Darío en la Cartuja de Valldemossa |
Entre
el turista forzado y la autoficción descarnada: dos obras de Rubén Darío en un
escenario privilegiado: Mallorca. Una lectura hecha a destiempo, pero aún con
el recuerdo vivo del impacto de la isla en el corazón y la memoria
Por
precipitaciones de última hora, y acaso condicionado por el destino, en el que
intentaba «descubrir», bajo la imagen de isla arrasada por el turismo
masificado, el paraíso que fue en sus orígenes, me despisté y no eché en el
saco de los libros este de Rubén Darío que, siguiendo mi costumbre veraniega,
de hace ya algunos años, de leer textos que fueron escritos en el lugar adonde
viajo, hubiera leído con gusto esos días, aunque la lectura en curso, Las
bodas de Cadmo y Harmonía, no dejaba de ser la más idónea para una
«aventura» mediterránea en una isla a la que cualquiera con un mínimo de
sensibilidad viajera puede arrancarle destellos de belleza primordial que
atesorará después, acabado el viaje, como una invitación a volver, que es el
hechizo de las islas, de todas.
Rubén
Darío, fiando en el viaje a tierras tan «bendecidas» su recuperación física,
pues andaba su salud muy mermada por el alcoholismo y otras malas hierbas, viaja
a Mallorca en las postrimerías de su vida: desde principios de octubre hasta
fines de noviembre de 1913. Con anterioridad había estado ya, desde noviembre
de 1906 hasta abril de 1907, en una estancia con su última mujer Francisca
Sánchez, quien tuvo un aborto durante su estancia en la isla. A la primera
estancia pertenece La isla de oro, una suerte de libro de viajes
escrito, sin embargo, con una cierta desgana y circunscrito, durante la mayor
extensión del mismo, a hablar del libro de su « muy odiada» Georges Sand, Un
invierno en Mallorca, y en el que cuesta trabajo hallar una visión poética
personal de una isla que, sin embargo, encandiló al poeta y le arrancó algunas
descripciones maravillosas. Sorprende,
tras leer La isla de oro, que las mejores estrofas sobre la isla se
hallen en la famosa Epístola a la señora de Leopoldo Lugones:
Hoy, heme aquí en
Mallorca, la terra dels foners,
como dice Mossen
Cinto, el gran Catalán.
Y desde aquí, señora,
mis versos a ti van,
olorosos a sal marina
y azahares,
al suave aliento de
las islas Baleares.
Hay un mar tan azul
como el Partenopeo.
Y el azul celestial,
vasto como un deseo,
su techo cristalino
bruñe con sol de oro.
Aquí todo es alegre,
fino, sano y sonoro.
Barcas de pescadores
sobre la mar tranquila
descubro desde la
terraza de mi villa,
que se alza entre las
flores de su jardín fragante,
con un monte detrás y
con la mar delante.
V
A veces me dirijo al
mercado, que está
en la Plaza Mayor.
(¿Qué Coppée, no es verdá?)
Me rozo con un núcleo
crespo de muchedumbre
que viene por la
carne, la fruta y la legumbre.
Las mallorquinas usan
una modesta falda,
pañuelo en la cabeza y
la trenza a la espalda.
Esto, las que yo he
visto, al pasar, por supuesto.
Y las que no la lleven
no se enojen por esto.
He visto unas payesas
con sus negros corpiños,
con cuerpos de
odaliscas y con ojos de niños;
y un velo que les cae
por la espalda y el cuello,
dejando al aire libre
lo obscuro del cabello.
Sobre la falda clara,
un delantal vistoso.
Y saludan con un bon
dia tengui gracioso,
entre los cestos
llenos de patatas y coles,
pimientos de corales,
tomates de arreboles,
sonrosadas cebollas,
melones y sandías,
que hablan de las
Arabias y las Andalucías.
Calabazas y nabos para
ofrecer asuntos
a Madame Noailles y
Francis Jammes juntos.
A veces me detengo en
la plaza de abastos
como si respirase
soplos de vientos vastos,
como si se me entrase
con el respiro el mundo.
Estoy ante la casa en
que nació Raimundo
Lulio. Y en ese
instante mi recuerdo me cuenta
las cosas que le dijo
la Rosa a la Pimienta...
¡Oh, cómo yo diría el
sublime destierro
y la lucha y la gloria
del mallorquín de hierro!
¡Oh, cómo cantaría en
un carmen sonoro
la vida, el alma, el
numen, del mallorquín de oro!
De los hondos
espíritus es de mis preferidos.
Sus robles filosóficos
están llenos de nidos
de ruiseñor. Es otro y
es hermano del Dante.
¡Cuántas veces pensara
su verbo de diamante
delante la Sorbona
viaja del París sabio!
¡Cuántas veces he
visto su infolio y su astrolabio
en una bruma vaga de
ensueño, y cuántas veces
le oí hablar a los
árabes cual Antonio a los peces,
en un imaginar de pretéritas
cosas
que, por ser tan
antiguas, se sienten tan hermosas!
(…)
¿Por qué mi vida
errante no me trajo a estas sanas
costas antes de que
las prematuras canas
de alma y cabeza
hicieran de mí la mezcolanza
formada de tristeza,
de vida y esperanza?
Ese tono sombrío del
final fue precedido en la Epístola por una confesión que, a su manera,
preludia el intento de novela autobiográfica que escribió en su segundo viaje: El
oro de Mallorca:
Gusto de gentes de
maneras elegantes
y de finas palabras y
de nobles ideas.
Las gentes sin higiene
ni urbanidad, de feas
trazas, avaros,
torpes, o malignos y rudos,
mantienen, lo
confieso, mis entusiasmos mudos.
(…)
No conozco el valor
del oro... ¿Saben esos
que tal dicen lo
amargo del jugo de mis sesos,
del sudor de mi alma,
de mi sangre y mi tinta,
del pensamiento en
obra y de la idea encinta?
¿He nacido yo acaso
hijo de millonario?
¿He tenido yo Cirineo
en mi Calvario?
Del primer libro, en el
que critica tan acerbamente a Georges Sand por haber «martirizado», a su
entender, al débil Chopin:
-Es una dama poco
cómoda -dije.
-Lo mismo dirían sus
enamorados -contestó lady Perhaps-. Y, en su tiempo, quizás usted hubiera sido
uno de ellos.
-Lo dudo. Una
literata, casi no es una mujer: es un colega.
emerge un Darío generoso
para con sus anfitriones y sus conocidos: Gabriel Alomar (Un compatriota de
Raimundo Lulio, un mallorquín cuya bóveda craneana encierra cosas hermosas y
profundas que han ya brotado en periodos robustos y en alados apotegmas que
anuncian cosas grandes. Se llama Gabriel Alomar el Futurista) , Santiago
Rusiñol (ese catalán de seda), etc. Y no deja de aflorar la perspectiva
literaria que constantemente asoma a sus páginas, porque Darío es una
biblioteca andante y sus paisajes siempre vienen condicionados por paisajes
literarios, del modo que sus propias experiencias, incluso las de la
cotidianidad, remiten también a fuentes librescas: Excelente refugio para
dialogar sobre asuntos hermosos es la florida Mallorca. Porque, aunque se esté
solo, el monologo no existe. Siempre se dialoga. “Temes en el muro una mirada
que te espía”, dice el poeta. [Gerard de Nerval: Crains, dans le mur
avengle, un regard que t’épie.], porque, como profesa su fe de origen parnasiano:
Todo lo clásico es sano.
Darío le dedica notable tención a un mecenas, el archiduque
Salvador de Austria que abandonó la corte vienesa para cambiarla por un ideal
de vida retirada, alejada del mundanal ruido y ajena al tablero de la gran
política: dejó la corte de Austria, elegante y soberbia, para ir a vivir
entre los payeses y las payesas de Valldemossa, bajo el cielo soberbio, junto
al Mediterráneo armonioso, en sus tierra casi primitivas, horas de libertad y
de capricho o de estudio y recogimiento. A él se debe la restauración y
creación de Miramar, el convento que albergó a Ramon Llull y donde el
archiduque añadió al paisaje unos
miradores que permiten tener una vista mágica y prodigiosa del paisaje mallorquín
desde la Sierra de Tramontana, cerca de la histórica y famosísima Cartuja de
Valldemossa y no muy lejos de Deià, donde habitó otro de los colosos literarios
que atrajo la isla: Robert Graves, el creador de Yo, Claudio, en su
momento la serie de más existo vista en la TVE, única en aquel entonces
histórico de finales del franquismo; una serie que nos ayudó a los jóvenes sin
experiencia política, a reflexionar sobre los límites, los deberes y las
exigencias del poder, amén, por supuesto, de las innobles intrigas para
adquirirlo o conservarlo. Darío recoge que Luis Salvador fue a Argelia y trajo
de allí una piedra de Bugía, donde Llull fue lapidado hasta morir, para que
sirviera como primera piedra del oratorio que él construyó: El hermoso gesto vale por una oda. Es,
pues, también, el archiduque de Austria Luis Salvador, un poeta. (…) Ved
cuán distinta su vida de la de los granes duques rusos (…) devotos de
Santa ruleta, tragadores de mares de champaña, únicamente preocupados por el
placer.
Darío, muy sensible a las artísticas formas
caprichosas del paisaje, recuerda, desde esa perspectiva libresca de la que
hablábamos la indeleble impresión que le provocan os troncos retorcidos de los
olivos, y recuerda, enseguida, que en esas morfologías se inspiró Gustave Doré
para sus célebres ilustraciones de El Quijote: La carretera se extendía
entre dos vastos olivares, los olivares centenarios que inspiraron a Gustavo
Dore sus árboles antropomorfo en una de las más admirables ilustraciones de la
divina comedia; los mismos de los que Darío escribe: Dijérase que la
carne del olvido se sustentase unida a los huesos de la tierra; y que en ese
árbol ilustre se mellase el alma del tiempo.
Recordemos que el último libro trascendental de Darío, Cantos
de vida y esperanza, lo da a la imprenta por las fechas de su primer viaje
a Mallorca, 1906 y que en él se contiene, si no un refutación de Azul, sí
una ilustración del otro animal simbólico de Rubén, según Pedro Salinas, en su
monumental ensayo sobre el poeta nicaragüense: el búho, emblema de la sabiduría
y la experiencia; frente a la estética del cisne. El tono de franco pesimismo
existencial que asoma en poemas como Lo fatal, compensado siempre con
esa irreducible fe última de Darío en la sensualidad es el mismo que cierra su
primer texto sobre Mallorca: Yo voy a
soñar esta noche: un barco extraño que lo mismo va con su quilla reluciente
sobre las aguas que sobre la tierra… Yo estoy a bordo, en compañía de Ella
-¿cuál? ¿quién? ¿cómo es? ¿cómo será?-. En mí existe aún la primavera, una
primavera que quisiera renovarse. El barco pasa por Buenos Aires, por un pueblo
de Nicaragua, por Londres, por un país que tan solo he conocido con los ojos
cerrados… y en ese viaje fatal me pregunto apenas cuál es el punto señalado
para la llegada.
El oro de Mallorca es una forma temprana de lo que
ahora llamamos «autoficción»: un yo claramente identificable se parapeta tras
un personaje de escasa o nula ficción, disfrazado, en este caso, de músico para
acentuar esa falsa distancia con el narrador/autor. De lleno, pues, en el
ámbito de la autobiografía, técnicas novelísticas al margen, la novelita,
inacabada, y publicada en parte en colaboraciones periodísticas de Darío, que
mantuvo hasta su hora final, resulta una aproximación notable a su propia vida
en alguien que ya había escrito su autobiografía en Caras y caretas, de
Buenos Aires, del 21 de septiembre al 30 de noviembre de 1912 con el título de
La vida de Rubén Darío escrita por él mismo . Es decir, que en el último lustro
de su vida, Darío sufrió esa tentación de tantos autores: ajustar cuentas
consigo mismo. Confieso, permítanme la confidencia, que no me atraía mucho la
literatura memorialista, un género que le chifla a mi buen amigo Miguel Martí,
y siempre preferí la literatura de ficción a la de confesión, acaso porque
intuía en la primera mucho de la segunda, algo suficientemente probado; pero en
los últimos tiempos, mi propia vejez, confieso que me he aficionado a esas
construcciones ficticias y me encanta desenredar las artificiosas
construcciones barrocas de quienes dicen ser fieles a unos hilos de la memoria
que más reconstruye e inventa que levanta acta fidedigna.
Darío es sincero y se manifiesta en esta autoficción con una
sinceridad notable sobre su persona, lo que le da al proyecto novelístico un
alto valor informativo sobre su persona. El juego, además, con el alter ego
musical, se desvanece a las primeras de cambio y enseguida sabemos que es un
escritor el verdadero personaje, como cuando inicia su autorretrato: Benjamín
gustaba poco del trato de «la gente», de la bétisse circulante que se
manifiesta por la usual y consuetudinaria conversación, del vulgo municipal y
espeso, como él decía. Así como gustaba de comunicar con los espíritus
sencillos, con los campesinos simples, con los marineros, y con los viejecitos
y viejecitas de pocas luces, que viven de recuerdos y cuentan curiosas cosas
pasadas que ellos presenciaron. Un personaje al que Darío se acerca como
desde la distancia para potenciar la objetividad de su semblanza: Tantos
años errantes, con la incertidumbre del porvenir, después de haber padecido los
entreveros de una existencia de novela; en una labor continua, con alternativas
de comodidad y de pobreza; con instintos y predisposiciones de archiduque y
necesitado casi siempre, sin poder satisfacer sino por cortos periodos de
tiempo sus necesidades de bienestar y aun de lujo, amigo de bien parecer, de
bien comer, de bien beber y de bien gozar como era; cansado de una ya copiosa
labor cuyo producto se había evaporado día por día; asqueado de la avaricia y
mala fe de los empresarios, de los «patrones», de los explotadores de su
talento, dolorido de las falsas amistades, de las adulaciones interesadas, de
la ignorancia agresiva, de la rivalidad inferior y traicionera; desencantado de
la gloria misma, y de la infamia disfrazada y adornada y halagadora de los
grandes centros, se veía en vísperas de entrar en la vejez, temeroso de un
derrumbamiento fisiológico, medio neurasténico, medio artrítico, medio
gastrítico, con miedos y temores inexplicables, indiferente a la fama, amante
del dinero por lo que da de independencia, deseoso de descanso y de aislamiento
y, sin embargo, con una tensión hacia la vida y al placer -¡al olvido de la
muerte!- como durante toda su vida. Curioso Benjamín Itaspes.
Poco a
poco, Darío va desgranando los ejes cardinales de su existencia: la devoción
por el sexo, por los paraísos artificiales, por el lujo, por la buena vida,
pero también los sinsabores que hubo de
padecer, sobre todo, tras la boda “forzada” con Rosario Murillo que le amargó
la vida hasta el final, y de ahí este desabrimiento injusto: La mujer, amigo
mío, es la peor de nuestras desventuras, por sí misma, por su naturaleza, por
su misterio y su fatalidad. (…) Y su daño está en el amor mismo en un
paraíso de temporada, en un goce que pasa pronto y deja mucha amarga
consecuencia. Y no me juzgue usted un misógino… Hay en Rubén Darío, con
todo, una suerte de panteísmo que él supo trasladar a su obra literaria, una
suerte de identificación pagana con la naturaleza que le arrancará líneas tan
formidables como estas: Yo miro mis pupilas en las pupilas de los animales y
mi sangre en la sangre de ellos, y mis huesos en los huesos de ellos. Yo miro
mi carne en los troncos de los árboles y en el humus negro de los campos. Nadie
sabe nada, y la intuición es una piedra lanzada a lo desconocido o como
esta descripción que no acertó a desarrollar en su primer libro, absurdamente
considerado como una crónica de viaje: Las piedras semejaban en las alturas
bloques de un rosa dorado. La limpidez azul del cielo parecía de fabulosa gema
bruñida. Por un lado subían los senderos hacia el escalonamiento de los predios
labrados que se veían en las faldas de los cerros y colinas adornados de los
ramilletes verdes de los pinos y de las encinas. Cerca, por las tapias de los
huertos caían, enredadas las parras en las ramas de las higueras, los racimos
de uvas ambarinas y doradas junto a los higos verdes y oscuros, algunos
entreabiertos, dejando ver su carne roja. Se veían las extensiones cultivadas,
al lado de los olivos seculares de raros y fantásticos troncos.
Llama la atención que Darío repare en la realidad de los
judíos mallorquines, los xuetes, al hilo de los retratos que de ellos
hiciera Santiago Rusiñol, y recalcando la injusticia del poco menos que gueto
en el que dicha comunidad vivía, aislada del contacto con los nativos: El
autor de L’Illa de la calma los ha pintad, en la estrechas tiendas de su calle
estrecha, «mirando de reojo a todos los que pasan», en sus pequeños obradores
de plateros, relojeros y joyeros; grandes comedores de carne, con sus mujeres,
harto fecundas y parideras, manejando el oro y la plata, de cuyo comercio
viven, mirados siempre de modo oblicuo por la gente, que habla de ellos en voz
baja. (…) La separación , la valla que existe entre ellos y el resto de
los mallorquines es indestructible. Me recuerda, de alguna manera, la
situación de los judíos en Usamérica en los años 50, cuando había una “barrera
invisible” entre ellos y los wasps, como con penetrante visión llevó a
la pantalla Elia Kazan en La barrera invisible, de 1947.
Vuele a aparecer Georges Sand, por supuesto, porque era
grande la inquina de Darío contra ella, pero era uno de los principales
referentes literarios, artísticos, que él se veía obligado a recoger para
mantener el tono de una narración en la que todo lo relativo a las artes
hallaba su lugar adecuado: Ella estaba de bilioso humor por no encontrar en
Mallorca la vida de otras partes, pero tomaba sus apuntaciones, oía el piano de
Chopin y llamaba a los tomates «pommes d’amour». Además, en el antiguo convento
es fama que se vestía de hombre y salía de noche a inspirarse en el viejo
cementerio de los religiosos.(…) [A Chopin] Le había embrujado, como a
otros, por sus ardorosas y sabidas lujurias y su innegable talento. Era ella el
camarada femenino, tanto más peligroso cuanto más intelectual y caprichoso.
Pero el eco grecolatino que resuena en la pluma de Darío en un espacio como el
de Mallorca es constante, y de ahí esta última descripción ennoblecedora de la
isla donde intentó recuperarse de su ya maltrecha condición biológica: De
oro parecía el agua del fondo, de un oro rosado sobre el cual se formaban en la
conjunción con el cielo como archipiélagos candentes, tempes acarminadas,
amatuntes de prodigio con lagos de plata en fusión, montes de plomo, riberas de
color violeta y naranja. De oro parecían bañadas por la luz horizontal las
cumbres de los cercanos acantilados, de oro los peñascos suspendidos al borde
de los precipicios, las bocas de las cuevas y honduras en donde anidan palomas
y cuervos marinos.[Tempe y Amatunte son viejas ciudades griegas.]
El
volumen, editado por Luis Maristany, incluye una recopilación de cartas de
Darío que sirven de contrapunto documental al texto «turístico» y a la novelita
inacabada. Salvo cuando las cartas tienen una dimensión literaria, como la barroca
Epístola moral a Fabio o la propia Epístola a la señora de Leopoldo Lugones,
del propio Darío, las cartas de los autores suelen ser una nutritiva despensa
de la vida corriente, llenas de anotaciones que nos transmiten con sustancial
veracidad aspectos relevantes o anecdóticos de esas vidas tan cercanas a las
nuestras como lejos están nuestras obras de las suyas artísticas.
Con fecha 22-5-14, Darío describe con pasión el hallazgo de
una «torre» en la confluencia de la calle Tiziano, 16, con el Paseo del Valle
Hebrón -una placa blanca colocada en 1967 recuerda que allí vivió el poeta
nicaragüense-: “Torre” ideal, cerca del Tibidabo: jardín y huerto a un lado;
tranvía cerca, baño, luz eléctrica, timbres, la mar de piezas, todo amueblado,
todo listo; piano… ¡18 duros al mes! Yo no me muevo de aquí. (…) Y ello,
aunque A mí se me han declarado ya, francamente, Panchos Villa, intestinos y
riñones; pero han mejorado mucho los nervios, esto es, el ánimo. En la ciudad Condal, Darío, que seguía mandando
crónicas periodísticas a La Nación, tuvo relación con la intelectualidad
catalana de entonces e incluso acudió a mítines obreros para tener una visión «integral»
de la realidad barcelonesa: En Barcelona he tenido días gratos y días malos.
Aquí he admirado a Miguel de los Santos Oliver, y al poderoso «Xenius». He
vuelto a abrazar a mi querido Santigo Rusiñol y al gran Peyus, como
familiarmente es llamado Pompeyo Gener. (…) Una de mis primeras vivistas
fue para el amigo de don Marcelino Menéndez y Pelayo y maestro carísimo. He
nombrado a Rubió y Lluch.
Antes de que llegara Francisca, no son pocas las quejas menores
que de ella manifiesta el autor, poco proclive a los sucesos minúsculos de la
vida cotidiana: Así, en 19-X-13, escribe: A Francisca la escribiré después.
¡Si pudiera cambiarse el espíritu y el carácter de la pobre! Yo viviría,
después, cerca de ella, aunque no fuera juntos. Se cuidaría y educaría al
chico. Uno tiene necesidad de querer algo. Como cuando se queja de la queja
de ella por el robo sufrido en París: Francisca me escribió -dándome un rato
molesto- su aventura del ladrón. Cien veces le dije que jamás llevase dinero en
el réticule.
Darío es una de las cumbres literarias de nuestro idioma, y
su registro léxico abarca un volumen léxico envidiable y sorprendente, como
cuando usa voces tan poco usuales como rocas blanquizcas o un cronicón
forrado en cuero flavo, por eso le dan a su prosa cierta gracia algunos galicismos,
lengua en la que también tiene obra literaria el autor, como cuando confiesa
que mi salud de ha repuesto bastante y estoy en tren de labor…
Como turista en Mallorca, si bien por escasos días, tengo la
sensación de que Darío no acabó de dejarse seducir por la isla lo suficiente
como para dedicarle una obra que hubiera sido capaz de captar la vida y la
belleza innata de la misma; que habitó en ella como en un grandioso escenario
por el que paseó sus dolencias, sus perplejidades y la temida sensación de que,
como dice en La isla de oro, está más pendiente de la llegada de la
intrusa, de la Separadora, como se dice en los cuentos árabes, que de impulsar
su propia vida nuevos hitos creativos, justo cuando él se sentía, además, «perseguido por la negrura de la
incertidumbre».
Probablemente hubiera disfrutado más del libro en aquel
espacio bendecido por los dioses
paganos, pero tenía una deuda con él, intonso en las estanterías desde que lo
compré, y hoy la doy por satisfecha.
No hay comentarios:
Publicar un comentario