De los apólogos a los milesios, salen ganando los
segundos, en la obra de García Hortelano: Gramática
parda, una obra maestra del humor; Los
vaqueros en el pozo, un empacho de pretenciosidad.
Vaya por delante que
desde que conozco el título del libro y he querido leerlo, conocimiento y deseo
separados por 37 años, jamás de los jamases se me había ocurrido en todo este
tiempo que “vaqueros” se refiriera, en la novela de Juan García Hortelano Los vaqueros en el pozo, a la prenda de vestir. Ese hecho, tan
decepcionante, aunque perfectamente inserto en la narración, ninguna duda al
respecto, no ha sido el único responsable del desencanto que he sufrido al leer
esta novelita “al perfume de su época”, esto es, a la experimentación narrativa
consistente en someter al lector, mediante un final inesperado, a una relectura
de cuanto había leído para completar él, desde su función lectora, el posible
verdadero significado de la obra. La ambigüedad, así pues, está en la base de
la historia y solo desde ella se construye la historia, a medio camino entre
una jornada del Decamerón y una
comedia de alta sociedad, es decir, la más pavorosa de la indeterminación que
acaba siendo suplida por la afectación y la impostura en la que conviven
desequilibrios expresivos marcadísimos, desde descripciones excelentes, muy
propias del mejor Hortelano, hasta diálogos inverosímiles, pedantones y
apolillados que es imposible siquiera concebir que hayan sido alguna vez
enunciados fuera del ámbito de la parodia. Y a través de la parodia enlazan
estos vaqueros malentendidos con el
excelente sabor de intelectura que me dejó Gramatica
parda y que ahora, con levísimos
reparos, sobre todo por la extensión y por la deliberada confusión, que acaba
derrotando al ingenuo lector que se quiera tomar en serio la trama disparatada,
he revalidado con éxito e incluso con mayor placer, si cabe, porque no recuerdo
que en su momento supiera calibrar el ejercicio tan depurado de cuento milesio
que supuso esta novela, que fue justamente galardonada con el Premio de la
Crítica. Milesio en clasificación del autor, está claro, cuando escribió sus Apólogos y milesios, es decir, su lado
formal y su lado irreverente, la realidad desde una aproximación racional y su
reverso, la narración que desnuda, con su irracionalismo transgresor e
hiperagresivo, esos sólidos supuestos de la razón gobernante y no poco
castradora. Los vaqueros en el pozo tiene
más de cuento largo que de novela corta, y su estructura es típica de una
narración breve, con giro sorpresivo final incluido que fuerza al lector, como
antes señalé, a replantearse si la reunión de amigos en torno a una vieja
prostituta que se enriqueció durante el franquismo y con quienes los invitados
a su finca mantienen evidentes relaciones de dependencia económica y en parte
moral. A medio camino entre la narración psicológica, la herencia de la novela
social, un torpe realismo de chata denuncia de la doble moral, y las nuevas
técnicas objetivistas, la acción de Los
vaqueros en el pozo transcurre toda ella en una finca donde aparecen los
amigos de la dueña, con quienes se irán relacionando en grupo e individualmente
en una suerte de ceremonia de la traición y de ajuste de cuentas que nos
muestra un supuesto modo “moderno” de encarar las relaciones interindividuales
en los diferentes planos de la amistad, el sexo, el amor, las relaciones de
poder, la fragilidad psicológica, la soledad, e incluso el delirio y la
ficción, porque la aparición de elementos de corte fantasmagórico en la
narración, Darío: esta tarde la hoja del calendario correspondía al mes en que estamos,
del año 1928, genera esa ambigüedad fundamental que atraviesa todo el
relato: ¿es real o imaginado lo que ocurre?, ¿se recuerda o se desea?: ¿Has
observado, Niso, que en esta casa jamás hemos encontrado ninguna huella de
nadie? Ni un sombrero olvidado, ni unas gafas, ni un frasco de depilatorio
vacío, ni una fotografía. Si ocurriese una calamidad, también nosotros
desapareceríamos sin dejar rastro. En cualquier caso, hay en esta novela de
Hortelano una retórica totalmente trasnochada que ha hecho envejecer
notablemente a la obra, muy de su tiempo, pero incapaz de superar esa
circunstancia temporal, porque la retórica de la situación, que no es otra que
la de sus protagonistas, resulta algo indigerible para el paladar educado en la
llaneza que predicaba Cervantes. Piénsese, por ejemplo, en el acartonamiento,
de cartón piedra, de un diálogo en el que hay intervenciones de este tenor:
-Por consiguiente, ¿no hay un barranco allí?
O esta interpelación de
Marcela a su amante bandido…, puesto que no aspira a más que a desvalijar a la
anfitriona, reventando su caja fuerte:
-Renuncia a ese lenguaje de cómoda enunciación, principito, que tengo
derecho a terminar en paz este condenado incidente.
Con todo, y a pesar de los muchos
tópicos que se vierten en la construcción de los personajes, un poco al estilo
de esos relatos pretenciosos de deslumbrante modernidad de la Década
Prodigiosa, García Hortelano es capaz de ir enhebrando una narración con
suficientes motivos simbólicos y metafóricos como para entretener a sus
lectores en la resolución del jeroglífico narrativo que ha construido. Que ni
siquiera falte un personaje a quien ¡nada menos que Prudencia! llama Viernes,
redondea ese cierto aire de fábula que acaba teniendo el relato; como si ellas
dos, aparte de la criada, ¡nada más que Dionisia!, fueran las únicas habitantes
de una isla alejada de la sociedad, del medio, porque Prudencia vive “retirada” en su mansión, sin
apenas otro contacto con las gentes del pueblo que el que mantiene con
Dionisia, quien la sirve y con quien tiene ensoñaciones eróticas, y Viernes,
que representa la cultura y la distinción. Prudencia hablaba con ella, tomando
un té, como si, desde que se había
lanzado a hablar, estuviera tratando de convencerla no de que ella era más
feliz acompañada que solitaria, sino de que ellos existían. (…) Prudencia se encontró extraviada, inerme,
una lastimosa mujer sosteniendo una taza de té y na sonrisa torpe. (…) La inquietud de Prudencia se transformó en
una odiosa sospecha: Viernes. Bajo un cortés recelo, la suponía loca, había
venido a comprobar que seguía viviendo sola y ahora ya ni siquiera creía que
ellos tuviesen existencia real. La capacidad descriptiva de Hortelano es
magnífica, y su retrato de la “vieja dama” lasciva y acaudalada en cuya mente
se mezclan la realidad y el deseo, el pasado y el presente, es espléndido,
aunque resulten tópicos muchos extremos de su biografía y no pocas de sus
evocaciones, como la de su poder de seducción: -A mí me vino con los años [la irritación, el desasosiego, la
impaciencia y el malestar]. Claro que tú eres una persona y yo a tu edad era un
animal. Un hermoso animal solo útil para el placer. Un animal hermosísimo.
(…) Tendrías que haberme visto… Me ponía
un vestido, y qué vestido…, sobre la carne, me echaba a la calle y, te lo juro,
la calle hervía, hervían las calles. Yo empecé allá, en el sur. (…) Cuando salí de mi ciudad, ya había perdido
el acento del sur. Ahora ni sabría imitar cómo hablaba yo mientras viví en la
mierda. La presencia el pozo en el jardín de la casa tiene un fuerte contenido
simbólico, como se lo describe en la novela:
Dionisia lo mantiene abierto permanentemente por la superstición de que atrae a
las alimañas y en él perecen ahogadas. (…) El pozo encubre una pantalla
protectora. En los primeros tiempos, hasta que la convencí para que usara la
piscina, Dionisia bajaba a bañarse en sus aguas profundas. Si no hubiese sido
por el peligro que representa, le habría seguido permitiendo la aventura.
En él es en el que cuelgan los invitados un pantalón vaquero para que se moje,
se suavice y se encoja, el mismo que mucho tiempo después, al final de la
narración, con la ayuda de un vagabundo, Dionisia logra extraer del pozo como
un amasijo enorme de tela, cieno y menudos animales de diferentes especies
cuyos ojos brillan en el crepúsculo en que se consiguió la hazaña de extraer.
La reacción de Prudencia, rociarlo el amasijo con petróleo y prenderle fuego
viene a ser como una suerte de ceremonia inquisitorial en la que se someten los
recuerdos a la purificación del fuego para liberarse de ellos, o quizás del
maleficio de tener que evocarlos regularmente como parte de la propia rutina
vital. A pesar de que pudieran intuirse
ciertos elementos narrativos capaces de dar mucho juego, las actitudes
afectadas de los personajes y sus ortopédicas maneras de expresarse de las que,
alguna vez, rara, pero haylas, se contagia el autor (Conforme la voy conociendo, conforme, ¿por qué ocultarlo?, alguna
beneficiosa influencia ejerzo sobre Teresa, creo, por el contrario, que es ella
la perjudicada.), pronto acaban disuadiendo al lector, a pesar del interés
con que, por el solo hecho de ser una obra de García Hortelano, la ha cogido,
de que poca gratificación va a encontrar en esas páginas a las que les sobra
falsa “modernidad” y les falta vida sin adjetivos ni coartadas ni pretensiones.
Justo lo contrario de lo que le ocurrirá si se adentra en esa
narración megamilésica que es Gramática
parda, un disparate continuo con un excelente sentido del humor en el que
destaca, por cierto, el uso paródico de las maneras de expresarse que, con
patética voluntad de estilo, hallamos en Los
vaqueros en el pozo. La novela surge, en realidad, de un cuento publicado
en el volumen Apólogos y milesios,
titulado El día que Castellet descubrió a
los novísimos o las Postrimerías, en el que se narra la investigación
abierta en el seno de un grupo de amigos para poder ayudar a Duvet, la hija de
cuatro años de edad de Georges y Paulette Dupont, a resolver un problema
literario: cuál fue el día en que Castellet descubrió a los novísimos. De ahí,
con una trama ad hoc para la ocasión,
la compra de armas a un viejo anarquista español para llevar adelante acciones violentas
que siembren el caos en París, por parte de un grupo terrorista de escolares
denominado La Horda, a Gramática parda
apenas hay un trecho que se acerca a las 352 páginas, a lo largo de las cuales,
Juan García Hortelano construye una de las novelas más divertidas que se hayan
escrito en el último tercio del pasado siglo. Divertida y abrumadora, la
verdad, porque la capacidad del autor para sumar historias, personajes y
disparates es tan acusada que es posible que a más de algún lector se le acabe
indigestando tal volumen de datos, de personajes, de conflictos y de derroche
imaginativo. Desde el punto de vista estilístico, sin embargo, la novela es un
continuo goce, y más aún desde el de la metaliteratura, que es la base de la
obra. Duvet, una niña que quiere ser Flaubert, y a quien su madre secuestra en su
propia casa para prohibírselo, se erige en la verdadera protagonista de esta
historia llena de situaciones y personajes propios de un delirio montipythoniano
o ansí… Desde el principio, el tono se afianza en la narración, una novela
parisina en la que, sin embargo, hay un eco perfectamente distinguible del
mejor humor de Enrique Jardiel Poncela y de Miguel Mihura, por ponerle nombre a
algunos de los referentes que parecen haber inspirado la pluma del autor. Desde
que advertimos el propósito de convertirse en autor literario de Duvet, de
serlo, de hecho, como veremos a lo largo del relato, a través de las
conversaciones entre Duvet y su niñera, Venus Carolina Paula (española, como
dios manda en París…), llenas de parodia literaria como lo está toda la novela,
iremos disfrutando de una situación ante la que no cabe más actitud que la de
dejarse llevar, como lo haríamos, por ejemplo, en una screwball comedy como La fiera
de mi niña, por ejemplo: Saber (y
Duvet no lo sabe) que el baúl mundo sobre el que se sienta encierra alguno de
los nefandos secretos de Paulette no habría detenido la aguja del
aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora
de la desesperación. La Pequeña se lanza contra la puerta y, golpeándola con
sus puñitos comienza a vociferar. Luego a gemir. (…) Porque en aquella hora mañanera
y carcelaria, la vida no ofrecía a Duvet otra alternativa a la aflicción que
haber volado escaleras abajo, que correr al boudoir donde Paulette telefonea y
narcisea, arrojarse a sus pies, admitir su error, suplicar perdón y jurar
terminantemente que nunca, mamá, queridísima mamá, mamita de mi corazón, de
ahora en adelante no me encierres más y nunca, te lo prometo, nunca jamás
querré ser de mayor Gustave Flaubert. Adviértase, por ejemplo, ese rasgo de
estilo apotegmático, no habría detenido
la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir,
señalan la hora de la desesperación, que constituirá uno de los recursos
favoritos de Hortelano, como si, en el fondo, la peripecia milesia quisiera
encubrir un fondo apologético como el expresado en ese estilo sentencioso del
que pueden hallarse innumerables ejemplos de este estilo: Toda persona razonable desconfía de la fortuna cuando esta se pone
redundante, o de este, cuando Duvet, finalmente, se escapa de casa y ha de
realizar ciertos trabajos de pane
lucrando en una imprenta: La más
provechosa consecuencia que Duvet sacaba de sus oficios de subsistencia era el
cálculo exacto de la cantidad de tedio y de humillación que un escritor puede
soportar a cambio de seguir siéndolo sin morir de hambre. La inspiración
humorística de Hortelano, que se centra, como ya creo haber dicho, en el
carácter metaliterario del libro, se vierte también en el uso del diálogo,
lleno de ingenio, de réplicas certeras y de un registro coloquial excelente,
cuando no es vehículo, además, de un anecdotario de muchos quilates, como este:
Venus
Carolina Paula: Pues si solo va a servir
para ponerte mustia, ¿sabes lo que te digo?, que no escribas.
Duvet:
Y yo te contesto lo que, paseando por los
jardines de Montpelier le decía Gide a Valéry, que si a él le impidiesen
escribir se mataría.
Venus
Carolina Paula: Y ¿qué le contestaba el
señor Valéry, eh, qué le contestaba a ese trepa de Gide, que era un trepa del
Parnaso? Pues le contestaba que precisamente él se mataría si le obligasen a
escribir.
El humor es género difícil donde los haya y lo que hace reír
a cada cual, por más que haya una homogeneidad de formación y sensibilidad con
otras personas allegadas, puede marcar una distancia enorme con esos prójimos.
Con todo, la ironía, fina y gruesa, que de todo hay, del autor, cuya novela fue
escrita mucho antes de que la corrección política erigiera muros difíciles de
escalar y salvar, es capaz, a mi juicio, de vencer hasta las más exquisitas
reticencias. No sé si hoy en día, ya digo, se le admitiría una comparación como
esta: El embajador se reconcilió con cada
una de nosotras dos y cada una de nosotras dos le propusimos que nos llevase a
cenar a un restaurante de esos, donde él con las reverencias de los camareros
disfruta más que un bebé fascista con un chupete judío…; o el inciso parentético
de esta otra frase: El descargo de la
violencia que arrebató a El Incógnito (si la violencia contra una mujer
voluptuosa merece alguna justificación), habría que recordar que en los últimos
días no era aquella la primera agente que se le rebelaba. Que esa capacidad
irónica se vierta sobre todo en el ámbito cultural, como sucedía en origen en
el cuento sobre Castellet del que salió esta Gramática parda, permite fijar un territorio común a sus muchos
lectores, quienes apreciarán, me imagino, esos estoconazos retóricos que salpican
el texto casi a cada página, como cuando la niña Duvet, llega a la conclusión
de que si vuelve a saber que aquella
ciudad por la que vagabundeaba se llamaba París, fue que por todas partes oía
hablar en argentino. La trama, en términos generales, tiene algo, lejano,
de El hombre que fue Jueves, de
Chesterton, dado el carácter político de la misma, si bien la banalización del
terror, aunque sea a través de esos escolares que se bautizan con nombres latinos
y que se convierten en niñas, en una feminización cuyo hallazgo literario
hubiera recibido los plácemes de los cupaires y podemitas, por ejemplo, no deje
de suscitar cierto reparo en lectores a quienes puede parecerles que haya un
exceso en ello, y más en una sociedad como la nuestra, tan golpeada por
él: ¿De
qué medios dispone esta conspiración? ¿Ha sido autorizada por ese supremo
secretísimo, que nos dirige, del que nadie habla o en el que nadie cree? O
¿conspiran con una autorización del supremo falsificada? ¿Quién, en medio del
caos, se aprovecha de la nada? Buena parte de la narración se basa en esa
trama político, confusísima, en la que cuesta un trabajo ímprobo saber a qué
atenerse, máxime cuando algunos personajes como los padres de Duvet se desdoblan
en otros que actúan al margen e incluso en sentido contrario de los titulares,
un juego de dobles que, a mi parecer, es un rizo rizado que, salvo algunas
situaciones curiosas, no aporta a la trama nada de lo que no hubiera podido
prescindirse. No ocurre así con las Ideas
burocráticas que un personaje le envía al padre de Duvet, un tal Maurice L’Encre (algo así como no
dejarse nada en el tintero…) que intercambia confidencias de cariz filosófico y
biográfico con Georges, el padre de Duvet, y en cuyos textos no es raro que se
desahogue la profunda y excelente vena lirica de Hortelano: Pero ¿qué sueños recuerdas, si duermes tan
descuidadamente que en los espejos de la mañana solo escudriñas el mapa de tu
barba y la sima de tus bostezos? La
novela algo debe, aunque parece que no se note, a las Historias de Cronopios y Famas, de Cortázar; del mismo modo que, a
su manera, se anticipa, en el uso de la narración jocosa de tipo arcaizante, a
las novelas del detective de Eduardo Mendoza, algo que no se ha recordado estos
días en que incluso tuvimos la oportunidad de leer la crítica de bienvenida al
olimpo de la literatura que escribió Hortelano para la novela de Mendoza La verdad sobre el caso Savolta. Quizás
algún día Mendoza pueda reconocer, si es que la hubo, esa influencia, que a mí
me parece evidente, de García Hortelano en sus novelas del detective sin nombre.
La parodia cultural que anima Gramática
parda constantemente se manifiesta, a
menudo, en hallazgos como el entierro de Vallejo descrito en un divertidísimo
capítulo de la novela, todos ellos lo suficientemente breves como para dotar a
la novel de una agilidad lectora que no siempre se compadece con la que debería
tener el desarrollo de la espesa trama delictiva, aunque está claro que eso es
lo que menos le importaba a Hortelano a la hora de escribir la novela, como lo
prueba, por ejemplo, ese capítulo en el que Duvet despierta con el recuerdo de
un sueño que soñará la noche siguiente… para asistir al entierro de César
Vallejo, quien, en justa correspondencia con el sueño de Duvet, había
escrito: Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. El cortejo fúnebre lo encabeza Aragon como miembro del Partido comunista, pero en él
que también van Barral, Larrea, Valverde, Sarrión, etc. Le extraña, sin
embargo, la ausencia de Otero, de Darío, de Éluard, de Celso Emilio y de tantos
otros… Este tipo de alteraciones
temporales, también las hay espaciales, le otorgan a la narración ese aire de
travesura narrativa sin igual, algo a lo que colaboran especialmente, los
títulos de los capítulos y los nombres de los personajes de la Horda
terrorista: Virtus Deserta; Fabulae Centum; Bonus Eventus; Miseria Honorata;
Laetitia Rubicunda; Ignorantia Destra; Utrumque Tempus… Y en cuanto a los títulos
de los capítulos: Función del azar en las
condicionales irreales; La posición
de los agentes o astucias de la pasiva; Objeto
directo y objetivo infecto; El
fonador fonea y la mónada monea; La
literatura en el bodoir; o el inequívocamente cortazariano Reglas de apertura de una carta ajena,
que parece inspirado en las celebérrimas Instrucciones
para subir una escalera. En la Horda, por ejemplo, se ha de prestar
juramento de adhesión a la misma, en estos términos: ¿Juras, Ignorantia Destra, destruir, incendiar, socavar, conculcar,
mentir, calumniar, corromper, pervertir, sin retroceder ante ningún medio
criminoso y colaborando en cualquier empresa infame, hasta el triunfo final?
Finalmente, aceptado, el juramento, se le marcaba en la nalga el lema de la
Horda: Si duo faciunt ídem non est ídem,
una distorsion de la sentencia de Terencio: Duo
cum faciunt idem, non est ídem. Y así, poco a poco, va transcurriendo esa Gramática parda hasta llegar al momento
en que la protagonista, que no escribe, por supuesto, decide, meterle mano a su
obra maestra, justo antes de que haya de dejarlo porque le hacen las pruebas
para el uniforme del internado donde comenzará sus estudios: Emma, con un incesante movimiento de labios,
se repetía la definición de gramática: -Gramática es el arte de convertir
correctamente el ir muriendo en un ir viviendo, con arreglo a las normas
dictadas por la experiencia de la falsedad y en concordancia con los recuerdos
de lo inexistente. Gramática es el arte… Cuando Emma oyó que era llamada,
tembló. Como un torbellino de ideas blancas….
Gramática parda es
uno de esos libros que, leído 35 años después de su aparición, como yo me he
atrevido a hacer, no solo no “se cae de las manos”, sino que entra mucho mejor
por la vista de quien descubre en la relectura un magisterio narrativo que aún
sorprende más que en la primera lectura, e incluso me atrevería a decir que
menos aún que en la tercera, dentro de otros veinte años... ¿La convierte eso,
acaso, en un clásico? Pues no me extrañaría nada. En cualquier caso, Gramática parda, respecto de las últimas
producciones de la literatura española en este siglo XXI, está a algo más que
años luz, ¡a años de ingenio, estilo y sabiduría narrativa! A su manera, por inspiración,
contraste y estilo, entre Los vaqueros en
el pozo y Gramática parda hay,
para entendernos, la misma distancia que entre El Jarama e Industrias y
andanzas de Alfanhuí, hecha la salvedad de que los Vaqueros…sea del todo incomparable con El Jarama.
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