Robert Walser: Microgramas:
La libertad creadora, la desolación vital.
Volvamos sobre Walser, un
auténtico autor maldito cuya biografía llama tanto la atención como su obra,
ligada íntimamente a ella, sin que pueda ser considerada, sin embargo,
exclusivamente autobiográfica, por más que su propia muerte –falleció en el
transcurso de un paseo a través de la nieve, cerca del psiquiátrico en el que
estaba recluido– fuera novelada con antelación, por ejemplo, en su obra Los hermanos Tanner. Se trata de un
hombre de vida desdichada, con un carácter difícil, en el sentido de no ser
capaz de dominar el difícil arte de las relaciones sociales, y cuya tendencia
misantrópica, e incluso misógina, corre pareja con su amor al paseo y a la
naturaleza. La dificultad de trato comenzaba por sí mismo, y esa suerte de
ciclotimia propia de tantos creadores, tan pronto en la cúspide espumosa de la
ola como en el fondo tenebroso del abismo, no le abandonó jamás, aunque tampoco
desertaron de él ni la claridad de juicio ni el buen hacer narrativo.
Después de abandonar
prematuramente los estudios, sólo cobijó en
su vida la ida de dedicarse a la
literatura y de vivir de dicha actividad, lo que no siempre pudo lograr, a
pesar del predicamento de que gozó en vida y del fervor con que leyeron sus textos autores tan
significativos de la mejor literatura del siglo XX como Franz Kafka y su tocayo
Robert Musil. Su lucha por la supervivencia marca inevitablemente su propia
obra. Pasó de trabajo en trabajo como de domicilio en domicilio, aquejado por
una trashumancia vital endógena que le complicó y amargó la existencia, a pesar
de su excelente y negro humor. Nos hallamos en presencia de lo que puede
considerarse un ejemplar clásico de novelista “intelectual”, más inclinado a la
reflexión filosófica, con notables incursiones en la psicología y en la
sociología, que propiamente al arte refitolero de la narración pura.
Los
libros que acabo de leer, Microgramas,
I,II y III (Siruela, 2005,2006 y 2007) son su última obra, culminada en 1933,
momento en que es internado en un psiquiátrico del que ya no saldrá hasta su
muerte novelada, poética portada, por cierto, de su obra Historias de amor, de la editorial Siruela, donde puede adquirirse
toda su obra. En la imagen se advierten en primer plano las huellas del
escritor sobre la nieve, como las de un pájaro solitario al modo místico de
Juan de la Cruz, y al fondo el cuerpo yacente del escritor, lleno de una
rigidez distinta del rigor mortis. Se trata de una suerte de último
gesto del desengaño, de un escorzo trágico de la desesperación resignada.
Llevaba 23 años encerrado y sin escribir: No
estoy aquí para escribir, estoy aquí para estar loco, le confesó a un
visitante, como recoge Coetzee en su ilustrativo artículo El genio de Robert Walser, por más que su estado no pareciera
exigir, al decir de sus contemporáneos, semejante reclusión, aunque la vida
cotidiana, a juzgar por las prosas de Microgramas,
revelen, en algunos momentos, una distancia abismal con el principio de
realidad y trasluzcan un desprendimiento feliz de las convenciones y normas
sociales y literarias, porque Microgramas
es, sobre todo, la obra libérrima de un ser atormentado que no duda a la hora
de reconocer sus limitaciones: Escribo
muy despacio. Mi fantasía actual carece de fantasía. De hecho, su propia
confección manuscrita ya da a entender el carácter transgresor de la obra,
porque, después de haber abandonado la pluma y escogido el lápiz como
herramienta de trabajo, el método del
lápiz lo llamaba Walser, se verifica un cambio en su actividad literaria que
le permite recuperar la ilusión por la escritura y crear una obra cuya paciente
“traducción” ha supuesto sus buenos quince años largos de trabajo, dada la
índole de sus escritos, con trazos de poco más de 1 milímetro, llenos, además,
de signos casi crípticos que le permitían, mediante esos trazos de “patita de
mosca”, crear un testamento artístico de primera magnitud como documento literario
para la elucidación del propio autor, si bien no es menos cierto que buena
parte de la obra, excesivamente ligera y deslavazada, no colma las expectativas
con que el lector ingenuo se adentra en los tres volúmenes, excepto que se sea
lector walseriano, el único que no perdonará ni
una coma de los tres volúmenes y gozará de todos ellos con la fruición del devoto y la mirada
autópsica -¡qué incoherencia léxica tan literaria: que la autopsia (contemplar
con los propios ojos) sea obra de otras manos y otros ojos– del propio autor,
quien con tan minusculísimos signos ha construido una megalupa a través de la
que se escruta con la gelidez y el entusiasmo de quien mantiene consigo mismo
la más ambigua de las relaciones.
Una
vez conocida, aunque sea someramente, su biografía –y por referencia de una
recensión crítica creo que debe de ser muy interesante la publicada también en
Siruela por Jurg Amann, Una biografía
literaria, en la que va alternando la crónica biográfica con páginas
literarias del autor, en un contrapunto tan original como esclarecedor–, y
sabedores de que el espectro de la perturbación mental afectó a su madre y a un
hermano que se suicidó, los textos
contenidos en Microgramas adquieren
una dimensión distinta y el lector se pasea por ellos –porque eso exige Walser
de nosotros, que paseemos por sus textos con el desorden y la morosidad de
quien no puede pasar por alto los innumerables guiños de todo tipo que el autor
nos hace: No es en el camino recto, sino
en los rodeos donde se encuentra la vida, nos dice en uno de los fragmentos–
como quien lo hace a la vez por el
mapa y por el territorio y no sabe de
qué admirarse más, si de la realidad o de la encriptación deliberada de la
misma en un endiablado, pero hermoso, sistema de escritura que le supuso al
autor una liberación y una suerte de renacimiento literario auténticamente
libre, porque en modo alguno había de ajustarse a ninguna expectativa de éxito
y consagración: un autor ridículo y sin
éxito, se consideraba a sí mismo, algo que sólo un artista desencajado es
capaz de comprender en toda su plenitud. Esa percepción de sí mismo como
epítome del fracaso es lo que le permite una libertad de composición tan grande
que poco tienen que ver sus infinitas prosas de Microgramas con el resto de su obra, si atendemos al espíritu
festivo que se trasluce en muchas de ellas y a la constante experimentación
narrativa que se permite. Diríase que, abandonada la esperanza de la
consagración popular, Walser se encerró en sí mismo y escribió para sí, de
forma autista, y de ahí la microescritura en que decidió preservar su última
obra.
La mera contemplación de
las páginas manuscritas, escritas en cualquier tipo de papel, usualmente del
que solemos tirar a la basura, nos impresiona como si contempláramos el mapa
real de un tesoro rescatado de alguna
nave corsaria en la que, milagrosamente, se hubiera conservado intacto. La mera
transcripción de los títulos de los breves capítulos es tan sugestiva que le
resulta poco menos que imposible al lector no ceder a la tentación de
internarse en esos paisajes que Walser construyó con una dedicación de orfebre
y un espíritu tan burlón como escéptico. Veamos una breve selección de esos títulos-imán:
·
La gente importante me tilda de niño.
·
Por lo general, antes de ponerme a escribir, me enfundo
primero una bata de prosas breves.
·
Al suave viento del este, colgado de la robusta rama de
un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por
abandonar el reino de la absoluta certidumbre.
·
A Fräulein Monika, que declaraba que ese pelo azabache
era suyo.
·
Oh, era una vida serena, delicada, profusamente adornada
con hepáticas.
·
Érase una vez un hombre joven dotado de abundantes
nostalgias.
·
Mierda, tiranos y tristes figuras.
·
Si puedes, dueña de mi corazón, discúlpame por haber
comido anoche ciervo a la pimienta.
·
Mira que dejarse inquietar por un mayordomo mayor llamado
Kalb.
·
La luz cubre el suelo de mi cuartito, que tiene tras de
Jean-Jacques Rousseau y que podría estar en una casa isleña.
·
El modo de acurrucarme en casa de esa tal Diana.
·
Las palabras que deseo pronunciar aquí tienen voluntad
propia.
·
Con mis débiles fuerzas comento aquí con las menos
palabras posibles una película.
·
Una cerda cebada.
·
Las calles tenían pinta de direcciones caligrafiadas.
·
Deseo que este paisaje nevado me quede bonito.
·
Tambaleándome sobre asuntos que bajo mi férula de artista
adquirieron la forma de torre o de foro.
·
Llevaba largo tiempo viviendo en la torre de la
paciencia.
·
¿Medrarán los malvados?
·
Ramsés II rejuvenecía de siglo en siglo.
·
Estoy siempre en casa trabajando.
·
Hace un momento se escapó un libro de una editorial.
·
Por fortuna no me ocupo aquí de nada demasiado actual.
Es Microgramas lo que podríamos denominar, popularmente, libro-botica,
lo que los clásicos denominaban poliantea (es decir, florilegio), una obra que
alberga muchas materias diferentes y un solo género predominante, el narrativo,
frente a las ocasiones en que se adopta el género discursivo para hablar del
teatro, la literatura, la ópera, la danza o la pintura, entre otras materias.
Desde este punto de vista podríamos hablar de un Dietario, pero el volumen de
las supuestas entradas del mismo, en comparación con las de registro narrativo
estricto, no justifica su clasificación en tan particular género
autobiográfico. Para el lector actual, sin embargo, acaso tengan más valor los
textos no narrativos que los propiamente tales, pues en estos Walser se deja
llevar bastante a menudo por un registro metanarrativo que marca una distancia
casi brechtiana respecto de lo narrado, lo cual acentúa el humor irónico que
condiciona el desarrollo de casi todos los fragmentos. Incisos al estilo de:
Kätchen rompió a llorar. Les ruego por lo que más quieran
que me permitan ahorrarme el relato de sus lamentaciones eternas, ruidosas,
propias de los nibelungos.
Por cierto, que he vuelto a escaquearme de tratar tan
hermoso asunto para hacer lo que más me apetece –divagar en la maleza de las
nimiedades–, y por poco vuelvo a olvidar de qué quería hablar.
“Es una buena persona. Todas las personas con defectos
son buenas personas”, se dijo entre risas nuestro Fergo, que pagó su cuenta y
se marchó. ¿Lo seguimos? Me temo que será mejor, porque si no abandonaríamos un
relato cuyo protagonista es él.
Pero él ha conocido a una persona muy importante para él
y su futuro, y eso no se puede cambiar, y en el fondo ella lo comprende, y vaya
una historia más tonta y costumbrista esta que estoy contando y con la que,
parece, no he acabado todavía.
Supongo que se mordió los labios de la rabia. Siempre
pueden no aceptar mis suposiciones.
O
la encantadora:
¿Por qué lo tomaba ella por malo? Oh, pregunta, mantente
abierta como el portal de una casa elegante, grande, luminosa, provista de
salas bien aireadas. Continúa tu viaje, querido autor.
Apunté
antes que la lectura de Microgramas
no exige la linealidad, y lo reitero como una de sus grandes cualidades. Da
igual el fragmento por el que los lectores deseen iniciar su medineo, y sólo
los que se las den de filólogos de pacotilla, como mi menda lerenda, incurren
en el error de bulto de hacer esa lectura ordenada y seguida, sin interrumpirla
con otras lecturas ajenas a ella, algo que solo obra en demérito del lector,
pues violenta una típica estructura abierta, semejante en todo al género
aforístico o al género poético. Es cierto que la ordenación cronológica de los
fragmentos permiten intuir alguna ligera evolución en el tono y el contenido de
los fragmentos, y que, a medida que nos acercamos a 1933, el atrevimiento
estilístico y temático parece incrementarse, pero no es un rasgo tan
significativo como para renunciar al paseo sin dirección que nos permita
encontrar la vida atormentada y jocosa que, bañada de amarga ironía, tanto
acaba gratificando al lector.
Me
es imposible siquiera enunciar los momentos estelares que contienen las 948
páginas del total de la obra, porque prácticamente no hay página en la que el
lápiz del empático Desencajado no se haya aplicado al subrayado y comentario de
todo aquello en que se ha visto reflejado, tanto biográfica como
artísticamente. Microgramas es una
autobiografía indirecta, una novela de novelas, una suerte de pessoano Libro del desasosiego y una lección de
crítica de artes desde la más radical subjetividad: Durante el Viaje a Italia de
Goethe, fui presa frecuente de una somnolencia que en cierto modo me
satisfacía, mientras que el Renacimiento
de Gobineau me invitaba de continuo a mirar y a permanecer despierto; o Los
bandidos son amenos, Cábala y amor me tortura. Al artista desencajado le
ha llegado muy adentro la descripción del efecto que produce en el espectador
la contemplación y audición de una ópera como La flauta mágica, de Mozart, por razones que no vienen al caso. No
me resisto a transcribir aquí esas reflexiones a cuya pregunta final se ha
encargado el fanatismo nacionalista de los hombres de darle dramática
respuesta:
La música, de una belleza casi sobrenatural, que titila
sobre el cuerpo de esa ópera como si la
obra fuera una diosa adormecida y la música sus ropas, despertó en mí miles y
miles de impresiones, quisiera creer que imposibles de perder, cuya espléndida
totalidad considero un tesoro, un uniforme danzar o balancearse al vaivén de
los minutos y de las horas, que refleja de manera variopinta el sentido de la
existencia. Creí poder percibir, vivir, la infinitud de los días y las noches,
y esto me pareció de suma belleza artística y de un poder afiligranado, donde
pura y grandiosamente se oculta una espera y expectación y esperanza de años,
concentrada en un aria de diez minutos, empujada a una musicalidad casi abismal
o ridículamente espiritual que hizo brotar lágrimas de embeleso de los ojos de
mi vecina, acaso una dependienta de unos veinticuatro años. Dentro de las
posibilidades que permitían las leyes de la escena y el escaso tiempo de la
velada teatral, se derramó allí, cual flores de un cuerno de la abundancia, la
novela de la vida, todas las alegrías y penas, hecho que en mi opinión contiene
encantos casi infinitos, lo que sin embargo no me impide preguntar si, a pesar
de toda esta belleza creada por temperamentos serenos como lo fue, por ejemplo,
el del salzburgués, serían después realmente posibles sucesos de naturaleza
indeseable como esta guerra mundial.
Por
lo demás, son tantas las reflexiones, las intuiciones, los aforismos, las
novedades contenidas en esos fragmentos que necesitaría tres o cuatro entregas
para darme el gusto de comentarlas todas. Dada mi escasez de tiempo, opto por
abreviar y ofrecer algunas muestras de lo que anuncio, para que no se diga que
escribo a humo de pajas. Desde el primer volumen hasta el último, las continuas
manifestaciones de agudeza e ingenio de Walser son de tal naturaleza que
forzosamente el lector (o el escritor) inclinado hacia ellas tendrá materia de
fruición para mucho tiempo, porque, no quiero dejar de decirlo, los Microgramas admiten varias lecturas con
total confianza de que en cada una de ellas se descubrirá algo que antes es
posible que nos haya pasado desapercibido, como ocurre con los poemas, que
nunca acaban de leerse (y de comentarse) del todo.
En
el primer volumen hay tres fragmentos fantásticos: Soy la poetisa Vögeli, coronada por el éxito, donde se exhibe una
brillante disección de la vida literaria de la época (pág.222); El de la
pág.249: Hay gente que se toma a mal que
uno ame a tal o cual dama y no a otra, en el que Walser reflexiona sobre su
obra a partir de la confidencia que le han hecho de que Los cuadernos de Fritz Kocher era su mejor obra, y Excusas baratas, en la página 259, una
delicia de planteamiento aparentemente nimio pero cuya dimensión trascendente
se percibe en el acto:
¡Ah, qué mala es
la gente, qué pocilga llena de excusas el corazón humano! Las excusas baratas
son extraordinariamente rápidas, y en esta rapidez se adivina algo
tremendamente perezoso. Mientras hago estas declaraciones, que bien podrían ser
las más sinceras que haya hecho jamás, como chocolate. Quien no es laborioso
necesita de las más hermosas excusas baratas para ocultar su desgana. Una buena
excusa barata es como una fortaleza. (…)¿Y qué son las excusas sino asesinos
que atacan por la espalda? (…)Una cosa sí sé: las excusas baratas nos hacen
interesantes, de ahí que sean sencillamente un tesoro.
En
el segundo volumen destacaría dos fragmentos: Fuiste muy osada al dirigirme una carta, cariño (página 70), donde
Walser se ejercita en la reflexión existencial y diserta sobre el amor. En él reconoce
el gran fundamento de sus carencias: El
comienzo de la compañía acontece en el propio yo, e indudablemente es capaz de
entretener mejor a otros aquel que sabe hacerlo consigo mismo y de sus
tropiezos vitales: En realidad, para
educar el espíritu de las personas, la vida debería tener más callejones sin
salida. Y el de la página 213: Este
artículo sobre Frank Wedekind, en el que narra una anécdota con el gran escritor
alemán acaecida, se dice en el libro, en el Kurfürstendamm, como si se tratara
de un local, cuando es una de las avenidas más conocidas del antiguo Berlín.
Quiero creer que Walser se refiere al Romanische Café, ubicado entonces en el
238 de dicha calle, centro de reunión de la intelectualidad berlinesa del
periodo de entreguerras y que él mismo frecuentó, como lo refleja en este
apunte biográfico en uno de los fragmentos: En
aquella época existía en Kurfürstendamm una taberna donde escritores y
literatos se reunían semanalmente en torno a una llamada mesa del jueves para
mantener una conversación despreocupada. Y también acudía allí a veces con un
sombrero demasiado grande para mi cabeza, que convertía mi figura casi en algo
teatral, una especie de enriquecimiento al que ruego se conceda un valor
secundario, pero la ausencia de notas a pie de página, para un libro que
las requiere, deja al lector inerme ante ciertas referencias. En cualquier
caso, lo importante es la diafanidad de una anécdota construida sobre un
malentendido que provoca el distanciamiento definitivo entre ambos escritores.
En
el tercer volumen quiero destacar, en la página 69, el fragmento titulado Las calles tenían pinta de direcciones
caligrafiadas, un auténtico ejemplo de escritura automática sin que tenga
ningún dato que me permita establecer un conocimiento fundado de la escuela
parisina por parte del solitario escritor suizo: Las calles tenían pinta de direcciones caligrafiadas y desprendían un
olor a guantes de señora, y del bosque, surcado por calles rectas, no digo
nada, pues podría ser una osadía, pero sí mentiré un poco al respecto, y puesto
que de pura mendacidad azul soy blanco como la carita de celestial belleza de
una joven tendida sobre su lecho de enferma, el bosque se ha vuelto rojo como
el fuego y sus innumerables hojas parecen invitarme a pensar en la posibilidad
de creer en la celebración de una cena que existió aunque no se pudo descubrir
en parte alguna (…)Es puñeteramente difícil escribir estando loco. En la
página 149 hallamos el fragmento De vez
en cuando su colega Köbel se cogía una curda en el que se plantea la
rivalidad entre dos escritores que recuerda muchísimo una narración de Italo Calvino,
no recuerdo ahora si en Palomar. En el
fragmento de Walser la oposición se plantea entre un escritor vicioso y amoral
con una imaginación fecunda y un escritor virtuoso falto de cualquier atisbo de
ingenio: Las maldades del malo eran
espontáneas, directas, mientras qque el diligente, que no concedía valor alguno
al tabaco y se prohibía la bebida, carecía de riginalidad, una deficiencia que,
por así decirlo, echaba la zancadilla y aniquilaba todos sus esfuerzos por
tener éxito. Finalmente, para apreciar la vena lúdica y brillante de un
autor injustamente tenido por sombrío, quiero destacar el fragmento de la
página 172: De la tontería del tonto no
dudaba, por ejemplo, el alegre, un puro y divertidísimo retruécano de
principio a fin: El tonto olía a alegría,
mientras que excepcionalmente el alegre adoptaba un aire de inteligencia,
puesto que se le ocurrió que su alegría era tonta. La tontería del tonto no fue
siempre tonta para el inteligente, y con la seriedad del serio tampoco
aconteció lo mismo en el caso del alegre, porque el alegre pensaba que el serio
era alegre, y entre tanto el inteligente se decía que el tonto era inteligente,
por consiguiente igual de tonto que él mismo, pues sabido es que la
inteligencia es algo tontísimo, y la seriedad, en el fondo, propicia la alegría.
Para
concluir he reservado una pequeña antología de juicios literarios y existenciales, algunos de
los cuales bien podrían considerarse aforismos, del género de los extractados
de obras que no pertenecen al género aforístico, aunque es bien sabido que como
textos pertenecientes a la gran familia del laconismo, de la brevedad, son breverías que enseguida dan el salto a
colecciones de aforismos, como se hizo con los de Antonio Pérez, que tanto
éxito tuvieron en el XVII, por ejemplo. Se trata de algunos highligths, expresión que se usa en los
discos de ópera que contienen las mejores arias, dúos, tercetos o cuartetos del
repertorio operístico:
Quizá pueda decirse que mis palabras son como bailarinas,
que convierten la decadencia y la perversión de todo lo ideal en algo más o
menos grotesco.
No
he tenido tiempo de reflejar la poderosa impresión que causó en Walser la
contemplación del baile de Isadora Duncan y de los ballets rusos, con un
concepto de la desinhibición corporal que le sorprendió gratamente.
A aquellos de mis semejantes que me recriminan algo les
desilusiono paladeando sus reproches: tienen el aroma de sahumerio.
A las cosas más bellas no les gusta demasiado ajustarse a
las palabras.
Me envuelvo en cierto modo en el terciopelo de la
sinrazón más distinguida cada vez que el sano juicio me aburre.
La mentira nos hace ser conmovedores, es, por así
decirlo, la virtud más simpática que tenemos. Cuando alguien nos viene con
franquezas nos repugna, y eso es así porque somos cultos y refinados.
Para todo hace falta un poco de habilidad, incluso para
sufrir.
Sin derrochar atención a lo pequeño, a lo nimio incluso,
la gruesa novela de la vida es imposible.
Hallamos
en este apunte uno de los pilares del mundo creativo walseriano, porque es
conocida para quien haya frecuentado su obra, la capacidad de atención al
detalle minúsculo que atraviesa toda la novelística del autor.
Sólo existe personalidad en la distancia, valga la
expresión.
Quizá
debamos fundamentar en este aserto su huida de Berlín para regresar a Suiza,
considerándose un escritor fracasado. Sus continuos traslados domiciliarios, su
actitud peripatética, su refugio en el sanatorio son, en suma, distancias interpuestas
para sobrevivir a su incapacidad para relacionarse en la corta distancia.
¿No encierra cada
palabra una indiscreción y cada yo una impertinencia?
Me parece estremecedora la pregunta, porque nos aboca al
autismo, al nihilismo, a la insignificancia, al silencio.
La escritura está
emparentada con los viajes o el excursionismo, cuantos menos preparativos se
adopten, mayor interés cobra.
La perfección que entraña la renuncia…
La falta de pretensiones es un arma, quizás de las
mejores de la existencia.
La persona y el escritor nunca son por entero la misma
cosa.
Los fracasos entrañan una suerte de amabilidad, de
suavidad, de finura, de inteligencia, son simpáticos, y uno los transforma en
éxitos con el mismo agrado con que los éxitos se pueden transformar en
fracasos.
Nathan el sabio, Emilia Galotti, quiero decir, sin exagerar lo más mínimo, que hago una reverencia
mientras e quito de buen grado el sombrero. ¡Viva Lessing!
Son varias sus muestras de admiración
por escritores conocidos y desconocidos, a lo largo de los tres volúmenes, si
bien los textos de crítica literaria son más abundantes en el tercer volumen,
como si ya hubiera decidido ejercitarse en el arte de la renuncia que hemos
dejado expuesto líneas atrás. Es significativa la elección de Emilia Galotti, que es, como recordarán
los buenos lectores, el libro que deja abierto en su mesilla Werther tras
suicidarse. He de añadir la predilección total que manifiesta Walser por El conde de Montecristo, una novela que
le parece la perfección del género. De igual manera, rinde su admiración hacia
Nietzsche: Nietzsche, por tanto, es a mis ojos un mago seductor del que
ciertamente no hay que tomar al pie de la letra ninguna de sus líneas tan
bellas, arrebatadoras, sino al que uno ha de traducir siempre en algún sentido,
como si él no hubiera vivido, amado y sufrido y escrito y construido volumen
tras volumen en la Tierra, sino más bien en un planeta extraño, peculiar,
ignoto. Pues en el fondo escribió todo lo que procedía de su ágil pluma ante
todo y sobre todo para su propia satisfacción. La misma satisfacción que
guió la esforzada redacción encriptada de estos Microgramas por los que
constituye un pecado de lesa pereza no pasearse.
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