Volver
a Galdós, volver a casa… o el compromiso en vías de gozoso cumplimiento.
Galdós -¡qué poca
justicia le hace, en catalán, su segundo apellido, primero en el conocimiento
popular de su persona!- nunca fue un autor, otro, del programa de la carrera de
Filología Hispánica que cursé, ni tampoco un autor más de esa larga nómina de
ellos en cuyas páginas he construido buena parte de mi propia autobiografía;
no, Galdós ocupa un lugar aparte y está tan unido a mi vida que, si tuviera que
recrearla, quizás ocupara uno de los más extensos capítulos. Galdós no es un
escritor, Galdós es una literatura. Y algo de eso debió de intuir Valle- Inclán,
otro hermoso capítulo de mi propia vida, cuando quiso denigrarlo con aquel mote,
garbancero, que, en realidad, lo
honraba, en la medida en que el garbanzo (recordemos, de paso, que Cicerón procede de cicer, “garbanzo”) viene a ser algo así como el epítome de lo popular,
de la raíz fundacional del pueblo llano. De eso tratan los Episodios nacionales: del ser íntimo de un pueblo a través de una
historia compleja y desconcertante. Quien lleva Misericordia, y sobre todo a Benina, en el corazón, sabe de lo que
hablo cuando digo que quizás ningún otro escritor español haya sabido crear
vida tan mágica y persuasivamente como lo hizo Benito Pérez Galdós. Si alguien
cree que exagero, váyase, a paso ligero, al ensayo que le dedicó María
Zambrano, La España de Galdós, y
saldrá de toda duda. Si los incrédulos no tienen bastante, vayan, entonces a
Montesinos o a Gullón, quienes lo ilustrarán con el catálogo de las virtudes
cervantinas de ese incomparable demiurgo de seres mucho más vivos que los que
nos rodean en nuestras anodinas vidas cotidianas. No voy a cometer la
descortesía de elaborar una nómina de los personajes galdosianos, desde Isidora
Rufete hasta Mauricia la dura, pasando por Nazarín o el cesante Villaamil de Miau, escogidos al azar de los nombres
que se imponen sin hacer esfuerzo alguno de memoria. Todos los intelectores
tenemos autores en los que nos instalamos como quien lo hace en su propia casa.
Para mí, Galdós es el primero, Recientemente, de unos años acá, he descubierto
una casa muy diferente, pero en la que me encuentro muy cómodo: Georges
Simenon, de quien jamás hubiera imaginado que tuviera tan extraordinaria y
amena hospitalidad. Durante mi ajetreada vida laboral y creadora, siempre tuve
claro que Los episodios nacionales no
podían ser leídos a salto de mata, sino, como acaso a su autor le hubiera gustado
que se hiciera: de un tirón. Y en esas estoy ahora que no tengo “más tiempo”,
pero sí idéntica determinación a aquella que me empujaba ir de La de Bringas -la primera novela
cinética de nuestra literatura- a La
desheredada o de El amigo Manso a
Fortunata y Jacinta -¡una obra que
justifica una vida de escritor!- con una pasión que ahora rememoro y renuevo en
la lectura de este monumento incomparable de nuestras letras que son Los episodios nacionales. Lo mejor que
puedo decir de ellos es que son ejemplar e inequívocamente galdosianos, en el
bien entendido de que, enseguida, ya, me explayo sobre la tautología, que solo lo
es en apariencia, porque Galdós da nombre a un modo de novelar que, aun
teniendo fuerte ascendencia sobre escritores posteriores, es inequívocamente
singular y de difícil imitación, salvo las chapuceras y, por ello mismo,
insignificantes. Todo lo que me enamoró del arte narrativo galdosiano, con lo
que disfruté novela tras novela, con sus muchísimas virtudes y sus candorosos
defectos, lo he vuelto a encontrar en estos Episodios
nacionales cuya Primera serie acabo de concluir, henchido del
mismo gozo que hace cuarenta y treinta años atrás, y sobrecogido por la
admiración espontánea con que contemplo la creación de una obra de naturaleza
titánica. Si novelas como La desheradada
o Fortunata y Jacinta bastan para
consagrar a un autor y permitirle vivir de las rentas creativas de tales
monumentos, ¿qué habremos de decir, entonces, de estas series de novelas cuyo
simple esfuerzo físico de escritura se me antoja propio de naturalezas de otro
mundo? Galdós, sin embargo, no trabajaba ex
nihilo, sino a partir de datos contrastados,
fehacientes, que le permiten, en este caso, añadir rigor histórico a su
imaginación feraz. Sí, hay mucho de periodismo de investigación en esta obra, y
ello, además, hecho cuando las dificultades para encontrar la información
disuadía al más valiente entre los valientes de pasar interminables hora en
bibliotecas y hemerotecas a la apasionante búsqueda de esos datos rigurosos e
irrefutables. Quienes estamos habituados al prodigio de Internet, quienes hasta
hemos sido capaces de hacer un edición crítica, como la mía de La carta de Paracuellos, sin pisar otra
biblioteca que la digitalizada por Google, nos hacemos cargo de aquella sobrehumana carga que debió de suponerle al autor semejante investigación, muy
apreciable a lo largo de todas las novelas de esta Primera serie, empezando por la precisa descripción de la batalla
de Trafalgar y acabando por la no menos minuciosa de la batalla de los Arapiles,
al ladito de Salamanca. En esta Primera
serie hay dos episodios, Zaragoza y Gerona, sobre todo este último, en el que hasta he hallado ecos
anacrónicos de La peste, de Camus,
dos episodios que nadie debería dejar de leer, aunque reconozco que quizás una
lectura aislada les prive de un contexto que refuerza su sentido hasta lograr
la excelencia de la que ambos participan. El fragmento, por ejemplo, de la
lucha de los famélicos personajes por atrapar una rata gigantesca, a la que
bautizan Napoleón, porque parecía dirigir el ejército de ellas que disputaban a
los habitantes de la ciudad los escasísimos víveres que quedan tras los repetidos
sitios de los invasores franceses, logra estremecer como si se tratara de una
novela de terror propiamente dicha, y algo de ese terror hay en las pasiones
desatadas por el hombre, en sus dementes alucinaciones, en el egoísmo primario
de a quienes azuza -¡poderoso resorte!- la tiranía insaciable del hambre. Ese
recorrido histórico lo va a hacer el intelector, en esta Primera serie, de la
mano del viejo Gabriel Araceli, de 82 años, quien recuerda, con admirable
exactitud, su peripecia vital desde los 14 años hasta su boda con Inés, hija de
una aristócrata y de un plebeyo, cuya historia folletinesca es el meollo
narrativo de este serie. Los lances de las vidas cruzadas de ambos enamorados,
Inés y Gabriel, es mantenida por Galdós con exultante oficio a lo largo de la serie. El componente militar o bélico, porque las partidas de guerrilleros
difícilmente se ajustan al concepto de milicia regular, no solo ocupa el lugar
de honor que le toca, sino que, por lo general, toda la galería de “tipos” y
personalidades que van apareciendo, le sirve a Galdós para trazar esa
radiografía del país que se nos muestra como el verdadero retrato de España y
de los españoles, ajenos, aquella y estos, a los nacionalismos terruñeros que
florecerán a partir de la Gloriosa, al socaire del republicanismo federal de Pi
i Margall. No es fácil verse reflejado en el espejo que Galdós ha puesto a lo largo
del camino que recorre buena parte de la geografía patria, y menos aún hurtar
el bulto para creer que nada tiene que ver con nosotros. La técnica de estas
novelas es la del folletín, un género que tiene su origen en el francés Sue,
con posterioridad a la Revolución francesa, y que conoció un éxito continental
sin precedentes; un género que, para bien o para mal, condicionó la relación de
los escritores con su público. Y en esa relación hemos de ver la profunda
naturaleza dialéctica del género popular por excelencia, porque el narrador
establecerá una ligazón casi sentimental con los públicos a los que se dirige.
Son numerosos los diálogos que establece con sus lectores, no solo cumpliendo el
sagrado requisito de la ley fática de la comunicación, sino, muy a menudo,
pidiendo disculpas por esta o aquella decisión narrativa, por suspender el
relato y ocuparse de otros asuntos, para evidenciar la profunda verdad de
cuanto narra, usando muy a menudo el recurso a la apelación a su propia
vivencia personal para negar que lo ocurrido, a veces muy novelesco, sea obra de
ficción y no autobiografía verídica por los cuatro cotados… Ese arte de la
relación del narrador con su público lo cultiva Galdós con una espontaneidad a
la que ni siquiera desmiente una prosa algo lastrada por la retórica lógica de
quien va buscando “volver a novelar” desde los presupuestos estéticos del
realismo como algo verdaderamente “nuevo” en el panorama literario español.
Galdós no es el padre de nuestro realismo, pero sí el autor en el que realidad
y vida se han entrelazado en más feliz maridaje. ¡Cómo voy a pretender, a estas
alturas filológicas, descubrir las infinitas virtudes del gran patriarca de la
novelística española! Del mismo modo, tampoco tiene sentido que me ponga a
enumerar los defectos, sobre todo estilísticos, de aquel genio creador. Me limitaré
a corroborar lo que es historia emocionada de este intelector galdosiano: en
ningún otro autor de nuestra novelística se experimenta, incluso por los
caminos torcidos de su peculiar estilo, una sensación de vida auténtica tan
intensa como en presencia de esos personajes que parecen vivir de forma
independiente de su autor: esa es la gran lección cervantina que Galdós,
aplicadísimo discípulo, aprendió de coro. En los Episodios hay personajes ficticios y reales, pero tanto unos como
otros compiten en igualdad de condiciones por imponer a los intelectores la
sensación de que no están leyendo, sino formando parte de la escena, porque,
digámoslo ya, Galdós fue el inventor de esas gafas de la realidad virtual que
permiten a quien se las coloca sentirse parte viva de lo que contempla. Así son
los Episodios de esta Primera serie. Y así son sus personajes,
de todo tipo y condición. Lo de “fresco histórico” se queda chico, menguado, parvo,
refiriéndonos a los Episodios nacionales, y habríamos de inventar u
otra expresión, como la sobada del “viaje en la máquina del tiempo” o inventar
un nuevo género que tuviera como hitos fundacionales a Heródoto y a Homero o a
Tácito y Apuleyo. Dejo para quien tenga crédito, saberes y experiencia, la
explotación de la veta cinematográfica innegable en la que, también
anacrónicamente, parece haberse alimentado don Benito, porque, ahora que tan de
moda están las series episódicas televisivas, ¿quién podría dudar de que no la
hay mejor que estos Episodios nacionales?
Sin haber visto más que fragmentos inconexos, pero disuasorios hasta el hastío,
¡cómo puede nadie concebir que Juego de
tronos sea capaz de competir con esta obra! Solo de pensar que en la
novelística usamericana hubiera una obra como esta, me entran gozos
inenarrables de simplemente imaginar lo que los cineastas de aquel país
hubieran sido capaces de hacer con ella. Dicho de otro modo, mientras se le
presta atención y dineros a una pueril e insulsa ordinariez como El ministerio del tiempo, ahí están, con
sus tesoros intactos, estos Episodios
nacionales que, bien llevados a la pequeña pantalla, se convertirían en un
éxito de audiencia que ríanse los mediocres y estereotipados Alcántara del
incomprensible suyo. Y ahí lo dejo. Hay, como no podía ser de otro modo, una
lectura política de los Episodios que
debe hacerse, como la expone Araceli, con la prudencia y la perplejidad de
quien se ve superado por esas circunstancias y advierte que la irracionalidad y
“lo que se ha de hacer” van muy a menudo de la mano. En esta serie
prácticamente todo se centra en la lucha “contra el francés” y en defensa de la
patria, pero Galdós discrimina con finas maneras cuanta barbarie hubo en tan
loable gesta y cuanta racionalidad, acaso equivocadamente aplicada, hubo entre
los afrancesados y sus no menos loables intentos de modernizar el viejo país
estamental que se sumiría, con la vuelta, ¡nada menos que de “el deseado”!, en
la década ominosa que fue uno de los más terribles e insufribles periodos
negros de nuestra Historia. Galdós, con sano criterio narrativo, e imbuido de
su misión superior de “ilustrar” -perfundet
omnia luce- a los españoles de su época turbulenta sobre las exactas raíces
de ese presente, reparte mucho juego entre todas las naturalezas humanas y sus
expresiones ideológicas, religiosas y políticas, de modo que muy difícilmente
pierde en ningún momento el narrador, Araceli, a pesar de ser parte interesada,
su magna condición de cronista pretendidamente imparcial. En buena medida ello
se debe a la meritoria capacidad galdosiana de empatizar con sus criaturas, de
insuflarles, a través de sus dichos y sus hechos, una vida que, como ya he
dicho anteriormente, pero no me canso de repetirlo, es más intensa vida que la
propia de quien la lee. Ha de sorprender, dada cierta tendencia galdosiana a
los modos retóricos propios de su siglo, un estilo “campanudo” y casi
postbarroco, afectado, y más henchido de palabras que de emociones auténticas;
ha de sorprender, digo, teniendo en cuenta esos antecedentes, una de las principales virtudes literarias de
Galdós: su finísimo oído para las expresiones y modulaciones del registro
coloquial, de cuyas expresiones él tomaba buena nota en los “apuntes del
natural” que solía tomar de allá de donde lo necesitase para ser fiel al tesoro
vivo de la lengua hablada, con sus tiernos disparates y deturpaciones y, sobre
todo, con sus maravillosos hallazgos de todo tipo: líricos, cómicos,
emocionales, conceptuales y aun hasta metafísicos… Esa expresión popular,
fidedignamente captada, es, bien lo saben todos los hispanófilos del mundo, uno
de los principales, si no “el” principal rasgo de identidad de nuestra
literatura. Desde las Coplas de la
Panadera y el Corbacho, pasando
por la picaresca o la tradición liricomágica del sainete (Quintero, Arniches,
Muñoz Seca…) hasta El Jarama, de
Ferlosio, el registro coloquial del castellano ha construido una manera de ser
de nuestra literatura que, guste o no, nos ha acabado definiendo, ese
architípico “realismo” -nada que ver, por suerte, con el “realismo socialista”!-,
del que se quiere establecer como prototipo el Don Quijote de Cervantes, pero cuyos antecedentes, ahí está La Celestina, de Rojas, lo impiden.
Galdós viene de ahí, de ese mundo de las clases populares que han creado
nuestra lengua, que, como es obvio, para cualquier lengua, la siguen creando, y
él es el registrador de la propiedad léxica y sintáctica más exigente que
podemos concebir, un fedatario que da fe de sus buenas obras a lo largo de los
cinco volúmenes de esta Primera serie
que he leído casi en un suspiro, atento a tantos planos narrativos, históricos,
sociológicos, psicológicos, lingüísticos, etc., que mis gozos se multiplicaban
al ritmo infernal de los subrayados con que he ido ensuciando la bellísima
edición ilustrada de Espasa que permite disponer de una información
complementaria, rigurosa y amena a partes iguales, para acabar de conocer
perfectamente el periodo histórico del que nos hablan los diferentes episodios.
En su momento, me propuse ir coleccionando los cuarenta y seis volúmenes de la
edición de Alianza Editorial para, llegado el momento actual, leerlos; pero
habiéndome quedado a más de medio camino para completar la colección, decidí
comprar en el quiosco -¡literatura popular y folletinesca!- esta magna edición
insuperable de los Episodios,
publicada en 2008, y uno de los desembolsos bibliográficos que más gustosamente
he hecho en mi vida, y, ahora, después de nueve años, ¡cómo agradezco el tamaño
de la letra, la comodidad de la encuadernación, la calidad del papel y, sobre
todo, el diseño de la edición con esa bendita información complementaria,
además de la riqueza fantástica de las ilustraciones que sorprenden al
intelector a cada paso de su aventura. No quiero abrumar a los escasísimos y
sufridos aventureros de textos ajenos que a veces extravían sus pasos por este
Diario, porque no tendría perdón ni de Galdós ni de Simenon, y prometo
enmendarme para las series sucesivas. Ahora bien, cuando tras tanto tiempo uno
vuelve a casa, a su casa, a su hogar, le gusta recorrer morosamente esos
espacios que le devuelven poliédricas imágenes de sí mismo, ni todas
reconocibles ni todas aceptables, pero
todas ellas verdaderas como la ley de la gravedad y fieles y exactas crónicas
de la más intensa de las felicidades intelectoras.
P.S. Dejo para de aquí a
pocos días la elaboración de un muestrario con los ejemplos extraídos de la
lectura de esta Primera serie que
justifican mi felicidad intelectora.
Llegué a su blog haxe unas semanas navegando por Internet. He leído muchas entradas y quiero agradecerle el tiempo y el mimo que les dedica. Quiero también agradecerle la recomendación de esta edición de Los episodios nacionales, que he adquirido llevada por esta entrada de su blog y que ciertamente es una delicia. Un saludo.
ResponderEliminar¡Pues no sabe lo feliz que hace a un "lobo solitario" del conocimiento un agradecimiento como el suyo! Me alegro, sobre todo, de ser útil. Espero que disfrute los Episodios como yo lo estoy haciendo. Voy ya por la 3ª Serie y, salvo un par de volúmenes más flojos, el resto es puro Galdós del mejor...
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