Descorramos un tippexado velo…
Siempre ha estado de moda
bautizar a las generaciones literarias o artísticas, en cierto modo por un
prurito terminológico que sea de utilidad para los estudios históricos, y así
hablamos de la Generación del 98, la del 27 o De la República, los
novecentistas, los modernistas, los novísimos, la Joven narrativa española o la
demasiado reciente generación Nocilla, por ejemplo, que es marbete un tanto
degradado en el plano del referente.
Hoy me atrevo a proponer
otra generación, la generación Tippex. He llegado a este bautismo por varias vías, pero la principal viene no tanto del mundo artístico, cuanto del
académico, porque es conocida la pasión por el tippex, a todos los niveles, que
sienten los jóvenes escolares españoles, e ignoro si europeos y mundiales. Ese
uso masivo me ha llevado a establecer una analogía que quizá peque de falta de
fundamento y/o pertinencia. En cualquier caso, a nadie le ha pasado
desapercibida la extensión diastrática, diatópica y diacrónica del líquido
mágico capaz de suprimir por arte de birlibirloque, dos toquecitos de pincel
aquí y allá, los errores. Una vez cubiertos con el sudario que envolverá al ¿acierto?
resurrecto de la corrección, ¿qué autor retendrá que esa reaparición fue
precedida por un error, la mayoría de las veces de mucho más que de bulto?
El uso del tippex, esa
suerte de líquido seminal que permitirá el alumbramiento del deseado acierto,
remite a una fobia al proceso de tanteo que supone el error-acierto del
aprendizaje y a un blanqueo del mismo. Nada más infamante que la tachadura y,
más aún, el añadido√, esa punta de flecha de
bandada grullesca, que nos permite
insertar la nueva redacción. El lopesco oscuro el borrador y el verso claro y el juanramoniano en lo provisional, exactitud
también, como si fuera definitivo,
presuponen esa incesante labor de corrección en la que al artista que de verdad
lo es le interesan mucho más los errores que los aciertos, porque esos descensos de la excelencia al abismo de
lo vulgar, lo adocenado o la fórmula estilística desustanciada son, a su manera
paradójica (Fallar es otra manera de
hallar, dice uno de mis aforismos), el esclavo que nos acompaña en la
cuadriga, recordándonos que somos humanos: Respice
post te, hominem te esse memento
El artista puro, en consecuencia, es el más humilde de los mortales, y a veces
se cree que es falsa modestia su aparecer como un galardonado por las musas,
cuando se trata en realidad de su verdadera faz, la de quien contempla en sus escritos
las mil y una tachaduras que le devuelven, espejo del alma, la dificultad
intrínseca del proceso artístico.
Hay, con todo, muchas maneras
de tachar. A unos les basta una sola línea. A otros, por el contrario, solo les
complace una tupida red de tachones que impiden entrever cuál fue la apuesta retórica
rechazada. Algunos no se quedan satisfechos si no han reproducido con su
tachadura una perfecta y espesa gota de tinta que borre lo desechado como si se
hubiera vertido el tintero. Otros, sin embargo, tachan tan livianamente que
parecen empeñados en que casi no se note, como si dieran por buena la primera
intención pero quisieran dejar constancia de que otra posterior superaba
aquella. Los hay que ponen entre paréntesis lo rechazado y comienzan a dibujar
diagonales y cruces hasta permitir la lectura fluida de lo que queda haciendo
caso omiso de la oscura mancha resultante. Para los estudiosos, todas las
tachaduras son significativas, y los hay que darían la vida por poder llegar a
aplicar a los textos manuscritos la técnica de los rayos X que permiten
descubrir insólitas pinturas bajo lienzos renombrados.
Un manuscrito tippexado es la
negación de la literatura y exponente inequívoco de la ingenua creencia en que
la “presentación” es ya el primer valor de la obra. Los autores tippex
pertenecen a ese sistema educativo en el que, más allá de la imaginación, la rebeldía,
la inspiración y la lógica endemoniada, se valora sobre todo una libreta
impoluta, al margen de que se digan en ella obviedades sin cuento o se instruyan,
sus pergeñadores, en la perversa técnica del recorta y pega que suele ser preludio inevitable de la práctica de
la intertextualidad, eufemismo, como
es bien sabido, del viejo plagio
contra el que ya ponían la tachadura en el cielo Thomas Crenius y Ludow
Schlichter, y que han defendido, no sin ironía, Lautreamont: El plagio es necesario, está implícito en la
idea de progreso y T.S. Elliot: Los poeta
malos se apropian, los buenos roban. Pudiera pensarse que intentan emular
el ideal Mallarmiano de la página en blanco, del silencio, como suprema aspiración
de la palabra, pero no hay tal: se trata de una expresión burguesa de la vergüenza,
y poco más.
La generación tippex pretende
algo imposible: no aprender de sus errores.
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