viernes, 28 de julio de 2017

“Representación ante Fernando VII en defensa de las Cortes”, Álvaro Flórez Estrada.



Álvaro Flórez Estrada, un economista liberal y militante activo por las libertades, cuando defenderlas costaba la vida o el destierro, interpela a Fernando VII y le reprocha su traición a la soberanía nacional.


Mientras sigo inmerso en la intelectura reconfortante de Los episodios nacionales, no he podido por menos de desviarme levemente  hacia otros textos, haciendo caso de las sugerencias que hallo en dicha absorbente y gratísima tarea, tanto en el texto de Galdós como en la información complementaria de la edición, todo lo cual me va descubriendo hechos, personas y acontecimientos sobre los que conviene ampliar algo el menguado conocimiento que solemos tener los españoles de nuestra propia Historia; dicho así, en plural, para camuflar mi propia incuria individual… Es el caso de este texto que he leído en edición digitalizada, Presentación ante Fernando VII en defensa de las Cortes, escrito por quien ha resultado ser uno de nuestros primeros economistas e introductor en España del liberalismo inglés clásico: Álvaro  Flórez Estrada, un constitucionalista convencido, redactor, en parte, de la Constitución de 1812, activista en pro de la monarquía constitucional, liberal exiliado en Londres y estudioso e introductor de la economía liberal inglesa. Estamos ante una figura eminente de la reacción liberal contra el absolutismo fernandino, movimiento cargado de razones democráticas que brilló efímeramente con la revolución de 1820 y que se extinguiría tres años después, para desgracia de España y del propio continente europeo. El libelo antiabsolutista que Flórez dirige a Fernando VII, hablando con meridiana claridad del daño que su reinado retrógrado le está haciendo al país me parece un ejemplo perfecto de una línea de pensamiento que no ha podido plasmarse y sobrevivir en nuestro país prácticamente hasta la Constitución de 1978, un logro histórico que algunos quieren rebajar y despreciar hablando del “Régimen del 78”, como los partidarios de Fernando VII denigraban a los demoniacos liberales doceañistas, ni más ni menos. El folleto de Flórez, que cualquiera, con ese título, puede encontrar digitalizado en la red, tiene como eje central de su argumentación un hecho muy sencillo: el rechazo de Fernando VII a la Constitución de 1812 es una traición a la soberanía nacional, porque en ese folleto demuestra con meridiana claridad que, después de la cesión de los derechos dinásticos que hicieron padre e hijo, Fernando VII y Carlos IV, a Napoleón, la única soberanía nacional legítima era la expresada en el articulado de la Constitución de la que Flórez es valedor. El texto del catedrático, sin embargo, es una suerte de lección de teoría política que repasa los principales fundamentos de la acción política y deja bien claros conceptos que, a menudo, incluso en nuestros días u olvidamos o tergiversamos a nuestro antojo. El principio de la libertad a toda costa y para todo es una guía que no admite refutación alguna, una guía segura para persuadirnos de las poderosas razones que defiende Flórez frente a la obra de demolición que suponía el manifiesto de los Persas -toma su nombre del comienzo de su declaración de fe en el absolutismo:  Era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor-, los diputados de las Cortes de Cádiz, que desertaron de su obra y reconocieron la soberanía del rey frente a la soberanía del pueblo español expresamente fijada en la Constitución, de la cual emana la aceptación de Fernando VII como soberano constitucional de la nación española. Ahora todo esto nos parece tan obvio que podríamos estar tentados de pasar por alto el valor que hubo de tener en su momento Flórez para posicionarse frente al partido absolutista del rey y desenmascarar su radical ilegitimidad. Estamos muy acostumbrados a tener como referente de nuestros dramas nacionales la Guerra Civil del 36, pero quienes se han tomado la molestia y el horror de bucear en lo que significaron los enfrentamientos civiles entre liberales y absolutistas, primero, y entre cristinos y carlistas, después, se darán cuenta de que los grados de fiereza, crueldad,  horror y  tragedia que se vivió a lo largo del XIX es difícilmente comparable con esa suerte de acto final que fue la Guerra Civil, a pesar de los pesares. Pensemos que hablamos de una época en la que aún funciona la Inquisición y las torturas son algo así como un medio habitual de lucha política, como lo son las ejecuciones sumarias, por ejemplo. La línea “libertaria” de Florez es evidente a través de todo el folleto. Desde la consideración que le merecen los reyes:  Por desgracia los Reyes no son más que hombres: es decir, como estos, sujetos a sus errores, y a sus pasiones; a iguales inexperiencias, y a iguales necesidades intelectuales y físicas, hasta la apología del derecho soberano de los pueblos a gobernarse por sí mismos, que él hizo extensible a las colonias americanas, cuya independencia vio con buenos ojos y mejores razones: Convengo en que todos los pueblos tienen un derecho para establecer su libertad del modo que les acomode, y aun para separarse del resto de la comunidad siempre que su reunión sea incompatible con su libertad o con los medios de prosperar. Con todo, Flórez está convencido de que ese autogobierno de los pueblos no es fácil de alcanzar con la responsabilidad que lleva implícita:  La idea, dice un filósofo, de obedecer y mandar a un mismo tiempo, de ser súbdito y soberano a la vez exige demasiadas luces y combinaciones para que pueda ser ni bien manejada ni bien percibida sin una previa y larga educación de los pueblos. Las virtudes mismas tienen necesidad de medida, y deben temer el exceso de su práctica. Flórez se afana en demostrar que la renuncia al trono de Fernando VII y de su padre, Carlos IV, deslegitimaron al monarca para ocupar el trono, tras la expulsión de los franceses por obra y gracia de un pueblo que, en ausencia del soberano, hubo de organizarse espontáneamente para echar al invasor, el mismo que se reúne en Cádiz y proclama la Constitución de 1812 contra la que Fernando VII, con ayuda de sus leales, muchos de ellos al servicio de la dinastía francesa que intentó ocupar el trono de España, libra feroz batalla con trágicos resultados para los liberales perdedores. Solo después del nefasto ejercicio de antipoder de su camarilla, creció el descontento lo suficiente para dar pie a la rebelión de Riego y de tantos otros que lograron hacer claudicar al rey y obligarle a decir aquello célebre del Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional... Recordemos que los “cargos” básicos que alientan la represión fernandina son los siguientes: 1. Haberse reunido en Cortes. 2. Haber declarado que la soberanía residía en la nación. 3. Haber tratado de disminuir la autoridad del monarca. El segundo punto, como puede apreciarse, es el eje fundamental del contencioso entre liberales y absolutistas, y a él dedica Flórez hermosas páginas llenas de lucidez y de reflexiones absolutamente de actualidad, en esta época de trilerismos conceptuales con la nación de naciones, la plurinacionalidad, los sentimientos nacionales, y los intentos de golpe de estado secesionista por parte de la oligarquía política nacionalista en Cataluña. Pongamos, por ejemplo, un hermoso punto de teoría política, que Pedro Sánchez ha puesto tan de actualidad: Estoy persuadido que, si uno por uno, se preguntase a todos vuestros consejeros la idea que expresa la palabra Soberano o soberanía, no acordarían de ellos en enunciarla de un mismo modo; a pesar de eso no escrupulizan en declarar por crimen de lesa majestad el que se diga que la soberanía reside en la nación, o que esta es el verdadero soberano. (…) Cuando por la mala inteligencia de una palabra, por su inexacta aplicación o por la dificultad de explicar con ella una idea compleja, no se expresa ni entiende su verdadera significación, el resultado viene a ser el mismo que si careciese de ella. ¿Sensato o no? Pues de ese tenor son la mayoría de los juicios contenidos en este folleto. Flórez no esconde los orígenes de su pensamiento, de ahí que, para un tema tan candente como el de las múltiples soberanías que quiere introducir Podemos en el ámbito político español, se deje aconsejar por Locke, por ejemplo: Aunque en toda sociedad, dice Locke, bien ordenado, esto es, que obra para la preservación de la comunidad, no puede haber más que un supremo poder, que es el legislativo, al cual todo los demás es forzoso que estén subordinados; sin embargo, no siendo el mismo poder legislativo más que un poder únicamente fiduciario por obrar a ciertos y determinados fine, permanece aún en el pueblo un poder soberano para remover o alterar el legislativo, siempre que vea que este obra en contra de la confianza de que se le hizo depositario (…). La comunidad siempre retiene un poder soberano de salvarse a sí misma de las empresas y proyectos de cualquier persona o cuerpo, aunque sea el de sus legisladores, siempre que estos sean tan estúpidos, locos o malos, que atenten contra las propiedades o libertad del individuo (…) El soberano poder siempre reside en el pueblo. Sin embargo, y para distanciarse de las interesadas lecturas podemitas o secesionistas, Flórez hace suyo el pensamiento de Fenelon: ¡Desgraciado el pueblo que no tenga leyes escritas, constantes y consagradas por toda la nación, que sean superiores a todo; de las que los reyes reciban toda su autoridad: por las que se les conceda hacer todo el bien posible, y no se les autorice para hacer ningún mal; y contra las cuales nada puedan. La primacía de la ley es, para Flórez, la única garantía posible del virtuoso ejercicio de la soberanía. Se trata, pues, como queda reflejado en esta aproximación a vuelapluma, de una figura eminente del liberalismo político y económico que supongo enmarcada en el cuadro de honor de los orígenes de los nuevos liberalismos que se van abriendo camino en la sociedad española, como una deuda histórica que teníamos con aquellos prohombres de la libertad, y muy destacadamente de la libertad de expresión, o, como la denomina Flórez, la “opinión”: La opinión  es la reina del mundo, cuyo único imperio es indestructible, Saber crearla supone un gran genio, para dirigir su marcha basta tener prudencia y poder; despreciarla supone depravación de costumbres, mas empeñarse en resistir su torrente demuestra el cumulo de la insensatez o de la desesperación.


sábado, 15 de julio de 2017

Primera serie de los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós (y II)





Un estilo, un pensamiento un mester: Galdós (y España) en sus textos.


Galdós es él en su tinta y en unos modos narrativos que crean adicción. En eso es extremadamente cervantino, aunque sin complicarse tanto la vida con los narradores, pero sí haciendo mil protestas sobre el carácter verídico de la narración de su personaje, Gabriel Araceli: Mi relato no será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea verdadero. Como son muchas las intervenciones del narrador en la historia, me he permitido escoger una de ellas que resume a la perfección  ese juego de verosimilitudes que pretende establecer Galdós a lo largo del relato. Hela aquí: [Gabriel le habla a su enamorada, Inés] Tú eres muy buena; pero es preciso confesar que tienes pocos alcances. Al fin eres mujer, y las mujeres… como no sea hacer calceta, y de poner el puchero a la lumbre, de nada entienden una higa.  Inmediatamente después, como si le hubiera sobrevenido un arrepentimiento súbito, vuelve a dirigirse a los lectores: Lector: cuando leas esto te suplico que te despojes de toda benevolencia para conmigo. Sé justiciera e implacable, y ya que no me tienes, por ventaja mía, al alcance de tus honradas manos, descarga en el libro tu ira, arrójalo lejos de ti, pisotéalo, escúpelo… ¡ay!, pero no: él es inocente, déjalo, no lo maltrates, él no tiene la culpa de nada: su único crimen es haber recibido en sus irresponsables hojas lo que yo he querido poner en él, lo bueno y lo malo, lo plausible y lo irrisorio, lo patético y lo tonto que al escribir esta historia he ido sacando, escarbador infatigable, de los escombros de la vida. Si algo encuentras que me desfavorezca, tan mío es como lo que te parezca laudable. Ya habrás conocido que no quiero ser héroe de novela:  si hubiera querido idealizarme, fácil me habría sido conseguirlo, cuidando de encerrar con cien llaves todas mis flaquezas y necedades, para que solo quedasen a la vista del públic0 los hechos lisonjeros, adicionados con lindísimas invenciones, que en caso de apuro no me habrían de faltar. (…) Como prueba de mi modestia, no he vacilado en copiar el diálogo con Inés, que me favorece tan poco, atreviéndome a esperar que si el lector no me adorase romántico, podrá apreciarme sincero. Hagamos, pues, las paces y continuaré la narración en el mismo punto en que la dejé. ¿Funciona o no funciona, el método? ¡Impecable!, y más en aquellos albores del realismo novelística en España. Como los problemas dinásticos entre Fernando VII y sus padres, Carlos IV y María Luisa, son una de las principales causas tanto de la necesidad surgida del pueblo de luchar contra el supuesto “aliado” francés, devenido enseguida “invasor” -algo que desde el pueblo llano se vio con preclara lucidez, como la de Pacorro Chinitas: creo que somos unos archipámpanos si nos fiamos de Napoleón. Este hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá ganitas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es España, cuando vea que los Reyes y los príncipes que la gobiernan andan a la greña como mozas del partido? Él dirá, y con razón: “Pues a esta gente me la como yo con tres regimientos”. Ya ha metido en España más de veinte mil hombres. Ya verás, ya verás, Gabrielillo, lo que te digo. Aquí vamos a ver cosas gordas y es preciso que estemos preparados, porque de nuestros Reyes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer nosotros-, como, por otro lado, redactar una Constitución que hiciera algo tan revolucionario como decretar que la soberanía nacional reside en el pueblo y no en la monarquía, es evidente que las alusiones a la realidad política de aquellos años convulsos son constantes a lo largo de la novela. A este respecto, quiero recordar la existencia de un libro muy estimable del escritor francés de origen español, Michel de Catilla, Las lobas del Escorial, en el que los intelectores encontrarán una historia pormenorizada y con rasgos novelísticos, pero no una novela histórica, que conste, que les satisfará enormemente, me imagino. [Sobre ella escribí una breve semblanza aquí] Así, no es infrecuente encontrar quejas incluso de la aristocracia, crítica con el libertinaje de la reina y Godoy:  Parece que por su linda cara le han hecho primer ministro. Así andan las cosas de España: luego, hambre y más hambre… todo tan caro… la fiebre amarilla asolando a Andalucía. Está esto bonito, sí señor… ; pero un sencillo marinero saca esta desoladora conclusión de la aventura de Trafalgar: no quiero más batallas en la mar. El Rey paga mal, y después, si queda uno cojo o baldado, le dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el Rey trate tan mal a los que le sirven.  El hecho de que el narrador evoque su “salida” al mundo a los catorce años permite, no solo que hable de sí mismo como “un filósofo de catorce años”, sino que, desde su vejez, destaque, sobre todo, algo así como los momentos “fundacionales” de su personalidad, como cuando, antes de la batalla naval, se dice: en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra [Patria] significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; o como cuando, enterado de la existencia de un rival con quien quieren desposar a su “amita” y compañera de juegos, se descubre: la parte perversa de mi individuo me dominó un instante; en un instante también supe acallarla, acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrán todos decir lo mismo?  Lo que le permite “encajar” la boda inevitable con un estoicismo impropio de la edad:  La resignación, renunciando a toda esperanza, es un consuelo parecido a la muerte, y por eso es un gran consuelo. Cada volumen tiene sus centros de interés que suponen un aliciente para diferentes clases de lectores. Después de Trafalgar, me encantó encontrarme con el mundo del teatro, o mejor deberíamos decir, con las miserias del teatro ( Llevar por las tardes una olla con restos de puchero. Mendrugos de pan y otros despojos de comida a don Luciano Francisco Comella, autor de comedias muy celebradas, el cual se moría de hambre en una cada de la calle de la Berenjena, en compañía de su hija, que era jorobada y le ayudaba en los trabajos dramáticos), aunque también se hable de actores y actrices de éxito, como la pareja que, adelantándose a no pocas películas, representa en escena el Otelo con la insana intención de acabar con la adúltera en la vida real, por ejemplo. Cuando por su gracia y luces naturales Gabriel va relacionándose con los grandes del mundo y se le encomia que él puede llegar muy lejos, a pesar de ser de tan baja cuna, se deja llevar por los delirios de grandeza y no duda en proclamar: lo primero que voy a disponer es que no haya pobres, que España no vuelva a unirse con Francia, y que en todas las plazuelas de España se fije el precio de los comestibles, para que los pobres compren todo muy barato; un “endiosamiento” transitorio y hasta cómico que deriva en una reflexión muy oportuna, entonces y ahora: ya habrá  observado el lector que, al suponerme amado por una mujer poderosa, mis primeras ideas versaron sobre mi engrandecimiento personal, y el ansia de adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos. Lo que remacha, más adelante con otro juicio inapelable: cuantos llevamos la generosa sangre española en nuestras venas somos propensos a la fatuidad. Como prueba inequívoca de esa labor de rastreo documental, no quiero dejar de reflejar este fragmento del libro en el que se nos habla de las labores literarias de Fernando VII, de las que ni tenía noticia: - Quizás el pobre Fernandito no piensa más que en traducir sus libros… - Parece que el que tradujo hace poco no gustó a los papás, porque hablaba de no sé que revoluciones, y ahora está con otro: como no sea alguna endiablada tramoya para pescar el trono… Se refieren a la Historia de las Revoluciones de la República Romana, del abad René de Vertot que tradujo del francés el futuro Fernando VII. A lo largo de los episodios va dejando caer Galdós ciertas convicciones que conviene destacar, porque se refieren a hechos, como los motines, que se sabe cómo empiezan pero no los lodos que traen consigo: Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera y hasta si se ofrece golpear a algún desgraciado. (…) La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída [Godoy]. (…) Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente e inspirada por un astro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo. (…) Era la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez. Del lado de lo anecdótico, sin embargo, caen datos como el que Araceli asistiera a una tertulia en el café Pombo, donde tendría su sede la tertulia plutónica de Ramón o la existencia de una calle, Tentenecios -en plural en el texto, en singular en la realidad- donde ubica una de las primeras logias masónicas que se crearon en España En realidad, la calle Tentenecio, en singular, cuenta la tradición que  debe su nombre a un milagro de Juan de Sahagún, quien con la expresion “¡Tente, necio!”, paró en seco a un toro que se había escapado…. Nada, pues, de nombre alusivo a la posible condición de los frecuentadores de la logia, como podría pensarse, dado el uso frecuente que hace Galdós de los nombres simbólicos. Muchos ejemplos, tras esta primera serie podrían aducirse del arte narrativo de don Benito, pero he escogido este en el que la sátira se prodiga con ese arte suyo tan especial para construirla. Se centra en la casa de los familiares de Inés, los Requejo, dos tenderos que la acogen para sacar un beneficio cuando la devuelvan a la aristócrata de quien ya saben ellos que es hija, y son representados como lo que son: el emblema de la avaricia: Allí no había perros ni gatos, ni animal alguno, si se exceptúan los ratones, para cuya persecución don Mauro tenía un gato de hierro, es decir, una ratonera. Los infelices que caían en ella eran tan flacos, que bien se conocía estaban alimentados con perfumes. Un perro hubiera comido mucho: un jilguero habría necesitado más rentas que un obispo: una codorniz hubiera echado la casa por la ventana: las flores cuestan caras, y además el agua… La fauna y la flora fueron por estas razones proscritas, y para admirar las obras del Ser Supremo, los Requejos se recreaban en sí mismos. Tampoco faltan en esta Primera serie los “excéntricos”, cuando no perturbados mentales, en diferente grado. En este caso, sin salir del negocio de los Requejo, su empleado cubre a satisfacción esa cuota galdosiana que nos ha dado personajes tan entrañables como Mauricia la dura o Ido del Sagrario, por ejemplo:  Juan de Dios era sin género de duda un excéntrico, pues también en aquella época había excéntricos. Un hombre que no habla, que ignora lo que es risa, que no da un paso más de los necesarios para trasladarse al punto donde están la pieza de tela que ha de vender, la vara con que la ha de medir, y la hortera en que ha de guardar el dinero; un hombre que en todas las ocasiones de la vida parece una máquina cubierta con  la humana piel para remedar mejor nuestra libre, móvil e impresionable naturaleza, ha de llevar dentro de sí algo ignorado y excepcional. Este Juan de Dios se enamora locamente de Inés y se convertirá en rival de Gabriel, por más que acabe siendo una rivalidad con algo más de cómica que de dramática. Son pocas las erratas que se han deslizado en el texto, aunque haylas. Dos de ellas quiero traerlas a colación, para desayunarnos tan ricamente dos preciosos gazapos: El Vierzo, tal cual, por El Bierzo y una expresión: “traje ligero y abigamado”, con una palabra que no logré encontrar en diccionario alguno de los muchos que atesoro, hasta que descubrí que se trataba de una errata, abigamado por ‘abigarrado’, cuyo uso escrupuloso me recordó un significado de abigarrado que había olvidado: “de varios colores y especialmente si están mal combinados”. Una errata corregida es una ignorancia vencida. El texto Galdosiano está lleno de usos lingüísticos cuya novedad sorprenderá a los intelectores en cuanto estos indaguen sobre su significado o su contexto. Tal es el caso del uso de tunantes en este contexto: al llegar al pueblo, la mayor parte de los prisioneros fueron distribuidos en varias casas. Los considerados tunantes que era preciso exterminar, fuimos conducidos a la parte alta de la casa del Ayuntamiento y encerrados separadamente. Si uno ve la definición de tunante en la RAE se queda a dos velas, pero si sigue el rastro de la etimología y  se va a tunar: “andar vagando en vida libre”, comienza a atar cabos del uso. Esos tunantes era a los que los franceses llamaron brigands, “bandoleros”, que luego volveríamos a adoptar, ‘brigante’, un concepto muy usado en el sainete, por ejemplo. De todo el volumen dedicado a las guerrillas, que daban para algo más que para aquella famosísima serie de bandoleros, en su tiempo, Curro Jiménez, un auténtico microcosmos en el que hasta por rencillas personales algunos cabecillas iluminados eran capaces de pasarse al enemigo, recojo este lúcido análisis que hace Galdós de aquel fenómeno: tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos.(…) La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no señor: es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración. A ellos se debe la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España, y esta seguridad vanagloriosa , pero justa que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. (…) Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma, son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje. Al mismo tiempo que daban en tierra con el poder de Napoleón, y nos dejaron esta lepra del caudillaje que nos devora todavía. Pero donde Galdós se muestra más él mismo es en la sorprendente facilidad que exhibe para la creación de personajes de variadísimos caracteres y con sorprendes existencias. Así, la creación de un personaje como Lord Gray, del que tan excelente partido narrativo saca a través de la ambigüedad, nos deja el retrato de un inglés a través de quien creemos oír al propio Galdos, retratándose a sí mismo por vía de extrañamiento en otro ‘insular’ como él mismo lo es por nacimiento:  -No es lo mismo -dijo el inglés-. Yo conceptúo más compatriota mío a cualquier español, italiano, griego o francés que muestre aficiones iguales a las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder a ellos, que a un inglés áspero, seco y con un alma sorda a todo rumor que no sea el son del oro contra la plata, y de la plata contra el cobre. ¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que charlemos él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que hayamos nacido en un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre los dos hay distancias más enormes que las que separan un polo de otro? Un personaje vitalista, aventurero y racionalista de quien llaman la atención estas dos afirmaciones: La materia vivificada por el amor es sin duda lo mejor que existe después del espíritu, que es una suerte de romanticismo materialista, y  ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real, que parece un eslogan del Mayo del 68 del siglo pasado. Cerremos, en todo caso, esta recopilación de highlights de esta Primera serie con un elogio de la que parece haber querido destacar con su escritura don Benito: Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana (…) Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada. Con todo, la guerra contra el francés no fue sino el preludio de una guerra civil que se libraría entre absolutistas y liberales, que ya se anunciaba incluso en el lema de El Semanario Patriótico: La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados.

miércoles, 12 de julio de 2017

Primera serie de "Los episodios nacionales", de Benito Pérez Galdós (I).


Volver a Galdós, volver a casa… o el compromiso en vías de gozoso cumplimiento.


Galdós -¡qué poca justicia le hace, en catalán, su segundo apellido, primero en el conocimiento popular de su persona!- nunca fue un autor, otro, del programa de la carrera de Filología Hispánica que cursé, ni tampoco un autor más de esa larga nómina de ellos en cuyas páginas he construido buena parte de mi propia autobiografía; no, Galdós ocupa un lugar aparte y está tan unido a mi vida que, si tuviera que recrearla, quizás ocupara uno de los más extensos capítulos. Galdós no es un escritor, Galdós es una literatura. Y algo de eso debió de intuir Valle- Inclán, otro hermoso capítulo de mi propia vida, cuando quiso denigrarlo con aquel mote, garbancero, que, en realidad, lo honraba, en la medida en que el garbanzo (recordemos, de paso, que Cicerón procede de cicer, “garbanzo”) viene a ser algo así como el epítome de lo popular, de la raíz fundacional del pueblo llano. De eso tratan los Episodios nacionales: del ser íntimo de un pueblo a través de una historia compleja y desconcertante. Quien lleva Misericordia, y sobre todo a Benina, en el corazón, sabe de lo que hablo cuando digo que quizás ningún otro escritor español haya sabido crear vida tan mágica y persuasivamente como lo hizo Benito Pérez Galdós. Si alguien cree que exagero, váyase, a paso ligero, al ensayo que le dedicó María Zambrano, La España de Galdós, y saldrá de toda duda. Si los incrédulos no tienen bastante, vayan, entonces a Montesinos o a Gullón, quienes lo ilustrarán con el catálogo de las virtudes cervantinas de ese incomparable demiurgo de seres mucho más vivos que los que nos rodean en nuestras anodinas vidas cotidianas. No voy a cometer la descortesía de elaborar una nómina de los personajes galdosianos, desde Isidora Rufete hasta Mauricia la dura, pasando por Nazarín o el cesante Villaamil de Miau, escogidos al azar de los nombres que se imponen sin hacer esfuerzo alguno de memoria. Todos los intelectores tenemos autores en los que nos instalamos como quien lo hace en su propia casa. Para mí, Galdós es el primero, Recientemente, de unos años acá, he descubierto una casa muy diferente, pero en la que me encuentro muy cómodo: Georges Simenon, de quien jamás hubiera imaginado que tuviera tan extraordinaria y amena hospitalidad. Durante mi ajetreada vida laboral y creadora, siempre tuve claro que Los episodios nacionales no podían ser leídos a salto de mata, sino, como acaso a su autor le hubiera gustado que se hiciera: de un tirón. Y en esas estoy ahora que no tengo “más tiempo”, pero sí idéntica determinación a aquella que me empujaba ir de La de Bringas -la primera novela cinética de nuestra literatura- a La desheredada o de El amigo Manso a Fortunata y Jacinta -¡una obra que justifica una vida de escritor!- con una pasión que ahora rememoro y renuevo en la lectura de este monumento incomparable de nuestras letras que son Los episodios nacionales. Lo mejor que puedo decir de ellos es que son ejemplar e inequívocamente galdosianos, en el bien entendido de que, enseguida, ya, me explayo sobre la tautología, que solo lo es en apariencia, porque Galdós da nombre a un modo de novelar que, aun teniendo fuerte ascendencia sobre escritores posteriores, es inequívocamente singular y de difícil imitación, salvo las chapuceras y, por ello mismo, insignificantes. Todo lo que me enamoró del arte narrativo galdosiano, con lo que disfruté novela tras novela, con sus muchísimas virtudes y sus candorosos defectos, lo he vuelto a encontrar en estos Episodios nacionales cuya Primera serie acabo de concluir, henchido del mismo gozo que hace cuarenta y treinta años atrás, y sobrecogido por la admiración espontánea con que contemplo la creación de una obra de naturaleza titánica. Si novelas como La desheradada o Fortunata y Jacinta bastan para consagrar a un autor y permitirle vivir de las rentas creativas de tales monumentos, ¿qué habremos de decir, entonces, de estas series de novelas cuyo simple esfuerzo físico de escritura se me antoja propio de naturalezas de otro mundo? Galdós, sin embargo, no trabajaba ex nihilo, sino a partir de datos contrastados, fehacientes, que le permiten, en este caso, añadir rigor histórico a su imaginación feraz. Sí, hay mucho de periodismo de investigación en esta obra, y ello, además, hecho cuando las dificultades para encontrar la información disuadía al más valiente entre los valientes de pasar interminables hora en bibliotecas y hemerotecas a la apasionante búsqueda de esos datos rigurosos e irrefutables. Quienes estamos habituados al prodigio de Internet, quienes hasta hemos sido capaces de hacer un edición crítica, como la mía de La carta de Paracuellos, sin pisar otra biblioteca que la digitalizada por Google, nos hacemos cargo de aquella sobrehumana carga que debió de suponerle al autor semejante investigación, muy apreciable a lo largo de todas las novelas de esta Primera serie, empezando por la precisa descripción de la batalla de Trafalgar y acabando por la no menos minuciosa de la batalla de los Arapiles, al ladito de Salamanca. En esta Primera serie hay dos episodios, Zaragoza y Gerona, sobre todo este último, en el que hasta he hallado ecos anacrónicos de La peste, de Camus, dos episodios que nadie debería dejar de leer, aunque reconozco que quizás una lectura aislada les prive de un contexto que refuerza su sentido hasta lograr la excelencia de la que ambos participan. El fragmento, por ejemplo, de la lucha de los famélicos personajes por atrapar una rata gigantesca, a la que bautizan Napoleón, porque parecía dirigir el ejército de ellas que disputaban a los habitantes de la ciudad los escasísimos víveres que quedan tras los repetidos sitios de los invasores franceses, logra estremecer como si se tratara de una novela de terror propiamente dicha, y algo de ese terror hay en las pasiones desatadas por el hombre, en sus dementes alucinaciones, en el egoísmo primario de a quienes azuza -¡poderoso resorte!- la tiranía insaciable del hambre. Ese recorrido histórico lo va a hacer el intelector, en esta Primera serie, de la mano del viejo Gabriel Araceli, de 82 años, quien recuerda, con admirable exactitud, su peripecia vital desde los 14 años hasta su boda con Inés, hija de una aristócrata y de un plebeyo, cuya historia folletinesca es el meollo narrativo de este serie. Los lances de las vidas cruzadas de ambos enamorados, Inés y Gabriel, es mantenida por Galdós con exultante oficio a lo largo de la serie. El componente militar o bélico, porque las partidas de guerrilleros difícilmente se ajustan al concepto de milicia regular, no solo ocupa el lugar de honor que le toca, sino que, por lo general, toda la galería de “tipos” y personalidades que van apareciendo, le sirve a Galdós para trazar esa radiografía del país que se nos muestra como el verdadero retrato de España y de los españoles, ajenos, aquella y estos, a los nacionalismos terruñeros que florecerán a partir de la Gloriosa, al socaire del republicanismo federal de Pi i Margall. No es fácil verse reflejado en el espejo que Galdós ha puesto a lo largo del camino que recorre buena parte de la geografía patria, y menos aún hurtar el bulto para creer que nada tiene que ver con nosotros. La técnica de estas novelas es la del folletín, un género que tiene su origen en el francés Sue, con posterioridad a la Revolución francesa, y que conoció un éxito continental sin precedentes; un género que, para bien o para mal, condicionó la relación de los escritores con su público. Y en esa relación hemos de ver la profunda naturaleza dialéctica del género popular por excelencia, porque el narrador establecerá una ligazón casi sentimental con los públicos a los que se dirige. Son numerosos los diálogos que establece con sus lectores, no solo cumpliendo el sagrado requisito de la ley fática de la comunicación, sino, muy a menudo, pidiendo disculpas por esta o aquella decisión narrativa, por suspender el relato y ocuparse de otros asuntos, para evidenciar la profunda verdad de cuanto narra, usando muy a menudo el recurso a la apelación a su propia vivencia personal para negar que lo ocurrido, a veces muy novelesco, sea obra de ficción y no autobiografía verídica por los cuatro cotados… Ese arte de la relación del narrador con su público lo cultiva Galdós con una espontaneidad a la que ni siquiera desmiente una prosa algo lastrada por la retórica lógica de quien va buscando “volver a novelar” desde los presupuestos estéticos del realismo como algo verdaderamente “nuevo” en el panorama literario español. Galdós no es el padre de nuestro realismo, pero sí el autor en el que realidad y vida se han entrelazado en más feliz maridaje. ¡Cómo voy a pretender, a estas alturas filológicas, descubrir las infinitas virtudes del gran patriarca de la novelística española! Del mismo modo, tampoco tiene sentido que me ponga a enumerar los defectos, sobre todo estilísticos, de aquel genio creador. Me limitaré a corroborar lo que es historia emocionada de este intelector galdosiano: en ningún otro autor de nuestra novelística se experimenta, incluso por los caminos torcidos de su peculiar estilo, una sensación de vida auténtica tan intensa como en presencia de esos personajes que parecen vivir de forma independiente de su autor: esa es la gran lección cervantina que Galdós, aplicadísimo discípulo, aprendió de coro. En los Episodios hay personajes ficticios y reales, pero tanto unos como otros compiten en igualdad de condiciones por imponer a los intelectores la sensación de que no están leyendo, sino formando parte de la escena, porque, digámoslo ya, Galdós fue el inventor de esas gafas de la realidad virtual que permiten a quien se las coloca sentirse parte viva de lo que contempla. Así son los Episodios de esta Primera serie. Y así son sus personajes, de todo tipo y condición. Lo de “fresco histórico” se queda chico, menguado, parvo, refiriéndonos a los Episodios nacionales, y habríamos de inventar u otra expresión, como la sobada del “viaje en la máquina del tiempo” o inventar un nuevo género que tuviera como hitos fundacionales a Heródoto y a Homero o a Tácito y Apuleyo. Dejo para quien tenga crédito, saberes y experiencia, la explotación de la veta cinematográfica innegable en la que, también anacrónicamente, parece haberse alimentado don Benito, porque, ahora que tan de moda están las series episódicas televisivas, ¿quién podría dudar de que no la hay mejor que estos Episodios nacionales? Sin haber visto más que fragmentos inconexos, pero disuasorios hasta el hastío, ¡cómo puede nadie concebir que Juego de tronos sea capaz de competir con esta obra! Solo de pensar que en la novelística usamericana hubiera una obra como esta, me entran gozos inenarrables de simplemente imaginar lo que los cineastas de aquel país hubieran sido capaces de hacer con ella. Dicho de otro modo, mientras se le presta atención y dineros a una pueril e insulsa ordinariez como El ministerio del tiempo, ahí están, con sus tesoros intactos, estos Episodios nacionales que, bien llevados a la pequeña pantalla, se convertirían en un éxito de audiencia que ríanse los mediocres y estereotipados Alcántara del incomprensible suyo. Y ahí lo dejo. Hay, como no podía ser de otro modo, una lectura política de los Episodios que debe hacerse, como la expone Araceli, con la prudencia y la perplejidad de quien se ve superado por esas circunstancias y advierte que la irracionalidad y “lo que se ha de hacer” van muy a menudo de la mano. En esta serie prácticamente todo se centra en la lucha “contra el francés” y en defensa de la patria, pero Galdós discrimina con finas maneras cuanta barbarie hubo en tan loable gesta y cuanta racionalidad, acaso equivocadamente aplicada, hubo entre los afrancesados y sus no menos loables intentos de modernizar el viejo país estamental que se sumiría, con la vuelta, ¡nada menos que de “el deseado”!, en la década ominosa que fue uno de los más terribles e insufribles periodos negros de nuestra Historia. Galdós, con sano criterio narrativo, e imbuido de su misión superior de “ilustrar” -perfundet omnia luce- a los españoles de su época turbulenta sobre las exactas raíces de ese presente, reparte mucho juego entre todas las naturalezas humanas y sus expresiones ideológicas, religiosas y políticas, de modo que muy difícilmente pierde en ningún momento el narrador, Araceli, a pesar de ser parte interesada, su magna condición de cronista pretendidamente imparcial. En buena medida ello se debe a la meritoria capacidad galdosiana de empatizar con sus criaturas, de insuflarles, a través de sus dichos y sus hechos, una vida que, como ya he dicho anteriormente, pero no me canso de repetirlo, es más intensa vida que la propia de quien la lee. Ha de sorprender, dada cierta tendencia galdosiana a los modos retóricos propios de su siglo, un estilo “campanudo” y casi postbarroco, afectado, y más henchido de palabras que de emociones auténticas; ha de sorprender, digo, teniendo en cuenta esos antecedentes,  una de las principales virtudes literarias de Galdós: su finísimo oído para las expresiones y modulaciones del registro coloquial, de cuyas expresiones él tomaba buena nota en los “apuntes del natural” que solía tomar de allá de donde lo necesitase para ser fiel al tesoro vivo de la lengua hablada, con sus tiernos disparates y deturpaciones y, sobre todo, con sus maravillosos hallazgos de todo tipo: líricos, cómicos, emocionales, conceptuales y aun hasta metafísicos… Esa expresión popular, fidedignamente captada, es, bien lo saben todos los hispanófilos del mundo, uno de los principales, si no “el” principal rasgo de identidad de nuestra literatura. Desde las Coplas de la Panadera y el Corbacho, pasando por la picaresca o la tradición liricomágica del sainete (Quintero, Arniches, Muñoz Seca…) hasta El Jarama, de Ferlosio, el registro coloquial del castellano ha construido una manera de ser de nuestra literatura que, guste o no, nos ha acabado definiendo, ese architípico “realismo” -nada que ver, por suerte, con el “realismo socialista”!-, del que se quiere establecer como prototipo el Don Quijote de Cervantes, pero cuyos antecedentes, ahí está La Celestina, de Rojas, lo impiden. Galdós viene de ahí, de ese mundo de las clases populares que han creado nuestra lengua, que, como es obvio, para cualquier lengua, la siguen creando, y él es el registrador de la propiedad léxica y sintáctica más exigente que podemos concebir, un fedatario que da fe de sus buenas obras a lo largo de los cinco volúmenes de esta Primera serie que he leído casi en un suspiro, atento a tantos planos narrativos, históricos, sociológicos, psicológicos, lingüísticos, etc., que mis gozos se multiplicaban al ritmo infernal de los subrayados con que he ido ensuciando la bellísima edición ilustrada de Espasa que permite disponer de una información complementaria, rigurosa y amena a partes iguales, para acabar de conocer perfectamente el periodo histórico del que nos hablan los diferentes episodios. En su momento, me propuse ir coleccionando los cuarenta y seis volúmenes de la edición de Alianza Editorial para, llegado el momento actual, leerlos; pero habiéndome quedado a más de medio camino para completar la colección, decidí comprar en el quiosco -¡literatura popular y folletinesca!- esta magna edición insuperable de los Episodios, publicada en 2008, y uno de los desembolsos bibliográficos que más gustosamente he hecho en mi vida, y, ahora, después de nueve años, ¡cómo agradezco el tamaño de la letra, la comodidad de la encuadernación, la calidad del papel y, sobre todo, el diseño de la edición con esa bendita información complementaria, además de la riqueza fantástica de las ilustraciones que sorprenden al intelector a cada paso de su aventura. No quiero abrumar a los escasísimos y sufridos aventureros de textos ajenos que a veces extravían sus pasos por este Diario, porque no tendría perdón ni de Galdós ni de Simenon, y prometo enmendarme para las series sucesivas. Ahora bien, cuando tras tanto tiempo uno vuelve a casa, a su casa, a su hogar, le gusta recorrer morosamente esos espacios que le devuelven poliédricas imágenes de sí mismo, ni todas reconocibles  ni todas aceptables, pero todas ellas verdaderas como la ley de la gravedad y fieles y exactas crónicas de la más intensa de las felicidades intelectoras.
P.S. Dejo para de aquí a pocos días la elaboración de un muestrario con los ejemplos extraídos de la lectura de esta Primera serie que justifican mi felicidad intelectora.

lunes, 3 de julio de 2017

"Telón de boca", de Juan Goytisolo: Las penúltimas palabras antes del mutis definitivo:















Entre la autoficción sin máscara y la autobiografía sin pulso, Goytisolo se planta tembloroso ante el umbral del no ser con un texto emocionado que nada añade a su obra: Telón de boca o la última identificación heterodoxa del huyente: Tolstoi, y su muerte en fuga.

Incitado por un amigo y por la lectura de una crítica elogiosa de Senabre, quise honrar la memoria de Juan Goytisolo con la lectura de una obra, Telón de boca, que, sin añadir nada a su obra, ni a la de ficción ni a la autobiográfica, supone sin embargo, una reflexión del escritor ante su deterioro personal y ante la inminencia de su final que recoge algunos de los temas principales de su obra, con el añadido de su relación con Monique Lange, levemente radiografiada en estas páginas como un retrato trazado en imágenes por Eric Rohmer. Se trata de una despedida escrita desde el desengaño y sabiéndose ya, como se define en el propio libro -un texto breve, casi un esbozo de lo que una despedida así hubiera podido dar de si escrita en mejores condiciones físicas y mentales-, un ser sin existencia, una ficción, una sombra. La visión apocalíptica de nuestro mundo, de todos los mundos que hay en este, va de la mano de la asunción del deterioro físico propio y de la renuncia a seguir contribuyendo a la edificación del absurdo, de la nada, del horror. Telón de boca es el libro del pasmo, de la admiración ante el misterio profundo al que esta dispuesto a llegar inmediatamente el autor. Leído el libro tras haber leído el artículo de El País sobre las penurias de sus postrimerías se entiende mejor esa pulsación suicida que habita en sus páginas, ese querer emular al Tolstói que buscando un idealizado Cáucaso, pereció en una solitaria estación de tren; del mismo modo que él sueña con perderse en el alto Atlas, solo, inerme, desnudo, indefenso, entregado: abandonado a una naturaleza de la que su dedicación intelectual lo apartó. Esa herida late en el libro desde el epígrafe, de Tolstói, con el que lo abre: El cardo magullado que vi en medio del campo me trajo a la memoria esta muerte. El recuerdo de sus lecturas, de su convivencia familiar, de su matrimonio con Monique y de su separación... lo llevan a una evocación que se pierde en el desengaño radical ante el rumbo torcido del universo mundo: "Convéncete de una vez: no hay persona, familia, linaje, nación, doctrina ni Estado que no funden sus pretensiones de legitimidad en una flagrante impostura. Quienes incendian bibliotecas a fin de borrar huellas molestas ignoran que los manuscritos quemados eran también espurios. El mayor enemigo de la mentira no es la verdad: es otra mentira". Por ello, sin duda, es por lo que se lanza a ese diálogo puro de postrimerías que mantiene con el Supremo Hacedor, un recurso habitual en este tipo de textos en los que quien escribe ve dibujarse en el aire la caída de la flecha de la vida que se dispara, al decir de Heráclito, cuando nacemos, merced a aquella deliberada confusión etimológica del de Éfeso entre el arco y la vida. Recuerdo, sin ir más lejos, un texto estremecido de Eugene Ionesco, Dios mío, haz que crea en ti, que bien podemos poner en relación con este ejercicio último de ficción funambulesca de Goytisolo. Pero de la misma manera podríamos referirnos a El Cristo de Velázquez de Unamuno, por ejemplo, o a Ángel fieramente humano, de Blas de Otero. Sorprende en un autor hipercrítico, heterodoxo y de tanto pretendido vuelo conceptual que aparezca el Gran Demiurgo manejando tópicos y poniendo del revés una imagen superada de lo divino sin apenas un ápice del reconocido espíritu transgresor, del que ha hecho más gala que obra, aunque algunas de las suyas lo alcanzan en grado sumo, como la Reivindicación del conde don Julián y, sobre el resto de su obra, y con diferencia, en sus dos volúmenes de memorias: Coto vedado y En los reinos de Taifa. Como es habitual en la mayoría de su obra, y dejando al lado su incapacidad para la ironía crítica al estilo barroco, apenas hay ni un rastro de humor ni cordialidad en esta presencia ante la ausencia, en esta comparecencia ante el telón de boca que, abierto, lo absorberá en una obra, la del más allá, en la que parece que haya de entrar con ciertos resortes de la maquinaria barroca de los autos sacramentales, a juzgar por el diálogo con el Ser de Seres. Como son varias las evocaciones de su vida que acoge en este librito, desde la ausencia de la madre hasta su responsabilidad como padre adoptivo, pasando por su matrimonio o su labor como debelador de la injusticia, la explotación y la marginación, cada cual se quedará con la parte que más de cerca le toque, me imagino. En mi caso he seguido con notable interés la descripción de su unión con Monique Lange y de su distanciamiento, hasta la separación final; porque su vida de pareja se asemeja, en sus hábitos, en sus costumbres, en sus aficiones, a la de cuantos hemos hecho de la dedicación intelectora un pilar de nuestras vidas. Juan Goytisolo no es un autor por quien se sienta ni admiración ni empatía, antes bien lo contrario, aunque reconozco su fecundo magisterio en mis años de formación, y él ha dado muestras sobradas a lo largo del tiempo de jugar siempre a la contra, sin importarle que alguna vez se le pudieran volver en su contra las diatribas con que nos ha relegado desde la privilegiada tribuna de Opinión de El País, por ejemplo. Desde esa perspectiva es desde la que me pregunto: ¿qué sentido tiene este librito compuesto de retales?, ¿qué añade a su obra, para convertirlo en una lectura imprescindible?, ¿qué nos descubre, al margen de su fragilidad, su convicción de la desaparición inmediata y su desengaño sin paliativo alguno?, ¿qué añade estilísticamente a su consolidado estilo? "Nada" es la respuesta que cuadra a cada una de las preguntas, a esas y a otras que nos podríamos legítimamente formular, como lectores habituales de su obra. Y, sin embargo, tras haber leído el libro dos veces consecutivas, confieso que hay en él un pálpito de vida estremecida, una "debilidad", como quizás nunca antes haya manifestado Goytisolo en sus obras, perdido como ha estado en la conceptualización del deseo, del cuerpo, de la marginación, de esa microfísica del poder que él analizó con tanto detalle; hay, ya digo, una "flaqueza", un cierto "temor", que lo humaniza en lo que de común tiene con todos los mortales: el respeto al momento de franquear el umbral de lo desconocido, la pérdida de confianza en el propio cuerpo y lo que el corazón, con sus sobresaltos de madrugada, nos permita vivir. Al final, emerge la persona frente al personaje -¡ese maldito tan pacientemente elaborado, con tanto mimo!-, y, como dice en el medio del camino de su agonía: Su escritura no sembraba pistas sino que borraba huellas: él no era la suma de sus libros sino la resta de ellos. Faltaba únicamente el finiquito y no tardaría en llegar. Larache, Genet, Goytisolo. Estación término.