martes, 27 de julio de 2021

«El recogimiento. La aventura del yo», de Gregorio Luri, palabras mayores.


Una aproximación a la elucidación del yo desde la riqueza de nuestra literatura clásica: un viaje hacia el libre albedrío y hacia el silencio interior abierto, por amor, al «toque» divino.

 

         Con una presentación austera, como si se hubiera contagiado del ascetismo de nuestros místicos elocuentes, y en una colección teatral, cobijada por un editor institucional, el INAEM, me llega este volumen de Gregorio Luri en el que, siguiendo sus plurales inclinaciones intelectuales, hallo un hermoso viaje indagador hacia el esclarecimiento del yo en esa selva de confines inexplorados que sigue siendo el inmenso caudal de nuestra mejor literatura clásica, pongamos, por acotar, entre Fernando de Rojas y Calderón, aunque dejemos fuera, por mor del presente volumen, obras como el Romancero y autores de tanto peso como Jorge Manrique. El autor, sin embargo, nos acota su indagación sobre el yo, a partir de la hermosa crestomatía que nos ofrece, entre el «Melibeo soy» y el «yo sé quién soy» del capítulo quinto de la primera parte del Quijote. De su mano vamos a recorrer un camino estético, intelectual y espiritual que nos va permitir esclarecer lo que él llama «la aventura del yo», un afán de muchos escritores de mucho fuste que, como en el caso de Teresa de Cartagena, de Santa Teresa o del anónimo creador del Lazarillo, van a poner los fundamentos de esa construcción: De una tarascada contra un toro mudo, aprendemos, y toda Europa con él, una lección inolvidable: “«Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

A través de este volumen, los lectores van a tener el privilegio de asomarse a una parte de nuestra historia literaria, filosófica y espiritual que no siempre ha gozado del fervor popular que merecería. No somos un pueblo eminentemente lector, y, de hecho, Don Quijote fue obra nacida para ser leída en voz alta, como les leían, en Cuba, a los trabajadores, en las fábricas de tabaco; del mismo modo que un corpus literario como el Romancero, admiración del mundo entero, fue exclusivamente una literatura transmitida oralmente durante siglos, y a la enemiga de Platón contra la escritura me remito… Sí es cierto, también, que nunca es tarde para que esa «necesidad vital» arraigue entre nosotros y descubramos el piélago de belleza, agudeza y lirismo que nuestros ingenios patrios han sido capaces de crear a través de los siglos. Solo la lectura de autores como algunas de las frescas fuentes que nutren este volumen: santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, fray Luis de Granada, Calderón, Cervantes, Lope, Quevedo, Fernando de Rojas, etc. justifican una vida de lector, incluso con reputación de excelente. Gregorio Luri nos permite, gracias a su generosidad lectora y compiladora, disfrutar de una aproximación a esos ingenios que, como el de Luis de Góngora, por ejemplo, es capaz de prohijar, a trescientos años de distancia, una generación de escritores que se emparentan con ellos, para recreo y enamoramiento de los perseverantes lectores siempre agradecidos. Tiene el volumen la virtud, además, de descubrir autores y obras totalmente desconocidas para el común de los mortales, como el muy goloso De sancto matrimoniii sacramento, de Tomás Sánchez y una rica colección de obras homiléticas que florecieron como las clásicas setas en aquella época prodigiosa.

Reconozco la parcialidad de mi adhesión al propósito de este volumen de tan amena lectura, porque mis estudios de Filología Hispánica me llevaron a leer a la mayoría de los autores que habitan con tanta comodidad y expresividad en estas páginas, tan bien traídos, todos ellos, a colación apetitosa y provechosa por su autor. Leer un clásico al año debería de ser convicción de la mayoría, y quiero imaginar que, después de leer esta aventura del yo en la que se ha internado Luri, armado con textos de tanta entidad conceptual y belleza literaria, acabará siéndolo de cuantos lectores tengan la dicha de adquirirlo por la nonada de los 3 euros, porte incluido, que supone la adquisición del volumen. ¡Un regalo, propiamente! ¡Y ahora que se acercan días de asueto, ninguno mejor concibo que pasar tan buenos ratos ganados en compañía de los autores por la mano del autor «sabiamente gobernados»… El propio autor lo señala: La cultura objetiva está ahí, pero solo es cultura cuando alguien la hace suya, la subjetiva, sin contentarse con reducirla a vagas noticias escolares. Es conveniente que te apresures, antes de que el Siglo de Oro se nos convierta en un país extranjero, cuya lengua nos resulta incomprensible.

El volumen se abre, lógicamente, con la preguntita de rigor que todos nos hacemos: «¿Quién soy yo?», y ya desde el mismísimo comienzo una vena escéptica muy nuestra va a señalar, en voz de fray Juan de Dueñas la dificultad de darle respuesta: como el hombre es muy variable no siempre es una mesmo, porque agora quiere uno, agora quiere otro, agora ama, agora aborresce lo que antes amava. Nunca permanesce en un mesmo estado.

Por ese camino saca a la luz a un viejo conocido del escepticismo europeo como fue Francisco Sánchez, cuyo Quod nihil Scitur fue obra muy apreciada en su tiempo, y le valió, como aporta el autor del volumen,  el sobrenombre de «príncipe de los escépticos». A él pertenece esta profesión de fe recogida en el libro: Entonces me encerré dentro de mí mismo y comencé a poner en duda todas las cosas como si nadie me hubiese enseñado nada, y empecé a examinarlas en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonte hasta los primeros principios, y cuanto más pensaba más dudaba. […] Volví a acercarme a los maestros y les pregunté por la verdad. ¿Y qué me contestaron? Cada uno de ellos se había construido una ciencia con sus propias imaginaciones.

Con la buena guía de Platón, Luri se va a acercar a la elucidación del yo a través de tres determinaciones que él denomina «hombre político»: que neceesita lo que solo la vida común le puede dar; el hombre escéptico, y, finalmente, «el místico».

El político, el habitante de la Corte, que Góngora describe como lodos con perejil y hierbabuena: esto es la corte, halla su perfecta descripción en la obra de uno de los grandes prosistas del siglo XVI, fray Antonio de Guevara, autor del Relox [la misma jota de México] de príncipes y de esa afabilísima lectura que es Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Por esa senda, recorrida ya por el autor en otros escenarios, ponencias y artículos, llegamos al descubrimiento de la figura del buen salvaje, como imagen del otro, que nos llevará a la famosa «Controversia de Valladolid», donde se dirime, ¡nada más ni nada menos!, si los indios gozaban de la misma dignidad como hombres libres que los europeos y si, en consecuencia, era legítimo o no hacerles la guerra para usurparles sus tierras. Me resultó curioso que  un planteamiento parecido se diera en la Inglaterra de Samuel Johnson cuando un esclavo negro recurrió a la Justicia reclamando su condición de hombre libre sobre el que no podía pesar la condena inhumana de la esclavitud, por hallarse en una tierra en la que en modo alguno regía tal ley, lo cual, en efecto, le fue reconocido por el tribunal al que denunció las pretensiones de su amo de seguir siéndolo en territorio inglés, por lo que ganó su libertad total. Hablamos, pues, de un autor lucidísimo, Antonio de Guevara de quien, a pesar de la extensión, no me resisto a transcribir la cita que incluye Luri, una confesión biográfica de muchos quilates: Mi vida no ha sido vida sino una muerte prolija; mi vivir no ha sido vivir sino un largo morir; mis días no han sido días sino unas sueños enojosos; mis placeres no fueron placeres sino unos alegrones que me amargaron y no me tocaron; mi juventud no fue juventud sino un sueño que soñé y un no sé que que me vi; finalmente, digo que mi prosperidad no fue prosperidad, sino un señuelo de pluma y un tesoro de alquimia.

La lucha interior que libra el escepticismo está acreditada en buena nómina de autores del conocido como Siglo de Oro, y el libro nos ofrece un rico muestrario de las dificultades para esclarecer esa penumbra en que vivimos, a poco que nos miremos por dentro, como quería Quevedo, en Los sueños, que hiciésemos, como lo pedía Critilo en El Criticón, de Gracián. Lope, como lo recoge Luri, es harto elocuente: Entro en mí miso para verme, y dentro/hallo, ¡ay de mí!, con la razón postrada/una loca republica alterada,/tanto que apenas los umbrales entro,. Eco de ese agonismo hallamos en Unamuno como en otros autores del 98 y aun en el propio Machado: No extrañéis, dulces amigos,/que esté mi frente arrugada./Yo vivo en paz con los hombres/y en guerra con mis entrañas.

La parte del león del libro es, sin embargo, la aproximación al yo del místico desde la diferente perspectiva de las distintas órdenes religiosas: carmelitas, dominicos (¡aquellos famosos, por ardorosos,  «canes de Dios»!) y ecológicos y prekrausistas (perdóneseme la anacronía) franciscanos. Ahí, ¡ay!, el lector de los de lápiz en ristre y recogimiento solitario halla un espacioso campo donde ejercitarse en el laborioso arte del subrayado y de la comunión con recogimientos y vaciados del alma llevados de un impulso poético como nunca antes se ha expresado en lengua alguna. Con todo, y por aquello de que el amor divino se manifestara en las obras, santa Teresa y su medio frailecico —con fraile y medio decía ella que impulsó la orden de los carmelitas descalzos, siendo san Juan de Santo Matía (sic, de buen comienzo) el medio, claro— sufrieron una vida ascética de privaciones y castigos corporales que, en el caso de san Juan de la Cruz, su segundo y definitivo nombre, se mezcló con la cruel tortura en prisión que sufrió a manos de los carmelitas calzados, un episodio carcelario que halló en José María Prada una representación teatral televisiva inmortal. Si el Quijote nació en la prisión, el Cántico espiritual fue escrito en la memoria del santo durante su cautiverio, de modo que, tras ser liberado, antes que el socorro para el cuerpo, pidió recado de escribir para transcribirlo…

Se trata, ya digo de seis capítulos que se leen con el embobamiento de ese anonadamiento hacia el que conducen las tres vías místicas tradicionales. Desde el propio título del primer capítulo de esta parte, una cita de san Agustín: «un corazón encorvado en sí mismo», los lectores entran en un «proceso de amores» entre el alma y dios que suscitó los más recios recelos de quienes intuían una deriva heterodoxa, erasmista, en aquella devoción interior que prescindía de las obras y, curiosamente, de la razón, algo insufrible para Melchor Cano, por ejemplo. Pero, como señala Luri, al comentar el modo franciscano de acceso a la comunicación con Dios: Lo que sea Dios no puede descubrirlo  el entendimiento. Se necesita ser un Dios para comprender a Dios, por eso hay que negar las potencias del alma y ascender hasta las facultades; por eso, solo mediante el amor, mediante la entrega amorosa, «toda ciencia trascendiendo», se llega al con-tacto con Dios, no a su imposible intelección.

Recomiendo muy vivamente la encendida defensa de la lectura de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, un texto al que se le hace inmensa injusticia si dejamos que quede reservado para curiosidad de filólogos. El adalid del quietismo, del anonadamiento literal, que tan próximo habría de resultar a quienes se entregan a la meditación trascendental del budismo en sus diferentes modalidades: el vacío fértil de la espiritualidad oriental, hacia el que corrieron los hijos de la era Acuario, estuvo ya muy presente en la mística de nuestro Siglo de Oro, de ahí la importancia y el mérito de esta crestomatía clásica de la «aventura del yo» que nos delimita, entre Lázaro de Tormes y don Quijote de la Mancha, un terreno donde asomarnos a las más íntimas reflexiones. Ignoro si todos sacarán alguna respuesta para la preguntita de marras que abre el volumen; pero todos disfrutarán del inmenso placer de su lectura.

 

 

martes, 20 de julio de 2021

«Vida privada», de Josep Maria de Sagarra

 


Una crónica de la decadencia patricia barcelonesa en los años 30 del pasado siglo.

 

         Ya hacía tiempo que, como se dice coloquialmente, quería hincarle el diente a Vida privada, la novela de Josep Maria de Sagarra, casi unánimemente ensalzada por lectores de muy diferentes inclinaciones estéticas e ideológicas y de experiencias personales muy diversas. A veces la unanimidad lectora nos echa para atrás, como sucede con las películas, obras de teatro  o cantantes de mucho éxito, pero no fue mi caso, porque el mío es siempre el de los compromisos pendientes y la inmensa hilera de libros en espera que, de aquí a nada, tendré que «liquidar» para empezar de nuevo, como ahora me lo permito, con la libertad absoluta de la improvisación continua que ha sido siempre, hasta no hace mucho, mi verdadero criterio lector: he llegado al punto vital en que me horroriza contemplar esos estantes con volúmenes cuya decepción me llega con nitidez siempre que, por extraños azares, en vez de escoger uno u otro de los anaqueles, me llega, expedito, el mismo reproche de los marginados: «O sea, que tampoco me toca a mí esta vez…» Y lo entiendo, porque ¿qué es un libro sin lectores que se lo echen al coleto, sino un enorme bostezo con la boca cerrada…?

         Vida privada es obra de madurez. Esto no implica, necesariamente, la provecta edad del autor, sino la decantación de sus experiencias vitales de tal manera que el retrato que nos ofrece de la realidad, con pretensiones fundadas de fidelidad a los hipotéticos, en unos casos, y reales en otros, modelos que han guiado su inspiración se ajusta exactamente a la triste y menguada epopeya de una aristocracia catalana venida tan a menos que solo de recuerdos, ya, sobreviven sus miembros hasta la completa desaparición  de quienes, en su día, incluso llegaron a ser columna vertebral de una sociedad, la catalana, que se ha ido sacudiendo esos auténticos anacronismos.

A lo largo de tres generaciones de una familia, los Lloberola, el autor va a relatarnos el arco vital de unos seres que van desde la Dictadura de Primo de Rivera hasta el advenimiento de la Segunda República, pasando por la exposición del 29, cuando las oleadas migratorias despiertan un secesionismo latente en las mentalidades más tradicionalistas del catalanismo no tanto político cuanto cultural y, sobre todo, lingüístico, como se encarga de recordarnos el autor a través de algunos de sus personajes.

Diríase que Sagarra aspiraba a escribir «la gran novela de Barcelona y de sus clases altas» y que era consciente de que solo desde una mentalidad crítica que no eximiese de censura incluso a los más cercanos a la mentalidad o ideología del autor era posible crearla. Aunque la acción dramática se centra en la peripecia de la familia Lloberola, en la doble moral, la decadencia y , finalmente, la ruina de la misma, Sagarra, firmemente inspirado en la mejor novela realista clásica, francesa y rusa, va a crear una galería de personajes que funcionará como un auténtico microcosmos en el que nada falta, y menos aún la mirada crítica de un narrador que incluso aparece en las páginas de la novela, en la persona de quien confiesa su aspiración de escribir una novela que revele la autentica catadura moral de las gentes que pululan a su alrededor y le son merecedoras de desprecio y algún discreto elogio. El diálogo es breve, pero nos ofrece una pista sobre las ambiciones narrativas del joven Sagarra:

—Voldria escriure la novel.la d’un cas que he vist una mica de prop i que conec perfectament. Un cas com un cabàs.

—Ui, de romanços, a Barcelona, n’hi ha a mils. Jo no conec el cas a què et refereixes, però només explicant la història de la meva mare en tindria ben bé prou. L’argument és el de menys; la qüestió es saber-les escriure, les coses; saber-les fer interessants i vives. Jo he intentat començar moltes vegades, però he renunciat; em guanyo la vida d’una manera tranquil·la...

—Jo no puc renunciar-hi encara. Si mai publico res ja sé que em diran que sóc fals i que sóc truculent, però és que la realitat no en pot ésser més, de truculenta .A la majoria de les persones quan llegeixen una novel·la en la qual s’explica un fet que va lligat amb un altre i amb un altre, i en la cadena els esdeveniments semblen cada vegada més extraordinaris, i els personatges agafen un clarobscur sense terme mig, massa de melodrama, els fa l’efecte que tot allò és fals, que en la vida no és possible que es donin casos d’aquesta mena. I la veritat és completament al revés: en una ciutat com la nostra, aquí a Barcelona sense anar més lluny, i dintre de les nostres relacions, et trobes amb personatges i amb combines que si les escrius en un llibre et diran que ets un imbècil; creu-me, no hi ha necessitat d’esperar un crim sensacional i tèrbol, d’aquells que passen de tant en tan i les porteres garratibades llegeixen en els diaris. Aquests crims i aquests criminals absurds i pintorescs tenen, si vols, molt poca importància; en canvi, hi ha cada senyor i cada senyora que ningú no en sospitaria mai res, que aparentment portem la vida més grisa i més correcta, que no són capaços de cap gest violent, ni de res que tingui una mica de gràcia espectacular, i si els poguessis guaitar per dons, si els poguessis seguir el passos inconfessables, tindries arguments que no se t’acabarien mai; però arguments d’aquells que no hi ha manera d’escopir-los a la cara del públic sense perill que t’apedreguin i et llencin de la societat com una mala bèstia indesitjable.

—No, això no ho dubto; n’estic convençudíssim. Ara, que jo si sabés escriure com jo voldria saber escriure, no em faria por el que diguessin de mi; tiraria al dret. El mal és que en aquest país no hi ha ningú, almenys jo no conec res del que s’ha fet fins ara, que doni aquesta sensació directa i apassionant de la vida de la nostra gent, amb totes les seves misèries i amb la mica que puguin tenir de grandesa; tu dius que tens un cas interessant per explicar; doncs explica’l, prova-ho. Jo ja sé que no puc, que no en sé; ja he renunciat fa temps...

En unas breves líneas tenemos, pues,  el impulso inicial de una obra que, efectivamente, no solo se llega a escribir, sino que se hace, además, con la ambición literaria con la que el amigo le invita a escribirla. ¡Y a fe que invirtió Sagarra en ella todos sus saberes estéticos, sociales y psicológicos!, porque la obra peca hermosamente por exceso en los tres campos: la capacidad estilística del autor es de una imaginación desbordante; el análisis de la sociedad barcelonesa del primer tercio de siglo es apabullante, y la riqueza de la introspección psicológica, deslumbrante.

La obra necesitaba un narrador omnisciente clásico que lo dominara todo, y con ribetes de maestría. Vamos de su mano, en la lectura, con la seguridad de quien confía plenamente en su capacidad para contarnos lo esencial, y aun nos parece que algunas veces se queda corto, por más que, a menudo, él pida disculpas por la extensión de tal o cual fragmento que le ha parecido oportuno alargar para entender cabalmente el marco o el contexto en el que se entiende completamente la materia narrativa. Las vidas de los personajes, aun a pesar de la banalidad de la mayoría de ellos, nos aparecen, gracias a las habilidades técnicas del narrador, como auténticos abismos humanos a los que nos asomamos incluso con temor, porque hasta en los espíritus mas miserables hay algo que puede sernos común a los espectadores, a quienes se nos ha invitado a contemplarlos. Sagarra destaca en ese arte de la descripción que va cayendo progresivamente en el olvido, cuando fue columna básica del viejo realismo decimonónico y de comienzos del siglo XX, hasta la llegada de Joyce, y son numerosas las descripciones que dejan maravillado al lector, ya por la crudeza, por la delicadeza, ya por la exactitud o por el lirismo… Escojamos, para no revelar nada en exceso, el retrato de un personaje secundario: El doctor Claramunt li feia l’efecte d’un ésser inhumà, d’un personatge mal cosit; aquestes galtes del senyor canonge, per les quals ell cada matí hi feia passejar una navalla de puntetes, com si fos una verge metàl·lica que camina tímidament sobre un rostoll beneït, li semblaven, a l’hereu Lloberola, unes vísceres dissecades de museu anatòmic que un biòleg pervers hagués enfarinat i els hagués donat corda. Les galtes del senyor canonge es bellugaven nerviosament, la mica de múscul facial que aguantava el greix i les pelleringues saltava amunt i avall, els llavis s’estiraven, la punta de la barbeta avançava o s’encongia arrosant-se contra la nou del coll, com si el canonge tingués una inflamació a les genives i el dolor l’obligués a aquesta maniobra ganyotesca.

De igual modo, el narrador pide disculpas por haberse extendido en la descripción de un estado de la sociedad que era necesario para poder entender lo que, al lector, le será contado a continuación:  Aquestes explicacions serveixen perquè al lector no li vingui de nou la societat heterogènia que, unes nits després d’ésser presentat Josep Safont a Hortènsia Portell, es trobava reunida a casa de la dansarina Níobe Cases. Ese marco histórico se extiende, desde el retrato costumbrista de los patricios barceloneses: Al costat dels potins [neologismo en lugar de potineries]sobre les persones del nou règim caigut, començaven a córrer potins divertits sobre les persones del nou règim. Entre la gent brillant de Barcelona, sempre hi ha hagut un cert esperit provincià i el que feia més efecte eren els potins que es podien reportar de coses succeïdes a Madrid; a la de los empresarios reunidos en asociaciones que aún forman parte de nuestro presente:  La vilesa d’alguns elements de la Cambra de la Propietat i del Foment del Treball Nacional arribà a l’extrem de creure que el senyor Lerroux és tan bona persona que, si ells l’hi demanaven ben demanat, els tornaria el monarca, els rebaixaria els salaris al preu d’abans de la guerra i, les nits de digestió difícil, els enviaria un canonge i un guàrdia civil perquè els fessin fregues al ventre.; y, finalmente, a la de los personajes que comienzan a «apoderarse» de la vida de depravación y doble moral de las clases sociales descritas en la novela. El personaje de Níobe parece un trasunto de Josephine Baker, quien, por los mismos años «hacía furor» en los círculos artísticos berlineses progresistas:  Níobe parlava un català xafallós, barrejat de gitano i de francès de la Villete. No professava cap religió coneguda, i quan feia l’amor era exactamente igual que un protozoari. [...] Totes aquestes gràcies [Las seves dances aparentant ballar nua o fent-lo entre coneguts] feien de Níobe una mena d’imant poderós per als afeccionats al comunisme i a la imbecil·litat transcendental.

Parte importante de ese afán descriptivo de costumbres sociales o de inclinaciones individuales suele adquirir, sobre todo en la segunda parte de la novela, cuando nos acercamos a esa gran revolución que fue la República, una dimensión plenamente grotesca, próxima incluso al esperpento, como sucede en el retrato de un profesor universitario: El professor Pinós [...] els diumenges a la tarda olorava totes les aixelles catxupinesques que es presentaven al Ritz, amb l’excusa de ballar un xotis; asistia a tots els festivals de rítmica i dansa, estava casat amb una aragonesa nimfòmana i tenia un nen que volia ésser capellà.

La historia central que se nos cuenta es sencilla. Frederic Lloberola, que se gasta amante [des dels primers dies, es va produir una desavinença, fins una repulsió, per part d’ella en aquelles estones d’ombra i de contacte, quan es lliura la batalla nerviosa i angèlica de l’instint, del pudor i de la bèstia. Frederic, sexualment, havia fet un mal negoci. Maria Carreres era una d’aquelles fisiologies insensibles i poc hospitalàries, que reaccionen amb una fredor de cementiri i provoquen la insatisfacció viril], esposa resignada y un futuro muy incierto, ha contraído una deuda de cincuenta mil pesetas, una cantidad exorbitante para la época, y el poseedor del pagaré lo apremia, muy educadamente, para que pague a su debido tiempo, antes de tener que «ejecutarlo», con lo que ello supondría no solo para él, sino, sobre todo, para un padre, don Tomás de Lloberola que está cerca de su muerte y en modo alguno dispuesto a salir fiador de los devaneos de sus atolondrados y perezosos hijos. La suerte narrativa le depara a Frederic una carta de salvación de parte de quien menos se lo espera: su hermano Guillem, a quien, para salvarlo, lo convoca un atávico sentido de «lo familiar», según lo describe Sagarra, aun a pesar de que a ese hijo díscolo, que vive a la cuarta pregunta y entregado a oficios nada respetables, como el de prostituto de lujo, la familia y todo lo que ello significa le es totalmente indiferente. Lo que sucede es simple: puede hacerle un favor a su hermano y, de paso, hacer beber en su mano a uno de los «poderosos» para quien ha ejecutado su secreto ballet erótico clandestino: Guillem no es que sentís pel seu germà cap mena d’afecte; vivia a part d’ell, com vivia a part dels seus pares; normalment eren dos germans units per la indiferència. Però en sentir el nom d’Antoni Mates, Guillem va veure la possibilitat de salvar el seu germà.

Solo por este brevísimo conato de sinopsis advertirá el sagaz lector que Sagarra no solo descubre ciertas vergüenzas, sino que incluso reivindica el impulso erótico como uno de los grandes impulsos vitales, si no el fundamental. Eso lo veremos, en la Segunda parte, en Maria Lluïsa, la hija ligera de cascos de Frederic, en quien se centra buen trecho de esa parte. No quisiera, con todo esto, chafar nada, porque, a mi modesto entender, ni siquiera sabiendo ce por be el desarrollo de la historia pierde la novela ni un ápice de su interés, dado que el planteamiento estructural de la misma, el estilo, con sus muchos registros, el sagaz análisis social y político, etc., y la exquisita atención del autor a los detalles significativos, hacen imposible que cualquier sinopsis dé ni siquiera una leve idea de toda esa riqueza.

En Vida privada hay, por lo tanto,  una suerte de novela de educación sentimental que vivimos en dos generaciones, la del padre y el hermano, Frederic y Guillem, y en la de los hijos de Frederic, Maria Lluïsa y Ferran, cuya compleja relació fraternal, malentendido de incesto incluido, nos depara uno de los episodios más dramáticos de la novela, una relación fraternal analizada con penetrante tino psicológico por el autor: Costa molt entre dos germans arribar a rompre la closca de la intimitat familiar que és precisament la cosa menys cordial, menys comunicativa, menys humana que existeix. [...] I precisament per allò que hi ha d’instintiu i de fatal en les relacions familiars, la traïció d’un germà sempre és més dolorosa que la traïció d’un amic, encara que cregui estar molt més identificar amb un amic que amb un germà, perquè la traïció d’un germà acusa un dolor que és gairebé físic, i el dolor físic, a desgrat dels poetes, sempre obsessiona i perjudica més que tots els dolor morals.

Imagino que quien se pasee por estas líneas, con ese atrevimiento que nunca dejará de sorprenderme,  habrá llegado ya a la conclusión de que Vida privada es una novela en la que ha de internarse cuanto antes. De mí sé decir que, nada más acabar de leerla, sentí la necesidad inmediata de regalarla a alguien, lo cual es, siempre, la mejor de las señales evaluadoras. Pero ha de saber que la novela guarda muchas otras sorpresas para los intelectores apasionados, porque el famoso «fresco social» es de lo más completito que imaginarse pueda, y en él cabe una descripción esperpéntica del Dictador Primo de Rivera [Cinc o sis persones estiradíssimes acabaven d’entrar a la casa. Entre elles hi havia un home alt, d’escàs cabell blanc, colorat, fatigat, vulgar, barreja entre inspector de policia i jugador de set i mig, i amb alguna cosa d’eclesiàstic i de domador de tigres. Aquest home era el general Primo de Rivera. [...] Duia a les galtes el maquillatge natural del vi]; la aparición de algún personaje «positivo» , como Agustí Casals, abogado, y amigo  de Guillem Lloberola, un  representante del mundo puesto al de la vieja aristocracia de los Lloberola o, como escribe Sagarra: era fill d’aquesta Barcelona democràtica i menestral presidida per l’estalvi d’espai, l’estalvi de temps, l’estalvi de diner i l’estalvi de roba» […] Tenia una mena d’horror a plantar d’excèntric, i la seva intel·ligència, i fins la seva modèstia natural, l’impossibilitaven per criar cap pèl d’esnob.  Por cierto, esta descripción me da pie a dejar noticia del uso libérrimo que hace Sagarra del catalán, lo cual, a mi parecer, es una de las virtudes de la obra, porque, al lado de los galicismos que son propios de su formación y de la influencia francesa en Barcelona [un local de diversión llamado Bataclan, por cierto, entre ellas], el autor se complace en algunos usos que se apartan completamente de lo que ya se entendía que era, en la época, el catalán normativo de Pompeu Fabra, que fue instaurándose no sin la «enemiga» de quienes lo tachaban de «desnaturalizador» de la lengua. Fijémonos, por ejemplo en el uso de plantar de, equivalente  al castellano “pasar por” , un uso que no lo recoge el DIEC (Diccionari de l’Institut d’Estudis Catalans) en ninguna de las acepciones de la voz plantar. De igual manera, y acaso por ese prurito de llevar la contraria que caracteriza a no pocos autores, Sagarra es mucho también de reivindicar soluciones caídas en el olvido o en desgracia:  Allèn del parentiu... (A més de...). A veces, como en el siguiente uso, opta directamente por el calco del español, con total desinterés por el otro prurito, el cultista, como advertimos en la expresiçón el famós *gobelí  [que es traducción directa del castellanismo «gobelino»] que presidia la sala verda dels Lloberola.  Finalmente, hay dos usos que me han llamado mucho la atención porque no está claro ni siquiera hoy a qué pueda referirse el autor, lo cual demuestra que el interés filológico de la novela sigue estando vigente,  a más de ochenta años de distancia de su publicación. En canvi, aquella persona si som mena de ganduls ens aguanta totes les caneries de la nostra manera d’ésser particular, escribe Sagarra. Hay quien traduce caneries por bretolades, esto es «gamberrades». Yo me inclino, sin embargo, por una suerte de mezcla entre un castellanismo y un neologismo catalán: «perrerías»,  que tampoco, por otro lado, está muy lejos de las «gamberradas» propuestas, todo sea dicho de paso. La última muestra de ese uso personal del catalán, deudor de su oído, su experiencia vital y de su formación, lo encontramos en el siguiente fragmento: Teodora i Isabel, que eren les que els feia més gràcia, descobrien en les parelles del ball exemplars de pesombre.  Pesombre, por lo que he podido inquirir,  es palabra usada por Sagarra que no figura en el  DIEC. Se trata de un valencianismo del sur en el que entró, según Joan Corominas en su Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, como murcianismo coloquial «pesaombre», «disgusto», «pesadilla», y, como pesombre ha acabado significando malson, esto es, «pesadilla».

Permítanme los pocos intelectores que aún permanezcan amarrados al duro banco de la recensión extensa y trabajada, en esta canícula terrible de 2021, acabar con tres notas que enlazan la novela con nuestro presente de muy diferentes maneras. En primer lugar, la posición crítica de Sagarra frente a la castellanización de Cataluña y cierta insensibilidad respecto del catalán en las élites; su crítica a los escasísimos secesionistas de entonces; el rubor que produce su contemplación de los murcianos que vinieron a trabajar en la Exposición Universal del 29 y una descripción soberbia del Barrio Chino, nuestro actual Raval.

Pilar Xuclà, hija de los condes de Sallent, uno de los personajes protagonistas de la novela, nos es presentada así: De menuda, va rebre càstigs severs de la seva mare per la mania que tenia sempre de parlar en català, que era el llenguatge de la cuinera, del cotxer que guarnia els cavalls de casa i dels poetes que es reunien al cafè Suís. Pilar tenia una mentalitat democràtica, i sense que ella se n’adonés, el seu cor col·laborava a l’aire de renaixement que en aquella època s’accentuava cada dia més a Barcelona. [...] Pilar era la senyora menys afectada, més senzilla que es pugui demanar; contra aquella timorata grisor —representada pels armaris negres, per les calaixeres lúgubres, pel polisson, per la manca d’higiene, per les cucurulles, pel provincianisme, i per totes les altres característiques que convertiren l’aristocràcia catalana de fi de segle en una mena de raval reaccionari i tronat del Madrid de la restauració— Pilar hi oposava el desvergonyiment d’un nas arremangadet de modisteta i una mena de rialla que venia dels carros de les verdures i de les calces vermelles dels soldats.

         Esa reivindicación de la legua catalana va del brazo de la critica fundada sobre la escasa raigambre del catalanismo y de las opciones más extremas del mismo, como el secesionismo:

 Ara son partidaris [l’aristocràcia catalana] d’aquest general beneit i demà serien partidaris d’una república o d’un règim comunista, si trobaven manera de fer quatre quartos. Molts d’aquests senyors que ara s’ajupen i col·laboren davant de les coses que envileixen més el país, han votat la Lliga, han fet de catalanistes i han dut les nenes amb la caputxeta dels Pomells de Joventut [Según la Viquipèdia , se trtató de un Moviment de nois i noies, fundat per Josep Maria Folch i Torres (1920), recollint la força sociològica dels lectors d’En Patufet . Formaren cèl·lules arreu de Catalunya amb una finalitat moral i patriòtica, però sense lligam amb cap partit polític. Organitzaren actes, aplecs i desfilades i reivindicaven l’esperit cristià i la puresa de la llengua. En fou secretari Josep Serra i Ullastrell i el portaveu era la revista Àmfora. Sumaren alguns milers d’afiliats i les noies duien com a distintiu una caputxa blanca. El moviment fou dissolt per una ordre del 1923 del governador civil nomenat per la Dictadura de Primo de Rivera.]

Sí, ja tens raó; mira que els catalanistes esteu fent un paper...

De catalanistes, n’hi ha molt pocs. Prat de la Riiba deia que n’hi havia un centenar, mal comptat.

—I de Prat de la Riba ençà, no heu augmentat la colla?

—Més aviat em penso que s’ha disminuït

[...]

—Sí, tu que tant crides! Jo no sé com véns en llocs així. Un separatista com tu! L’endemà els diaris, en les notes de societat, posaran el teu nom al costat del d’aquestes persones que et fan tant fàstic.

—Què vols fer-hi! Potser tens tota la raó de criticar-me. Si vinc, és per la meva amistat amb Hortènsia; perquè, divertir-m’hi, m’hi diverteixo molt poc... Ben mirat, tots som una mica covards.

         Po lo que hace a la descripción de los murcianos y a la relativa estabilidad social que se vivió tras la época del pistolerismo, Sagarra lo resume así: Els murcians treballaven a les obres públiques amb un ritme de java. Els murcians, negríssims, suaven la medul·la i no tenien temps de pensar en vagues; els caps sindicalistes que s’havien escapat de les bales de Martínez Anido eren fora del país; els que deixaven pasturar per aquí es dedicaven a contemplar les cuixes del Paral·lel i a beure aigua amb anissos que els regalava el cap de Policia. Barcelona havia oblidat l’existència de les pistoles. Havia oblidat l’existència de la virilitat; només creia en aquells raigs policolors (sic) que engegaven cada nit des del Palau nacional. Amb prou feines si la gent sabia el nom dels regidors i dels diputats provincials. Només sabia que manava en Foronda. En ese fragmento vuelve a aparecer una expresión a ritme de java que bien puede indicar trabajar siguiendo un ritmo de percusión, como los nativos de java o como el cómitre de las galeras marcaba el ritmo de remo de los galeotes. En fin, doctores tiene la iglesia catalanista para resolverlo…

         He dejado para el final una de esas páginas soberbias que iluminan el rostro de los lectores con el placer del éxtasis lector, porque el objeto de la descripción es, además, una realidad degradada que nos llega a través de un estilo que nos acerca a ella con un tremendismo no exenta de cierta delicadeza empática:   Tiraren avall, i es trobaren en aquell tros del carrer del Cid, arranjat amb força solta pel Patronat de Turisme i Atracció de Forasters. Aleshores, aquells barris es preparaven per a l’exposició, i els explotadors anaven a caça de xinesos, de negres, d’invertits truculents, i de dones extretes de la sala de dissecció de l’Hospital, que a mig esquarterar els posaven unes faldilles verdes i un xal de gitana, i amb una mica de bacallà en remull els repenjaven dues coses que volien ésser dos pits; un cop guarnits així les clavaven amb un clau de ferrar cavalls a la porta de les cases més estratègiques. Entre aquelles dones de sala de dissecció, se’n veien d’altres que eren vives i senceres, però que havien passat per un institut de desllorigament i deformació dels membres. Alguna, picant i fins bonica, però que li flotaven els pulmons dintre d’un bany d’aiguardent, llançava una veu ronca i de contracció estomacal com la que gasten les foques de les col·leccions zoològiques quan els llancen al nas una sardina passada. D’homes, se’n veien de tota mena, des dels mariners, els mecànics i els obrers perfectament normals, fins als pederastes amb els llavis pintats, les galtes amb crostes de guix i els ulls carregats de rímmel. Entre la gent de sort estrinxolada, remenaven la cua una mena de pobres, d’esguerrats i de carteristes, que només es troben en aquells barris, o és possible que aquells barris els donin un maquillatge especial, i els mateixos homes posats a la Rambla ja són tota una altra cosa. En aquell veïnat s’hi veien persones de condició humil gens pintoresques, com es veuen pertot arreu; però n’hi havia d’altres, sobretot unes dones vestides de fum, de fregalls i de pells de gat, que donaven la sensació que si les treien d’allà es moririen com els peixos fora de l’aigua, i que per poder respirar, les seves venes necessitaven una injecció constant d’àcid úric i de col podrida.[...] Per justificar el nom del barri, en un racó de vorera hi havia un xinés autèntic. Vell i descolorit com si el seu cos fos de tels de ceba, tenia a la mà un pot de llauna amb dos dits d’una cosa negra que semblava cafè. Segurament aquell xinès devia estar agonitzant. Els venedors de coses per rosegar alternaven al mig del carrer amb els pobres monstruosos, presentant mutilacions que esgarrapaven la vista o mostrant mig cos nu amb un braç raquític cargolat a l’esquena. Aquella mena de pobres els hi menava la policia, cobrant de les tavernes, perquè acabessin de donar color al barri. A continuación sigue una descripción esmerada de «La Criolla», el cabaret de moda en aquellos años, adonde iba la burguesía y la aristocracia para «chapuzarse en pueblo» y ver en directo la depravación de todo tipo que lo frecuentaba, lo cual responde estrictamente a la verdad de la época y refuerza la parte «documental» de la novela, que no es solo, como se ha podido advertir, fruto de la imaginación, sino también una copia esmerada de la realidad.

         En blog aparte, Provincia mayor que el hombre eres, he colgado un subcapítulo de la obra cuya lectura sería el complemento idóneo de esta recensión, porque allí pueden verse todas las cualidades que he destacado de la novela, aunque ya entiendo que quizás sea pedir demasiado de los intelectores. En cualquier caso, he de reconocer que cuando un libro me apasiona toda la información que de él tenga suele saberme a poco, al menos hasta que haga mi propia lectura de la obra en cuestión, o que vivamente recomiendo a todos los intelectores e incluso a los simples lectores. Nadie se verá defraudado por el tiempo empleado ni por el dinero gastado.