, tan terriblemente degrada por el septenio de Pdr Snchz en el Poder!

          En aquella guerra que se libró en innumerables frentes, ha de entenderse que la motivación de los contendientes, cuales fueran, se identificaban, todas, en esta opinión de los emisarios lacedemonios: ] Es propio de hombres sensatos, si no son ultrajados, conservar la paz, y de hombres valerosos, cuando son ultrajados, luchar en vez de mantener la paz, y más tarde, al ser favorables las circunstancias, llegar a un acuerdo abandonando la guerra; y no engreírse por sus éxitos en la guerra, ni dejarse ultrajar por lo agradable que es la tranquilidad de la paz. Pero solo ellos defendían su posición frente a Atenas:  Toleramos que una ciudad se haya erigido en tirano, mientras que buscamos derrocar la tiranía de cada ciudad. Y no sabemos cómo este comportamiento puede estar al margen de una de las tres mayores desgracias: la estupidez, la molicie o la indiferencia. Y entre batallas y tratados se desenvuelve a lo largo de casi treinta años una reñida competencia entre lacedemonios y atenienses. Está claro que Tucídides, aunque busque la objetividad, no deja por ello de ser ateniense, de ahí que adquieran un relieve particular los discursos del gran estadista ateniense que incluso dio nombre a su siglo: Pericles. Todos saben, y no es necesario que yo lo recuerde, que la política y la oratoria estaban indisolublemente unidas y que, ¡lo que son las cosas!, en la Atenas del siglo V. a de C. hubieran sido expulsados del ejercicio político, ¡por incompetentes!, la casi totalidad de los políticos españoles en ejercicio actualmente. A través de Pericles, pues, Tucídides hace la loa de la gran nación enfrentada a Esparta, y escoge para ello el discurso de Pericles en elogio de los muertos en el primer año de guerra. Además de honrar a los caídos, Pericles defiende la singularidad ateniense en medio de sistemas autoritarios no democráticos, propios de sus vecinos, con quienes habrá de combatir a lo largo de esa guerra, que, al final, acabará convirtiéndose poco menos que en una guerra civil encubierta, cuando los oligarcas quieren acabar con el sistema democrático. Dice Pericles: Amamos la belleza con economía y amamos la sabiduría sin blandicie, y usamos la riqueza más como ocasión de obrar que como jactancia de palabra. […]Resumiendo: Afirmo que la ciudad toda es escuela de Grecia, y me paree que cada ciudadano de entre nosotros podría procurarse en los más variados aspectos una vida completísima con la mayor flexibilidad y encanto. Y que estas cosas no son jactancia retórica del momento actual sino la verdad de los hechos lo demuestra el poderío de la ciudad, el cual hemos conseguido a partir de este carácter. […] De los hombres ilustres tumba es la tierra toda y no solo la señala una inscripción sepulcral en su ciudad, sino que incluso en los países extraños pervive el recuerdo que, aun no escrito, está grabado en el alma de cada uno más que en algo material. […] La felicidad es haber alcanzado, como estos [los antepasados] la muerte más honrosa, o el más honroso dolor como vosotros y como aquellos a quienes la vida les calculó por igual el ser feliz y el morir. […] La pena no nace de verse privado uno de aquellas cosas buenas que uno no ha probado, sino cuando se ve despojado de algo a lo que estaba acostumbrado. Gran parte de la inmensa fama de Pericles radicaba, según Tucídides en que  Pericles no hablaba para agradar al pueblo buscando conseguir el poder mediante prácticas indignas, sino que gracias a la reputación que tenía llegaba incluso a oponerse a ellos, provocando su irritación. He aquí un ejemplo: A mi juicio, es más útil a los ciudadanos particulares el que la ciudad en su conjunto prospere que el que los ciudadanos prosperen como individuos pero que ella como comunidad decline. Pues un hombre a quien en lo suyo le va bien, si su patria se arruina, no en menor grado deja de perecer con ella; en cambio, si él es desafortunado en una ciudad próspera, podrá salvarse mucho mejor. […] Os irritáis de manera especial contra mí, que soy un hombre, creo, no inferior a nadie a la hora de saber lo que es necesario y explicarlo, un buen patriota, e inaccesible al soborno. […] La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el entendimiento. […] Los hombres consideran igualmente justo culpar a quien por molicie queda por debajo de su propia fama y odiar a quien por su audacia aspira a una que no le corresponde. ¿Alguien, honestamente, cree capaz a ninguno de nuestros políticos —acaso con las nobles y muy notables excepciones de Alejandro Fernández y Cayetana Álvarez de Toledo—, habituales frecuentadores del *shitprop, la máxima degradación de la totalitaria «agitación y propaganda», de formular un pensamiento como ese de Pericles: La desgracia repentina, inesperada y que sucede más allá de todo cálculo esclaviza el entendimiento? En fin…

          La historia de la guerra del Peloponeso tiene diversos centros de interés que pueden acabar apasionando al lector, como a mí me ha ocurrido, y subnúcleos que aportan una visión descarnada de hechos colaterales o propiamente efetos directos de la contienda, y me refiero a la descripción de la epidemia de peste que asuela Atenas o la de los prisioneros de la guerra en Siracusa, una aventura militar perdida por haber sido sustituido Alcibíades del mando de la flota y haber ocupado Nicias su lugar.  La vívida descripción de los hechos logra conmover al lector, si bien Tucídides adopta un punto de vista objetivo y no pretende desarrollar estrategias narrativas para conseguir la empatía de los oyentes o lectores, porque estos últimos lo fueron, en aquellos años, en mínimo número, como es fácil de entender.

          La campaña de Siracusa es uno de esos puntos fuertes del relato histórico, pero no queda atrás lo que se ha estudiado como una «separata del libro», el llamado Diálogo de los melios, un encuentro entre melios y atenienses, escrito casi en forma teatral, y en el que se sustancian extremos políticos que mantienen hoy en día su pertinencia y validez. La situación es muy simple: Atenas ha decidido conquistar la isla de Melos y ofrece a sus gobernantes convertirse en aliados de Atenas sin necesidad de conquista alguna y el consecuente derramamiento de sangre. Los melios reclaman la neutralidad en la lucha de Atenas y Esparta. Atenas considera que aceptar eso daña su autoridad. Los melios, por otro lado, se niegan a capitular sin siquiera haber luchado. Veamos un fragmento de esa negociación y después hablamos del resultado final:

Melios: Lo sabemos igual que lo sabéis vosotros: en el cálculo humano, la justicia solo se plantea entre fuerzas iguales En caso contrario, los más fuertes hacen todo lo que está en su poder y los débiles ceden. […] ¿De modo que no aceptaríais que, siendo nosotros neutrales, fuéramos amigos en vez de enemigos vuestros, pero no aliados ni de unos ni de otros?

Atenienses: No. Porque no nos perjudica tanto vuestra declaración de hostilidad como vuestra amistad. A ojos de nuestros súbditos, esta se interpretará como prueba de debilidad, mientras que vuestro odio sería una prueba de nuestro poderío.

Melios: Pero nosotros sabemos que hay veces que los avatares de la guerra toman unos derroteros más inesperados de lo que cabría esperar según la disparidad numérica de cada bando. Además, para nosotros, ceder significa automáticamente la desesperación; en cambio, con la acción todavía siguen vivas las esperanzas de mantenernos en pie.

Atenienses: ¡La esperanza! Es un consuelo en el peligro: a los que recurren a ella desde una situación de abundancia, aunque les dañe no los arruina. En cabio, quienes arriesgan en ella todo cuanto tienen (y ella es pródiga de su natural) llegan a conocerla justo en el momento del fracaso, cuando ya no queda recurso para precaverse de ella, ahora que ya la conocen. […] Creemos que los dioses y los hombres (en el primer supuesto se trata de una opinión y en el segundo de una certeza) imperan siempre, en virtud de una ley natural, sobre aquellos a los que superan en poder. […] Y en cuanto a la opinión que tenéis sobre los lacedemonios (que a causa de su concepto del honor confiáis en que van a venir a socorreros), os felicitamos por vuestra inexperiencia del mal, pero no envidiamos vuestro simplismo. […] Quienes precisamente no ceden ante sus iguales, se comportan razonablemente con el más fuerte. y tratan al débil con moderación, son los que suelen prosperar.

          Y ahora, ya, podemos ofrecer la conclusión con las propias palabras de Tucídides, corolario de esta muestra de realismo político de primera magnitud: Los atenienses dieron muerte a todos los melios en edad adulta, redujeron a esclavitud a los niños y mujeres; y en cuanto al territorio, lo ocuparon ellos mismos, enviando más tarde quinientos colonos. Y es difícil no traer a colación el desastre humanitario que ha supuesto el empecinamiento de parte del pueblo palestino en unir tristemente su destino a la defensa del terrorismo de hamás frente a un enemigo tan poderoso, pero, ulemas tendrán que se lo expliquen, desde luego…

          En el libro de Tucídices hay otra línea historiográfica muy definica: la del enfrentamiento entre la oligarquía y la democracia, algo que, en el último libro acabará afectando a la propia Atenas, donde se librará una lucha entre ambas de la que se pueden extraer enseñanzas para nuestro presente. A modo de avance de lo que será esa última parte de la guerra del Peloponeso, Tucídides recoge lo que Odría ser considerado como la primera guerra civil en el ámbito de la Helade: la guerra civil de los córciros, en una isla, Córcira, clave para las expediciones atenienses a Sicilia. Conviene retener, de esa narración, no solo la crudeza de los hechos, sino también las consecuencias políticas, aún útiles para nuestro presente:  Incluso las mujeres colaboraban con toda audacia, lanzando tejas desde las casas y haciendo frente al tumulto con un coraje superior a de su naturaleza. […] La muerte se instauró en mil formas diversas, y como ocurre de ordinario en situaciones parecidas, no hubo límite para nada, sino que aún se fue más lejos. En efecto, el padre mataba a su hijo, los suplicantes eran arrancados de los santuarios y junto a ellos recibían muerte, y algunos murieron incluso en el templo de Dioniso emparedados. […] Se modificó, incluso, en relación con los hechos, el significado habitual de las palabras, con tal de dar una justificación: la audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad al partido; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de cobardía; la inteligencia para comprender cualquier problema, una completa inercia. La precipitación impulsiva se contaba como cualidad viril; la circunspección al deliberar, como un pretexto para sustraerse a la acción. Los descontentos siempre eran considerados, dignos de crédito, y quienes se les oponían aparecían como sospechosos. Quien tenía éxito en tramar alguna intriga era un inteligente, y aún más agudo quien la sospechaba. […] Los lazos de sangre pasaron a ser menos sólidos que los de partido, pues en el ámbito de este se estaba más dispuesto a ser osado sin reserva alguna. ¡Qué bien entendemos, desde nuestro presente, veintiséis siglos después, eso de que los lazos de sangre pasaron a ser menos solidos que los de partido… Y solo hay que aducir las tradicionales reyertas en las mesas festivas de las Navidades, por ejemplo, con o sin los cuñados de rigor…

Capítulo aparte y digno de ser destacado es el que dedica Tucídides a la derrota ateniense en la conquista de Siracusa, porque su narración nos ofrece en detalle, y con toda la crudeza imaginable, lo que es la derrota de Atenas, habituada a los triunfos militares y a considerarse un imperio poco menos que indestructible. En el seno de esa narración, Tucídides está muy atento a su propio método histórico, porque desconfía de los datos que le llegan con excesiva parcialidad, junto a los muchos desconocidos que permitirían, caso de tenerlos, explicar mejor el desastre de la derrota. Lo importante para el lector actual es el magnífico nivel literario exhibido por Tucídides en ese doloroso capitulo del desastre y su corte de males sobrevenidos. Lo mejor es leerlo en sus propias palabras:  Los atenienses se precipitaron en una situación de gran confusión y dificultad, tal que no me resultó fácil informarme con detalle por unos ni por otros, de qué modo se desarrollaron los acontecimientos. Durante el día, en efecto, estos son más claros, y aun con todo y con eso los que asisten a ellos a duras penas conocen la situación en su conjunto, sino tan solo cada cual lo que le afecta mas de cerca; por tanto, en una batalla nocturna (y esta fue la única que se produjo en el curso de esta guerra entre dos grandes ejércitos) ¿cómo podría saber nadie nada con exactitud? […] Una buena parte del resto del ejército o acababa de subir a las Epípolas o estaba subiendo, de modo que los soldados no sabían adónde dirigirse. […] Por su parte, los atenienses se buscaban unos a otros y tomaban por enemigo a cualquiera que viniera de la parte opuesta, aunque se tratara de alguno de los suyos que se retiraba huyendo. Y como se pedían constantemente y todos a la vez la contraseña (dado que no disponían de otro medio para reconocerse), causaron una enorme confusión entre los suyos y dieron a conocer la contraseña al enemigo. En cambio no conocían la de los enemigos, dado que estos (vencedores y menos dispersos) se conocían mejor. […] Los soldados soportaban cada vez peor su permanencia allí, pues se vieron abrumados por las enfermedades debido a dos circunstancias: por hallarse en la situación del año en que las enfermedades atacan más a los hombres y porque el lugar en que estaban acampados era pantanoso e insano. […] En efecto, como los cadáveres no habían recibido sepultura, cuando alguien veía el de uno de sus compañeros tirado por tierra, quedaba preso de una mezcla de pena y de temor; mientras que los que quedaban abandonados vivos por estar heridos o enfermos, eran motivo de aflicción mayor para los supervivientes, y más desgraciados que los que habían muerto. Entregándose a súplicas y lamentos creaban grandes apuros; les pedían que los llevaran consigo, llamándoles a cada uno por su nombre cuando veían pasar a algún camarada o pariente. Se colgaban de sus compañeros de tienda cuando estos emprendían la marcha, y les seguían todo el tiempo que podían; y si a alguno le fallaban las fuerzas po su estado físico, quedaba abandonado no sin múltiples invocaciones a los dioses en medio de lamentos. En consecuencia, la totalidad del ejército se vio en un mar de lágrimas y en una situación de incertidumbre tal que no era fácil decidir la partida (aunque se trataba de salir de un territorio enemigo y después de haber sufrido y tener expectativas de sufrir en el incierto futuro desgracias más que dignas de lágrimas). Grande era el sentimiento de vergüenza y también de autocensura. Semejaban, en efecto, una ciudad expoliada que intentara poco a poco huir —ciudad, por cierto, nada pequeña, pues eran no menos de cuarenta mil hombres en total los que componían la marcha. De poco les valdría la entusiasta reflexión del estratego Nicias, quien no tardaría en ser ajusticiado, desde luego, algo que lamenta Tucídes, para quien Nicias representa el afán de la conquista de la virtud cívica:  Pensad que vosotros constituís de inmediato una ciudad donde quiera que os asentéis y que ninguna ciudad de Sicilia podría resistiros si a atacarais, ni podría desalojaros si os asentarais en cualquier parte. …] Una ciudad son sus hombres y no unos muros ni unas naves sin hombres. Como resume a continuación Tucídides: En total se entregaron unos seis mil hombres, y depositaron sobre unos escudos vueltos hacia arriba todo el dinero que llevaban, llenando cuatro escudos. De inmediato enviaron estos prisioneros a Siracusa. […] Respecto a los prisioneros de las canteras, los siracusanos los trataron al principio muy duramente. En efeto, al ser muchos en un espacio profundo y reducido, sufrían primero los rigores del sol y del calor al estar al descubierto, y luego, al llegar las frías noches del otoño, a causa de brusco cabio de temperatura, provocaban la aparición de enfermedades. Además, al verse obligados por falta de espacio a hacerlo todo en el mismo sitio, y acumularse unos sobre otros os cadáveres de los que morían a consecuencia de as heridas, del cabio de temperatura y por otras cusas parecidas, se originaban unos olores insoportables. Al propio tiempo sufrían hambre y sed (les dieron, efectivamente, a cada uno durante ocho mees un cótilo (1/4 de litro) de agua y dos de pan). En resumen, no se vieron libres de ninguno de cuantos sufrimientos es verosímil que padecieran unos hombres arrojados a un lugar de esta clase. Durante unos setenta días vivieron en estas condiciones todos juntos; más tarde, excluidos os atenienses y algunos sicilianos e italiotas que habían luchado de su parte, fueron todos vendidos.

          Y por sus pasos contados, aunque sea a grandes zancadas elípticas, llegamos a esa última parte del libro en la que emerge un personaje Alcibíades, digno de competir en importancia histórica con Pericles, aunque su biografía, bastante novelesca, se truncó de acuerdo con esa concepción arriesgada de llevar la vida al límite, sea ciudadano, político o amoroso. De hecho, al lector de esta Historia… de Tucídides le convendría pasearse por las Vidas paralelas, de Plutarco, y dedicar unos minutos a leer una semblanza de Alcibíades que recoge lo que Tucídides dice sobre él en su Historia… y lo aportado por otras fuentes, lo que conforma un retrato bastante ajustado de semejante personaje, amado y odiado por igual. Así lo retrata su contemporáneo Arquipo: «tiene -dice- el andar de hombre afeminado, con la ropa arrastrando, y para que se le tenga por más parecido al padre, el cuello tuerce, y habla ceceoso». Sí, hablamos de quien también se hizo famoso en Atenas por su singular amistad con Sócrates, con quien combatió en la guerra de Potidea. Sobre su amistad con Sócrates, dice Plutarco que Alcibíades «entró, pues, muy luego en su confianza, y oyendo la voz de un amador que no andaba a caza de placeres indignos, ni solicitaba indecentes caricias, sino que le echaba en cara los vicios de su alma y reprimía su vano y necio orgullo». Putarco reconoce la dificultad de tener un conocimiento claro de alguien tan cambiante: «¡tan difícil era formar opinión de semejante hombre por las contrariedades de su carácter!, viéndole con el cabello cortado a raíz, bañarse en agua fría, comer puches y gustar del caldo negro, como que no creían, y antes dudaban fuertemente de que hubiese tenido nunca cocinero, ni hubiese usado de ungüentos, ni hubiese tocado su cuerpo la ropa delicada de Mileto».

          En resumidas cuentas, Alcibíades, que se había exiliado en Esparta, no tardó en mover sus influencias para  conquistar el favor de Tisafernes, con quien pretendía una alianza para atacar Atenas e instaurar la Oligarquía, vengándose, así, de la democracia que lo había condenado a muerte por el oscuro asunto de las profanaciones de los Hermes, que aparecieron decapitados en casi toda la ciudad y por la imitaion indecorosa de los misterios eleusinos, además de algunas cuentas pendientes que algunos aprovecharon para saldar en esa circunstancia, porque Alcibíades tenía tantos enemigos como amigos, y en ese contexto cabe meter, aunque de refilón, la propia condena a muerte de Sócrates, desde luego.

Ocurría, pues, que Alcibíades se servía de los atenienses para intimidar a Tisafernes, y de Tisafernes para intimidar a los atenienses, nos dice Tucídides, quien nos revela que la huida de Esparta de Alcibiades tuvo que ver con haber dejado embarazada a la esposa del rey. Más tarde, desde Samos, el fugitivo quiso organizar una expedición para instaurar la Oligarquía en Atenas y promover el perdón para su regreso. La democracia, no obstante, estaba lo suficientemente arraigada como para, en apariencia, impedir ese intento, pero lo que podríamos calificar de «guerra civil» se saldó con la instauración de la Asamblea de los cuatrocientos, que remitia a otra superior, la delos cinco mil, que, sin embargo, jamás se reunió, como ya tuvieron cuidado los 400 de que no sucediera, porque eso hubiera sido lo más parecido a la democracia directa anterior a la rebelión de esos 400. De hecho, se constituyó un nuevo Régimen e incluso se aprobó el perdón a Alcibíades y a otros exiliados. Tucídides fue un decidido partidario de la nueva organización política de Atenas, porque ese Consejo de los 400 venia a ser un espacio político intermedio entre la Oligarquía y la Democracia  y ello contribuyó a que la ciudad se recobrara de la mala situación en que estaba. Aprobaron en votación el regreso de Alcibíades y de los que con él se habían exiliado. Y tanto a él como al ejército de Samos les enviaron unos mensajeros invitándolos a que participaran en los asuntos de la ciudad. La clara adhesión de Tucídides a este régimen (especie de democracia controlada) parece corresponderse con el ideario político del historiador. En efecto, muerto Pericles, Tucídides piensa que solo es posible huir del personalismo de hombres no muy competentes al frente del Estado reduciendo la participación de los ciudadanos en la vida política de Atenas, con lo que se restringía el campo de actuación de los demagogos.

O sea, que la Guerra del Peloponeso fue una conmoción histórica que no solo afecto a la disputa por la hegemonía entre espartanos, atenienses y persas, sino que afectó al seno de cada uno de esos estados y contribuyó a configurar una nueva realidad que apenas duraría sino hasta la llegada del nuevo imperio: Roma. Y eso sí que es otra Historia…

 

 

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