martes, 27 de julio de 2021

«El recogimiento. La aventura del yo», de Gregorio Luri, palabras mayores.


Una aproximación a la elucidación del yo desde la riqueza de nuestra literatura clásica: un viaje hacia el libre albedrío y hacia el silencio interior abierto, por amor, al «toque» divino.

 

         Con una presentación austera, como si se hubiera contagiado del ascetismo de nuestros místicos elocuentes, y en una colección teatral, cobijada por un editor institucional, el INAEM, me llega este volumen de Gregorio Luri en el que, siguiendo sus plurales inclinaciones intelectuales, hallo un hermoso viaje indagador hacia el esclarecimiento del yo en esa selva de confines inexplorados que sigue siendo el inmenso caudal de nuestra mejor literatura clásica, pongamos, por acotar, entre Fernando de Rojas y Calderón, aunque dejemos fuera, por mor del presente volumen, obras como el Romancero y autores de tanto peso como Jorge Manrique. El autor, sin embargo, nos acota su indagación sobre el yo, a partir de la hermosa crestomatía que nos ofrece, entre el «Melibeo soy» y el «yo sé quién soy» del capítulo quinto de la primera parte del Quijote. De su mano vamos a recorrer un camino estético, intelectual y espiritual que nos va permitir esclarecer lo que él llama «la aventura del yo», un afán de muchos escritores de mucho fuste que, como en el caso de Teresa de Cartagena, de Santa Teresa o del anónimo creador del Lazarillo, van a poner los fundamentos de esa construcción: De una tarascada contra un toro mudo, aprendemos, y toda Europa con él, una lección inolvidable: “«Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

A través de este volumen, los lectores van a tener el privilegio de asomarse a una parte de nuestra historia literaria, filosófica y espiritual que no siempre ha gozado del fervor popular que merecería. No somos un pueblo eminentemente lector, y, de hecho, Don Quijote fue obra nacida para ser leída en voz alta, como les leían, en Cuba, a los trabajadores, en las fábricas de tabaco; del mismo modo que un corpus literario como el Romancero, admiración del mundo entero, fue exclusivamente una literatura transmitida oralmente durante siglos, y a la enemiga de Platón contra la escritura me remito… Sí es cierto, también, que nunca es tarde para que esa «necesidad vital» arraigue entre nosotros y descubramos el piélago de belleza, agudeza y lirismo que nuestros ingenios patrios han sido capaces de crear a través de los siglos. Solo la lectura de autores como algunas de las frescas fuentes que nutren este volumen: santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, fray Luis de Granada, Calderón, Cervantes, Lope, Quevedo, Fernando de Rojas, etc. justifican una vida de lector, incluso con reputación de excelente. Gregorio Luri nos permite, gracias a su generosidad lectora y compiladora, disfrutar de una aproximación a esos ingenios que, como el de Luis de Góngora, por ejemplo, es capaz de prohijar, a trescientos años de distancia, una generación de escritores que se emparentan con ellos, para recreo y enamoramiento de los perseverantes lectores siempre agradecidos. Tiene el volumen la virtud, además, de descubrir autores y obras totalmente desconocidas para el común de los mortales, como el muy goloso De sancto matrimoniii sacramento, de Tomás Sánchez y una rica colección de obras homiléticas que florecieron como las clásicas setas en aquella época prodigiosa.

Reconozco la parcialidad de mi adhesión al propósito de este volumen de tan amena lectura, porque mis estudios de Filología Hispánica me llevaron a leer a la mayoría de los autores que habitan con tanta comodidad y expresividad en estas páginas, tan bien traídos, todos ellos, a colación apetitosa y provechosa por su autor. Leer un clásico al año debería de ser convicción de la mayoría, y quiero imaginar que, después de leer esta aventura del yo en la que se ha internado Luri, armado con textos de tanta entidad conceptual y belleza literaria, acabará siéndolo de cuantos lectores tengan la dicha de adquirirlo por la nonada de los 3 euros, porte incluido, que supone la adquisición del volumen. ¡Un regalo, propiamente! ¡Y ahora que se acercan días de asueto, ninguno mejor concibo que pasar tan buenos ratos ganados en compañía de los autores por la mano del autor «sabiamente gobernados»… El propio autor lo señala: La cultura objetiva está ahí, pero solo es cultura cuando alguien la hace suya, la subjetiva, sin contentarse con reducirla a vagas noticias escolares. Es conveniente que te apresures, antes de que el Siglo de Oro se nos convierta en un país extranjero, cuya lengua nos resulta incomprensible.

El volumen se abre, lógicamente, con la preguntita de rigor que todos nos hacemos: «¿Quién soy yo?», y ya desde el mismísimo comienzo una vena escéptica muy nuestra va a señalar, en voz de fray Juan de Dueñas la dificultad de darle respuesta: como el hombre es muy variable no siempre es una mesmo, porque agora quiere uno, agora quiere otro, agora ama, agora aborresce lo que antes amava. Nunca permanesce en un mesmo estado.

Por ese camino saca a la luz a un viejo conocido del escepticismo europeo como fue Francisco Sánchez, cuyo Quod nihil Scitur fue obra muy apreciada en su tiempo, y le valió, como aporta el autor del volumen,  el sobrenombre de «príncipe de los escépticos». A él pertenece esta profesión de fe recogida en el libro: Entonces me encerré dentro de mí mismo y comencé a poner en duda todas las cosas como si nadie me hubiese enseñado nada, y empecé a examinarlas en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonte hasta los primeros principios, y cuanto más pensaba más dudaba. […] Volví a acercarme a los maestros y les pregunté por la verdad. ¿Y qué me contestaron? Cada uno de ellos se había construido una ciencia con sus propias imaginaciones.

Con la buena guía de Platón, Luri se va a acercar a la elucidación del yo a través de tres determinaciones que él denomina «hombre político»: que neceesita lo que solo la vida común le puede dar; el hombre escéptico, y, finalmente, «el místico».

El político, el habitante de la Corte, que Góngora describe como lodos con perejil y hierbabuena: esto es la corte, halla su perfecta descripción en la obra de uno de los grandes prosistas del siglo XVI, fray Antonio de Guevara, autor del Relox [la misma jota de México] de príncipes y de esa afabilísima lectura que es Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Por esa senda, recorrida ya por el autor en otros escenarios, ponencias y artículos, llegamos al descubrimiento de la figura del buen salvaje, como imagen del otro, que nos llevará a la famosa «Controversia de Valladolid», donde se dirime, ¡nada más ni nada menos!, si los indios gozaban de la misma dignidad como hombres libres que los europeos y si, en consecuencia, era legítimo o no hacerles la guerra para usurparles sus tierras. Me resultó curioso que  un planteamiento parecido se diera en la Inglaterra de Samuel Johnson cuando un esclavo negro recurrió a la Justicia reclamando su condición de hombre libre sobre el que no podía pesar la condena inhumana de la esclavitud, por hallarse en una tierra en la que en modo alguno regía tal ley, lo cual, en efecto, le fue reconocido por el tribunal al que denunció las pretensiones de su amo de seguir siéndolo en territorio inglés, por lo que ganó su libertad total. Hablamos, pues, de un autor lucidísimo, Antonio de Guevara de quien, a pesar de la extensión, no me resisto a transcribir la cita que incluye Luri, una confesión biográfica de muchos quilates: Mi vida no ha sido vida sino una muerte prolija; mi vivir no ha sido vivir sino un largo morir; mis días no han sido días sino unas sueños enojosos; mis placeres no fueron placeres sino unos alegrones que me amargaron y no me tocaron; mi juventud no fue juventud sino un sueño que soñé y un no sé que que me vi; finalmente, digo que mi prosperidad no fue prosperidad, sino un señuelo de pluma y un tesoro de alquimia.

La lucha interior que libra el escepticismo está acreditada en buena nómina de autores del conocido como Siglo de Oro, y el libro nos ofrece un rico muestrario de las dificultades para esclarecer esa penumbra en que vivimos, a poco que nos miremos por dentro, como quería Quevedo, en Los sueños, que hiciésemos, como lo pedía Critilo en El Criticón, de Gracián. Lope, como lo recoge Luri, es harto elocuente: Entro en mí miso para verme, y dentro/hallo, ¡ay de mí!, con la razón postrada/una loca republica alterada,/tanto que apenas los umbrales entro,. Eco de ese agonismo hallamos en Unamuno como en otros autores del 98 y aun en el propio Machado: No extrañéis, dulces amigos,/que esté mi frente arrugada./Yo vivo en paz con los hombres/y en guerra con mis entrañas.

La parte del león del libro es, sin embargo, la aproximación al yo del místico desde la diferente perspectiva de las distintas órdenes religiosas: carmelitas, dominicos (¡aquellos famosos, por ardorosos,  «canes de Dios»!) y ecológicos y prekrausistas (perdóneseme la anacronía) franciscanos. Ahí, ¡ay!, el lector de los de lápiz en ristre y recogimiento solitario halla un espacioso campo donde ejercitarse en el laborioso arte del subrayado y de la comunión con recogimientos y vaciados del alma llevados de un impulso poético como nunca antes se ha expresado en lengua alguna. Con todo, y por aquello de que el amor divino se manifestara en las obras, santa Teresa y su medio frailecico —con fraile y medio decía ella que impulsó la orden de los carmelitas descalzos, siendo san Juan de Santo Matía (sic, de buen comienzo) el medio, claro— sufrieron una vida ascética de privaciones y castigos corporales que, en el caso de san Juan de la Cruz, su segundo y definitivo nombre, se mezcló con la cruel tortura en prisión que sufrió a manos de los carmelitas calzados, un episodio carcelario que halló en José María Prada una representación teatral televisiva inmortal. Si el Quijote nació en la prisión, el Cántico espiritual fue escrito en la memoria del santo durante su cautiverio, de modo que, tras ser liberado, antes que el socorro para el cuerpo, pidió recado de escribir para transcribirlo…

Se trata, ya digo de seis capítulos que se leen con el embobamiento de ese anonadamiento hacia el que conducen las tres vías místicas tradicionales. Desde el propio título del primer capítulo de esta parte, una cita de san Agustín: «un corazón encorvado en sí mismo», los lectores entran en un «proceso de amores» entre el alma y dios que suscitó los más recios recelos de quienes intuían una deriva heterodoxa, erasmista, en aquella devoción interior que prescindía de las obras y, curiosamente, de la razón, algo insufrible para Melchor Cano, por ejemplo. Pero, como señala Luri, al comentar el modo franciscano de acceso a la comunicación con Dios: Lo que sea Dios no puede descubrirlo  el entendimiento. Se necesita ser un Dios para comprender a Dios, por eso hay que negar las potencias del alma y ascender hasta las facultades; por eso, solo mediante el amor, mediante la entrega amorosa, «toda ciencia trascendiendo», se llega al con-tacto con Dios, no a su imposible intelección.

Recomiendo muy vivamente la encendida defensa de la lectura de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, un texto al que se le hace inmensa injusticia si dejamos que quede reservado para curiosidad de filólogos. El adalid del quietismo, del anonadamiento literal, que tan próximo habría de resultar a quienes se entregan a la meditación trascendental del budismo en sus diferentes modalidades: el vacío fértil de la espiritualidad oriental, hacia el que corrieron los hijos de la era Acuario, estuvo ya muy presente en la mística de nuestro Siglo de Oro, de ahí la importancia y el mérito de esta crestomatía clásica de la «aventura del yo» que nos delimita, entre Lázaro de Tormes y don Quijote de la Mancha, un terreno donde asomarnos a las más íntimas reflexiones. Ignoro si todos sacarán alguna respuesta para la preguntita de marras que abre el volumen; pero todos disfrutarán del inmenso placer de su lectura.

 

 

4 comentarios:

  1. Muchas gracias. Si se pasa usted por Ocata, tiene mesa, comida, café, copa y puro.

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    1. Ah, no, sin "sobremesa" espaciosa, de poco me nutre a mí tan generosa invitación..., pero la "aceto" encantado, en "efeto"... Tendrá noticias mías, caballero... Un abrazo.

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    1. Ya sabe, según las últimas tendencias filológicas, que sin la intervención del lector casi no hay texto que tenga razón de ser. Gracias, pues.

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