domingo, 26 de octubre de 2014

El testamento literario de Ángel Ganivet.

                                                          
El escultor de su alma.

Los trabajos del infatigable creador Pío Cid: La última novela de un romántico regeneracionista suicida.

Ángel Ganivet ha quedado en nuestra historia literaria como la sombra poco explorada de Miguel de Unamuno, con quien compartió en Madrid el tiempo de oposiciones a cátedra, en las que Unamuno sacaría la de griego en Salamanca y Ganivet, tras la derrota, decidiría enderezar su rumbo profesional hacia la diplomacia. La obra de Ganivet, aunque estudiada, no me parece que haya sido suficientemente valorada ni divulgada como lectura clásica, permanente. Hacía siglos profesionales –porque la esclavitud laboral se mide por siglos- que quería leer Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, cuya extensión me disuadía, ante lo perentorio de otras tareas, y ahora, por fin, he podido salirme con la mía de leer, sin presiones y con enorme satisfacción la novela-testamento del contumaz suicida, porque, rescatado de las aguas del Duina, no dudó a la hora de volverse a lanzar para consumar de todas todas su aniquilación.
Ignoraba –¿y qué no ignoro yo…?– que su última novela tuviera tan poderoso acento autobiográfico. De haberlo sabido, me hubiera operado de algo –¿quién no tiene algo escacharrado que merezca una piadosa intervención quirúrgica…?– para poder leerlo en la plácida baja de dicha “operación lectura”. Gracias a una vesícula arenosa leí durante tres semanas con inefable delectación El plantador de tabaco, de Barth, por ejemplo, cuyo protagonista Ebenezer Cooke tanto me ha recordado siempre a Ignatius Reilly, sin querer entrar nunca a averiguar el porqué. Para este método expeditivo se ha de tener, no obstante, verdadera afición al arte de la medicina y amor a la vida de hospital, rasgos infrecuentes en nuestra sociedad pero bien arraigados en mí como excéntrica singularidad.
Leídos los Trabajos… desde el inmediato acto suicida que siguió a su publicación, el libro adquiere una dimensión que no la tendría, desde luego, sin él; aunque su lectura sea igualmente interesante por el afán con que Ganivet desdoblándose en narrador y personaje, quiso hacer algo así como una narración total de su existencia. Gracias al afán bioenciclopédico de la novela tenemos un autorretrato amable que pone el acento en la individualidad sacrosanta de Ganivet como expresión de su estar en el mundo. Su carácter antisocial, su senequismo de honda raíz española, su carácter antisistema –cedamos al uso retórico de la vieja actualidad–, podríamos decir, su metafísica y su política, además de su particular retórica se reúnen en las páginas de estos trabajos de inequívoca ascendencia cervantina, porque el título evoca el último libro de Cervantes, los homónimos, y bizantinos, de Persiles y Sigismunda. Compendio de sí, lo quiso Ganivet, y puro hasta los tuétanos han salido estos Trabajos… en los que, con parsimonia galdosiana y amena filosofía propia, Ganivet no solo se desnuda en sus ideas, sino también en sus actos, porque la aventura amorosa que vertebra el relato es trasunto de la suya propia. Ganivet ideó un último volumen de la trilogía de Pío Cid –anterior fue La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pio Cid–, al que provisionalmente bautizó como El testamento de Pío Cid. Es evidente, pues, que los presentes Trabajos… llevan incluido ese carácter testamentario, a juzgar por los muchos palos que se tocan en la narración y por las incontables tomas de posición ante lo real y lo espiritual que adopta Cid en la narración, un resumen perfecto de las principales convicciones que lo alimentaron durante su corta vida de 33 años –cinco más de con los que murió Larra, con quien le une un vínculo romántico e intelectual harto evidente, que acaso merecería un pormenorizado estudio–, como se solía decir, “a la edad de Jesucristo”. Su última obra literaria no fue, sin embargo, esta novela, sino el drama místico en verso titulado El escultor de su alma, de inequívocas resonancias clásicas.
         Como “canto a sí mismo”, al modo withmaniano, hay mucho de celebración de una idea de la persona, pero también amarga constatación de sus limitaciones y, sobre todo, de la insuficiencia de una vida social y política tan atrasada como la española que él describe. Ganivet, no lo olvidemos, pasó buena parte de su vida fuera de España, en la Europa que seguía unos derroteros sociales e intelectuales por los que él transitó sin perder nunca de vista el objeto de sus trabajos: el amejoramiento de la vida política y social española. Hay, en la novela, muchas ideas brillantes y una mezcla originalísima entre Sócrates y Don Quijote, para caracterizar al protagonista, que nos permite leerla no sólo con interés sino hasta con entusiasmo: Una vez terminada la carrera se encerró en el pueblo con sus padres y allí pasó los años vegetando, como caballero pobre y que se resiste a doblar la raspa; a lo sumo, dedicaría sus ocios a leer libros y cultivar las musas, pues sólo así se explicaba su vasto y enmarañado saber. Por otro lado, el de la dialéctica socrática, sostenía Pío Cid que en una sociedad en que existe verdadero amor al saber no basta la ciencia oficial, sino que, además de los sabios de uniforme, debe haber otros que enseñen, aunque sea en camisa, sin ánimo de lucrarse con lo que dicen, y diciendo muchas cosas que sólo se pueden decir cuando se hace gustosamente el sacrificio de las propias conveniencias, y diciéndolas, no a muchos hombres reunidos, que después se van y no vuelven a acordarse más de lo que oyeron, sino a uno y luego a otros según sus entendederas, para que se les queden bien grabadas y les sirvan de aguijón que les arranque de su miserable rutina espiritual. Se nos revela, curiosamente, una excentricidad de Cid que llama mucho la atención: Una de sus extravagancias consistía en “cortar el hilo de nuestros discursos soplándonos en la frente”, lo cual coincide punto por punto con el modo como Fritz Perls, en su estancia en un monasterio zen respondió al koan que le propuso el maestro. Pero no acaba ahí el parecido, porque de Cid se nos dice en la novela que la atracción misteriosa que Pío Cid ejercía sobre todo el mundo sólo se explicaba por la rapidez con que penetraba en lo íntimo del espíritu de los demás. Cuatro palabras le bastaban para conocer a una persona y para descubrir el punto vulnerable y dominarla, lo cual es, acaso, el verdadero mérito del creador de la Gestalt reconocido e forma unánime: la capacidad de penetración psicológica inmediata.
Está claro que las narraciones y poemas que se intercalan en la obra, aunque perfectamente exigidos por el desarrollo de los acontecimientos, responden al ideal del asendereado héroe  cervantino. De hecho, una de las sugerencias más originales del libro es aquella que plantea la actividad de los maestros como una actividad caballeresca: Suponga usted, amigo don Cecilio, que todos los maestros de España que se hallan en el caso de usted [“son muchos los maestros que viven en la miseria”, dice antes] tuvieran la idea, desesperados ya, de abandonar los pueblos en que no hacen nada útil, dedicarse a recorrer la nación y a esparcir a todos los vientos la semilla de la enseñanza. Esto sería muy español; este profesorado andante haría lo que no ha hecho ni hará jamás el profesorado estable que tenemos. En nuestro país no se estima ni se respeta a quien se conoce, por mucho que valga. (…) Bajo nuestro cielo puro y diáfano, como el de Grecia, gran parte de la vida requiere aire libre y nuestro afán  de reglamentarla y meterla bajo techado, lejos de fortalecerla a va aniquilando poco a poco. A quien, acaso por equivocación, haya leído las teorías sobre la educación del anarquista usamericano Paul Goodman –que saca a alumnos y profesores a la calle para educarse en la realidad, no en un espacio de excepción–, en modo alguno le pueden sonar extrañas estas palabras de un Ganivet cuya condición de “visionario” se acrecienta a menudo que el narrador, el propio Ganivet, nos enfrenta con las excentricidades de su personaje, una creación redonda y atractiva, porque se presenta a sí mismo como un caso excepcional. Y lo es. Cid tiene recetas para casi todo, y no pocas de ellas de carácter farmacológico, dada su dedicación a la traducción de libros técnicos e todas las disciplinas inimaginables, y entre ellas la medicina, claro. Por este retrato apresurado se puede advertir la semejanza entre Pío Cid y el barojiano Silvestre Paradox, y hayla, pero muy superficial.
         La novela se nos ofrece un poco al modo plutarquiano del tercer libro de los Moralia o al de las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio. En modo alguno, que quede claro, se trata de una recolección de máximas o apotegmas que tengan a Cid como protagonista, porque hay una narración y un conflicto dramático, si bien el tono aparentemente costumbrista deja paso enseguida a la filosofía de las costumbres y a reflexiones de muy diversa naturaleza que se uncen al hilo de la historia del infatigable Pío Cid.
         Desde el punto de vista estrictamente biográfico, no puedo por menos que referirme a un suceso, el de la muerte, con tres meses, de su hija Natalia, que lo trastorna hasta el punto de desenterrar el cadáver su hija,  renunciar a comer carne y, acto seguido, caer en una crisis existencial hondísima que ni siquiera el nacimiento inmediatamente posterior de su hijo Ángel Tristán –y repárese en el nombre premonitorio del propio destino del padre– puede aliviar. La tendencia depresiva del autor, junto con una endeble alimentación y un consumo masivo de tabaco actúan como detonantes del estado de desesperación en que se sume. Hay en los Trabajos…, por cierto, una referencia nada gratuita a un autor húngaro de nacimiento pero austríaco por su lengua y su filiación literaria alemana, el romántico Nikolas Lenau.
 –Lenau… ¿Conoce usted a este poeta?
 –Es un poeta húngaro de verdadero mérito. He leído algunas poesías suyas, y sé que murió loco a consecuencia del abuso de tabaco. Bueno es que usted lo sepa, porque está siempre fumando y escupiendo, y eso no hace ningún bien a la salud.
Recordemos que Ganivet, infatigable viajero europeo, tenía un conocimiento de primera mano de muchos autores a los que incluso leía en su lengua original.
        La idea fundamental de los Trabajos… es la de la autocreación a la que todos nos hemos de dedicar, de ahí el título de su última obra: escultores de nosotros mismos hemos de ser, y ante ese trabajo cede cualquier otro. Podríamos hablar del individualismo español, como tópico reconocido, pero la creación espiritual de Ganivet tiene poco que ver con ese genio y figura con que se confunde por los hispánicos lares la creación del yo, es decir, una burda caricatura del planteamiento de Ganivet: Hay quien coloca el centro de la vida humana en el poder exterior, en la riqueza, en un bien convencional. Yo pongo el centro en el espíritu. ¿Qué soy? Nada. ¿Qué apetezco? Nada. ¿Qué represento? Nada. ¿Qué poseo? Nada. Ahora estoy en el camino de ser un verdadero hombre, puesto que si existe mi personalidad sin buscar apoyo fuera de sí, es porque dentro tiene su fuerza. La construcción espiritual de uno mismo es, podríamos llamarlo así, un imperativo ético y natural, porque Ganivet no concibe el pensamiento desligado de la naturaleza, al estilo de Emerson: Para mí, la verdadera civilización es la que florece en medio de la Naturaleza. (…) El arte original nace siempre al aire libre, cuando el hombre se remonta a ideas, sin separar los pies del terruño, ni los ojos de la contemplación de las bellezas naturales. A partir de él, es evidente que esa construcción adquiere todo su sentido personal y antisocial: Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir, porque esa periferia del espíritu es donde se ahogan los verdaderos esfuerzos de quien esculpe su alma.
Su oposición a los imperativos sociales es, así pues, fundamento del yo ganivetiano: Deje usted fuera la sociedad –dijo Pío Cid–; yo no le doy ninguna importancia, y tengo la costumbre de arreglar mi vida, no como la sociedad lo dispone, sino como yo quiero. Para mí la ciencia primera y fundamental de un hombre es la de saber vivir con dignidad, eso es, ser independiente y dueño e sí mismo y poder hacer su santa voluntad sin darle cuenta a nadie. Algo que, de otra manera, sostuvo en El porvenir de España, que, junto con Idearium español, constituyen dos obras que, ¡así es nuestro país!, aún se leen con plena vigencia: [En la época de los Fueros estuvo a punto España de lograr su ideal jurídico]: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: “Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”.
Como al personaje lo convencen –dada su valía– para que se “meta a político” e inicie, por consiguiente, un viaje por su circunscripción electoral para recabar los votos oportunos que lo saquen diputado –el cuarto de los seis trabajos que se recogen en la obra–, la novela nos ofrece un visión del estado de la política poco antes de la pérdida de las colonias como lo que era:  un marasmo finisecular en el que florecieron escritores noventayochistas, entre los que se ha de considerar a Ganivet, por supuesto, aunque cuando se escribe la nómina de la generación suele obviársele. Su visión de nuestro país la declaró más por extenso en los dos ensayos citados: El porvenir de España e Idearium español, pero la novela nos ofrece, en carne viva, un retazo patético de la podrida vida política de la Restauración, a la que ha acabado pareciéndose tanto, con aquella alternancia, la presente de la restauración de la democracia mediante la Transición: En nuestro amado país –dijo Pío Cid– todos los centros gubernativos debían llevar una partícula negativa. Tendríamos Ministerio de la Desgobernación y de la Desgracia, de la Sinhacienda y de la Sinmarina, y así por el estilo. Lo único que hoy tenemos en España es ignorancia y orgullo, no se puede pedir más perfecta representación de lo que somos. Ese orgullo es bueno; algún día vendrá el saber, y todo se andará. Nosotros no conocemos más que dos orgullos: el aristocrático y el militar. El día que tengamos el orgullo intelectual, podremos aspirar a algo. Y hasta tercia, Ganivet, en el candente problema de la reforma constitucional:
         -¿Cree usted que las instituciones actuales son una solución definitiva de nuestra organización política general, y que se ha cerrado ya el período constituyente y que no se debe tocar en adelante a la leyes fundamentales del Estado?
         -¿Cómo he de creer yo semejante desatino? –contestó Pìo Cid, casi indignado.
         Contra esa caótica acción institucional, contra ese desgobierno constante y contumaz, Ganivet defiende la revolución individual, porque asumir la individualidad que participa, desde ella, en el bien común es a lo mejor a lo que puede aspirar la patria: Yo creo que enseñar vale más que gobernar, y que el verdadero hombre de Estado no es el que da leyes, que no sirven para nada, sino el que se esfuerza por levantar la condición del hombre. Quienquiera que haga de un tonto un discreto, de un haragán un trabajador, de un tunante un hombre de bien, ha hecho, él solo, más que diez generaciones de hombres políticos, de esos que se contentan con ver funcionar por fuera el mecanismo de las instituciones. Y ello, en un momento dado de la novela, después de haber recorrido la miseria y la casi esclavitud de las gentes del campo andaluz, le lleva a planteamientos cuya radicalidad no necesita comentario ninguno: La propiedad, lejos de ser un estímulo, es la expresión de la fuerza que domina hoy con no menos suavidad que la de las armas. El arte de trabajar no tiene nada que ver con el de enriquecerse; el que aprende a trabajar ha aprendido a ser eternamente pobre; para ser rico hay que aprender a explotar a los que trabajan; para ser millonario hay que saber engañar a los explotadores. Cosificados, pues, por una estructura de explotación masiva,  toda la novela, como la obra en general de Ganivet, es un grito de defensa de la radical individualidad que lo animó y que habría, según él, de animarnos a todos, porque: qué culpa tengo yo de que la mayor parte de los hombres sean como las mercancías que van de un punto a otro, que para que lleguen a su destino hay que pegarles una etiqueta? Yo, malo o bueno, me tengo por hombre, y no tolero que me facture nadie. Al fin y al cabo, esa insobornable fidelidad a uno mismo es lo único que puede justificar nuestra existencia: Cada cual debe ser por fuera lo que es por dentro; el que se retoca para no parecer lo que es, da mala idea de sí mismo, puesto que él mismo empieza por despreciarse.
         Es evidente que los recursos estilísticos no le quitaban el sueño al autor, pero no lo es menos que en el trabajo dedicado a la política hay una recreación del lenguaje popular de los agricultores analfabetos muy digno de nota. Así mismo, no son pocas las expresiones de corte nítidamente granadino que se intercalan en el texto, confirmando esa característica tan propia de los noventayochistas: la recuperación de los usos lingüísticos propios del pueblo como señal de identidad nacional. Desde esta perspectiva, añado, a modo de apéndice (no extirpable) esta suma de expresiones que harán las delicias de los filofilólogos:
La costumbre que hay de que las patronas sueltas tengan algún requeleque. [Localismo granadino. Aparece en la pág.271 de Entre Beiro y Dauro, de Antonio Joaquín Afán de Ribera: ¿La planchadorcilla tendrá su requeleque como todas? Algún novio artesonado, que luego le cuente con el palo las costillas. Estas casas de tiritaña parecen hechas con papel mascado: Tela endeble de seda; cosa de poca sustancia o entidad. Echó una alforza monumental: costurón, cicatriz, grieta. Usado para nombrar lo que se deja de contar, para hacer una elipsis narrativa. Una mujer gatera: Placera, especialmente la que vende verduras (verdulera, pues, con el sentido peyorativo por delante). Entelerido: Sobrecogido de frío o pavor. Poner en lo ancho de la calle: Juramento que se pronuncia haciendo una cruz con los dedos pulgar e índice. ¡Por éstas, que me las tienes que pagar! Piedra javaluna: caliza negra veteada de blanco. Andar a gascas: andar a gatas. Estar alguien de media anqueta: Estar mal sentado o sentado a medias. Venir con dolamas: enfermedades propias y ocultas de las caballerías. Y cruz y luz: Y sanseacabó. Estar en las guías: estar muy delgado.  Se pintaba sola para meter la peste en un cañuto.
Cierro, sin embargo, con dos citas de la novela cuyo carácter premonitorio sume al lector en el ámbito insondable de lo ineluctable:
El egoísmo amoroso es el más violento de todos los egoísmos.

No tengo interés por estar aquí ni en ninguna parte del mundo. Todo me parece lo mismo y en todas partes me encuentro como el pez en el agua…, en agua sucia, se entiende.

sábado, 18 de octubre de 2014

El protoaforista europeo: Francesco Guicciardini.

                                                          


Los Ricordi politici e civili * de Francesco Guicciardini,  primer crítico de Maquiavelo**.

             Por los cerros ubetenses, por los que suele discurre buena parte del camino de una investigación filológica, he hallado, con el hato de mis fichas y asteriscos al hombro, este atajo hacia los orígenes del género en la Europa revuelta de los tiempos de Fernando el Católico. Francesco Guicciardini tuvo una vida rocambolesca, llena de los lances habituales en una época en que algunos territorios  anochecían franceses y se despertaban aragoneses, y en que una persona pasaba de la cárcel al gobierno de una región.
Hijo de un embajador florentino ante la corte de Milán y apadrinado por Marsilio Ficino, ¡que ya es aval!, estudió Derecho y, después de estudiar en Padua, se doctoró en Pisa. Partidaria, Florencia, de Luis XII de Francia, contra quien movió guerra el papa Julio II en alianza con Fernando V de Aragón y Enrique VIII de Inglaterra, Florencia decidió enviar un embajador que mediara ante Fernando V. Salió elegido nuestro aforista, a pesar de su juventud. En enero de 1512 salió de Florencia y tras ocho días de viaje, llegó a Burgos. De ese viaje, de casi dos años de duración, se conserva una narración en la que, luego lo veremos, Guicciardini nos ofrece un retrato, lleno de agudeza psicológica e histórica, de la España de los inicios de su andadura como estado.
         Florencia fue derrotada por la Liga, tras la muerte en Rávena del “general” Gaston du Fox. Los Médici, con la ayuda de la Liga, volvieron al poder del que habían sido expulsados 12 años antes. Julio, el hermano del Papa León X, cuyo mecenazgo artístico es uno de los grandes capítulos del arte en Europa, se convirtió en un  tirano. León X nombró a su sobrino Lorenzo, pero no se enderezaron los asuntos de estado.  Por esa misma época de la embajada de Guicciardino, Fernando V tomó Navarra con al apoyo de bulas ad hoc,  primero de Julio II y luego de León X, que justificaban la anexión. Como Fernando V trataba sobre los asuntos de Florencia con el Nuncio del Papa, Guicciardini pidió permiso para regresar. Salió de España en octubre de 1513 y por el camino, que iba a ser más largo para conocer el país, le llegó la noticia de la muerte de su padre. Aceleró, pues, el regreso y llegó a Florencia en enero de 1514. En agosto de ese mismo año fue elegido miembro de la Bailía, la corporación que gobernaba la república. Como fue elegido por los Médici tuvo enseguida en su contra a los nacionalistas florentinos que quisieron enemistarlo con Lorenzo de Médici para buscar su ruina. Ocurrió lo contrario. Cuando León X llegó a Florencia y trabó conocimiento con Guicciardini, no dudó, dada su valía, en llevárselo con él a Roma, facilitándole una exitosa carrera gubernamental al servicio de tres papas diferentes que fueron renovándole la confianza.
         Nuestro ambicioso hombre de gobierno, en parte maquiavélico aun a su pesar, creyó que sería capaz de gobernar en Florencia por la persona interpuesta de Cosme de Médici, después de haber defendido a Alejandro ante Carlos V, ganándose la admiración del Emperador por su elocuencia, y después de proponer a Cosme tras haber matado Lorenzo de Médici a su hermano Alejandro. Cosme, sin embargo, prescindió de sus servicios y a Guicciardini no le quedó otras sino retirarse a una alquería de su propiedad y, donde murió en 1540 a la edad de 57 años después de haber sido testigo y notario de una turbulenta época de la historia europea. Su conocida, y reconocida, dimensión de historiador, tanto por su Historia de Florencia como por su magna Historia de Italia compite con la de aforista y la de cronista, pero a mí me ha interesado lo segundo y me ha sorprendido lo tercero.
         De su polémica con Maquiavelo, a quien consideraba un idealista utópico, acaso en otro momento pudiéramos ocuparnos, sobre todo porque el realismo de Guicciardini no deja de sorprendernos al ponerlo en  relación con su biografía maquiavélica al servicio del poder de los Médici tanto en el papado como en Florencia, si no es uno y lo mismo.
         Mi interés prioritario son, como saben bien mis intelectores, los aforismos -¡la tesis que no cesa…!-, que en esta ocasión citaré directamente en italiano, porque es la edición que encontré en la red, aunque hay traducción en español. Pero no me resisto a ofrecer unas pinceladas de la visión que de España tenía un viajero ilustrado, aunque joven, el mismo cuyas teorías políticas se basaron en la contemplación directa de la acción de gobierno del Rey Católico, a quien Gracián, más de un siglo después, convirtió en El Político, en la suma de las virtudes del arte de gobernar y espejo de príncipes, por decirlo en expresión típica de los manuales de los siglos XVI y XVII, con los que lidio.
         La visión de España que nos ofrece Guicciardini no es muy halagüeña, pero no hemos de olvidar que, aunque respetado, está en una Corte hostil a sus pretensiones. Ello no empece para que advirtamos lo mucho que de verdadero hay en apreciaciones tan puestas en buen juicio como éstas:
Los hombres de esta nación son de carácter sombrío y de aspecto adusto, de color moreno y baja estatura, son orgullosos y creen que ninguna nación puede compararse con la suya: cuando hablan ponderan mucho sus cosas y se esfuerzan en aparecer más de lo que son; agrádanle poco los forasteros, y son con ellos harto desabridos, donde el famoso mito de nuestra hospitalidad queda hecho añicos, aunque no sucede lo mismo con la aberrante megalomanía que ahora sufrimos centuplicada en la autonomía catalana.
         La pobreza es grande, y en mi juicio no tanto proviene de la calidad del país cuanto de la índole natural de sus habitantes, opuestos al trabajo, que ha sido, una de las grandes rémoras del país frente a los laboriosos países protestantes. Si bien añade, y tiene rasgo de obviedad que A pesar de que, como se ha dicho, esta nación sea en lo general pobre, los grandes, por lo que yo entiendo, viven espléndidamente y con gran lujo, que eso de las demagógicas castas no viene de ahora, claro está.
        Son muy pródigos en ceremonias y las hacen con muchas reverencias, con mucha humildad en palabras y cumplimientos (…) todos son señores suyos, todos pueden mandarles, pero son de índole ambigua y hay que fiar poco en sus ofertas. Nos puede el protocolo, la pompa y la solemnidad. Y si no échese la cuenta de “momentos históricos” que se llevan vividos en Cataluña en los dos últimos años…
           Matrimonio –nos dice de los ahora televisivos Fernando e Isabel– ha sido éste en verdad muy afortunado, por haberse reunido, además de tan grandes reinos, una señora muy distinguida con un príncipe prudentísimo, si bien luego nos hablará de la ludopatía de Fernando V de Aragón, que atemperó por respeto a la reina Isabel pero a la que se entregó, ya viudo, con notable frenesí. El mismo de quien nos dice Guicciardini que es iliterato pero muy urbano.
         Más hiriente para el intelector contemporáneo es el párrafo en que despotrica de los judíos, tan propio de su época y tan deleznable siempre: Agregábase a esto otra cosa repugnante y censurable, a saber: que todo el reino estaba lleno de judíos y de herejes, y la mayor parte de los pueblos estaban manchados con esta infección y se encontraban en sus manos todos los cargos y heredamientos principales del reino, con tanto poder y en tan gran numero que se observaba sin gran trabajo “que en pocos años la España entera habría abandonado la fe católica”. De ahí que loe la creación de la Inquisición, de la Hermandad, porque esta activa persecución, juntamente con la severidad del castigo ha dado la mayor seguridad a los caminos, excepto algunos parajes que por su especial situación es casi imposible tenerlos completamente limpios de criminales. Por otro lado sorprende que ponga de relieve el enorme número de moros que habita en el reino de Aragón en donde habitan muchísimos moros usando sus mezquitas y ceremonias religiosas, habiéndoles tolerado por muy largo tiempo aquellos reyes, porque pagan impuestos considerables, lo que nos lleva a la confirmación de que hasta con los impuestos choca la Inquisición.    
         Sus Ricordi, una obra de vejez, pero construida a lo largo de su vasta experiencia como estadista, embajador, historiador y maquinador en la sombra, fue publicada en 1576 con el título inicial de Avvertimenti –Advertencias, o Avisos, que debería ser su correspondencia en español, a juzgar por los muchos de ellos que se publican en los siglos XVI y XVII– casi cuarenta años después de su muerte y, desde entonces, su reconocimiento ha ido en aumento, aunque haya sido ensombrecida, su obra, por la imponente de Maquiavelo. Sus Ricordi son el primer libro de aforismos europeo concebidos en la línea autobiográfica y teórica de lo que, con Montaigne, conocemos como un género nuevo, el ensayo, que ha llegado hasta nuestros días con insólita pujanza, solo comparable a la de la propia aforística,  y de todos es conocida la relación estrecha entre ensayo y aforismo, como lo demuestra la magna obra de Montaigne, un inmenso vadémecum de ellos .Estos aforismos nos presentan una perspectiva ética que choca con Maquiavelo en un aspecto metodológico. Mientras Maquiavelo pretende elaborar una teoría aplicable urbi et orbi, Guicciardini se ciñe al empirismo más radical. È grande errore parlare delle cose del mondo indistintamente e assolutamente e, per dire così, per regola; perché quasi tutte hanno distinzione e eccezione per la varietà delle circunstanze, le quali no si possono fermare con una medesima misura; e queste distinzione e eccecione non si trovano scritte in su libri, ma bisogna le insegni la discrezione.  Bien podríamos decir que, a su manera, lo que enfrenta a ambos es su postura frente a la justificación o no de los medios para conseguir los fines. Con todo, la visión poco amable Non è bene vendicarsi nome di essere sospettosso, di essere sfiducciato; nondimeno l’uomo è tanto fallace, tanto insidioso, procede con tante arte si indirette, si profonde, è tanto cupido dello interesse suo, tanto poco respetitivo a quello di altri che non sì può errare a credere poco, a fidarsi poco  y nada esperanzada que tiene Guicciardini de la condición humana, con un sí sabemos qué de medieval, nos lo vuelve un escritor cercano a nosotros en muchos aspectos, por esa suerte de realismo escéptico con que casi nos es obligado considerar estos tiempos que (no) corren:  Quando io considero a quanti accidenti e pericoli di infirmità, di caso, di violenza, e in modi infiniti, è sottoposta la vita dell’uomo, quante cose bisogna concorrino nello anno a volere che la ricolta sia buona, non è cosa di che io mi maravigli più che vedere uno uomo vecchio, uno anno fertile.
 Con todo, es de gradecer su inclinación hacia la observación y el reconocimiento de lo real como regla máxima de conducta, eludiendo las construcciones teóricas, religiosas o filosóficas, para intentar entender la realidad:   Tutto quelle che è stato per il passato e è al presente, sarà ancora in futuro; ma si mutano e nomi e le superficie della cose in modo, che chi non ha buono occhio non le riconosce, né sa pigliare regola o fare giudicio per mezzo di quella osservazione. A su parecer, escrutar el destino en lo invisible sólo sirve para ejercitar el ingenio, no para buscar la verdad: E filosofi e e teologi e tutti gli altri che scrutano le cose sopra natura o che non si veggono, dicono mille pazzie: perché in effetto gli uomini sono al buio delle cose, e questa indagazione ha servito e serve più a essercitare gli ingegni che a trovare la verità.
        Hay un concepto  capital, la discreción, para entender el concepto del hombre del Humanismo, del Renacimiento y aun del Barroco: Discreto lo quiere Guicciardini,  Discreto lo quiere Pietro Bembo en El cortesano y Discreto lo quiere Gracián en su obra con el mismo nombre El Discreto. Parte fundamental de esa discreción es la aceptación del propio destino: Né e pazzi né e savî non possono finalmente resistere a quello che ha a essere: per io non lessi mai cosa che mi paressi meglio detta che quella che disse colui: “Ducunt volentes fata, nolentes trahunt”. [ Se refiere al conocido aforismo de Séneca: Fata volentemen ducunt, nolentem trahunt: El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste.] 
          Lo atractivo de estos Ricordi de Guicciardini es que, como en todo lo humano, advertimos ciertas contradicciones propias de lo verdaderamente vivo y, por ello, complejo. Hay puntos básicos, como la pertenencia del autor a las clases dirigentes y la visión consiguiente del pueblo como un laberinto de confusiones Chi disse uno popolo disse veramente uno animale pazzo, pieno di mille errori, di mille confusione, sanza gusto, sanza deletto, sanza stabilità,  y en cuya opinión, por consiguiente, no se puede confiar:  Le inclinazione e deliberazione d’ populi sono tanto fallace e menate più spesso del caso che dalla ragione, che chi regola el traino del vivere suo non in altro che in sulla speranza d’avere a essere grande col popolo, ha poco giudicio, perché a apporsi è più ventura che senno , o la necesidad de hacer una política expeditiva: actuar, aun a riesgo de equivocarse, es siempre  mejor que la lamentable pasividad: Diceva messer Antonio da Venafra, e diceva bene: “Metti sei o otto saviî insieme, diventano tanti pazzi”; perché, non si accordando, mettono le caso più presto in disputa che in resoluzione .
Por cierto, en La forza del destino, de Verdi, un monje que da de comer la sopa boba, el bodrio, a los pobres, llamaba ricordi a esas sobras del rancho. Ignoro hasta qué punto cabe una interpretación del título de Guicciardini que relacione ambas acepciones, pero no deja de ser llamativa la coincidencia entre ambas, porque desde su encumbrada posición, no pareciera sino que Guicciardini nos hace gracia de ellos para alimento de nuestras almas…

Negli uomini può ordinariamente molto più la speranza che el timore; però fácilmente non temono di quello che doverrebbono temeré, e sperani quello che non doverrebbono sperare.

Non è la piú labile cosa che la memoria de’ benefici ricevuti.

Lo affermare o negare gagliardamente mette spesso a partito el cervello di chi ti ode.

Non e uomo sì savio che non pigli qualche volta degli errori. Ma la buona sorte degli uomini consiste in questo: abattersi a pigliargli minori o in chose che non importino molto.

La buona fortuna degli uomini è spesso el maggiore inimicco che abbiamo, perchè gli fa diventare spesso cattivi, leggieri, insolenti. Per è maggiore paragone di uno uomo el ressistere a questa che alle avversità.

Finalmente, Guicciardini hace un elogio el aforismo como género que, a diferencia de las obras largas, permite una mejor asimilación del contenido:
“Poco e buono”, dice el proverbio. È impossibile che chi dice o scrive molte cose non vi metta di molta borra; ma le poche possono essere tutte bene digeste e stringate. Per sarebbe forse stato meglio scerre di questi ricordi uno fiore che accumulare tanta materia.



*Todas las citas están tomadas de Guicciardini, Francesco, Ricordi. Ed. Einaudi, 1994

**Guicciardini, Francesco (1530). Consideraciones en torno a los Discursos de Maquiavelo sobre la primera década de Tito Livio.

domingo, 12 de octubre de 2014

Les històries naturals de Joan Perucho

                        


Una propuesta translingüística: leer a Perucho en catalán.

A Miguel Martí, de Hellín, que estudió en Madrid, con  entusiasmo, el catalán y la literatura catalana.


Me gustaría hacerle una sugerencia a los intelectores de este Diario: que leyeran Les històries naturals*, de Joan Perucho en la lengua original en que la novela fue escrita, el catalán. Quien más quien menos nos hemos atrevido a cosas semejantes. Ya sea leer en inglés, en italiano, en francés, o  en portugués, bien porque necesidad obligaba, bien por el capricho del amor a la "versión original", y hasta sé de un conocido que leyó en alemán, sin saber ni papa, por el amor a la investigación, guiándose por las raíces anglosajonas y las grecolatinas, un hermoso volumen de 250 pàginas, sin desfallecer...
Entiéndase que nada tengo contra la traducción, sin la que tan menguados tantos seríamos, pero la "oferta del día" es ésta: atreverse a leer a Perucho en su lengua original. No solo porque se trata de una lengua españolísima, sino porque, habiendo tan escasa distancia lingüística entre ambos idiomas, no vendrán por ella otras distancias artificiales que se quieren trazar entre españoles, catalanoparlantes y castellanoparlantes, y que solo existen en las mentes delirantes de quienes se sienten privilegio de la naturaleza, pueblo escogido y delirante cogollito del mundo.
         Perucho, por edad, formación e inclinación creativa pertenece a una generación de narradores que acaso no tengan el cartel mediático que otras, pero no adolecen, a mi limitado juicio, de la mediocridad de éstas. Hablo de narradores como Alvaro Cunqueiro, como Néstor Luján, como Torrente Ballester, como Miguel Delibes  y otros, a los que incluso podrían añadírseles algunos narradores algo más jóvenes, como Juan García Hortelano, que invitan al lector a degustar el placer del arte de narrar sin los aspavientos ni las sobreactuaciones con que las jóvenes generaciones nos quieren descubrir la piedra filosofal de dicho arte. Pertenecen todos ellos a la vieja escuela que cuida la historia en las dos vertientes, el argumento y el estilo: interesa lo que cuentan y sobre todo interesa cómo nos lo cuentan. Nadie va a descubrir a estas alturas el poderío imaginativo y estilístico de la, a mi parecer, mejor obra narrativa española del XX La saga/Fuga de JB, de Torrente –sí, sí, por encima de Señas de identidad y de Tiempo de silencio, aunque suene a heterodoxia–, ni tampoco las novelas históricas de Luján, como Decidnos, ¿quién mató al conde?, Las Crónicas del sochantre, de Cunqueiro, Los santos inocentes, ese desafío estilístico colosal, o la Gramática parda, de Hortelano.
         Les històries naturals de Perucho sorprenderán al lector por la distancia irónica y bienhumorada del narrador, la ternura con que contempla la aventura de unos “creyentes ilustrados” contra los poderes diabólicos, con todas las contradicciones que ello implica, la descripción de una sociedad, la Barcelona de la primera mitad del XIX, llena de una agitación política, sindical  y cultural de envergadura, y, sobre todo, la mezcla de la aventura ilustrada con la guerra carlista y la presencia, como personaje clave, de Ramón Cabrera, conocido como el Tigre del maestrazgo, y famoso por su crueldad, todo ello en unos paisajes, los de las comarcas de Tarragona, Castellón y Gerona bien conocidos por sus lectores catalanes, pero no menos por intelectores apasionados del arte refinado allá donde se halle, como en Les històries naturals, en este caso, descritos desde la doble vertiente de los naturalistas y los paisajistas ¿Quién no ha oído hablar de Miravet, su famoso castillo templario y su paso de barca, donde transcurrió parte de la famosa batalla del Ebro en la Guerra Civil;  de Morella, la bien cercada, tierra perfumada de trufas, de Gandesa y de tantas geografías entre literarias e históricas? La sorprendente habilidad de Perucho es la de recrear una novela del XIX a medio camino entre el cuadro de costumbres, la novela realista y la novela fantástica, en la línea genealógica de obras como El manuscrito hallado en Zaragoza o El barón rampante, por citar ejemplos muy diversos. El catalán refinado de Perucho, que no rechaza, sin embargo, los recursos del nivel coloquial en los abundantes diálogos de la obra, nos permite intuir algo de ese espíritu ceremonial propio de la idiosincrasia catalana marcada por el seny, porque, como todo el mundo sabe, también hay otra señal de identidad, no menos potente, que es la marcada por la rauxa, y de ambas se habla con notable claridad y perspicacia en un libro que no ha tenido el éxito que merecía y que a mí me parece algo así como un puente que ayudaría a centrar el debate abierto entre las enfrentadas visiones que tenemos de Cataluña. Me refiero al libro de Ángel Carmona, Las dos Cataluñas/Les dues Catalunyes, un estudio riguroso y clarificador de esa idiosincrasia bifronte tan propia de los habitantes del principado. Con todo, quien se interne con la pasión filológica que es necesaria para leer en otra lengua con la que el castellano comparte el 80% de sus recursos, hallará en la propia lectura su recompensa, porque Perucho dosifica con extraordinaria habilidad las peripecias de sus ilustrados y sabe ir más allá de las sangrientas rencillas carlistas para llegar a lo que de humano nos iguala, sea cual sea nuestra posición ideológica. El tema del vampirismo no era frecuente, desde una perspectiva literaria española, en los años 60, de ahí la creación a contracorriente de un novelista excepcional como Perucho, juez de profesión, por cierto. Y acaso de ahí, también, que se tardara tanto en reconocer la calidad general de su obra y la de este libro en particular. Si hay intelectores capaces de confiar en esta propuesta, puedo asegurarles que no cerrarán el libro defraudados. Ese será el momento, por ejemplo, de atreverse con El jardí dels set crepuscles, de Miquel de Palol, quizás la mejor novela catalana de la segunda mitad del siglo pasado. De moment, per fer boca, un petit fragment extret a l’atzar de l’acte d’obrir el llibre sin designi:

         En arribar a la venta de Camposines, els nostres amics, amb gran sentiment, hagueren d’abandonar el carruatge, puix que d’ara endavant no hi havia més que camins de ferradura. Dipositaren, doncs, el tílburi a la venta, l’amo de la qual cobrà setze reals pel dipòsit –conservació i neteja inclosa–, i es disposaren a continuar la percaça del vampir, disfressat, ara, de guerriller. Abans, però, dinaren a la venta, on els fou servit un be sensacional rostit amb alioli, regat amb un vi de la Terra Alta que, de tan fort, produïa pampallugues als ulls. Amadeu es permeté de dir que, amb la pudor que feien llurs alens, no hi havia perill de témer cap atac del vampir. Montpalau, però, trobà inconvenient i de mal gust aquesta observació i, amb una severa mirada, el féu callar.

         Bon profit, doncs!




*Cualquier edición es buena, pero a mí me ha encantado la de Cercle de Lectors, de 1991, cuya portada reproduzco en el encabezamiento de esta entrada.

lunes, 6 de octubre de 2014

Continúa la inmersión en Emerson, II.


                                                                         
                                                           
La cordialidad de la mismidad inalienable.

 Ralph Waldo Emerson o la declaración de independencia cultural usamericana, II.

Para Gregorio Luri que disfrutó de su Walden particular up there…

         [He de confesar, en este brevísimo preámbulo obligado, que me ha sorprendido la generosa acogida a esta entrada del Diario. Ignoraba – originario como soy de Lagunas de Ruidera… – que Emerson tuviera tal capacidad de atracción. Imaginaba –topo ciego, pues– que la mera presencia de su nombre venerable en el encabezado sólo conseguiría captar la atención de algún despistado lector que no lo hubiera leído, como yo. Ya veo que no, que su poderoso pensamiento puede seguir concitando el interés de los intelectores de hoy. Por eso me he visto felizmente obligado a concluir cuanto antes la segunda entrega de esta común  lectura entusiasta.]

Quedó dicho, creo recordar, que el orondo Bloom comparaba a Emerson con Montaigne, no sólo por la amplitud de sus preocupaciones intelectuales, sino por la cultura clásica y por la tendencia al laconismo sentencioso, propio no de quien quiere ahorrarse redacción, sino de quien quiere ahorrar al lector repeticiones enojosas o encumbradas digresiones ubetenses. La claridad de pensamiento tiene esa virtud, y Emerson, en ese sentido, es un autor la mar de agradecido.
Dijimos, pero no lo desarrollamos, que su vinculación con la naturaleza no era una pose de origen romántico, aunque ese origen tenga, ni tampoco una extravagancia antisistema, al estilo de Thoreau, sino, en el mejor sentido de la palabra, la conciencia de ser emanación de ella y, por tanto, el autor se ve en la necesidad de entonar la alabanza discreta de esa realidad de la que forma parte. La escisión urbano/rural actúa también en Emerson, por más que sea un tópico de la literatura occidental presente en Horacio, por egregio ejemplo,  autor de un concepto, la aurea mediocritas, que tan excelentemente define un modo de ser en el mundo, y  también, por poner un ejemplo cercano, en Antonio de Guevara, cuyo Menosprecio de Corte y alabanza de aldea –que parece nacida de su famoso cuentecillo El Villano del Danubio– merecería tener más lectores, sobre todo si a estos les gusta una escritura clásica con predominio de las antítesis, los quiasmos y las estructuras bimembres, en las que sobresale Guevara. La vivencia de la naturaleza de los concordianos tiene no poco de rebeldía, pero también de religiosidad y de humildad. Actúa esa reverencia hacia ella como una anticipación de lo que habrá de ser la crítica a la Ilustración y al poder omnímodo de la razón, hoy ya, según a quién se lea, una ancianita venerable de la que pocos esfuerzos pueden esperarse… La presencia apabullante de la naturaleza a la que no se puede sorprender mal vestida, como dice Emerson con harto ingenio aforístico, la vive nuestro autor como la presencia de lo excesivo, de donde infiere, pro domo sua, una hermosa teoría: La exageración es parte de todas la cosas. La naturaleza no envía al mundo ningún ser, ningún hombre, sin darle un pequeño exceso de alguna cualidad propia, que entronca con esa idea tan americana de ser portadores de una misión en esta vida, de estar predestinados a algo grande. Hay en Emerson un reconocimiento que a veces olvidamos: Hablamos de desviación de la vida natural, como si la vida artificial no fuera también natural. Se trata de una constatación a la que le cuesta abrirse paso en mente que ven la especie humana como una aberración de la naturaleza, como su cáncer. En realidad, el naturalismo de Emerson consiste en aceptarnos como somos (La realidad es mejor de lo que se cuenta), si bien hay una diferencia abismal entre estar en contacto con la naturaleza o no estarlo: Las ciudades no dejan espacio suficiente a la mente humana, que podría haber sido epígrafe para Poeta en Nueva York de Lorca. La contrapartida de esa grandeza interior que todos creemos poseer, de esa exageración de la naturaleza que vibra en nosotros, es la facilidad con que puede caerse en el delirio de grandeza, en la megalomanía: Notable es el exceso de fe de cada hombre sobre la importancia de lo que tiene que hacer o decir. Las tensas relaciones entre la persona y la naturaleza, dada nuestra artificialidad consustancial, no se le escapan a Emerson, porque el ser humano es un generador nato de fines, mientras que la naturaleza no tiene otro fin que ella misma o, en palabras de Emerson: Vivimos en un sistema de aproximaciones. Todo fin es anticipo de algún otro fin. Estamos “acampados” en la naturaleza, no “aclimatados”. Y esa distinción explica a la perfección nuestro fracaso.  La vuelta a la naturaleza es, por lo tanto, una exigencia de quien quiere reconectar con sus orígenes y, para ello, hay que despojarse de saberes preconcebidos, porque como mejor explica Emerson: A las puertas del bosque, el hombre de mundo, sorprendido, se ve forzado a abandonar sus opiniones civilizadas sobre lo grande y lo pequeño, sobre lo sabio y lo estúpido. La mochila de la costumbre cae de sus espaldas con el primer paso que da en estos recintos. Hay aquí una santidad que avergüenza a nuestras religiones, y una realidad que desacredita nuestros héroes. El epifonema con que concluye el párrafo es una demostración tan evidente del poder del estilo y el modo de razonar emersoniano que por sí mismo vale como la más persuasiva de la razones para invitar a su lectura profusa. De forma congruente con el crédito que Emerson le concede a la realidad, no es de extrañar que su actitud ante el conocimiento sea la que con tanta vehemencia poética -¡hay tanto de vate inspirado en su obra!– expresa en las siguientes palabras: Cada momento y cada objeto instruye: porque la sabiduría está vaciada en todas las formas. Ha sido vertida en nosotros como sangre; nos convulsionó como dolor; resbaló dentro nuestro como placer; nos envolvió en sus opacos, melancólicos días, y en días de alegre labor; no adivinamos su esencia, sino después de largo tiempo.
         Su visión de la realidad y del individuo dentro de ella, acaso por su visión enardecida de la naturaleza, no le impide, por más que sea su confianza en la capacidad de las personas sea enorme, tener una visión ecuánime de lo que acontece: No importa cuántos siglos de cultura lo han precedido, el nuevo hombre siempre se encuentra al borde del caos, vive en perpetua crisis. ¿Recuerda alguien cuándo los tiempos no fueron duros y el dinero escaso? ¿Recuerda alguien cuándo abundaron los hombres sensatos, los hombres y las mujeres de buena ley? (…) La política nunca fue tan corrompida y brutal; y el comercio, ese orgullo y favorito de nuestro océano, ese educador de naciones, ese benefactor a pesar suyo, no es sino vergonzoso delito, engañifa y bancarrota, en todo el mundo. Palabras que a cualquier inelector le parecerán actualísima descripción de nuestro presente, independientemente de las circunstancias concretas, tan diversas, entre su presente y el nuestro. Hay, por lo tanto, en la persona algo que atraviesa los tiempos de forma inmutable, un impulso de ser que parece unificarlos todos (Un granjero decía que le hubiera gustado poseer toda la tierra lindante con la suya. Bonaparte, que tuvo el mismo apetito, trató de hacer del Mediterráneo un lago francés). Por ello, el verdadero dueño de su destino es quien vive en el aquí y ahora: Solo es rico el que posee el día, dice Emerson trayendo a su aforismo el eco de la filosofía grecolatina. No solo el día sino incluso la hora: Llenar la hora, no más, eso es la felicidad. Llenad mi hora, ¡oh, dioses!, para que yo no diga, cuando haya terminado esto: “Mirad, otra hora de mi vida que se ha ido”; sino, mejor: “He vivido una hora”. Porque de lo que se trata no es de vivir en la extensión, sino en la intensión. La ciencia alarga la vida, pero en algunos  alarga también su hastío. Hay que rasgar el velo de Maya y saber leer el mundo: Desnudando al tiempo de sus ilusiones, tratando de ver qué hay en el corazón del día, descubrimos el valor y la igualdad del momento, y la insignificancia de la duración. Lo que cuenta es la profundidad con que vivimos, de ningún modo la extensión superficial de la vida.
         El interés que por el genio, el héroe o la individualidad sobresaliente manifestó Emerson en su ensayo sobre Shakespeare nos permite establecer un paralelismo con otro escritor, el inglés Thomas Carlyle, con quien mantuvo una fraternal correspondencia durante más de 30 años. Son muchos las semejanzas entre las circunstancias vitales de ambos como para resistirse  a una visión plutarquiana de ambos, entre el Sabio de Concord y el Sabio de Chelsea como conocían en Londres a Carlyle, pero ¡no tema el intelector!, que sé resistirme. Si acaso, tal vez vuelva sobre ello, si los años me son propicios, cuando lea Sartor Resartus. La visión del héroe, en este caso el hombre de genio literario como Shakespeare, le sirve a Emerson para elaborar una teoría del mismo muy curioso y en la onda de algunos opinadores de nuestros días, porque, para Emerson, el genio más grande es el hombre que más deudas tiene con los demás, es decir, con la tradición. Y de ahí sigue una senda, toda originalidad es relativa. Todo pensador es retrospectivo, que acaba forzosamente en la moderna teoría de la intertextualidad que se acerca, cuando mal entendida,  al plagio puro y duro: Prácticamente ha llegado a ser una regla de la literatura que un hombre después de haberse mostrado capaz de escribir con originalidad, tiene en adelante derecho a robar a discreción de los escritos de los demás. El pensamiento es propiedad de quien puede hospedarlo, y de quien puede colocarlo en lugar adecuado. ¿Radica la genialidad en una lectura apropiada? Algo así nos quiere indicar Emerson cuando nos dice que el genio creador es el que conoce la chispa de la verdadera piedra y la `recia muy ato, doquiera la encuentre. Tal es la feliz posición de Homero, quizá; de Chaucer, de Saadi*.
         El ensayo dedicado a la amistad (la amistad, como la inmortalidad del alma, es algo demasiado bueno para ser creído) ofrece, como los anteriores, una buena muestra del modo como progresa el discurso en Emerson y, sobre todo, de su insobornable culto a la verdad, porque reconocer que vulgaridad, ignorancia, malentendido, son viejas amistades nos sitúa en la perspectiva adecuado para, en vez de entonar un noble canto a una de las grandes manifestaciones de la virtud, ofrecernos un demoledor y contundente análisis de la dificultad de alcanzarla: Nuestras amistades son breves y mezquinas porque la hemos hecho con tejidos de vino y ensueño en lugar de la vigorosa fibra del corazón humano. Las leyes de la Amistad son grandes, austeras y eternas, como las leyes de la naturaleza y de la moral. Pero hemos apuntado a un beneficio rápido y bajo, para gustar una pronta dulzura. Emerson se plantea la amistad como una exigencia de la individualidad. Hasta que no se posee esa personalidad fuerte, definida, es imposible encontrar la verdadera amistad, como él dice, paradójicamente: Es preciso ser “muy dos” antes de ser “muy uno” o, acaso,  mejor ser una ortiga en el flanco de tu amigo que su eco. Es de tal naturaleza la exigencia que plantea Emerson a la realización de la amistad, que no es de extrañar que acepte la radical soledad en que ha de vivir el individuo que se precie de serlo, un poco al estilo de la quevediana del vive para ti solo si puedes, pues solo para ti, si mueres, mueres. De ahí la temible constatación a la que él se enfrenta con una esperanza infinita en la posibilidad del bien y de lo bello: Caminamos solos por el mundo. Amigos como los que deseamos son sueños y fábulas. Pero en el corazón fiel alienta siempre la sublime esperanza de que en otra parte, en otras regiones del universo, hay almas que ahora sufren y obran, almas que pueden amarnos y a quienes podemos amar.
         El humanista americano, un ensayo  que el pragmatista Wendell  Holmes consideraba “nuestra declaración de independencia cultural”, sienta las bases de un renacimiento cultural que hunde sus raíces en la aventura americana antes que en el viejo continente. Ya en el ensayo sobre la amistad había hecho una declaración inequívoca: Viajamos a Europa, perseguimos personas o leemos libros, con fe ingenua en que ellos los llamarán o nos los revelarán. Pordioseros todos. Las personas son como nosotros; Europa, un viejo ropaje desvaído de gente muerta; los libros, sus fantasmas. Dejemos esta idolatría. Abandonemos esta mendicidad. Y de ahí el entusiasmo de Walt Withman cuando le envió, buscando su aprobación, la primera edición de Hojas de hierba. Ha de contarse en el amplio haber de Emerson ser el primer valedor de Withman, si bien el uso que, sin autorización expresa, éste hizo de la elogiosa carta del primero para el prólogo a la segunda edición los distanció. El diseño del humanista americano viene a ser una visión nacionalista de lo que ha de ser una ambición universalista, pero a veces el camino de lo global tiene estos rodeos locales. El entusiasmo con que Emerson habla de la dedicación intelectual tiene resonancias autobiográficas, puesto que a ella dedicó su vida. Las recomendaciones para ello pasan, sin embargo, por un estrechísimo acercamiento a lo real, no por conservar la fría distancia desde donde intentar capturar la ecuanimidad. El humanista lo es porque está en contacto con lo humano, con los otros, no aislado: El proverbio árabe dice: “Una higuera, mirando a otra higuera, se vuelve productiva”, solía repetir. Y ha de perseguir, además, la acción, puesto que a través de ella se estrecha la relación con lo real: Aunque solo fuera para poseer un buen vocabulario, el humanista debería codiciar la acción. La vida es nuestro diccionario. No sólo eso, sino que incluso el caudal léxico le sirve al autor para establecer la jerarquía de la vitalidad: Cuando oigo hablar a cualquier persona, conozco enseguida cuánto ha vivido, por la pobreza o el esplendor de sus palabras.  El objetivo de ese sociabilísimo humanismo imbricado en la acción (Vivir es un acto total. Pensar es un acto parcial) nos recuerda aquella sentencia rousseauniana: el hombre que medita es un animal depravado, que yo use como epígrafe para mi ensayo aún desencajado La España vulgar. No puede haber, pues, un humanismo que no “esté” asentado en la realidad del cada día, porque de ese contacto fructífero provendrá la obra imperecedera: Fatigas, calamidad, exasperación, necesidad, son maestros de elocuencia y de sabiduría. El verdadero humanista lamenta las oportunidades de acción que han pasado por su lado, como una pérdida de poder. Y para rematarlo, nos advierte paradójicamente del poder pernicioso e los libros: la mejor de las cosas, bien usados; si se abusa de ellos, cuentan entre las peores; una opinión en las antípodas del baboso y acrítico elogio del libro y la lectura, como si lo importante no fuera el contenido específico en vez de la facultad; o como si los enemigos totalitarios de la cultura no hubieran transmitido sus idea también a través de los libros. A su manera, hay un paralelismo con el “derecho a votar” del secesionismo catalán que se presenta como el no va más de lo democrático  cuando en realidad se trata de un derecho que no tiene sentido sin su complemento directo, porque votar la reinstauración de la pena de muerte también se vota, y a pocos les parecerá que eso sea un acto democrático excepto etimológicamente, pero ya se sabe quién carga las etimologías, ¿verdad, don Miguel?
         De momento hasta aquí llegan mis coincidencias con Emerson, pero su grafomanía, que lo llevo a derramarse por escrito incesantemente, me convoca a futuras lecturas que intuyo tan sustanciosas y apasionantes como la presente. Emerson no es un libro, sino una biblioteca.


*Es curioso el caso de Saadi y que vuelva a encontrármelo en estos textos de Emerson. Mientras que los Rubaiyat de Omar Khayyam alcanzaron en occidente un éxito fulgurante, El jardín de las rosas del también persa Saadi de Shiraz apenas ha traspasado los círculos de aficionados al orientalismo. Se trata, sin embargo, de un excelente aforista que merecería más extenso conocimiento.

jueves, 2 de octubre de 2014

Mi feliz inmersión en Emerson, Ralph Waldo

                                                                
Emerson reads the news always old.


Ralph Waldo Emerson o la apasionada búsqueda y reafirmación del yo.

Para Gregorio Luri que disfrutó de su Walden particular up there…

         A cualquier aficionado a la literatura y al mundo de las ideas en general suele ocurrirle: lee un autor con el que siente tantas afinidades, que le parece imposible no haberlo leído antes, o acaso tiene la íntima sensación de haber dicho o escrito lo mismo que él, en una suerte de coincidentia similorum, y acaba celebrando, agradecido, los subrayados en el libro de todas y cada una de las coincidencias con sus palabras, una estupenda ocasión para celebrar el feliz hallazgo. Por formación, temperamento, profesión y vida social, nada me asemeja a Emerson, tan lejano en su timorato respeto de los convencionalismos sociales, pero su pensamiento radicalmente individualista me es difícil no hacerlo mío y verme reflejado en su defensa a ultranza de la individualidad y de la conquista de un yo con el que soportar, en la medida de lo posible, la travesía de la existencia. Emerson fue un rebelde, y la octava generación de clérigos unitarios en su familia, aunque, al final, también abandonaría dicha secta protestante porque, en sus propias palabras: I like the silent church before the service begins, better than any preaching, y fue consecuente con su rechazo a sufrir la imposición de ningún credo, porque cualesquiera de los muchos que se le ofrecen a la persona sólo buscan, según él, privarla de su yo y de su libertad. Su apuesta por lo que, a partir de su ruptura, se llamó el trascendentalismo, dividió profundamente la secta unitaria. Con todo, ha de recordarse que los unitarios predicaban un acercamiento racional al cristianismo, y quizás ello explique la apuesta de Emerson por una espiritualidad propia basada en la intuición, en las convicciones individuales y en la fusión, casi mística, con la naturaleza.
        Pertenece Emerson al llamado grupo de Concord, junto con David Thoreau y Nathaniel Hawthorne, que no necesitan presentación. Pocos intelectores hay que no hayan leído el Walden del primero y pocos también, quiero creer, que no hayan leído la amenísima House of the seven gables, del segundo, que tuve la oportunidad de leer en Boston, al ladito del Salem donde estaba ubicada la casa que da título a la novela y que, ignorante de ello en ese momento,  visité guiado por la obra de Miller y los famosos procesos de brujería del XVII. Si algo caracteriza a esos escritores es el insobornable apego a su individualidad y su afán por contribuir a la creación de una sociedad de hombres libres, alejados de cualquier credo que condicionara su radical libertad personal. De los tres, acaso el más radical en sus planteamientos fuera Emerson, por más que cultivara una  docilidad social que parecía contradecirse con sus convicciones. Digamos que vivió esa escisión biográfica como mejor pudo, pero, sobre el papel, no tuvo ninguna cortapisa para expresarse con una libertad que comparto totalmente.
        He leído una antología de ensayos editada por la Colección Estrada, de Buenos Aires, en 1943, en traducción de Juan Ángel Cotta con la que, a veces, se tropieza el intelector sin saber si por el casticismo transoceánico o por cierta pereza a la hora de buscar equivalencias más aceptables para el castellano normativo. En cualquier caso, el ensayo Self-Reliance lo he encontrado en la red y no he necesitado, por lo tanto, la ayuda, en tantos casos inestimable, de ese noble arte traicionero de  la traducción.
Se trata de ensayos muy diversos, porque Emerson acabó su vida profesional como conferenciante que se ganaba la mar de bien la vida, lo cual parece, a juzgar por la severidad de semblante y aspecto con que aparece en algunas fotografías algo chocante, pero su carrera fue de las primeras que establecieron un circuito estable de lectures, de conferencias, con las que no sólo ganarse la vida, sino sobre todo una sólida reputación intelectual. Muchos de sus ensayos pasaron, por lo tanto, de la dicción a la edición, sin que, al parecer de sus contemporáneos se perdiera nada en el camino, porque la manera especial de escribir de Emerson, cercana al  registro coloquial, como si hablara con el intelector a solas, como si de tú a tú intercambiara confidencias en la veranda de su  Old Manse, sentados ambos en viejas y acogedoras mecedoras que acompasaran el pensamiento de los interlocutores al ritmo del suave movimiento, cuyo carácter hipnotizante tanto predispone al recogimiento inteletual. Rely on your self se convirtió en su divisa, complementado por el filantrópico Be of use to your fellows, que muestra inequívocamente la escisión, el conflicto permanente que vivió entre el refugio en sí mismo y la necesidad de actuar en sociedad.
        Hacía tiempo que no subrayaba un libro con tanto ímpetu y adhesión, la verdad. Cualquiera de los ensayos leídos, sea Naturaleza, el hesiódico Los trabajos y los días; Shakespeare o el poeta; Amistad; Regalos; El humanista americano o el emblemático Self-Reliance, merecería una entrada completa en este Diario. Como me es imposible –el tiempo acosa, el arte es largo, pero la vida breve– acometer tal proeza, me temo que habré de defraudar a mis sufridos visitantes con un repaso acaso precipitado (en su doble sentido) de la obra de un autor cuyo equivalente europeo podría ser Max Stirner, estricto coetáneo suyo, Emerson nace en 1803 y Stirner en 1806, aunque dudo de que el autor americano llegara a leer la famosa obra de Stirner, El único y su propiedad, tan cercana a las tesis del autor. Lo que es seguro es la frecuentación de Montaigne, con quien han de emparentarse forzosamente los ensayos de Emerson, porque, a su manera, también los del americano, como los del francés constituyen una biografía explícita, y no pocas veces implícita. En todo caso, que sepan los intelectores que visiten este Diario que será un tiempo ganado el de la lectura de un autor tan cercano, tan inmediato, tan poco correctamente político, como es Emerson. Harold Bloom no duda en denominarlo “el Montaigne americano”, pero sus contemporáneos solían referir se a él como “El sabio de Concord”.
        Si hay una idea rectora de su discurso, hable de lo que hable, la halló expresada en las Sátiras de Persio: Ne te quaesiveris extra, esto es, “no busques fuera de ti mismo”. Ese es el motor de su búsqueda, el que le lleva a afirmar, en aquellos tiempos puritanos de su época: nothing is at last sacred but the integrity of your own mind. Emerson incluso está tentado de elevar el capricho a categoría desde la que afirmarse a sí mismo, de ahí que quisiera entronizarlo: I would write on the lintels of he door-post, Whim, que es lo que se le quedó grabado a Oscar Wilde tras leer este ensayo, hasta el punto de afirmar, en su delicioso opúsculo La decadencia de la mentuira (Ed. Siruela), que debería hacer lo mismo y colocar ese Capricho, como una deidad, a la que ha de seguirse fielmente, en el dintel de la puerta de su biblioteca.  Hay algo lúdico en la manera como Emerson afronta este asunto de su yo y las asechanzas contra su preservación con las que ha de luchar, pero si hay en Emerson un aspecto de su carácter con el que sintonizo totalmente, porque lo veo el fundamento de su ser, y del mío, es el de su avasallador vitalismo  y su entrega a la experiencia de lo natural, de lo instintivo. Después volveremos a su vivencia de la naturaleza, pero ahora, ya que hemos entrado por él, saquémosle algo de jugo a Self –Reliance.
Emerson, como no se le escapa a nadie, y conociendo su formación clásica, amén de escribir para una audiencia, antes que para los lectores, es muy amigo de recurrir al aforismo sentencioso no sólo para condensar su pensamiento sino también para cumplir una de las funciones de la aforística: sorprender e inquietar al lector. Abundan, por lo tanto, ese tipo de aforismos que luego corren de libreta en libreta con las ínfulas de Decálogo con que los demás los recogen. Si no fuera porque el discurso de la autoestima ha acabado teniendo una lectura radicalmente retrógrada, tras ponerse al servicio de la explotación capitalista, como bien saben los que escriben sesudos ensayos sobre esas cosas –y que yo leo por compartirlos con mi hija universitaria–, podríamos considerar a Emerson como el padre del concepto y de su aplicación: Trust thyself: every heart vibrate to that iron string, nos dice, sintéticamente; pero lo reafirma a lo largo de todo el ensayo: The man must be so uch, that he mus make all circumstances indifferent. Every true man is a causa, a country, and an age. Ahora bien, la valentía, el coraje individualista de este pensador de apariencia conformista se manifiesta en convicciones como la que sigue y que tantas críticas debieron valerle en su tiempo: As men’s prayer are a disease of the will, so are their creeds a disease of the intellect. Sólo hay que lanzársela, cordialmente, a los alienados políticos dispuestos a saltarse todas las leyes de la convivencia, establecidas de común acuerdo, para conseguir sus perversos objetivos totalitarios, y veríamos lo que escocería. Dicho de otro modo, de Emerson, claro: Society is a wave. The wave moves onward, but the water of which it is composed does not. Por eso se/nos recomienda algo que tendemos a olvidar: Insist on yourself; never imitate. Emerson era consciente de la delicada situación en que le ponían sus ideas, sus convicciones, por eso concluyó que It is easy in the world to live after the world’s opinión; it is easy in solitude to live after our own; but the great man is who in the midst of the crowd keeps with perfect sweetness the Independence of solitude.
Los intelectores saben la atención que le hemos dedicado a la teoría del carácter en este Diario, por eso no sorprenderá a nadie que autores como el presente, con sólida formación clásica, tengan una opinión al respecto. Para Emerson el carácter es algo así como el objetivo último de la filosofía, por eso, dada la preeminencia que le otorga en su concepción antropológica, no me resisto a transcribir la cita completa: Quien ama a primer vista y odia a primera vista; quien discierne las afinidades y las repulsiones; quien no se aflige, como los demás, por las condiciones, porque está siempre en la misma, y en ella goza; quien, consciente de merecer e triunfo, constantemente menosprecia los medios ordinarios de conseguirlo; quien tiene existencia propia y se ayuda a sí mismo; quien se permite ser como es en la sociedad; quien es grande en el presente; quien no tiene talento, ni le importa tenerlo, pues posee algo que es anterior al talento y que lo sobrevivirá, algo de lo cual éste es solo la herramienta; quien tiene todo eso, tiene carácter –el nombre más alto a que ha arribado la filosofía. De lo que es herramienta el talento es del trascendentalismo, de esa permanencia espiritual que es sinónima, para Emerson, de libertad y de poder.

Como advierto, ¡ay!, que me extiendo más de lo que la cortesía permite, convido a quienes hayan seguido con interés esta entrada a continuar su lectura en la próxima, de aquí a una semana, poco más o menos, si el tiempo lo permite y la autoridad no lo impide. Gracias. Disculpen la interrupción. (Continuará…)