Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española: Una excavación de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor que nos
lleva a las profundas y nutrientes raíces con y trascontinentales de nuestra lengua…
Estoy
persuadido de que, desde este Diario,
acabaré poniendo de moda la lectura de diccionarios. No solo porque son una
fuente de placer absoluto en sí mismos, sino porque su variedad es tan grande
que difícilmente puede el lector tener ni siquiera la sensación de que está
volviendo a leer lo mismo si lee dos obras próximas, como podrían ser el Diccionario de Argot español de Víctor
León y el Diccionario de expresiones
malsonantes del español de Jaime Martín. Diccionarios siempre los ha
habido, después de lo de Babel, y se trata de un género agradecido, cómodo y
nutriente. Da igual que el intelector
lea un diccionario de términos médicos, un diccionario de la pintura, un
diccionario masónico, un diccionario de lugares comunes, como el clásico de Flaubert,
o un diccionario desternillante como el de Coll: siempre hallará motivos de
satisfacción en el conocimiento de conceptos cuya rareza, originalidad o
precisión añadan a su vida conocimiento y placer sustantivos. No hay realidad
que no sea susceptible de ser reducida a diccionario, y desde los diccionarios
filosóficos hasta los históricos, pasando por los filológicos, los de
escritores, los de medicina, los etimológicos, como el presente de Roberts y
Pastor, o el entrañable Diccionario de palabras y frases extranjeras
de Arturo del Hoyo, la lexicografía es arte que abarca la realidad toda con un
orden, esmero y claridad que más quisiera esa misma realidad tener en su
manifestación cotidiana dichas virtudes.
Si he
leído (previa compra) este diccionario, ello ha sido como imposible
compensación por la oportunidad que dejé pasar en una librería de viejo,
renunciando, por 500 pts. que equivaldrían actualmente a unos 1000 euros, a la
adquisición de un diccionario etimológico de la lengua griega: ¡Una oportunidad
que no he dejado de lamentar ni un solo día de los casi 40 años que han
transcurrido desde entonces! Ahí al lado, en la estantería de más fácil acceso,
aguardan su turno dos buenas piezas de mucho cuidado, los diccionarios
griego-francés y latín-francés de Bailly y de Gaffiot, respectivamente, con los
que espero, en cierta forma desquitarme de aquel inmenso error. De siempre el
indoeuropeo ha sido, para mí, algo así como el paraíso para los creyentes.
Pertenece a la mitología, más que a la realidad, aunque sea lo segundo que,
andando el tiempo, favoreció la aparición de la primera. Seguir el hilo de los
orígenes de las palabras es una labor detectivesca que no siempre obtiene
recompensa, como sucede con esos casos que han de archivarse por falta de indicios
que permitan avanzar la investigación y descubrir el o los responsables de los
ominosos hechos en cuestión. Ni soy lexicógrafo, ni tengo una dedicación
constante a la etimología, sino un discreto aficionado que ha crecido intelecturalmente adquiriendo diccionarios
y perdiéndose horas, días, semanas y
meses enteros en ellos, sin otro objetivo que aguardar el destello de lo
inverosímil o la confirmación de lo mirífico. Leer un diccionario de cabo a
rabo es algo así como una aventura absurda e inútil, desde luego, pero puedo
garantizar a quien así lo haga que pocas lecturas pueden contener en ellas tal
cúmulo de maravillas y sorpresas. Quien es aficionado a estas lecturas no
necesita ningún estímulo para llevarlas a cabo, porque la mera palabra
diccionario encabezando el título de una obra se basta y sobra para concitar el
interés por abrir el volumen y comenzar a leer. Ni siquiera garantiza que se
llegue a adquirir una exhibible “riqueza de vocabulario”, porque ni siquiera un
diccionario de uso como el de María Moliner lo facilita: el olvido reparador
actúa con mayor eficacia que la memoria forzada.
Como
recogen los autores en el prólogo, en cita de Samuel Johnson: Los diccionarios son como los relojes, el
peor es mejor que ninguno; y del mejor tampoco se espera que sea exacto. Este
que hoy ofrezco a la consideración de mis visitantes, sin embargo, tiene la
virtud de acercarse tanto a la “exactitud hipotética” (sic) que bien podría
pasar por corpus legislativo de los orígenes del español y de otras lenguas
continentales, a juzgar por las apasionantes relaciones que se establecen entre
todas ellas a partir de la raíz común a tantas palabras de idiomas tan en
apariencia distintos. Se trata, pues, de un diccionario de raíces, no de
palabras, en el sentido común, si bien enseguida se enumera el corpus léxico
español que deriva de dicha raíz y el modo como llegó a nuestra lengua, porque,
a veces, las palabras tienen un sí se sabe qué de triscadoras que nos
sorprenden los saltos que dan de unas a otras lenguas antes de naturalizarse en
la nuestra. Desde esta perspectiva, así pues, los ejemplos que yo ahora use
serán aquellos que, por una u otra razón, tengan un plus de extrañeza o de
invención suficientes como para que su lectura nos induzca a la lectura del
libro, o a su consulta, si se ve como algo en exceso árido la lectura
continuada de esta pequeña joya lexicográfica. No niego que puede parecer una
locura el hecho de convertir los libros de consulta en libros de lectura y
viceversa, como puede fácilmente suceder con obras como Don Quijote, la Divina
Comedia o El libro de buen amor,
por ejemplo; pero no es el resultado de una afectación sino de una pasión
sincera, genuina, hija de la ignorancia y la costumbre de aliviarla. Un punto
de excentricidad sí que estoy dispuesto a reconocerle a la afición, pero no haría
sino seguir al pie de la letra el dictum del clásico, Nabokov: La excentricidad es el gran remedio de las
grandes desesperaciones. Sobre cual sea mi gran desesperación no es esta la
entrada adecuada para detenerme en consideraciones de orden tragicómico.
Tomemos aios-, Metal, como primera cata. Del
latín aes, ‘metal’, ‘cobre’, deriva “era”,
plural de aes, ‘bronce’, ‘dinero’, y,
por tanto, fecha desde la que se empiezan a contar los años. Erario, sin
embargo, no es el conjunto de edades, sino el tesoro público. De la raíz ak- ‘agudo, afilado’ deriva nuestro
desconocido a nivel popular “oxizacre”, ‘bebida que se hacía antiguamente con
zumo de granadas agrias y azúcar”, probablemente relacionada con ese mosto de
granadas que degustan los esposos del Cántico
Espiritual. Y también “acumen” procede de ella, que se utilizó para la
punta afilada de un arma y acabo designando el ingenio. Y de la misma raíz
procede “acebo”, con hojas llenas de espina en sus bordes… Impensable será para
muchos, por otro lado, que “mediocre” tenga que ver con ‘agudo’, pero se trata
de una palabra compuesta por medius y
ocris, en la que ocris, significa
cima de la montaña, de donde, literalmente, el mediocre es el que llega a mitad del monte. Que una atrocidad sea algo negro,
es difícil de ver, sobre todo cuando la raíz de la que procede significa
exactamente ‘fuego’: ater-. Del
mismo modo que apenas nadie reconoce en autor la raíz aug- ‘aumentar’. Pero lo cierto es que lo propio del autor es un
hacer constante. ¿Y qué diríamos de débil, que implica la fortaleza a la que se
le ha añadida una partícula privativa: bel-
significa ‘fuerte’, algo que se advierte en el ruso bol’ shoi: ‘fuerte’, ‘grande’. Los latinismos Débilis e indebilis son,
por lo tanto, la fuerza privada: ‘débil’ y ‘endeble’. Que un fárrago o un
estilo farragoso sean propiamente ‘harinosos’ es lo que nos dice la pertenencia
de tales palabras al campo semántico construido a partir de la raíz bhares-, ‘cebada’, que da harina, far, en latín. Amorosamente letal es el
descubrimiento de que veneno propiamente significa ‘poción amorosa’, dado que
procede de la raíz wen-, que
significa ‘desear’, y que da en latín venus: ‘amor físico’. Bien curioso es
descubrir que el reloj al que llamamos saboneta,
“reloj cuya esfera, cubierta con una capa de metal, se descubre apretando un
muelle”, recibe su nombre por analogía con la cajita de jabón para afeitar,
pues saboneta y jabón proceden ambas de la raíz seib- que significa ‘vaciar’; ‘gotear’ y de ahí a la resina no hay
más que sus buenos cortes en la corteza. Y cierro la serie con esta revelación sorprendente
que nos ofrecen Pastor y Roberts respecto de caricatura, que tiene su origen en
la raíz kers-, ‘correr’ y que pasa
por su realización con sufijo: *krs-o,
para dar ‘carro’ y ‘cargar’; de donde, propiamente, caricatura significa que recarga los rasgos fisonómicos.
Y hasta
aquí la reducida muestra que le permitirá al intelector calibrar el caudal de
placer que puede hallar en la lectura de una obra como este Diccionario etimológico indoeuropeo de la
lengua española. Que recordara, hace algunas entradas, que Valery Larbaud
se entretenía, después de enloquecer, en la lectura de diccionarios, no es algo
que haya de considerarse como un diagnóstico a largo o corto plazo. Antes al
contrario, más me parece una muestra de salud racional que un consuelo para la
imaginación enferma.
Sugerente propuesta lectora, amigo Poz, que algún día abordaré. Desafortunadamente, no soy frecuentador de diccionarios aunque recuerdo que uno de los que tengo me llegó por ti. Fue un regalo que no podía estar más en tu línea. Tengo los canónicos: Julio Casares, Drae, María Moliner, alguno de argot, otro de helenismos y otro de vanguardismos. Bueno me olvidaba del diccionario de los símbolos de Cirlot. Los visito menos de lo que debería y nunca se me ha ocurrido esa idea poziana de leer diccionarios como libro de lectura. Seguro que es algo que está en mi debe más que en mi haber. La curiosidad tiene tantos campos y es tan difícil fijarla en uno solo... Pero no soy buen investigador. Voy tomando un pizco por aquí y otro por allá. Gracias por la información de este diccionario indoeuropeo. Lamento que no compraras el diccionario etimológico de la lengua griega. Sin duda, una joya.
ResponderEliminarSaludos.
Por suerte. Joselu, la red tiene a veces regalos tan impresionantes como este: he podido descargarme los cuatro volúmenes del Diccionario etimológico de la lengua griega de Pierre Chantraine, en el que, en cuanto mis compromisos lectores me den un respiro me meteré con singular alegría. Ya he dicho que peca claramente de excentricidad esto de la lectura continuada de los diccionarios, pero la verdad es que cuando entro en alguno de ellos, ya no puedo salir hasta que lo acabo..., salvo que esté trabajando y necesite consultar algo específico. Se trata de las lecturas más gratificantes que hago, porque están desprovistas de cualquier atisbo de utilidad, con mi deficiente memoria (aunque selectiva sería voz más adecuada) de nada me valen, lo cual me deja en la perfecta disposición de poder volverlos a leer...
EliminarMuchas gracias Juan Poz por el artículo y por el Chantraine
ResponderEliminarNo se merecen. El de Chantraine pinta muy bien, pero mi más que precario conocimiento del francés me va a obligar a esmerarme... Añado una reflexión, por si la compartes: el amor a las etimologías arrastra, como de suyo, el amor a la toponimia: ¡todo un mundo! Algún día, acaso, me atreva a algún pinito modestejo...
EliminarLo comparto, aunque solo como paseante fantasioso y distraído. Por cierto que Michaux era también, como Larbaud, lector de diccionarios.
EliminarLos diccionarios son realmente una fuente de placer en sí mismos, lo que me lleva a pensar que la supuesta maldición de Babel fue, en el fondo, una bendición.
ResponderEliminarSaludos.
Sin duda alguna.Sofía Noel tenía un programa en RN2 "La vida en música", en la que ponía folclore de todo el mundo. La simple audición de tan inmensa variedad de lenguas era ya un placer insólito. Sí, comparto esa percepción, aunque, como en todo, también hay algo que nos mueve a establecer una lengua común compartida, sea el inglés, el chino o el castellano. Y, en el fondo, la añoranza eterna del latín...
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