jueves, 6 de mayo de 2021

Mortal y Rosa, de Francisco Umbral


            

Diario íntimo del dolor.

Nada existe, fuera del dolor. Y estas palabras, expelidas a golpe de crispadas falangetas sobre teclas que nada han hecho para merecer tanta furia descargada, ni son reflejo ni son consuelo ni son queja ni son el pecio del naufragio sufrido, sino la torpe máscara de un dolor indefinible, indescriptible, inenarrable; porque el horror es siempre un enorme vacío, una ausencia de vida, de voz y de presencia.                                    

                                                                  (Lo inefable)

 

Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura.

                            (San Juan de la Cruz) 

Uno

         He entrado en Mortal y rosa con un temblor anticipado, con la agitación cercana de un bullicio de lágrimas que he sentido gestarse en la cueva tenebrosa de mis lagrimales, desde donde he licuado tanto dolor inhumano que creí insoportable en algunas extremas circunstancias vitales. A la muerte de un hijo, ¡nada menos!, me convocaba un texto arrancado a la fibra íntima del único dolor más allá de todos los dolores imaginables, porque perder un hijo es, como lo ha vivido mortalmente el autor, perderse a sí mismo. El diario íntimo, porque ese es el no-género en que lo encuadra su autor, ya estaba en marcha, y abría, con desafiante alegría, sus páginas a la voz libre de la máscara, al capricho y a la algarabía de los instantes tornadizos y aleves. La propia persona, la inquisición de la esquinada encarnación que cubre el no-yo del que a nadie ha de dar cuenta quien escribe abre gozosa el no-relato, la sucesión de sensaciones plurales que convierten el cuaderno en almario protegido, como los vampiros, de la luz del sol de los ojos de sus no-destinatarios, esos hurones del escándalo más atentos a la eclosión de la confidencia impúdica que al mapa exacto del territorio que se describe; a lo subliminal que al paisaje explicito. Y, desde el mismísimo comienzo, la irreverencia tradicional del autor se adelanta al proscenio como aviso a navegantes: Porque he dejado de interesarme por mis sueños. A la mierda con Freud, aunque luego el diario íntimo se convierta en una arqueología casi psicoanalítica de la infancia en la que, a través de la del hijo, se bucea en la del padre, una extensa sesión en la que incluso se avanza a través de la libre asociación y otras técnicas propias de la exploración del subconsciente: un monólogo consolador que nos trae a la memoria el estremecedor «plancto» de Pleberio ante el cadáver de su hija Melibea.

Pero, en esas, se cruza en la vida del autor el gato negro de las películas de la Hammer y la enfermedad del hijo acaba usurpando el espacio que antes al padre se dedicaba con el desapego irónico de quien se «ejercita», de quien hace «dedos» y «escalas», como el músico que no fue, pero sí el aviador que va dando saltos de ciudad en ciudad en el continente dilatado de su propia vida, otra versión, grácil, aérea, del  «un yo en cada puerto» del mar proceloso de su vida de hijo «natural» que se ha gestado a sí mismo a través del artificio que tan amargamente le pesa ahora, cuando enfrentado a la exacta, luminosa y feraz naturaleza de la niñez del hijo que va a perder.

 Umbral es un «sello» único estampado en cuanto escribe, una «marca» que identifica una escritura perfilada con mimos de virtuoso del instrumento, un ser encerrado en la estrechez asfixiante de las expectativas ajenas. Por eso se embarca en un diario íntimo donde liberarse mediante su «real gana» del rígido y riguroso pedestal de su propia fama para sumergirse en el océano ignoto de su propia libertad, de su paternidad taumatúrgica: porque su hijo es la verdadera y auténtica naturaleza sin trampa ni cartón que le ha sido dado «alumbrar» en esta vida, algo superior a cualquier escritura: tener un hijo es convertirse, como él recalca, en «padre de sí mismo», porque la infancia de su hijo es un viaje permanente a su propia infancia, la recuperación, a través de él, de sí mismo. Este diario íntimo es la geografía accidentada de esa distancia insalvable que, con la muerte del hijo acaba convirtiéndose, para él, en el escenario vacío del dolor, la soledad, la ausencia y el frío terrible de la propia muerte en vida, porque, no lo olvidemos, nunca, Umbral no deja de ser consciente, desde el trágico suceso, cuando decide suicidarse en la escritura en vez de en la vida «real» —¡qué sarcasmo, «vida real»!—; es consciente de haber sido el único cadáver que ha escrito un libro en la historia de todos los tiempos.

Este diario íntimo se puede leer como pura, y dura, literatura que es, porque a ello se resigna el autor: Así las cosas, tengo que resignarme a hacer literatura en mi diario íntimo, y a que vaya resultando un poco el poema en prosa de unos graves meses de mi vida, o la novela de un mal novelista, y ni siquiera se necesita haber sido padre para sentirse traspasado de dolor por la pavorosa pérdida del autor; pero también puede leerse desde la empatía de quien comparte con el autor la condición de padre y no atiende tanto a la literatura cuanto al devastado estado emocional desde el que escribe el autor. Separarse como «la uña de la carne» es una de las grandes primeras metáforas del dolor en nuestra literatura, y este monólogo desesperado de Umbral bien podría resumirse en esa acción que ha servido, también, para expresar la maldad quintaesenciada de las torturas que se les pueden infligir a las personas. Mortal y rosa es, sí, y lo adelanto para quienes sean incapaces de soportar tanto dolor, un texto estremecedor que no puede leerse sin que actúe como pararrayos de todos los sufrimientos, los del autor, pero, por simpatía y empatía con los ecos de los propios de cada uno de los lectores que se enfrentan a un texto que nos deja sin defensas.  

Yo he llegado muy tarde a Umbral —aunque lo primero que leí de él, Leyenda de un César visionario, me pareció a la altura del mejor Valle—, porque lo veía, en su banalidad de divo de opereta de la República de las Letras, y aun admirando como se debe su obra de articulista, como él se pinta aquí, como el cadáver que, posteriormente, cuando decidió «sobrevivirse», se paseaba por las televisiones,  incluso embalsamado, como el acuñador de, para muchos, su único recuerdo vivo: «Yo he venido aquí —representaba, furioso— a hablar de mi libro»: pero bien que se cuidaba de decir que no de este, Mortal y rosa, porque este es el libro del que ni se puede ni se debe hacer publicidad y mucho menos hablar de él en el infierno de la frivolidad que es la televisión: está más allá de las leyes de mercado y aun de las vanidades literarias que el propio autor incubó y cultivo en vida y en muerte viva con histriónica máscara protectora.

 Lo ignoré. Pero no me arrepiento. Igual que Platero y yo no puede ni debe leerse, ¡libro tan triste!, sino a partir de los cincuenta, cuando yo lo hice, Mortal y rosa estoy por decir que no debe leerse si no se ha sido padre y se ha sufrido lo indecible, lo inefable, a causa de la paternidad, porque entonces ya no se lee como literatura, sino como lo que es: un sangriento jirón de vida, jifa palpitante arrojada a los lectores piadosos para que la recojan, como yo ahora lo he hecho, y la lean como se merece, ¡jamás literatura resignada!, sino como el cadáver ¡eternamente caliente! de a quien más se ha amado en la vida y al que se vela en la escritura en una capilla ardiente de por muerte y de por vida.

A través de un documental sobre Umbral visto hace poco y ya comentado en este Diario, Anatomía de un dandy,  me enteré del origen de parte del diario de una tragedia que conocemos por Mortal y rosa, y fue tal la conmoción que me produjo, de tal naturaleza la empatía con el sufrimiento del autor que me impuse, en cuanto mis lecturas en curso me lo permitieran, adentrarme en ese diario íntimo que, ¡ay!, tanto supe, desde la revelación de la tragedia, que me iba a hacer sufrir. ¡Y a fe que me ha hecho llorar como solo se llora a los propios seres queridos! Bécquer dejó escrito: «Cuando siento, no escribo», como un credo creativo que fijaba en el pasado y en la evocación del mismo las emociones que «recreaba» el acto de escribir. Mortal y rosa es justo lo contrario: la vida y la muerte pisándose la una a la otra del modo más directo, presente y terrible que imaginarse pueda. Ignoro en qué temple de acero toledano de nuestra poderosa literatura española ha forjado Umbral su pluma para poder seguir un diario íntimo como este en el que todos los gritos, por más revestidos que estén de estética afiligranada, son, o para mí al menos lo han sido, aullidos extraídos desde el fondo de los tiempos de la especie humana, alaridos de para quienes, vivos, frente a un agresivo y deletéreo medio hostil, la muerte de un congénere era, ¡ya entonces!, la uña arrancada que señalamos como máxima expresión del dolor en nuestra tradición literaria.

Doy fe de que abrí el diario y de que mi primera impresión fue la de pasearme por un género, el diario íntimo con ínfulas de ensayista cimarrón, que se acercaba mucho a las «glosas» de D’Ors y de otros autores que han cultivado ese género a medio camino entre el ensayo y lo autobiográfico, como los excelentes Propos de Alain. El lector escéptico, el «castigado», es el peor que un autor puede desear tener. Leía, sin embargo, con agrado y asentimiento, pero sin emoción ni sorpresa, aunque sí con agradecimiento a la depuración estilística que constantemente hollaba cimas imposibles para otros autores: Lo que palpo en el niño son fuerzas heterogéneas y hermosas que en él se armonizan indeciblemente. […] Es una pulpa salvaje en la que se han hincado suavemente los peines lentos del idioma. Pero a partir de la irrupción del «mal», el autor da un giro de 180º a sus preocupaciones y el lector pasa de la contemplación a la pasión, «en lopianos segundos veinticuatro», así que percibe el primer aletazo de la tragedia inminente, cuando, y en ello el pudor de Umbral lo vela con acierto humano y con esplendor literario, ignoramos «punto por punto» el proceso de deterioro orgánico que culminará en la pérdida del hijo y en su desgarradora muerte en vida.  Lo que es inequívoca es la refrenada desesperación de un padre al que, como agua en cesto, se le escurre la vida del hijo de entre las manos, de la torre-prisión de sus afectos, por troneras abiertas por la propia naturaleza defectuosa, por la vida que no es noble, ni buena ni sagrada , porque un niño enfermo es una blasfemia que profiere la vida. Sí, claro que hay «resentimiento», y un torrente de mala hostia y mala leche y desesperación que se desborda constantemente en arrebatos líricos que son el equivalente de la respuesta de Umbral, en el documental, a aquella señora que, queriendo consolarlo, le dijo, respecto de la pérdida de su hijo: «si Dios lo ha querido…»: «¡Pues muy hijo de puta Dios, muy hijo de puta…!». Gran parte de este libro es una contrablasfemia contra la de la vida que siega la vida de una criatura en cierne, y se leen, en cada línea, los más de ciento cincuenta quilos de presión de las mandíbulas apretadas con que el autor acompaña la temblorosa caligrafía de su herida mortal. Cada una de las páginas de Mortal y rosa, desde la mitad del libro hacia adelante, tiene más de sudario que de página en blanco, porque Umbral teje en ellas el cuello alzado y la bufanda que muy a duras penas le protegieron del frío pavoroso que se le metió hasta el corazón de los adentros de su amor y de su pasión de padre, ¡y cómo se abriga al hielo!: El frío dentro de mí, como un jarrón venenoso, como la entraña inhóspita de mí mismo. […]  Exiliado de tu reino de luz y voz, vago por los países del frío, y seré ya para siempre el apátrida, el que pasa, en la tarde, con el cuello del abrigo subido, mirando luces y escaparates, porque te has ido a algún sitio y me has dejado fuera, porque solo tú acertabas con el centro tibio de la vida, y yo no acertaré jamás, y tengo conciencia de expatriado, y todo a mi paso es arrabal, suburbio, alejamiento del secreto rubio del mundo.[…] Qué dentro del frío me has abandonado, qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano. Qué frío, hijo, en esta mañana fría, el rincón quieto, blanco y desolado de tus juguetes.

 

Dos

         A diferencia de otras recensiones escritas en este Diario, he querido marcar claramente la diferencia entre mis impresiones de la lectura, ¡y es difícil imaginar lo que se puede llegar a sufrir mientras se escriben textos así!, y el análisis de unos contenidos que confieso haber leído sometido a una presión emocional muy difícil de soportar, por razones personales que no vienen al caso. Umbral, a pesar de la experiencia traumática, o quizás precisamente por ella, muy probablemente, era consciente de que se había arrojado a las páginas del diario que se traía entre manos como una auténtica tabla de salvación para sobrevivir, de forma vergonzosa, a su parecer, a aquello para lo que se dice que los padres nunca están preparados: la pérdida de un hijo. Que el hijo sea el único ¡y tan deseado! añade una dimensión casi sobrenatural al trágico suceso. En medicina se habla de estrés postraumático, para situaciones como la vivida por el autor, pero en ningún manual se lee que llevar un diario íntimo sea una forma de sobrellevar algo así. En todo caso, los lectores podemos estar agradecidos al autor no solo por su entereza y su lucidez, sino por el desbordamiento de afligida humanidad desde la que ha escrito un diario que, para algunos intelectores, como quien esto escribe, formará parte de sus más emocionantes experiencias sentimentales y, en menor medida, intelectuales, aunque muchos de los aciertos ensayísticos del autor están motivados por la experiencia sufrida, más que por la reflexión abstracta propiamente dicha. La declaración de intenciones que abre el diario no deja lugar a dudas: Más amo a un árbol que a un hombre, escribió Beethoven, (Yo, que no entiendo de música, esta frase es lo único que entiendo de Beethoven). Y a cualquier lector como Umbral lo era, bien nutrido, no puede por menos que venirle a la memoria el poema de JRJ: Árboles hombres, tierra nutritiva en la que ha crecido el lirismo del vallisoletano.

Pero vamos a empezar por el final, porque cuando Umbral se despide del diario íntimo como el género más allá de los géneros, donde ha hallado la libertad que no le permite el artículo o la novela, lo describe concisamente, para satisfacción de eruditos a la violeta que lo lean. Leamos: Por eso, todo lo que escriba, ya, quisiera que tuviese la sencillez directa del diario íntimo, de este diario, de lo que hace uno con su caligrafía más honrada, y esto por reducir al mínimo la farsa del vivir, duplicada siempre por la farsa de escribir. Leedme sencillamente, de frente, anulando entre escritura y lectura todo protocolo falsario. Ni el gran espectáculo de la filosofía ni el convencionalismo de la narración. Solo la escritura de un hombre que hace interminablemente su diario. Lo imprescindible para no morir, pero también para no vivir. De hecho, y tras reconocer la debilidad de no haber tenido el valor de suicidarse, lo que el autor descubre es que ni siquiera el diario íntimo, aunque lo parezca es la escritura de lo «directo»: No existen los géneros directos. Lo más directo sería no escribir; pero sí lo es de lo inmediato, de lo que se nos lleva por delante: El diario íntimo, en cambio, es lo inmediato, el presente exasperado, la confesión no solo sincera, sino urgente. No nos puede extrañar que, desde su posición literaria, un autor consagrado y exitoso, Umbral reflexione sobre el porqué de llevar el diario al que se agarra con uñas y dientes, y entiéndase la expresión coloquial con el contexto de la primera parte de esta recensión. Y llega a conclusiones importantes: La razón última de este libro es la disciplina que a mí me da, la continuidad que pone en mi vida, ya que todos somos discontinuos, como dice Bataille a otros efectos. ¿Por qué se escribe un diario íntimo? No por vanidad, ya, a estas alturas y en mi caso, ni por egocentrismo, ni por vedetismo, sino por buscar la sencillez última por huir de ese artificio que en último extremo suponen todos los géneros literarios. La lucha entre lo natural y lo artificial, lo espontáneo y lo impostado recorre todo el diario como una imagen especular de lo vivo y lo muerto, de la vida y la muerte, o de las dos muertes definitivas con que tropieza el lector: la del hijo y la del padre que se ha consagrado a sobrellevar y soportar la muerte en vida, sin esperanza, que ha de ser su obra, desde ese momento, más demoledora que constructora… : Escribir es una prestidigitación en cuanto que consiste en desaparecerse, como los ilusionistas del cabaret. […] El escritor tiene que dejar pasar la luz del mundo sobre la cuartilla, el sol sobre la escritura. Casi todos los escritores estorban a su obra, están delante de ella, echan su sombra de sombrones encima de la prosa. […] Escribir es ausentarse. Escribir es perder peso. Un adelgazamiento súbito. Qué insoportables, luego, mis setenta u ochenta kilos. El «estorbo de sí mismo», se considera el autor. Y, de hecho, como confiesa al final, retoma su dedicación a los artículos como un ejercicio de desfiguración, de borradura de unos proyectos de enjundia para acometer los cuales les falta la vida y el calor de la doble ambición, vital y estética, que le ha abandonado: Pero lo que quisiera es este suicidio del artículo. Ya que no he tenido valor para destruir mi vida, voy a destruir mi obra, a fragmentar en artículos dispersos lo que pudiera haber sido un todo completo y edificado. […] Con cada artículo desanudo un nudo de la trama de mi existencia, y me voy quedando suelto, ligero, vacío de posibilidades, irrealizado. […] No quiero hacer una obra, sino deshacerla.  Me arranco artículos como el que se arranca la piel a tiras, como el leproso que se arranca la carne en pellas. He descubierto que el artículo es una brillante forma de fracasar. Y de ahí la reflexión profesional sobre el sentido de la fama que tan ardientemente deseó en la provincia oscura, cuando soñaba con un porvenir de éxito y reconocimiento, todas esas adulaciones y premios que ahora le parecen una burla sarcástica frente al dolor que lo ha clavado al fieltro de la existencia. Y es curioso que su reflexión, ignoro sin con conocimiento de causa o no, porque no conozco tanto al escritor, adquiera la forma de un homenaje a un texto casi idéntico de El libro de Sigüenza, de Gabriel Miró, otro diario particular, como este lo es y con el que bien puede emparentarse, genéricamente: ¿Y mi nombre, y mi aura, y lo que he creado en torno de mí? Un nombre de escritor. Todo el que vive confortablemente dentro de su renombre, debe salir al campo, a la naturaleza y decirlo en voz alta: «Soy escritor, soy importante, soy…» No creo que pueda terminar. Eso no suena a nada entre los montes, frente al mar. La gloria no va más allá del término municipal. […] La gloria, la fama, la popularidad, el renombre, el simple prestigio se acaban a la vuelta de la esquina. No soportan un trayecto de autobús del extrarradio, el viaje de un tren de cercanías. […] Casi todo el que escribe quiere quedar como estatua municipal, como rotonda pública, como salvador de la Patria. Hay que huir de la gloria municipal y escolar.

Llama la atención del crítico, más que del intelector ingenuo, la reivindicación que hace Umbral de la lectura frente a la escritura, porque tiene la íntima convicción de que su tragedia no exige rellenar folios en blanco, sino un silencio que, ¡tan a su pesar!, está reñido con él, y ello por su «imperativo creativo» del que ahora no puede escapar: Cuando yo termino un libro, empiezo otro en seguida, No se puede permitir la sangría del tiempo. Hay otro tipo de escritores, como este, que alargan toda la vida un mismo libro. El libro, el proyecto. No quedarse sin libro, no quedarse sin proyecto, no quedarse a la intemperie, en la torrentada de los días. También tarde, y también a su mucho pesar, descubre, entonces, que el silencio, que el recogimiento, que la pasividad serena, que un folio en blanco es mucho más hermoso que un folio escrito. Tarde lo he descubierto. Y dejo que la blancura del folio ponga en blanco mi vida, y no hago nada, sino que leo libros que ya sé de memoria, como cosas que no saben a nada, pruebo medicinas que no van a curarme, orino minuciosamente, hablo poco, recuerdo cosas que no vale la pena recordar, y me sorprendo a veces haciendo proyectos literarios, de trabajo, de triunfo, que están superados con mucho por mí mismo. Y florece la paradoja, en ese momento, de un escritor compulsivo que, sin poder dejar de escribir ni siquiera cuando está sufriendo la herida, la llaga de amor viva más abrasadora que pueda ser humano sufrir, sin cauterización posible, admite que  escribir es una cosa pasiva, receptiva contra lo que se cree, así como leer es algo activo creativo, voluntarista. […] En el libro no hay nada. Todo lo pongo yo. Leer es crear. Lo activo, lo creativo, es leer, no escribir.

No quiero ser prolijo ni aburrir a los intelectores que visiten estas páginas con la pormenorización de lo grandísimos aciertos emotivos y literarios que pueden hallar en Mortal y rosa, pues todo el diario íntimo está lleno de ellos, y no hay página a la que no se haya aplicado el lápiz que todo lo quiere recordar con sus subrayados, esas marcas en los libros que nos avisan del perímetro exacto de nuestras coincidencias con el autor del libro, de nuestros asentimientos, de nuestros entusiasmos y de nuestras condolencias. Hablar de un libro en carne viva, cuando todo él es una herida sombría puede parecer una afectación estilizada, pero el diario íntimo linda con el género de la confesión, y por eso podemos leer confesiones tan estremecedoras como esta: El suicidio es la única respuesta válida. Todo lo demás, el arte, la cultura, el pensamiento, la política, la filosofía, la religión no son sino falsas respuestas, suicidios diferidos. He conocido la única verdad posible: la vida y la muerte —tan vivida previamente— de mi hijo, y sin embargo he optado o estoy optando por el engaño, por el autoengaño, de modo que seré inauténtico para siempre. No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba. Soy un farsante. El solo hecho de seguir vivos nos constituye en farsantes. A partir de esa asunción, unida al frío indestructible que se le mete en el cuerpo, parece que todo invite a contemplar desde lejos el sufrimiento del autor, como si la impostura fuera, de ese momento en adelante, su único rostro. Pues sucede todo lo contrario, no hay alusión a «Pincho», el hipocorístico de su hijo, a quien nunca se nombra en el diario, salvo con el altísimo y exacto nombre de «hijo», que no nos provoque una tormenta emocional devastadora. Da igual a qué circunstancia exacta de su relación con él se refiera o qué momento de su vida familiar evoque. De todo ese acervo de desgarros, y saltándome yo todos los esquemas cronológicos y espaciales del libro, quiero destacar un momento que me ha «tocado» especialmente. Se trata de la carta a su mujer que incluye en el volumen y que ignoro si llegó a su destinataria antes de que esta la leyera en este diario, ¡caso de que se haya atrevido a hacerlo, que no estoy yo muy seguro!, o si se encontró con ella, de puro sopetón, como un zurriagazo de luz fría, como un chirlo de rabia afilada, cuando se publicó o antes de ser enviado a la imprenta. La lectura provoca su auténtico efecto cuando es leída en el orden sucesivo de las entradas del diario, no fuera de su contexto, pero quede aquí una brizna de tan acusado sufrimiento: No sé por qué escribo, por qué te escribo esta carta, por qué vuelvo a la cerca espinosa del idioma. No nos hemos matado, y justamente por eso estamos muertos, asistimos a nuestra ausencia, pasamos una y otra vez por el hueco incoloro de la nada. Entramos y salimos, cruzamos puertas y ventanas que no nos conciernen. Nadie tan solo como yo. Ninguna tan nadie como tú.

A lo largo del diario son tantos y tan interesantes los apuntes del vivir cotidiano, de su reflexión continua sobre sí mismo, sobre la cultura, sobre cualquier faceta del vivir, que tendría que transcribir el libro página tras página para hacerle la justicia que merece. Pongamos por caso este apunte: El tacto es ciego, el olfato es galopante. La boca es frenética. El oído es torpe. Solo el ojo alcanza la totalidad. […] La imaginación es la sinestesia, el olfato que quiere ser tacto, el tacto que quiere ser mirada. La imaginación nace de una limitación. La mirada, quizá, es menos imaginativa porque posee más. […] Hay que ver sin mirar. Hay que oler. El olfato, quizá, es la mirada del alma. Hay un movimiento de espiral que desarrolla los apuntes, llevándolos a su plenitud expresiva e imaginativa. Un caso excepcional es el del seguimiento de un culo por las calles de Madrid, estoy viendo vivir a una esfericidad. Glúteo y culo son palabras que le van bien…, excelentes páginas en las que, con el pretexto de seguir unas nalgas andantes, Umbral, flâneur dandiesco, se libra a un ejercicio de voyeur en que defiende su independencia del personaje que se ha creado:  Uno ha trabajado, ha hecho unos libros, unos artículos, unas cosas. Uno ha tenido constancia, paciencia. Uno debiera estar ahora recaudando todo eso, recibiendo sonrisas, felicitaciones, para bienes, el beso húmedo y falso de la gloria, la copa venenosa de la fama, el picoteo malicioso de la popularidad. […] A la mierda con todo. Uno está aquí, en mitad de la calle, en invierno, cuando cae la tarde en la ciudad, lejos de la dorada y lamentable galaxia que le corresponde, viendo vivir a una esfericidad. […] Me siento un Magritte, un personaje de Magritte, un cuadro de Magritte cuando voy con mi barra de pan a través del mediodía, como con una lanza de oro obrero para arremeter contra los gules del cielo. Vivo dentro de un cuadro de Magritte y soy el vecino que pasa, me fisgo a mí mismo en los escaparates y el pan que llevo en la mano me emparenta con el pan que iba a comprar en la infancia, porque el pan siempre es el mismo, y vuelvo a ser aquel chico que hacía recados. […] Todo lo más, le haría a la niña las uñas de los pies. Y me pregunto si alguna vez le  he hecho las uñas de los pies a una mujer. No sé. Lo he vivido o lo he soñado. Lo he leído o lo he imaginado. Tomar sus pies blancos, de una materia pueril y saludable, hacer algo con aquellas uñas. Pintarlas, cortarlas, no sé. Y el autor no recuerda, en efecto, que esa escena la ha visto en la Lolita de Kubrick, porque son las imágenes sobre las que aparecen los títulos de crédito de la turbadora película de una novela inmortal.

De más está indicar las familias literarias que comparecen en este diario como en el resto de la obra de Umbral, pero hay en esta obra una inclinación evidente a la prosa lírica de las vanguardias: el creacionismo de Huidobro, el ultraísmo de Diego y el surrealismo de Breton y del 27, porque Umbral se deja llevar no pocas veces por un arrebato de escritura automática que no pasa a mayores, porque prevalece en él el vivo instinto lirico de la imagen, de la metáfora y aun de la visión. Entre las muchas catas que podrían hacerse para refrendar lo que defiendo, he escogido esta: El tiempo es un caballo que llora como una máquina sentimental. Escribo en la copa del árbol de los días poemas en prosa y libros de colores. Mi hijo se ha dormido en lo más profundo de sus zapatos y hay un reloj de pulsera fornicando en algún sitio con la eternidad. Espero que una mujer desnuda me llame por teléfono para invitarme a la vernisage de sus pechos. Octubre es lúcido como un matemático y extenso como la actualidad. No sé qué voy a hacer esta tarde, pero me gustaría amar a una muchacha que no tuviera un empleo fijo, o sentarme a leer en el parque, bajo la luz de los eclipses. Sea como fuere, enjabono mi cuerpo y me siento a esperar que la teoría de la relatividad llame a mi puerta.

Decididamente, la enfermedad y la muerte del hijo le impulsa a la revisión de su propia infancia, porque ambas se superponen para él en idéntico plano: Umbral fue el niño que su hijo es y ese puente sólido, sin fisuras, será la vía que prevalecerá para estar en contacto permanente con él, por más que el duelo le acabe convenciendo de que lo más insoportable de lo que le sucede es que ni siquiera tendrá el consuelo de reunirse en la muerte; que, ¡atroz separación!, cada cual tiene su muerte. Es increíble, visto desde el lado emocionado del intelector que sufre como sufre el autor, la capacidad de este para arrancar una sonrisa fúnebre incluso en esas penosas circunstancias, porque el humor negrísimo con que Umbral habla de cómo su muerte se instala en él como una realquilada no es capaz cualquiera de escribirlas…: Me moriré escribiendo páginas ilegibles, porque el muerto me crece, como un amigo triste, y revuelve mis cosas sin interés ni gana. […] Antes tenía temporadas de muerto. Ahora vive conmigo como realquilado. El muerto que soy, que seré. «Caballero estable», piden los anuncios de pensiones. Bueno, pues el muerto es un caballero estable que se ha quedado a vivir en mis habitaciones interiores.

La desolación del amor arrebatado, que no de la quimera, es el tema de este libro del desconsuelo, de este grito que le retembló a Umbral en unos adentros en los que solo traspasar la puerta causa un espanto capaz de amedrentar al más cuajado en hacer frente a las adversidades. Nadie está jamás preparado para perder un hijo. Como el autor dice no estoy bien, ni falta que hace. Demasiado bien estoy, teniendo en cuenta que solamente soy un espectador fantasmal del mundo, una cara blanca asomada a las tapias del cementerio del vivir, mirando hacia adentro, hacia el corral de muertos que dijo el otro con otra intención.

No, el autor no está bien. Este intelector tampoco. Se sufre lo inefable al leer esta intimidad llagada; se sufre lo indecible al llevar a los visitantes de este otro Diario hasta el borde de ese dolor para el que desaparecen los adjetivos, porque es el dolor esencial, la interjección encabronada de la propia vida a la que le arrancan lo que le da sentido, esperanza y futuro.

Disculpen que me retire, discretamente, en inconsolable llanto ahogado y en respetuoso silencio gritado.

  

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