lunes, 18 de marzo de 2024

Isabel Quintanilla o el hiperrealismo de lo humilde.

 


El descubrimiento gozoso del vínculo íntimo con las cosas de que nos rodeamos. 


          Recién fallecido Miguel Martí, pintor tardío que tenía a Quintanilla en un altar, he recorrido la exposición individual que le dedica el Museo Thyssen a la pintora cuya obra se ha ido abriendo camino en el gusto de las gentes y de los críticos con una emoción muy particular. De hecho, me he sentido acompañado por él durante toda la visita, y ante no pocos lienzos he oído su voz pedagógica señalando ciertos detalles, el virtuosismo de la iluminación, el dominio de la puesta en escena de sus naturalezas muertas y la delicadeza con que Quintanilla ha sabido llenar de vida portentosa el reducto íntimo de un hogar dedicado al arte y convertido, por gracia de su inspiración, en motivo artístico de cuadros admirables. No salen personas en sus cuadros, salvo alguna excepción, como la presencia de su cuñado Antonio López junto a su marido, en un cuadro no demasiado relevante, si comparado con las obras maestras que hay en la exposición.  

Les deja a las cosas todo el protagonismo, pero estas nos interpelan con un poder que nos deja asombrados, no ya por ellas mismas, sino por la mirada que las ha elevado a la categoría de arte, como si de arte conceptual habláramos. No sé, en mi vasta ignorancia de casi todo, si Quintanilla pertenece, o no..., a la escuela hiperrealista, pero su capacidad realista, minuciosa y ejemplar, bien podría atestiguarlo. Qué intensa capacidad de atracción tienen esos cuadros en los que los objetos cotidianos asumen un protagonismo que usualmente no les concedemos, excepto que el trato diario con ellos nos lleven a considerarlos, como inconscientemente solemos hacer, parte esencial de nuestra propia vida. El correlato narrativo de estos cuadros de Quintanilla sería la novela Las cosas, de Georges Perec, pero el fílmico serían las bellísimas descripciones de Visconti y Ophüls, cuya sensibilidad pictórica está fuera de toda duda. De hecho, se me ocurre que, del mismo modo que hablamos de metaliterario para aquellos textos que tienen la literatura como objeto, la pintura de Quintanilla bien podría calificarse de «metarrealista», porque en ella parece que la realidad se vuelva hacia sí misma y, a través de ella, finísima observadora, nos entregue el corazón de su secreto.

          Quien visite esta exposición de Quintanilla no solo entra a conocer una «manera» pictórica, sino a la propia pintora, que abre de par en par su vida doméstica para hablarnos de toda la sensibilidad que puede emerger en el contacto con los objetos cotidianos, esas cosas que decía Unamuno que llamamos «nuestras» y que, sin embargo, acaban poseyéndonos. Algo así le ocurre a la autora, cuyo declaración de amor a esas cosas cotidianas viene a constituir una autobiografía. Espacios, exteriores e interiores, han moldeado una vida que ha querido rescatar toda la que, sin otro sentido que el de seguir estando vivos a su lado, se encarna en nuestros más humildes auxiliares: un vaso, un plato, un mantel, una ventana, un besugo, un búcaro, ¡una máquina de escribir!, heredada de su madre, modista, y en la que ella tantas horas ha pasado, al margen de los pinceles, ¡los jardines!, las tapias y la vegetación, las ventanas, las flores, llenas de vida o de muerte, los productos de limpieza, los de aseo, ¡los reflejos de la luz!, los transistores que acompañan las largas horas del trabajo, las estancias vacías, el teléfono, las sillas…, ¡las «dalinianas» granadas maduras!,  cuya versión le «arranqué» en un trueque por el texto de un programa de mano a mi querido Miguel Martí, inspiradas en estas de Quintanilla, pero desde otro planteamiento pictórico.


          Quintanilla acompañó a su marido a Roma, el tiempo que duró la beca que obtuvo, como escultor, y de aquel tiempo, tan fructífero para ella, regresó con una mirada impresionada por los frescos de Pompeya y con una pasión por los paisajes ciudadanos que comparte con su cuñado, Antonio López, el gran pintor  moderno de Madrid e intérprete genial de una obra de arte cinematográfica El sol del membrillo, de Víctor Erice. Quintanilla formó parte de una generación que coincidió en la exigente escuela de Bellas Artes de Madrid, una generación a la que se conoce como los «Realistas madrileños», y su vida estuvo en constante relación con el arte, aunque tuviera que trabajar como profesora de dibujo, porque era imposible, en la España de entonces, vivir solo del arte, y ello, probablemente, haya influido en la selección de su mundo pictórico.

          Aunque de una generación anterior a la mía, el mundo referencial de la vida doméstica de Quintanilla es el de las generaciones crecidas durante buena parte del franquismo, y de ahí la simpatía con que se contemplan esos cuadros llenos de referencias de la propia vida de cada cual, y entre ellas quizás destaca el uso de la vajilla Duralex, porque ¿qué casa había en la que no hubiera entrado esa vajilla? Pocos días antes había estado cenando en casa de mi amigo Joan Carles y algunas piezas de la vajilla eran precisamente las mismas que aparecen en los cuadros de Quintanilla. Si será así, la carga densa de la nostalgia, que en la tienda de recuerdos de la exposición se pueden comprar platos, vasos, jarras y fuentes de la citada marca.

    Pensando en esta invitación a visitar su exposición, fotografié algunas de sus obras, sin otro criterio que el de mi propio gusto particular, que puede o no coincidir con el de los demás, pero ya desde el autorretrato inicial, la ausencia de sofisticación, el amor a la sencillez del trazo sugerente y la simpatía que irradia la protagonista auguran un recorrido emocionante por una vida dedicada a reconstruir la emoción de la existencia a través de los objetos cotidianos en los que Quintanilla insufla una pasión contenida por el rigor formal del hiperrealismo con que anima en el lienzo lo que ven sus ojos: no hay utensilios humildes en el ámbito creador de Quintanilla, desde las hojas mustias, hasta el bloc de notas al lado del teléfono, pasando por el frigorífico, los radiadores o esa insólita cuchilla de afeitar que aparece en uno de sus bodegones, o la vegetación que «lucha» contra el hormigón en un espacio inhóspito… 

       Saber ver es una bendición que no todos poseemos. Llevar esa mirada al lienzo está al alcance de muy pocos elegidos. Pero que las cosas vibren llenas de vida en su estatismo solo lo consiguen maestras de los pinceles como Isabel Quintanilla. No necesitan personas sus cuadros para que respire la vida en ellos. Somos nosotros mismos quienes entramos en esos espacios íntimos, llenos de connotaciones para la autora, para sentirnos en la conocida plenitud que nos deparan los objetos a los que acabamos amando como extensiones de nuestro propio yo. Y ahí, en esos interiores, en los jardines, incluso en las panorámicas ciudadanas desde miradores privilegiados, entramos discretamente y charlamos con la autora, pero sin distraerla, facilitando, en todo caso, su concentración amorosa en los objetos que animan sus pinceladas: ¡un privilegio! E incluso disfrutamos del ritual de la puesta en escena, y hasta dialogamos sobre si es necesaria o superflua cierta aparición, pero siempre prevalece la sutil mirada de la autora, quien sabe mejor que nadie por qué entra en el plano, en el lienzo, aquello que ha escogido. A pesar de su influencia italiana, descubro en los cuadros de Quintanilla una cierta mirada orientalizante, sobre todo en esos cuadros con ventanas en las que se relacionan dialécticamente el interior del quehacer pictórico y la vegetación y la lluvia más allá de los cristales. Incluso alguna representación colorista de los parterres y los jardines, en tiempo de invierno o de primavera, tiene ese vago aire japonés de la naturaleza colorista y exuberante, pero con un trazo sutil. No sé, ya digo que es una impresión que se me impone mientras observo las telas.



          


          ¡Qué tristeza, Miguel, no haber podido recorrer contigo estas salas como hemos recorrido otras en tantos museos en los que tenerte de experto cicerone fue siempre un placer añadido al de la contemplación de las obras! Me he detenido largo rato en el cuadro de las granadas de Isabel y he superpuesto el tuyo, que cuelga en la entrada de nuestra casa, para que cualquiera que entre sepa que en esa casa se ama la belleza de los cuadros de las cosas humildes que nos llenan la vida. Lo que yo no sabía es que el poder antioxidante de las granadas se convierte, a través de la pintura, en un antioxidante del alma.


 

        






 

jueves, 29 de febrero de 2024

«De qué hablo cuando hablo de escribir», de Haruki Murakami.

 


Una reflexión honesta y desprejuiciada sobre el oficio de escritor.

 

          Después de haber leído sin sorpresa pero con interés De qué hablo cuando hablo de correr, también de Murakami, que he colgado en Provincia mayor, me he acercado a esta suerte de confesión literaria en la que Murakami, de la forma más accesible del mundo, nos revela cuál es su concepción de la literatura y cuáles son sus métodos de trabajo. Del mismo modo que en el primero dejaba bien claro una y otra vez que él hablaba de lo que a él le funcionaba y le iba bien, y que no necesariamente ni sus métodos ni sus hábitos son exportables sin más, en este vademécum que es, al mismo tiempo, un valioso documento autobiográfico, Murakami insiste en el carácter estrictamente individual de cuanto ofrece a la curiosidad de los lectores.

          La actividad literaria de Murakami nació por su férrea determinación de escribir una novela, momento que recuerda con absoluta nitidez y que data con día y hora en el lugar más insospechado: en la ladera de un montículo desde el que contemplaba un partido de béisbol, deporte al que es tan aficionado como a las carreras de fondo, que constituye su ejercicio habitual. Mucho antes, estando aún en la escuela, decidió un buen día leer novelas en inglés y, sacando del cuarto de los trastos una vieja Olivetti, iniciar la redacción de una narración en inglés, casi como una estrategia de «di-versión», dado el aburrimiento insufrible que fue siempre para el la educación académica. La estrategia no mejoró sus notas en inglés, pero le inició en una costumbre que no ha abandonado nunca y que incluso le ha permitido, andando el tiempo, traducir del inglés al japonés. De hecho, Murakami es absolutamente reacio a dar conferencias en japonés, pero accede gustosamente a hacerlo en inglés, porque en este idioma dice lo que puede decir, y en el suyo propio se le hace imposible la mismísima selección del léxico, por ejemplo.

          Desde el comienzo, Murakami reivindica la experiencia vital como núcleo fuerte de la vivencias que te permitirán afrontar la escritura de una novela. El azar que todo lo domina, La vida no transcurre como uno la imagina, nos deja, en cierto modo, desguarnecidos frente al mundo, frente a la realidad, por eso es importante su reivindicación de la experiencia: En inglés existe el término streetwise, la sabiduría de la calle, que se refiere a esa inteligencia práctica adquirida por alguien capaz de sobrevivir en una ciudad. A trancas y barrancas, aun siendo hijo de profesores, saco adelante una licenciatura de la que jamás vivió. Montó un bar de ambiente dedicado al jazz y cuando empezó a escribir, lo arriesgó todo a la carta de la profesionalidad literaria. Con todo, Murakami es un caso muy particular de escritor de vocación a quien el éxito le ha permitido convertir su afición en fuente de ingresos. Como él defiende, orgullosamente: Nunca me he oído decir: «No me apetece escribir, pero no me queda más remedio porque tengo un encargo». Como no acepto compromisos, no tengo fechas límite. Por eso no me afecta en absoluto el sufrimiento provocado por el writer’s block. Para mí escribir es un alivio psicológico porque no hay nada más estresante para un escritor que sentirse obligado a escribir cuando no tiene ganas. Desde esta perspectiva, pues, Murakami no tiene más compromiso que consigo mismo, y eso significa la «libertad», algo que, en los escritores, no necesariamente va unida siempre al éxito, dados los férreos condicionamientos que la industria literaria establece para poder acceder a la publicación y para hacerlo regularmente. No fue su caso, desde que ganó el premio convocado por una revista y supo que podía tener futuro en el campo de la escritura. Que un buen día, después de haber alcanzado el éxito, Murakami decidiera abandonar el Japón, porque percibía que se había creado en torno a su persona un ambiente hostil, nos habla bien a las claras de que ni el éxito global impide que afloren rivalidades, enemistades o inquinas absolutamente ajenas a la persona y a la obra, pero que actúan con un poder a veces avasallador. Ayer mismo veíamos mi Conjunta y yo Una vida privada, de Louis Malle, sobre cómo el acoso de los media puede arruinar la vida de una actriz, en este caso interpretada por BB, y destrozarla. Murakami lo evitó convirtiéndose en una suerte de escritor itinerante que pasa temporadas en Hawái, en Boston, en Nueva York, en Japón, en París, y siempre con su obra a cuestas, porque, como él repite lúcidamente: Escribir novelas constituye un trabajo individual sin un final determinado, que se lleva a cabo en una habitación cerrada. Y no solo eso, sino que al principio, cuando empezó, Murakami tampoco tenía la famosa «habitación propia» que predicaba como requisito existencial Virginia Woolf, sino que escribía en la mesa de la cocina cuando su esposa se iba a dormir, de ahí que: En el fondo, cualquier sitio donde uno se ponga a escribir se transforma de inmediato en una habitación cerrada, en un estudio móvil. Y no nos engañemos, nada tópicamente místico ocurre en ese lugar, salvo la fecunda mezcla de la inspiración y la soledad, porque Un escritor es un individuo que crea un mundo propio en su interior y lo hace crecer día a día. […] Da igual la época, da igual de qué mundo se trate, la imaginación tiene un sentido crucial. Uno de los conceptos opuestos a la imaginación es la eficacia. Luego volveremos sobre este concepto de la eficacia, pero, antes, conviene añadir, la segunda muleta de esa tarea: la soledad: Decir que es un trabajo solitario tiene incluso algo de trivial, Hay que escribir una novela para comprender verdaderamente la dimensión de la soledad.

          A la «eficacia», como concepto antitético de la imaginación le dedica Murakami un excelente capítulo en el que analiza el sistema educativo y su terrible obra de demolición sobre la imaginación. Se trata de un capítulo [Capítulo 8 Sobre la educación] que rara vez veo citado en las controversias sobre las nuevas corrientes pedagógicas, la ausencia de criterios sólidos que orienten la labor educativa y, en general, en la homogeneización terrible a la que se aspira, en vez de a la potenciación de los valores de cada cual. Murakami confiesa que «sufrió» el sistema educativo y que nunca lo olvidará. Tuvo que buscar una alternativa a ese sufrimiento y él la halló en la lectura. La cita es larga, pero entiendo que me disculparán, dado el interés de cuanto dice:  Al echar la vista atrás me doy cuenta de que la mayor ayuda que tuve en mi época de estudiante me la proporcionaron algunos amigos íntimos y los libros. […] Ocupaba mis días en la lectura deleitándome con cada uno de mis libros mientras los digería (aunque en muchos casos, lo reconozco, no lo logré). Apenas tenía margen para pensar en otra cosa que no fueran los libros, pero estoy convencido de que para mí fue algo bueno. […] De no haber leído tantos libros estoy seguro de que mi vida habría sido más gris, deprimente incluso, apática. Leer fue mi gran escuela, ese lugar construido especialmente por y para mí, donde aprendí muchas cosas importantes de la vida. En ese lugar no existían reglas absurdas ni juicios de valor en función de números o estadísticas. Tampoco había competitividad, no había nadie interesado en alcanzar el primer puesto de ningún ranking. […] El espacio que imagino para la recuperación el individuo se acerca mucho a ese concepto. […] Mis padres eran profesores de lengua (aunque mi madre dejó de trabajar cuando se casó). Nunca me reprocharon que leyese demasiado. No estaban contentos con mis notas, pero nunca me obligaron a dejar la lectura para estudiar para un determinado examen. Puede que me lo dijeran en alguna ocasión, pero no lo recuerdo como una exigencia. Es una de las cosas que más les agradezco.

          Ese casi enigmático «espacio para la recuperación del individuo» del que habla Murakami es un concepto capital en su defensa de la necesidad que tienen los individuos de afirmarse en sí mismos y de identificarse con algo que les permita alcanzar el equilibrio frente a una sociedad alarmantemente enferma, en la que no pocos adolescentes, por ejemplo, por la competitividad escolar, el abuso u otra razones colaterales acaban escogiendo la trágica salida del suicidio. Para Murakami ese espacio fue la lectura. Cada cual ha de buscarse el suyo.

          Murakami concibe sus novelas como una aventura personal: Cuando empiezo una nueva novela, mi corazón palpita con fuerza cada vez que me pregunto a quién voy a conocer en esta ocasión. Y, como hemos visto, se trata de un trabajo duro y solitario con altos requerimientos espirituales y físicos que Murakami resuelve gracias, por un lado, a su afición al ejercicio físico, a las carreras de fondo, y, por otro, a su negativa a considerarse un «artista», con todos los aditamentos tópicos que ello conlleva, porque es muy difícil desprenderse de los tópicos que nos llegan a través de la propia literatura y del cine sobre los escritores como complicados sujetos dependientes de la caprichosa inspiración para conseguir escribir una obra maestra. Con la humildad a que te obliga el conocimiento de tus propias limitaciones atléticas [La combinación diaria de ejercicio físico y trabajo intelectual, por tanto, produce un efecto idóneo para  el trabajo creativo del escritor], Murakami da gracias por no haberse sentido nunca un «artista». Una reflexión que sirve de culminación a su método riguroso de escritura, nada dependiente de la inspiración y sí todo de la famosa «transpiración», en célebre frase atribuida a Thomas Alva Edison:  Para escribir novelas largas me impongo la regla de completar diez páginas al día. Se trata de un tipo de papel cuadriculado, específico para escribir en japonés, en el que caben cuatrocientos ideogramas, y la misma plantilla en el ordenador ocupa dos pantallas y media. […] Aunque tenga ganas de escribir más, lo dejo en cuanto llego a las diez páginas; y si las cosas no salen según lo esperado, me esfuerzo por cumplir mi objetivo. La regularidad en un empeño a largo plazo es crucial. […] A lo mejor los artistas no se lo plantean así, pero yo me pregunto: ¿por qué un escritor tiene que comportarse o ser como un artista? […] Cada cual puede escribir a su manera, como le resulte más conveniente. De entrada, admitir que no hace falta ser un artista constituye un alivio inmenso. Antes que artista, un escritor debe ser libre.

Murakami entra en la técnica que sigue para la construcción de los personajes y en cómo, a veces, la misma historia crece a partir de ellos, no de su propia voluntad. Ese «mundo» ajeno, pero nacido de sí, necesita una indagación a fondo, algo para lo que la personalidad de Murakami está más que preparada, porque, como él dice de sí: Tengo una tendencia innata a profundizar al máximo en las cosas que me gustan e interesan. No dejo nada a medias ni me digo a mí mismo a modo de excusa que ya es suficiente. No paro hasta que me doy por satisfecho, pero si la cosa en cuestión no me interesa, me ocurre todo lo contrario, soy incapaz de pasar de la superficie. No le dedico ni un segundo. Tengo claras mis preferencias, y si me veo obligado a hacer algo, cumplo por pura obligación en el menos espacio de tiempo posible.

En el libro el lector, ¡y mucho más si también es escritor!, hallará una verdadera apología de la experiencia vital para la ideación y práctica novelísticas, amén de múltiples referencias a autores y otras disciplinas artísticas, como el cine, que complementan a la perfección lo que para Murakami significa escribir. Y no tardamos en comprender su perspectiva cuando cita a Isak Dinesen: «Escribo todos los días poco a poco, sin esperanza ni desesperanza». No hay mejor fórmula, y ya hemos reseñado la suya propia, para aventurarse en la escritura de una novela. Murakami, fiel a su concepción de autor holístico que armoniza lo espiritual y lo físico, anima a cualquiera con una defensa del oficio sobre la inspiración: Cualquier cuestión que implique experiencia es crucial para un escritor. Lo que pretendo decir es que, a pesar de no contar esas experiencias tan potentes, se puede escribir una novela. Cualquiera puede extraer una fuerza sorprendente de experiencias aparentemente pequeñas. Hay una expresión japonesa que dice: «La madera se hunde y la piedra flota». Se refiere a que a veces suceden cosas que en condiciones normales parecen imposibles.

En efecto, nos parece inverosímil que de la nada acabe construyéndose un mundo complejo que suscita la pasión de los lectores, algo que, y acabamos, responde a un imperativo que nadie puede obviar: En cualquier caso, mi premisa fundamental a la hora de escribir, a saber, que me resulte divertido, no ha variado sustancialmente. Si disfruto al hacerlo, estoy seguro de que habrá lectores en alguna parte que disfrutarán conmigo. […] No sé quiénes son las personas que se interesan por mis libros y, por tanto, no me queda más remedio que escribir para disfrutar con lo que hago. […] Las novelas brotan con naturalidad del interior de uno mismo. No se construyen a golpe de estrategia. No se puede escribir una novela después de realizar un estudio de mercado.

 

 

 

jueves, 8 de febrero de 2024

«Drames Rurals», de Víctor Català y «L’alegria que passa» y «El jardí abandonat», de Santiago Rusiñol: dos vetas opuestas de la prosa catalana del primer tercio de siglo.

 

La crueldad primitiva del mundo rural del Ampurdán de Víctor Català y la prosa simbólica del polifacético Santiago Rusiñol: dos visiones de la vida catalana a comienzos del siglo xx.

      

          A veces las lecturas «enfrentadas» te permiten, para una época determinada, percibir mejor las diferencias enriquecedoras que suelen darse en una literatura concreta, en este caso la catalana de principios de siglo xx. Por puro azar me he abismado en dos autores muy diferentes, una mujer, Víctor Català (Caterina Albert), y un hombre, Santiago Rusiñol, ambos autodidactos, que cultivaban temáticas y estilos muy diferentes, lo cual es un incentivo añadido para quienes quieran sumergirse en la obra de dos autores de tan grato leer incluso hoy… o quizás debería decir sobre todo hoy, en que los niveles de calidad literaria sufren sus más y sus menos con la progresiva disminución de la competencia lectora y la simplificación estilística del léxico y la sintaxis. Ni una ni otro son complacientes con lo que podría entenderse como «el lector común», a quien no creo que ninguno de los dos tuviera en mente a la hora de escribir aquello que se sentían llamados a escribir, cada uno desde su experiencia concreta: cosmopolita en el caso de Rusiñol; localista, en el caso de Albert. Drames rurals, es el título de la colección de cuentos crueles de la escritora ampurdanesa, ahítos de naturalismo y un dominio expresivo que hace complicada su lectura incluso para los catalanes nativos de hoy, tan alejados, en su mayoría, de ese opresivo ambiente rural y más aún de un léxico que, como en ellos sucede, presenta muchos localismos que lo enriquecen con un inconfundible «sabor popular» que tanto recuerda a una generación anterior del resto de España, la del 98, empeñada en el rescate de un español rural tan magníficamente transmitido por autores como Unamuno y Azorín, y, a los de la generación del novecentismo, más próxima a la de Albert,  con autores como  Gabriel Miró. En esa estela de una prosa preciosista y desgarrada, quien escogió el combativo pseudónimo masculino de Víctor Català, es la autora de la que, a mi modesto entender, es la novela cumbre de la novela catalana, en la medida en que mejor define el vínculo telúrico existente entre la persona y la tierra donde ha nacido, donde vive y donde muere: Solitud. Si alguien quiere llegar a entender qué significa «ser catalán», al margen de las ideologías bastardas que explotan demagógicamente sentimientos complejos e inefables, por fuerza ha de leer Solitud para comprenderlo cabalmente. Del mismo modo, quien, muy lejos de una generación naturalista como la de Emilia Pardo Bazán, es capaz de mirar de frente realidades tan dramáticas como las reproducidas en estos cuentos, está claro que es una mujer fuerte, desprejuiciada y con un valor incuestionable. He advertido en el desarrollo de estas historias el eco lejano de aquellos romances truculentos de la tradición oral que con tanto acierto recogió Joaquín Díaz, y que parecen mostrarnos una constante del horror en las relaciones humanas que no varía, por diferentes que sean las épocas, y que acaso explican la popular atención morbosa con que son seguidos tales hechos, que no dejan de producirse, como nadie ignora. La temática de los cuentos, desde un «bendito» sandio, sin oficio ni beneficio, que acaba en místico, seducido por la intensidad ritual de los oficios de Semana Santa (Costa tant d’acabar-se un home…! Una partida de caçadors a quien sobtà la pluja arran del Torrent, baixant por la mateixa arrel que havia baixat En Met,se refugiaren dins de la cova, I van trobar-hi, amb no poca sorpresa, l’ossamenta d’una calavera llarguíssimna, enmig de parracs podrits; el tibi i el peroné de la cama dreta estaven trencats per la meitat, i tota la despulla cobrta d’excrement de ratapenada. Per entre l’enreixat de les costelles hi corrien dotzenes de dragons i sargantanes. [En Met de les conques]) pasando por el noviazgo de dos viejos que acaban siendo apedreados tras casarse, a las puertas de la iglesia, en una lapidación popular (Era un escamot de l’exèrcit de la miseria i de la gandulería, que passejava alegrement la desfeta, llançant flastomies o grunys de bèstia inconscient, esventant ferums de cort i pa negre, i ensenyant, a tal de creus i medalles arreplegades en el camp de batalla, rastelleres de llagues, crostes purulentes, ossos retorts, membres atrofiats, cotnes de femsa i vivers de polls, totes les Xacres de la pobreza i de la brutícia; tots els estigmes de la fam i lde la bascosaria. [Idil·li xorc]), o por el pobre casado que llega borracho a casa y es descubierto a la mañana siguiente junto a su ensangrentada esposa, asesinada por un amante celoso de otro a quien cree haber visto salir a escondidas de casa de ella, o el duelo fatídico entre un labrador y un pastor cuyo ganado arrasa los campos del primero (El pastor empordanès, desesperació de pagesos i menestrals, és quelcom especial en la fauna---humana- Empeltat de lladre i folrat de quelcom pitjor, és en lo intel·lectual un arxiu de diableries, en lo moral un esperit que no creu més que en Santa Dobla de Quatre, i en lo físic, se li veuen els tirats de gat feixí, que obra i s’esmuny furtivamente, però que si l’empaiten, fa cara. [El pastor]), hasta la vieja inválida acogida por compasión (a pagès, un vell xacrós que consum i no produeix és un censal, i ja eren tantes boques…! que muere en el incendio de la casa, después de barruntarse las bestias de la casa el fuego que las amenaza (La pobre vella, perduda la raó, donà una envestida per a fugir. Les cames restaren com clavades, i el cos caigué de tot son aire endavant. Com no podía emparar-se amb els braços, petà pesadament de cara a terra… Un borboll de sang envermellí les rajoles, i un tros de dent, trencada ran de géniva, se li encastà en la lengua. [La vella]), o la agonía de una mujer que, en el lecho de muerte, exige el perdón de su esposa para revelarle que se casó con él ya embarazada y que el primer hijo no es suyo, pero el segundo sí, acabando con el único cuento «urbano» de la colección, que tiene como tema el terrorismo obrero contra los patronos y que tiene un tremendo desenlace…

          La edición que he usado lleva un breve glosario de términos nada habituales en el catalán tan limitado de nuestro comercio lingüístico habitual, pero incluso alguna palabra de uso como barralleva, aparece en el texto con errata, barralleba. Alguna como *camanu (palabra compuesta que no concuerda dentro de ella cama y nu -—nua habría de ser—, sino con el sustantivo, home o  noi que precede al adjetivo)no aparece en el DIEC, pero sí en textos de 1902, como en uno de Miquel Roger i Crosa: [el noi] anava descalç i camanu. Otras, como arbrisalls, ni siquiera la encuentro, aunque presumo que significara «arbustos», y lo mismo pasa con *bascosaria y *cossarregàs. Llama la atención el uso de la voz castellana «galladura» en vez de la gallada catalana, que se refiere a la mancha de sangre en la yema del huevo que indica que está fecundado o mancha blanca en la clara, supuestamente el semen del gallo, que indica lo mismo.

          Caterina Albert tuvo toda su vida una constante preocupación léxica, porque ya entonces, a comienzos del siglo pasado se percataba de que cada día morían palabras que dejaban de usarse, lo que, a todas luces, era, y es, una pérdida irremediable para un idioma. Y los amantes del catalán jamás le estaremos lo suficientemente agradecidos por haber rescatado un tesoro que hoy leemos en sus libros con inefable placer estético y semántico. Cualquiera que lea con sorpresa, emoción, y con frecuencia espanto, estos Drames rurals, saltará de piedra en piedra, de palabra en palabra por el río caudaloso de una voz singular y amarada de vida: despinguellada; remoixell; glavi; podall; rastellera; gaiato; carcanyol; denerit; escotorit; flósquer, eufemisme de fotre…); diastre (eufemisme de diablo); esca; palomejar (de apamar: mesurar a pams i per ext. arribar a un acord); borrango; modegar; dagatejar (agredir amb una eina de tall); cugula: civada bord; llisquet: pestillo; rossolar; espona: costat del llit. Baga escorredora: «nudo corredizo» en castellano; enfarfegar; virior: gran vigor; ronyicar… El libro, así mismo, recoge no pocos modismos cada vez menos usados en el ámbito coloquial, acaso porque es ese un campo que se renueva con expresiones que suelen inventar las generaciones con más facilidad que la creación de neologismos perdurables o el rescate de arcaísmos en peligro de extinción. Así, exprtesiones como Un home de bon regent (conservarse bien); Matines dels Fasos (oficios religiosos de maitines de Semana Santa); De cent en quaranta; Mirar de regord (de reguard); Què borrango!; Anar d’un pic, cuya explicación no he logrado encontrar; anar-li a retaló; fer el bot o veure la padrina (patir un dolor molt fort), salpican los cuentos con una capacidad de recreación de un modelo expresivo del pueblo catalán que, como Albert temía, ciertamente tiene toda la pinta de estar despidiéndose del uso común para sobrevivir exclusivamente en este otro mundo de los enamorados del léxico cuyo número bien podría , ¡quién se atreve a defender que tal cosa no ocurrirá!, multiplicarse en un futuro no muy lejano. ¡Brindo por ello!

          L’alegria que passa y El jardí abandonat son una «cuadro lírico» con música incidental de Enric Morera y un «cuadro poemático», ambos en un acto. El «lirismo» del primer cuadro se refiere más a la música que al contenido de la obra, más cerca en su desarrollo del sainete y la crítica social, mientras que el segundo cae de lleno en un teatro poético que se regodea en una situación decadente de exaltación espiritual para la que la poesía es no tanto el vehículo de expresión cuanto el cuerpo mismo de la trama encarnado en la protagonista que renuncia al amor por convertirse en algo así como la monja jardinera de la belleza natural a la que alguien ha de dedicarse en cuerpo y alma como el fin supremo de una vida. En L’alegria que passa advertimos uno de los clásicos temas de Rusiñol, el choque entre el idealismo y la sed de libertad y aventura y el realismo estrecho  del apego a lo conocido, que ata y mata. El hijo del alcalde, lector empedernido (Tu, llegint, t’omples el cap de cabòries; la llet5ra se t’entra cap endins, se’t fa un nus al païdor i la tinta t’ennegreix el rebost de la vida) entra en contacto con los miembros de un circo que visita el pueblo, ante el que actuará solo por «la voluntad» de quienes asistan al espectáculo. El choque entre la joven componente del circo, la hermosa Zaira, y él marcará la paradoja hiriente de la obra: el joven, que se casará en breve, aspira a llevar la vida errante de los artistas; Zaira, nacida en la cuneta de cualquier camino, aspira a vivir arraigada en un sitio, donde la acepten y la traten con respeto, y casarse y tener hijos. La visión que se nos da del pueblo es algo así como la de la paz perpetua (Aquí sí que ja en poden venir, de guerres, i baralles de nacions, i això de la intewgritat, i dels drets i torts de l’home! Si no fossin els governs, que ja ens hi saben, lo que és per mi no tindríemj ni governs, ni nació, ni mapa, ni diputat, ni sereno! Bon llit i pilota a l’olla!), aunque el protagonista, Joanet, el hijo del alcalde, dice, al oír la campana que despide el día: Aquesta campana sembla que toqui l’enterro de les meves il·lusions. Su padre, alcalde pragmático representa el ancla que lo ata a la realidad de la que quiere huir: Deixa’t de libres. Llegeix les lletres dels duros.Totes diuen lo mateix, però sempre alegren la vista.

          Cuando el carro de la «alegría» se va, Joanet se despide dolido y resignado: Sou l’alegria que passa. I què trista és l’alegria per als que passen i els que es queden. Com que sóc fill del terrós, m’haig de veure condemnat a veure sempre la iglesia, a sentir aqueixes campanes, a veure aqueixes parets, a morir d’ensopiment i a no adonar-me del viure. Dormim (S’apoia en un plátano i cau una pluja de fules seques.) Dormim al llit de la prosa, ja que em fuig la poesía.

          En El jardí abandonat, la protagonista va a heredarlo de una lánguida marquesa pronta a extinguirse y de ahí el compromiso casi místico con que afronta un destino que se tiñe de un sentido religioso: Considero l’herència com penyora sagrada. Si hagués heretat la glòria, guardaría la glòria com més gran tressor; si fortuna, la fortuna seria uns pergamins de plata; hereto soledat, soledat de noblesa caiguda, ruïnes, fonsts callades, salons de quietud i cambres despoblades. Doncs, bé: la soledat que hereto vull guardar-la per a mi; l’accepto amb tot el cor. És el tressor que em deixa qui no en tenia d’altres. […] Els jardins com aquests són un claustre. El claustre dels records. Jo professo els jardins, i els professo amb la fe que m’inspira aquest temple, que és un temple que cau, però que cau amb grandesa,. No vull trovar una mort que ve tan majestuosa, no la vull allunyar, no vull remeis ni adobs; vull que el vel de verdor m’acotxi quan s’enfonsi; vull morir d’antigor dintre d’aquest reliquiari; i em faig monja d’aquestes naus frondoses del sagrat Monestir de pau immacyulada. No vull que quedi solo l’ombra que van deixar-me. Me’n faig digna exposant-la, i que ella m’il·lumini.

          El contraste de la prosa lírica con la expresión naturalista de Albert nos indica bien a las claras la adscripción de una y otro a corrientes literarias que conviven y entre las que parece tenderse un abismo. Aquí es fácil advertir el eco modernista de prosas como la de Valle-Inclán, por ejemplo. Rusiñol, sin embargo, cultivará un género cómico-satírico en el que producirá obras tan señaladas como L’auca del senyor Esteve, La niña gorda y, sobre todo, una obra hoy olvidada y que merecería una nueva traducción en estos tiempos de tensiones políticas territoriales azuzadas por las élites corruptas de los vergonzosos nacionalismos de carácter étnico: El català de La Mancha, un obra maestra del humor sainetesco cuyos sólidos antecedentes hemos de fijar en Serafí Pitarra (Frederic Soler). Cuando el payaso y maestro de ceremonias de la comitiva circense va presentando a quienes harán la función más tarde, nos dice del «forzudo», faquir y saltimbanqui: Tal com el veuen, així,m de cames enlaire,m hi passaria vuit diez si li portessin menjar i sobretot beguda. Per a l’exdercici del jeure, après aquí a Espanya, no ha trobat rival, i això qie ha tingut molta competencia.

          Siempre recomiendo a mis intelectores que no dominan el catalán que se atrevan con las obras escritas en tan hermoso idioma, porque verán enseguida que es más lo que une catalán y castellano que lo que las separa. En el caso de Víctor Català, sin embargo, es preferible escoger la traducción de Basilio Losada, dada la dificultad intrínseca de una autora que tenía entre sus objetivos literarios salvar el mayor número posible de palabras catalanas del olvido que las acechaba y que aún obra, desgraciadamente, en nuestros días, de tan escaso amor a la expresión cuidada y rica.

martes, 9 de enero de 2024

«Eugenia Grandet» y «Las ilusiones perdidas», de Honoré de Balzac, un monstruo de la creación.

 


Una novela «de personaje» y una novela «total»: Dos muestras eximias de un mismo genio narrativo.

 

          Bien, ahora que tengo unas horas libres, aun cuando sienta el hálito acezante de otros compromisos en el cogote que se inclina ante lo único que reverencia: los libros, me siento a expresar lo único que cabe ante dos muestras novelísticas como las presentes: la admiración incondicional, por más que ambas obras «daten» y los usos narrativos hayan cambiado de la noche al día con cuanto el siglo veinte nos ha propuesto como modelos que llegan a su culminación en obras como las de Virgina Woolf o el siguiente libro que aguarda su turno crítico: Finnegans Wake, cuya primera lectura tanto me ha impresionado para bien, esto es, para descubrir la arquitectura lúdica de una visión que podríamos llamar, con un par neologismo que acaso al propio Joyce gustara, ya mitistoria, ya mitopeia.

          Tiempo detendremos para detenernos como se merece en la obra de Joyce. Lo nuestro, ahora, es abordar dos novelas muy diferentes, Eugenia [como pide la tradición editorial de castellanizar el Eugénie francés]  Grandet, de 1833 y Las ilusiones perdidas, de 1836-1843, dado que se publicó en tres partes, a las que siguió, aún, una continuación: Esplendor y miserias de las cortesanas que era, a su vez, una tetralogía, continuación que aguarda su turno lector, dada su extensión. Lo curioso de mi inmersión en Balzac, después de lo mucho que saboreé Piel de zapa, mi primer acercamiento al autor, es que ambas lecturas las han provocado las dos películas sobre cada uno de los títulos que vi hace muy poco y que me hicieron sospechar de la inmensa calidad de los originales, como así ha resultado ser.

          Eugenia Grandet es una típica obra de estudio de un personaje, que aquí se amplía a dos, porque la protagonista sufre la competencia narrativa de su propio padre, todo un carácter que Balzac sabe dibujar con un relieve que, muy a menudo, opaca a la propia protagonista, dado que vive bajo su estricta férula, sometida de un modo instintivo a la autoridad paterna, de la que no consigue desprenderse ni aun después del fallecimiento del padre, posterior al de la madre. Desde la orfandad, se diría que todo habría de cambiar para la protagonista, pero su desengaño amoroso condicionará una «nueva» vida que lo tiene todo de antigua y de fiel continuación de la estirpe a la que pertenece.

          El retrato del padre como terrateniente y republicano «de ocasión» se manifiesta en el modo perspicaz como Balzac lo describe casi como una creación natural del «terruño», un hombre avaro, de austerísimas costumbres y un lince para los negocios, pues solo vive para engrandecer su patrimonio: Financieramente hablando, el señor Grandet tenía algo del tigre y de la boa, sabía tenderse, agazaparse, contemplar durante largo rato a su presa y saltar sobre ella; luego abría las fauces de su bolsa, engullía un montón de escudos y se acostaba tranquilamente como la serpiente que digiere impasible, fría metódica. Un hombre tan poco propenso a perder el tiempo hablando que cuatro frases, exactas como fórmulas algebraicas, le servían habitualmente para abarcar y resolver todas las dificultades de la vida y del comercio: «No sé, no puedo, no quiero  ya veremos», lo cual me parece una exquisitez psicológica y estilística por parte de Balzac que rinde hasta al más aristarco de los críticos. Sobre Balzac pesa la leyenda del «descuido» estilístico —algo que se ha esgrimido también contra otro gigante de la novela: Benito Pérez Galdos, émulo fantástico del francés—, pero he de reconocer que a lo largo de las mil páginas de estas dos novelas son innumerables los aciertos estilísticos y temáticos de Balzac. La novela realista del XIX tenía mucho de cajón de sastre, porque el público no quería únicamente una trama que lo atrapase, sino informaciones que ampliasen su reducido mundo —¡no todos los lectores eran parisinos!—, y ahí es donde entran informaciones de tipo económico, como las teorías de Bentham o detalles de tipo regional como el léxico de la zona:  En Anjou, frippe, palabra del léxico popular, expresa todo aquello que sirve de acompañamiento al pan, desde la manteca extendida sobre la rebanada, que es la frippe más vulgar, hasta el dulce de albérchigo, que es la más distinguida de las frippes, y, por supuesto alguna muestra del nutrido arsenal del anecdotario histórico, como la anécdota que revela el origen napoleónico de una frase repetida hasta la saciedad y cuyo origen, al menos yo, he descubierto al leer esta novela: «Hay que lavar la ropa sucia dentro de casa, decía Napoleón». Afirmación que ha opacado la que la complementó en su discurso en la Convención, al volver del primer exilio: «Francia me necesita más de lo que yo necesito a Francia». Añádase a ello el descubrimiento del verdadero significado de voces que lo han cambiado en nuestra lengua, como es el caso de «pacotilla»:  «Porción de géneros que los marineros u oficiales de un barco pueden embarcar por su cuenta libres de flete», para venderlos allá donde recalen y sacarse un dinero extra.

          La historia que nos cuenta Eugenia Grandet es simple: El hermano del tío Grandet se arruina y, antes de suicidarse, le pide que cuide de su hijo, a quien envía, a Anjou para que Grandet lo ayude a sobrevivir. El joven lechuguino llega al pueblo con sus aires mundanos y su prima queda cautivada enseguida por sus maneras y su origen, dado que ella jamás ha salido del pueblo, y casi ni de la casa donde vive, para evitar exposiciones innecesarias y peligrosas siempre, a juicio de su padre. Poco a poco se enamora del joven y ambos se prometen amor eterno. Grandet favorece que el joven se embarque para «hacer las Indias», frente al desconsuelo de su hija, Pasado el tiempo, el joven hace fortuna y regresa a París, donde se promete con la hija de quien puede ayudarlo a entrar en la Administración con un excelente y honroso puesto. De ello la prima se entera ¡dos meses después de su vuelta!, cuando ya es ella también huérfana. Como tema omnipresente en la obra de Balzac, las deudas juegan un papel determinante, porque el primo no podrá casarse hasta que sus deudas sean satisfechas, a lo que su tío se había negado, engañando a los acreedores. Llega el momento de la verdad y la prima ha de tomar una decisión. Y el resto ya lo leerán ustedes. De lo que no quiero dejar de informarles es de la sensibilidad de Balzac para personajes que, como en este caso Eugénie, representan el duro fracaso existencial: En todo momento las mujeres tienen más motivos de dolor que el hombre y sufren más que él. El hombre tiene su fuerza, y el ejercicio de su poder actúa, se mueve, se ocupa en algo, piensa, abraza el porvenir y encuentra en ello consuelo, Así le pasaba a Charles. Pero la mujer permanece, se queda frente a frente con su pena y nada la distrae de ella; llega hasta el fondo del abismo que la pena le ha abierto, lo mide y a menudo lo llena con sus deseos y sus lágrimas. Eso le pasaba a Eugénie. Empezaba a conocer su destino. Sentir, amar, sufrir y sacrificarse será siempre la historia de la vida de las mujeres. Eugénie debía ser mujer en todo menos en aquello que les sirve de consuelo. Su felicidad, amasada como los clavos esparcidos por la muralla, según la sublime expresión de Bossuet, no llenaría ni un solo día el hueco de la mano. Desde los 10 años se nos cuenta la vida de la protagonista y, tras las peripecias que la llevan desde la rebeldía frente al padre —que la fuerza a declararse en huelga de hambre— y la sucesión del éxtasis amoroso y el fatal desengaño, a los treinta años Eugénie aún no conocía ninguna de las felicidades de la vida. Estamos, pues, ante una historia triste, muy triste, ante una vida más parecida a una maldición que a otra cosa. De ahí que cuando expresa al cura sus dudas sobre si casarse o entrar en religión, el cura le diga: El matrimonio es una vida y el velo es una muerte. La inteligencia superior de Eugénie y su sensibilidad exquisita, manifestada a lo largo de la novela, la llevan a plantearle al cura una seria cuestión de conciencia: —¿Sería pecado permanecer en estado de virginidad en el matrimonio?  —Este es un caso de conciencia cuya solución me es desconocida. Si quiere usted saber lo que el célebre Sánchez piensa sobre el asunto en su tratado De matrimonio, mañana se lo puedo decir. [De matrimonio, fue un tratado escrito por el jesuita Tomás Sánchez de Córdoba(1550-1610), lo que demuestra, por otro lado, la calidad de la información que usaba  Balzac para sus obras].

          Las ilusiones perdidas es una obra central en la Comedia humana, el ambicioso proyecto novelístico con que Balzac quería retratar fielmente la sociedad de su tiempo. Esta novela la concibió como el eje alrededor del cual se articulaba el proyecto y a fe que se esmeró lo suyo en su creación, porque la elección del personaje Lucien Rubempré, en realidad Chardon, y en este juego de preferencias entre el apellido sin brillo paterno, un boticario de pueblo, y el de la madre, una ínfima aristócrata salvada por su marido de la guillotina, se desvela, en paerte, el conflicto del personaje central, un poeta de provincias que aspira a comerse el mundo en París, adónde va siguiendo a su enamorada,  Louise (o Anaïs) de Bargeton, una aristócrata enamorada del arte y de la poesía en particular que domina un salón literario en el que quiere hacer triunfar a toda costa a su descubrimiento: Lucien, quien la corteja y la admira hasta seguirla a París para vivir su aventura del gran mundo que quiere conquistar. Lucien, dicho sea de paso, es un joven quimérico amante del lujo y del triunfo, pero poco dispuesto a pasar por las horcas caudinas del trabajo y el esfuerzo para conseguir ambas cosas. De hecho, vivirá, al comienzo, a expensas de su mejor amigo y de su hermana, quienes acaban casándose, y ambos asumen el compromiso de velar económicamente por el hermano y cuñado, porque reconocen en él al artista llamado a grandes cosas. El título de la novela es lo suficientemente expresivo del desengaño que sufrirá el joven a lo largo de su aventura, lo que viene a constituir una típica novela de las llamadas bildungsroman o «novela de aprendizaje», aunque en este caso, el aprendizaje vital lo va a ser del dolor y el fracaso más profundo, el que linda con la miseria, el abuso de los demás y el fracaso artístico total. La novela está divida en tres partes, tres novelas en realidad, con temáticas muy distintas. En la primera, Los dos poetas, se recrea en la vida de provincias el amor de Lucien y Madame de Bargeton, aunque se dedica buena parte del libro al desarrollo de una información pertinente a la trama: la elaboración del papel y el mecanismo de producción de la imprenta que hereda David, su cuñado, de su padre, Nicolas Sechard, quien en su calidad de impresor nunca supo leer ni escribir, nos dice Balzac. Las digresiones informativas de la novela forman parte del contrato implícito con los lectores de la época, a quienes no solo se les promete acción, aventuras, lances galantes y ambientes privilegiados a los que la gran mayoría de los lectores nunca tendrían acceso, sino también noticias exóticas que, sin embargo, andando la novela, acabarán teniendo un relieve importantísimo. Cuando en el curso de los acontecimientos, David y Lucien se reencuentran, ello sucede en un momento de desesperación en el que Lucien, como el protagonista de La piel de zapa, duda entre seguir viviendo o suicidarse, situación extrema que tanto sirve para acabar una novela cuanto para empezarla: Cuando quiso la casualidad que los dos compañeros de colegio volvieran a encontrarse, Lucien, cansado ya de apurar la amarga copa de la miseria, estaba a punto de tomar una de esas decisiones extremas tan propias de los veinte años. La originalidad de Las ilusiones perdidas es que sirve para ambas cosas.

          Vuelvo sobre la «tacha» de descuidado que se le ha atribuido a Balzac, pero  cuando uno lee presentaciones de personajes como, por ejemplo, la de Madame de Bargeton, ¿qué puede pensar, sino que el escritor abreva su pluma en la más nutritiva de las inspiraciones?:  Tenía ella el defecto de emplear esas grandes frases recargadas de palabras enfáticas, tan ingeniosamente llamadas «paparruchas» en la jerga del periodismo, de las que todas las mañanas ofrece una buena ración a sus suscriptores, quienes se las tragan a pesar de ser muy poco digeribles. […] Malgastaba su vida en perpetuas admiraciones y se consumía en medio de extraños desdenes. […] Sentía ganas de hacerse hermana de santa Camila e ir a morir de fiebre amarilla en Barcelona, cuidando enfermos: ¡eso sí que era un objetivo grande y noble! […] Todas sus cualidades superiores ulceraron su alma en el momento en que se apoderó de ella el frío de la provincia. ¡Ay, la negra provincia de Flaubert! Esos espacios opresivos en los que tanto cuesta «respirar» la libertad que exigen los espíritus elevados y el arte en general: La falta de vida social es uno de los mayores inconvenientes de la vida rural. Cuando no se está obligado a hacer por el prójimo esos pequeños sacrificios exigidos por la urbanidad y el arreglo personal, se acaba por adquirir la costumbre de no preocuparse por los demás. Entonces todo se vicia en nosotros, tanto las formas como el talento. De ello es de lo que escapan ambos amantes en la misma carroza, rumbo a la segunda novela de la trilogía: Un gran hombre de provincias en París.

          En la segunda novela de la trilogía, la más interesante e intensa, porque se narra el auge y la caída de Lucien Rubempré, vamos a encontrarnos con que el rival de Lucien en Anjou, el barón de Châtelet acabará desviando a Louise de seguir manteniendo a su protegido, quien se verá obligado a endeudarse con su hermana y su cuñado, quienes le dan, en realidad, el dinero que no tienen, lo que acabará llevándolos, a pesar de la imprenta heredada, a la pobreza, pero es ya adelantarnos demasiado. Lo importante de esta novela, más allá de las peripecias del protagonista es el retrato fidelísimo de La sociedad literaria del primer tercio del siglo XIX y el desarrollo de un fenómeno cultural, el periodismo, muy ligado a la primera, a la política y al teatro, es decir, cualquier actividad que necesite de un altavoz para llegar a la mayor cantidad de gente posible. Las abundantes noticias del documento vivo que es la novela la convierten en una lectura imprescindible para conocer al dedillo el París de la Restauración, en el que conviven  tantas tendencias como intereses busquen legitimarse ante la opinión pública.

          Lo interesante de esta nueva entrega de la trilogía es el distanciamiento entre Louise y Lucien, porque la primera ha de competir con el segundo para instalarse ella misma en una sociedad en la que la introduce una prima suya, quien poco a poco la va educando para aclimatarla en los círculos aristocráticos que frecuenta. En parte abandonado a su ventura, Lucien, que corre el riesgo de convertirse en el hazmerreír de esos y otros círculos, acabará acercándose al mundo del periodismo en el que se teje y entreteje una vida de favores, venganzas, señuelos, complicidades y abusos que tan pronto te hacen formar parte del bando liberal como del monárquico, porque, no nos engañemos, en este último es en el que Lucien Rubempré quiere acreditarse como heredero de la baja nobleza que ostenta el apellido de su madre. Su súbita fama, por la facilidad para la sátira y el insulto aquilatado, lo acerca al mundo del teatro, y lo lleva a enamorarse de una actriz de moda, con quien se instala en notorio concubinato y vive una suerte de amor fou que poco a poco, viviendo por encima de sus posibilidades, lo llevará a la ruina y a vivir la amarga experiencia de la muerte de su amada. Los altibajos de Lucien en un mundo lleno de trampas y falsas alianzas se siguen en la novela casi como un thriller psicológico lleno de alternativas siempre interesantes.

          Ilustrativo de esos vaivenes es el desdén con que considera a su antigua protectora, Madame de Bargeton. El desengaño de Lucien por haber concebido a Louise como una gran dama se manifiesta ahora de forma muy distinta: ¡Una mujer alta, seca, con la cara rojiza, ajada, más que rubicunda, angulosa, afectada, amanerada, pretenciosa, provinciana en su hablar, y sobre todo mal arreglada! […] Lucien, avergonzado de haber amado a aquel hueso de sepia, se prometió aprovechar el primer ataque de virtud de su Louise para dejarla. ¡Y cómo le gustó a Balzac ese hallazgo descriptivo del «hueso de sepia» que repite hasta una docena de veces en la novela! De hecho, en los artículos en los que se la ridiculiza por su emparejamiento, tras quedar viuda, con el barón de Châtelet, se exprime hasta dejarlo aún más seca que la propia protagonista provinciana: Entre madame de Bargeton, a quien el barón Châtelet hacía la corte, y un hueso de sepia, existía un gracioso paralelismo que hacía reír por más que no se conociera a las dos personas objeto de la burla. Se comparaba a Châtelet con una garza. Los amores de esta garza que no podía tragarse el hueso de sepia y que se rompía en tres pedazos al dejarlo caer, provocaban una risa irresistible. […] «Cortejo fúnebre de la Garza, llorada por la Sepia» Ahora ya todo el mundo en la alta sociedad se refiere a madame de Bargeton con el apodo «Hueso de sepia», y a Châtelet n o se le conoce de otro modo que como «barón Garza».

          Pero es en la descripción del mundo del periodismo en el que sobresale Balzac en este volumen, porque ve en él lo peor de la sociedad, algo así, como la institución social de la mentira como medida de todas las cosas: El periodismo es un infierno, un abismo de iniquidades, de mentiras, de traiciones, que es imposible atravesar y del que es imposible salir indemne si no es protegido, como Dante, por el divino laurel de Virgilio. […]

—La influencia y el poder del periodismo no están sino en sus albores —dijo Finot—; el periodismo, en su infancia, ya crecerá. Dentro de diez años se verá sometido a la publicidad. El pensamiento será el sol que lo ilumine todo…

—Lo marchitará todo —añadió Blondet interrumpiendo a Finot.

[…]

—Ya —dijo Blondet—, si la Prensa no existiese, no habría necesidad de inventarla; pero vivimos gracias a ella…

—Y morirán a causa de ella —sentenció el diplomático—. ¿No ven que la superioridad de las masas, en caso de que se las instruya, hará que la grandeza del individuo sea más difícil, que al sembrar la razón en el corazón de las clases bajas lo único que cosecharán será la revuelta y que serán ustedes sus primeras víctimas?

Curiosamente, en esta anticipación de Balzac se puede advertir cómo el ensanchamiento de la instrucción y el acceso de las personas a las nuevas tecnologías facilitan la horizontalidad de la información y la opinión, frente al verticalismo de los media tradicionales, que van quedándose sin espacio privilegiado y han de competir con una pluralidad de fuentes y opiniones como nunca antes se les hubiera ocurrido imaginar que existirían. De todos modos, y aunque sea cita larga —pero los intelectores de este blog están acostumbrando a estas performances…— no me resisto a reproducir esta tirada de Balzac sobre el periodismo que me parece muy en su punto, teniendo en cuenta lo que hoy, al menos en España, hemos de leer…:  El periodismo, en vez de ser una especie de sacerdocio, se ha convertido en un medio en manos de los partidos; de medio ha pasado a ser un negocio; y, como todos los negocios, no tiene ni credo ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que éste quiere. Si existiera un periódico para jorobados, probarían mañana y tarde la belleza, la bondad y la necesidad de los jorobados. Un periódico no está hecho ya para ilustrar, sino para halagar las opiniones. Por ello, dentro de un tiempo, todos los periódicos serán viles, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, las filosofías y a los hombres, y florecerán por eso mismo. Disfrutarán del privilegio de todo organismo colectivo: se hará el mal sin que nadie sea responsable de ello. […] Napoleón definió este fenómeno moral, o inmoral, como se prefiera, con una frase sublime que le dictaron sus análisis acerca de la Convención: «Los crímenes colectivos no comprometen a nadie». El periódico puede permitirse la más abyecta conducta y nadie se cree personalmente manchado por ella. […] Si el periódico inventa una infame calumnia, finge limitarse a reproducirla, y si alguien se ofende por ello, sale del paso disculpándose por la libertad que se ha tomado. Si se le lleva ante los tribunales, se quejará de que nadie haya venido previamente a pedirle una rectificación; pero ¿y si se la pedís? Entonces os la negará riéndose en vuestras barbas, con la excusa de que no son más que bagatelas. Si su víctima gana la causa, la escarnece, y si tiene que pagar una indemnización cuantiosa, llamará al demandante enemigo de las libertades, del país y del progreso. […] Y en un momento dado puede hacer creer lo que quiera a quienes lo leen todos los días. Luego, nada que le desagrade podrá ser patriótico, y pretenderá tener siempre la razón. […] Con tal de emocionar o divertir a su público, el periódico sería capaz de servir a su padre crudo y condimentado nada más que con la sal de sus chanzas. […] Veremos los periódicos dirigidos primero por hombres honorables, y caer más tarde en manos de los más mediocres dotados de la flexibilidad y bajeza de la goma elástica de la que carecen los grandes genios, o bien en manos de tenderos con dinero para comprar a las plumas más prestigiosas. ¡Ya vemos tales cosas! Pero, dentro de diez años, el primer chaval salido del colegio se creerá un gran hombre, se subirá a la columna de un periódico para abofetear a los mayores que él, y les derribará para ocupar su puesto. No le faltaba razón a Napoleón al amordazar a la Prensa. Apuesto a que, si la oposición llegara al Gobierno, los periódicos que le ha prestado su apoyo le harían acto seguido la guerra si no obtuvieran todo cuanto desean, utilizando los mismos artículos con los que ahora atacan al Gobierno del rey. Y cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más exigentes se volverán estos. Los periodistas de prestigio consolidado serán sustituidos por otros hambrientos y pobres. La herida es incurable, será cada vez más maligna, cada vez más enconada, y cuanto mayor sea el mal, más tolerado será hasta el día en que reine la confusión en la prensa debido a su proliferación, como en Babilonia. Todos nosotros sabemos muy bien que los periódicos irán más lejos que los reyes en lo que a ingratitud se refiere, más lejos que el sucio negocio especulativo y abusiva, y que consumirán nuestras inteligencias vendiendo un tercio de nuestra materia gris; pero todos nosotros escribiremos en ellos como esos mineros que explotan una mina de plata, a sabiendas de que morirán en ella. No voy a disputar sobre la falta de estilo de Balzac, pero lo que está claro es que su capacidad visionaria lo acredita como un excelente augur.

En este ambiente, pues, es en el que Lucien se engaña y se desengaña, yendo desde el triunfo social en dos de los bandos en liza, porque en su naturaleza está la traición instalada como un medio inocuo para alcanzar sus verdaderos intereses, sorprende la lucidez con que Balzac contempla un mundo lleno de aspiraciones y mediocridades en el que Rubempré acaba siendo un triste juguete de los poderosos que acaba roto, despreciado y sumido en la desesperación, porque su máxima aspiración:  «¡Dios mío!, ¡oro al precio que sea! —se decía Lucien—. El oro es el único poder ante el cual esta gente se arrodilla» es tan inestable como su efímera fortuna, porque el gran derrochador es, al mismo tiempo, hijo de la fantasía del dinero caído del cielo: mientras tiene, gasta sin tasa; cuando cae en la miseria y las deudas es cuando ha de programar su vuelta a la «provincia», con altivez, pero derrotado, tal y como se lo indicó, con tiempo, uno de sus interlocutores, Étienne Lousteau, quien lo introduce en el mundo del periodismo y logra convertirlo en una cotizada estrella del oficio: Mi pobre amigo, yo llegué como usted, con el corazón lleno de ilusiones, movido por el amor al Arte, llevado por impulsos invencibles hacia la gloria; me he encontrado con las realidades del oficio, las dificultades del mundo de la edición y la cara amarga de la miseria. […] Y no se crea que el mundo de la política es mucho mejor que este mundillo literario: en ambos reina la corrupción, se es corruptor o corrompido. […] Una crítica hecha para encontrar una réplica inmediata en otro periódico, paga más y vale más que un simple elogio que se olvida al día siguiente. La polémica, mi querido amigo, es el pedestal de las celebridades. Las deudas, algo en lo que Balzac era un experto absoluto, se vuelven, entonces, en lo más parecido a la prueba definitiva del genio del deudor: ¡Las deudas! ¡No hay hombre importante que no las tenga! Las deudas representan necesidades satisfechas, vicios exigentes. Un hombre no alcanza el éxito si no se ve oprimido por la férrea mano de la necesidad.

La tercera novela, Los sufrimientos del inventor, es un retorno a la provincia para seguir la aventura quijotesca de David, su cuñado, quien rechaza hacerse cargo del día a día de la imprenta, que cae bajo la responsabilidad de su mujer, la hermana de Lucien, Éve, quien, con no pocas dificultades logra sacarla adelante, a pesar de que sobre la imprenta pesa la asechanza de los propietarios de una imprenta rival que ansían a toda costa hacerse con ella para tener un monopolio de la impresión en la comarca. David está dedicado, secretamente, en cuerpo y alma, a la invención de un método de fabricación de papel a partir de vegetales que lo hará, a su parecer, millonario, y ni siquiera necesitará gestionar la imprenta que su padre, a modo de legítima, tras la muerte de su madre, le cedió. Las penalidades del joven matrimonio, las tiranteces de la relación entre David y su padre y la aparición de un pagaré por valor de mil francos que Lucien libró en París a nombre de David y que los dueños de la imprenta rival que lo han adquirido quieren hacer valer para que se la traspasen a cambio de dicho valor centran el volumen con una especial densidad narrativa. SE intercalan las cartas de Lucien a su hermana y a su cuñado y, mientras, de forma harto vergonzosa, sin dinero ni gloria, vuelve a su casa para acabar siendo una carga más para su hermana y su madre.

Cuando parece que  la novela ha perdido algo de su primigenio interés, sobre todo el del ajetreo social que supone la espléndida galería de personajes con los que se cruza y relaciona Lucien en París, y cuando el protagonista, como dijmos al principio se debate entre la obligación de dar la cara ante sus familiares y la necesidad de huir a través del sucidio, aparece un personaje que lo cambia todo y que nos promete unas glorias narrativas que no nos da, porque la irrupción de Carlos Herrera, canónigo honorario del Capítulo de Toledo, enviado secreto de Su Majestad Fernando VII, cuyo hábito no hace al monje, en sus propias palabras. El personaje español se convierte en el savador de Lucien, a quien adopta y a quien decide llevar a París con él para instalarlo en el triunfo, no sin antes haber recibido el homenaje entre sorna y befa de sus conciudadanos, que honran en él al poeta que ha sabido llevar el nombre del lugar hasta la cima del arte y el prestigio social en París. Herrera aparece, al final de la trilogía como la mejor de las promesas para una continuación que, en efecto, Balzac acabará escribiendo y que yo, en cuanto adquiera el volumen, con sus casi mil páginas, leeré con tanto placer como he leído los tres objeto de esta recensión. Me darían las del alba si intentara reproducir los hallazgos aforísticos, costumbristas, psicológicos o sociológicos que Balzac ha incluido con sumo arte en su novela, por lo que permítaseme que concluya esta recomendación ferviente de obra tan genial con dos intuiciones de mucho fuste que Balzac nos regala: Los franceses inventaron en mil setecientos noventa y tres una soberanía popular que ha acabado con un emperador absoluto y, como si se desprendiera de la anterior: Hoy día, jovenzuelo, la Sociedad se ha arrogado insensiblemente tantos derechos sobre los individuos, que el individuo se ve obligado a luchar contra ella. Ya no hay leyes, solo costumbres, es decir, maneras, siempre la forma.