Una aproximación a la elucidación del yo desde la riqueza de nuestra literatura clásica: un viaje hacia el libre albedrío y hacia el silencio interior abierto, por amor, al «toque» divino.
Con una
presentación austera, como si se hubiera contagiado del ascetismo de nuestros
místicos elocuentes, y en una colección teatral, cobijada por un editor
institucional, el INAEM, me llega este volumen de Gregorio Luri en el que,
siguiendo sus plurales inclinaciones intelectuales, hallo un hermoso viaje
indagador hacia el esclarecimiento del yo en esa selva de confines inexplorados
que sigue siendo el inmenso caudal de nuestra mejor literatura clásica,
pongamos, por acotar, entre Fernando de Rojas y Calderón, aunque dejemos fuera,
por mor del presente volumen, obras como el Romancero y autores de tanto peso
como Jorge Manrique. El autor, sin embargo, nos acota su indagación sobre el
yo, a partir de la hermosa crestomatía que nos ofrece, entre el «Melibeo soy» y
el «yo sé quién soy» del capítulo quinto de la primera parte del Quijote. De su
mano vamos a recorrer un camino estético, intelectual y espiritual que nos va
permitir esclarecer lo que él llama «la aventura del yo», un afán de muchos
escritores de mucho fuste que, como en el caso de Teresa de Cartagena, de Santa
Teresa o del anónimo creador del Lazarillo, van a poner los fundamentos de esa
construcción: De una tarascada contra un toro mudo, aprendemos, y toda Europa
con él, una lección inolvidable: “«Verdad dice éste, que me cumple avivar el
ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».
A través de este volumen, los lectores van
a tener el privilegio de asomarse a una parte de nuestra historia literaria,
filosófica y espiritual que no siempre ha gozado del fervor popular que
merecería. No somos un pueblo eminentemente lector, y, de hecho, Don Quijote
fue obra nacida para ser leída en voz alta, como les leían, en Cuba, a los
trabajadores, en las fábricas de tabaco; del mismo modo que un corpus literario
como el Romancero, admiración del mundo entero, fue exclusivamente una literatura
transmitida oralmente durante siglos, y a la enemiga de Platón contra la
escritura me remito… Sí es cierto, también, que nunca es tarde para que esa
«necesidad vital» arraigue entre nosotros y descubramos el piélago de belleza,
agudeza y lirismo que nuestros ingenios patrios han sido capaces de crear a
través de los siglos. Solo la lectura de autores como algunas de las frescas
fuentes que nutren este volumen: santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz,
fray Luis de León, fray Luis de Granada, Calderón, Cervantes, Lope, Quevedo,
Fernando de Rojas, etc. justifican una vida de lector, incluso con reputación
de excelente. Gregorio Luri nos permite, gracias a su generosidad lectora y
compiladora, disfrutar de una aproximación a esos ingenios que, como el de Luis
de Góngora, por ejemplo, es capaz de prohijar, a trescientos años de distancia,
una generación de escritores que se emparentan con ellos, para recreo y
enamoramiento de los perseverantes lectores siempre agradecidos. Tiene el
volumen la virtud, además, de descubrir autores y obras totalmente desconocidas
para el común de los mortales, como el muy goloso De sancto matrimoniii
sacramento, de Tomás Sánchez y una rica colección de obras homiléticas que
florecieron como las clásicas setas en aquella época prodigiosa.
Reconozco la parcialidad de mi adhesión al
propósito de este volumen de tan amena lectura, porque mis estudios de
Filología Hispánica me llevaron a leer a la mayoría de los autores que habitan
con tanta comodidad y expresividad en estas páginas, tan bien traídos, todos
ellos, a colación apetitosa y provechosa por su autor. Leer un clásico al año
debería de ser convicción de la mayoría, y quiero imaginar que, después de leer
esta aventura del yo en la que se ha internado Luri, armado con textos de tanta
entidad conceptual y belleza literaria, acabará siéndolo de cuantos lectores
tengan la dicha de adquirirlo por la nonada de los 3 euros, porte incluido, que
supone la adquisición del volumen. ¡Un regalo, propiamente! ¡Y ahora que se
acercan días de asueto, ninguno mejor concibo que pasar tan buenos ratos
ganados en compañía de los autores por la mano del autor «sabiamente
gobernados»… El propio autor lo señala: La cultura objetiva está ahí, pero
solo es cultura cuando alguien la hace suya, la subjetiva, sin contentarse con
reducirla a vagas noticias escolares. Es conveniente que te apresures, antes de
que el Siglo de Oro se nos convierta en un país extranjero, cuya lengua nos
resulta incomprensible.
El volumen se abre, lógicamente, con la
preguntita de rigor que todos nos hacemos: «¿Quién soy yo?», y ya desde el
mismísimo comienzo una vena escéptica muy nuestra va a señalar, en voz de fray
Juan de Dueñas la dificultad de darle respuesta: como el hombre es muy
variable no siempre es una mesmo, porque agora quiere uno, agora quiere otro,
agora ama, agora aborresce lo que antes amava. Nunca permanesce en un mesmo
estado.
Por ese camino saca a la luz a un viejo
conocido del escepticismo europeo como fue Francisco Sánchez, cuyo Quod
nihil Scitur fue obra muy apreciada en su tiempo, y le valió, como aporta
el autor del volumen, el sobrenombre de
«príncipe de los escépticos». A él pertenece esta profesión de fe recogida en
el libro: Entonces me encerré dentro de mí mismo y comencé a poner en duda
todas las cosas como si nadie me hubiese enseñado nada, y empecé a examinarlas
en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonte hasta los
primeros principios, y cuanto más pensaba más dudaba. […] Volví a acercarme a
los maestros y les pregunté por la verdad. ¿Y qué me contestaron? Cada uno de
ellos se había construido una ciencia con sus propias imaginaciones.
Con la buena guía de Platón, Luri se va a
acercar a la elucidación del yo a través de tres determinaciones que él
denomina «hombre político»: que neceesita lo que solo la vida común le puede
dar; el hombre escéptico, y, finalmente, «el místico».
El político, el habitante de la Corte, que
Góngora describe como lodos con perejil y hierbabuena: esto es la corte,
halla su perfecta descripción en la obra de uno de los grandes prosistas del
siglo XVI, fray Antonio de Guevara, autor del Relox [la misma jota de
México] de príncipes y de esa afabilísima lectura que es Menosprecio
de corte y alabanza de aldea. Por esa senda, recorrida ya por el autor en
otros escenarios, ponencias y artículos, llegamos al descubrimiento de la
figura del buen salvaje, como imagen del otro, que nos llevará a la famosa
«Controversia de Valladolid», donde se dirime, ¡nada más ni nada menos!, si los
indios gozaban de la misma dignidad como hombres libres que los europeos y si,
en consecuencia, era legítimo o no hacerles la guerra para usurparles sus
tierras. Me resultó curioso que un planteamiento
parecido se diera en la Inglaterra de Samuel Johnson cuando un esclavo negro
recurrió a la Justicia reclamando su condición de hombre libre sobre el que no
podía pesar la condena inhumana de la esclavitud, por hallarse en una tierra en
la que en modo alguno regía tal ley, lo cual, en efecto, le fue reconocido por
el tribunal al que denunció las pretensiones de su amo de seguir siéndolo en
territorio inglés, por lo que ganó su libertad total. Hablamos, pues, de un
autor lucidísimo, Antonio de Guevara de quien, a pesar de la extensión, no me
resisto a transcribir la cita que incluye Luri, una confesión biográfica de
muchos quilates: Mi vida no ha sido vida sino una muerte prolija; mi vivir
no ha sido vivir sino un largo morir; mis días no han sido días sino unas
sueños enojosos; mis placeres no fueron placeres sino unos alegrones que me
amargaron y no me tocaron; mi juventud no fue juventud sino un sueño que soñé y
un no sé que que me vi; finalmente, digo que mi prosperidad no fue prosperidad,
sino un señuelo de pluma y un tesoro de alquimia.
La lucha interior que libra el
escepticismo está acreditada en buena nómina de autores del conocido como Siglo
de Oro, y el libro nos ofrece un rico muestrario de las dificultades para
esclarecer esa penumbra en que vivimos, a poco que nos miremos por dentro, como
quería Quevedo, en Los sueños, que hiciésemos, como lo pedía Critilo en El
Criticón, de Gracián. Lope, como lo recoge Luri, es harto elocuente: Entro
en mí miso para verme, y dentro/hallo, ¡ay de mí!, con la razón postrada/una
loca republica alterada,/tanto que apenas los umbrales entro,. Eco de ese
agonismo hallamos en Unamuno como en otros autores del 98 y aun en el propio
Machado: No extrañéis, dulces amigos,/que esté mi frente arrugada./Yo vivo
en paz con los hombres/y en guerra con mis entrañas.
La parte del león del libro es, sin
embargo, la aproximación al yo del místico desde la diferente perspectiva de
las distintas órdenes religiosas: carmelitas, dominicos (¡aquellos famosos, por
ardorosos, «canes de Dios»!) y
ecológicos y prekrausistas (perdóneseme la anacronía) franciscanos. Ahí, ¡ay!,
el lector de los de lápiz en ristre y recogimiento solitario halla un espacioso
campo donde ejercitarse en el laborioso arte del subrayado y de la comunión con
recogimientos y vaciados del alma llevados de un impulso poético como nunca
antes se ha expresado en lengua alguna. Con todo, y por aquello de que el amor
divino se manifestara en las obras, santa Teresa y su medio frailecico —con
fraile y medio decía ella que impulsó la orden de los carmelitas descalzos,
siendo san Juan de Santo Matía (sic, de buen comienzo) el medio, claro—
sufrieron una vida ascética de privaciones y castigos corporales que, en el
caso de san Juan de la Cruz, su segundo y definitivo nombre, se mezcló con la
cruel tortura en prisión que sufrió a manos de los carmelitas calzados, un
episodio carcelario que halló en José María Prada una representación teatral
televisiva inmortal. Si el Quijote nació en la prisión, el Cántico
espiritual fue escrito en la memoria del santo durante su cautiverio, de
modo que, tras ser liberado, antes que el socorro para el cuerpo, pidió recado
de escribir para transcribirlo…
Se trata, ya digo de seis capítulos que se
leen con el embobamiento de ese anonadamiento hacia el que conducen las tres
vías místicas tradicionales. Desde el propio título del primer capítulo de esta
parte, una cita de san Agustín: «un corazón encorvado en sí mismo», los
lectores entran en un «proceso de amores» entre el alma y dios que suscitó los
más recios recelos de quienes intuían una deriva heterodoxa, erasmista, en
aquella devoción interior que prescindía de las obras y, curiosamente, de la
razón, algo insufrible para Melchor Cano, por ejemplo. Pero, como señala Luri,
al comentar el modo franciscano de acceso a la comunicación con Dios: Lo que
sea Dios no puede descubrirlo el
entendimiento. Se necesita ser un Dios para comprender a Dios, por eso hay que
negar las potencias del alma y ascender hasta las facultades; por eso, solo
mediante el amor, mediante la entrega amorosa, «toda ciencia trascendiendo», se
llega al con-tacto con Dios, no a su imposible intelección.
Recomiendo muy vivamente la encendida
defensa de la lectura de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, un texto
al que se le hace inmensa injusticia si dejamos que quede reservado para
curiosidad de filólogos. El adalid del quietismo, del anonadamiento literal,
que tan próximo habría de resultar a quienes se entregan a la meditación
trascendental del budismo en sus diferentes modalidades: el vacío fértil de la
espiritualidad oriental, hacia el que corrieron los hijos de la era Acuario,
estuvo ya muy presente en la mística de nuestro Siglo de Oro, de ahí la
importancia y el mérito de esta crestomatía clásica de la «aventura del yo» que
nos delimita, entre Lázaro de Tormes y don Quijote de la Mancha, un terreno
donde asomarnos a las más íntimas reflexiones. Ignoro si todos sacarán alguna
respuesta para la preguntita de marras que abre el volumen; pero todos
disfrutarán del inmenso placer de su lectura.
Muchas gracias. Si se pasa usted por Ocata, tiene mesa, comida, café, copa y puro.
ResponderEliminarAh, no, sin "sobremesa" espaciosa, de poco me nutre a mí tan generosa invitación..., pero la "aceto" encantado, en "efeto"... Tendrá noticias mías, caballero... Un abrazo.
EliminarGracias a los dos.
ResponderEliminarJosé
Ya sabe, según las últimas tendencias filológicas, que sin la intervención del lector casi no hay texto que tenga razón de ser. Gracias, pues.
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