Mira a lo lejos. 66 escritos sobre la felicidad. Los Propos de un autor recóndito y admirable: Alain.
Hay
escritores que nunca estarán de moda, porque lo suyo es el modo, la manera, el estilo,
la solidez del pensamiento y la renuncia a las pompas, pero no a las obras, ni
a la comunicación, y saben que, de igual manera que otros le influyeron, sin relumbrón
alguno, él servirá de faro silencioso, pero de intenso brillo, a muchos otros
que contraen con él deuda eterna de gratitud, de difícil pago, salvo en
ocasiones como la presente en que una publicación adquirida en la bendita
segunda mano con que actúa el dios azaroso que guía las lecturas de este Artista Desencajado le franquea el paso
hacia posibles intelectores que lo
devuelvan a la vida que nunca ha perdido, por más que, en apariencia, parezca
resurgir, como ave fénix, del rescoldo permanente que late bajo la serenidad de
sus cenizas.
Alain no necesita, para los lectores franceses, que se añada
su nombre civil: Émile Chartier (al estilo de ese sinsentido que ha sido
siempre lo de Azorín, a quien su nombre civil lo ha acompañado siempre entre
paréntesis (José Martínez Ruiz) como un injusto agravio a su decidida voluntad
pseudonómica), para identificar a uno de los grandes maître à penser del pasado siglo. Su dedicación a la filosofía la
combinó eficazmente con un interés humanístico de amplísimo espectro, que fijo
en una forma expresiva, el Propos –la
substantivación de un marcador del discurso– que bien podría traducirse por “por
cierto” o “a propósito”, es decir, un texto de carácter incidental, un
comentario al hilo de un discurso de mayor entidad que actúa como referente
implícito que, salvo en contadas ocasiones, nunca se menciona. La intención
humilde de estos propos de Alain no le
restan un ápice de profundidad psicológica, filosófica, histórica, sociológica
o cualquiera que sea la disciplina desde la que lo construye, porque hemos de
apresurarnos a decir que la vía habitual de expresión de estos propos era el diario, la revista, un
ámbito de divulgación que él superó con creces sin perder nunca de vista la
intención de llegar a un público numeroso. Ecribió más de 3000 que fue
recogiendo en colecciones como la presente, Propos
sur le bonheur, cuya edición definitiva en 1928 alcanzó la cifra de 97,
inexplicablemente reducida a 66 en la traducción hecha por Emilio Manzano y
publicada por RBA, cuyo título Mira a lo
lejos, 66 escritos sobre la felicidad (2003) –excelente papel y
encuadernación, por cierto, en estos tiempos de recortes en los costes de
producción– renuncia al intento de
traducir el género, propos, y lo
sustituye por un genérico “escritos” que los desnaturaliza, como si no
constituyeran un género personal absolutamente reconocibles para cualquier
frecuentador del autor.
Alain es uno de esos autores ampliamente citados pero acaso
nunca suficientemente encumbrados al puesto que otros ocupan con menos
merecimientos, a pesar de que discípulos suyos como Simone Weil han dejado claro
testimonio de su gratitud. Se trata de una figura muy próxima, siquiera sea por
su ateísmo, su pacifismo y su escepticismo radical, amén de por su afición a
las caminatas por la montaña, ejercicio tan romántico como doblemente higiénico,
para el cuerpo y para el espíritu. Fue un viajero inmóvil, porque ya nos dice
en el texto que para mi gusto, viajar es
recorrer un metro o dos, detenerse y mirar otra vez un nuevo aspecto de las
mismas cosas. A menudo, sentarnos un poco a la derecha o a la izquierda es
suficiente para cambiarlo todo, mucho más que si recorriéramos cien kilómetros.
No se trata del viaje alrededor de su habitación, sino de la adhesión a una
curiosidad innata que le permite captar lo novedoso en lo recurrente. Y lector
impenitente, por supuesto, por más que en este volumen sostenga que la lectura
es contra natura, al menos en los melancólicos: Al melancólico sólo puedo decirle una cosa: “Mira a lo lejos”. El melancólico
es, casi siempre, un hombre que lee demasiado. El ojo humano no está hecho para
esa distancia; su reposo son los grandes espacios, y de ahí el título del
volumen que presento. Me adelanto a confirmar que su profesión de fe en la
lectura no está ausente del volumen, por supuesto, como no podía ser de otro
modo: Saber leer lo es casi todo. De
ese “casi”, sin embargo, es de lo que trata el presente libro.
La felicidad puede parecer un tema menor, superficial e incluso
ingenuo. Nadie ignora que la felicidad tiene poco o nulo prestigio. Y que,
además, son pocas las obras que la celebran que hayan conseguido, por su parte,
la celebridad. Como autómatas, reconocemos, sin excesiva reflexión, que la
felicidad no existe y que quien está dispuesto a confesarse feliz es un ingenuo
de tomo y lomo, o, más propiamente, un infeliz,
un simple, digno de compasión por parte de los connoisseurs del dolor, el sufrimiento, la angustia, la
desesperación, la melancolía y otros desgarros trágicos del espíritu, esos de
los que abomina el autor: La tristeza
jamás es noble ni hermosa ni útil. Alain llega a la conclusión de que la alegría no tiene autoridad porque es muy
joven, y que la tristeza está entronizada y goza de un respeto exagerado. De
ahí deduzco que hay que resistirse a la tristeza, no sólo porque la alegría es
buena –lo que sería ya una especie de razón– sino porque hay que ser justos, y
la tristeza, siempre elocuente, siempre imperiosa, nunca quiere que seamos
justos. (…) La elocuencia de las pasiones casi siempre nos engaña.
Alain, sin embargo, armado con los excelentes recursos del
sentido común y el pensamiento positivo, nos invitará en el libro a replantearnos
la cuestión de la felicidad desde la vida cotidiana, no como un tema insolublemente
metafísico, sino como una realidad cotidiana a la que podemos acercarnos con
actos concretos. Cuando estos propos
sobre la felicidad fueron escritos, aún no nos habían invadido los devastadores
hunos de la autoayuda con sus vademécums recetarios, de ahí que aparezcan en la
lectura referencia a Descartes, Spinoza, Platón y otros filósofos con quienes
departe familiarmente el autor para intentar persuadirnos de la bondad de sus
tesis. Del mismo modo que el estado tiene
una escuela de medicina, debería tener también una escuela de sabiduría,
nos dice Alain, convencido de que se trata de algo que puede enseñarse, del
mismo modo que la felicidad es algo a lo que nos podemos acercar mediante
sencillas decisiones que condicionen nuestras maneras de afrontar la realidad
cotidiana. En nosotros mismos podemos hallar recursos que nos permitan mejorar
no solo nuestro estado sino el de quienes nos rodean, porque, como él sostiene,
a fuerza de pensar que una sonrisa no
tiene ninguna influencia sobre el humor, nos olvidamos de ejercitarla. Pero la
cortesía, con frecuencia, haciéndonos esbozar una sonrisa y un saludo educado,
nos cambia por completo. Y enseguida lo remacha con la cita clásica de
autores por quienes siente verdadera devoción: “Es la felicidad, si tú quieres, lo que te anuncia el cuervo”, dice
Epícteto. Y con eso no quiere decir que hay que alegrarse de todo, sino que la
esperanza todo lo alegra de verdad porque es capaz de cambiar los
acontecimientos.
Si el refrán nos dice que “querer es poder”, Alain nos dice
que a veces es todo un arte querer lo que
estamos seguros de desear. Y es esa actitud positiva, ese esfuerzo por
encarar de la mejor manera posible lo que nos “ocurre”, lo que nos permitirá
huir de la sumisión a que nos someten nuestras pasiones, porque las pasiones parecen llevar la marca de una
necesidad invencible. Nuestra actitud ante la realidad es capaz de crear
las condiciones necesarias para la irrupción de la felicidad siempre efímera,
pasajera. De ahí que la tesis central de estos propos sobre la felicidad se convierta en un mantra que se
va repitiendo a lo largo del libro de una u otra manera: Lo que os deseo para este año que comienza –es decir, para el tiempo
que necesita el sol hasta llegar a su cénit y luego descender hasta su punto más
bajo– es que no digáis ni penséis que todo va de mal en peor. Si a causa de
nuestro humor pintamos a los hombres con colores sombríos y los asuntos
públicos en descomposición, la contemplación de ese mamarracho, a su vez, nos
sumirá en la desesperación. A menudo, el hombre más inteligente es aquel que se
engaña a sí mismo lo mejor posible, porque sus declamaciones tienen una lógica
y un aire de razón.
Me apresuro a defender que Alain en modo
alguno es una suerte de Pangloss de
baratillo, un ingenuo, un iluso. Al contrario, profundo estudioso de la
naturaleza humana, ha comprendido con perspicacia el arte de encantamiento, de
autosugestión que muy a menudo significa soportar la existencia. Y lo que le
propone a los intelectores es un
método para conseguir, con entusiasmo, lo que siempre se ha propuesto como una
sabiduría esencial: hacer de la necesidad virtud. Alain sabe que la condición humana es tal, que si no nos
imponemos un optimismo invencible como regla principal, de inmediato se impone
el más negro pesimismo. Ignoro si al escribir estos propos, Alain tenía presente el método inventado por su tocayo, el
psicólogo francés
Émile Coué, a través de
la autosugestión para mejorar el estado psicológico de sus pacientes. Su mantra,
al que se conoce como couéismo, y que
el paciente había de repetirse continuamente a lo largo del día, rezaba: Día tras día, en todos los aspectos, me va
mejor y mejor. Una receta que, al parecer aplicaba Pablo Iglesias –ignorando
que existiera tal método terapéutico– de quien es la paternidad del primer
verso de la canción que, en su honor, hizo Joan Manuel Serrat: Hoy puede ser un gran día, duro con él.
Alain, que escribió con dureza contra lo que él consideraba
la peor de las humillaciones de la guerra: la obediencia ciega militar, después
de su experiencia en la I Guerra Mundial, nos ofrece en este libro una suerte
de canto a la vida nada ingenuo ni superficial. No ignora las corrientes devastadoras
que nos atraviesan, pero pretende levantar diques tras los cuales intentar llevar
una vida lo más armoniosa posible, lo más política posible. Una vida en la que
uno ha de ser bondadoso para sí y para con los demás. Una vida en la que si él tuviese que escribir un tratado de moral,
pondría el buen humor entre las principales obligaciones. No se trata de
olvidarse de uno, de negarse, en una especie de voluntariado solidario que
ponga al prójimo y su satisfacción en el lugar del yo. Los memos de los moralistas dicen que amar es olvidarse de sí; es una
visión –nos dice Alain– demasiado
simple: cuanto más salimos de nosotros más somos nosotros, mejor también nos
sentimos vivir.
No quiero acabar sin recoger
el fino diagnóstico que hace Alain del enfermo melancólico. Quienes tengan la
desgracia de vivir algún caso cercano coincidirán con él; quienes no, siempre
pueden recordar la terrible y hermosa película de Lars von Trier: Melancholia, para hacerse una idea de la
devastación de la personalidad que supone tal enfermedad:
Consideremos a los enfermos que se denominan
“melancólicos”, veremos que son capaces de encontrar razones para estar tristes
en cualquier idea. Cualquier palabra les hiere y, si los compadecéis, se
sentirán humillados y desgraciados sin remedio; si no los compadecéis, dirán
que ya no tienen amigos y que están solos en el mundo. Esta agitación de las
ideas sólo sirve para dirigir su atención sobre el desagradable estado en el
que les ha sumido la enfermedad; en ese momento en que argumentan contra sí
mismos, aplastados por las razones que creen tener para estar tristes, no están
sino masticando su tristeza como auténticos gourmets. Así pues, los
melancólicos nos ofrecen una imagen aumentada de cualquier hombre afligido. Lo
que en su caso es evidente –que la tristeza es una enfermedad– es cierto en
todos los demás; la exasperación de las penas tiene su origen en los razonamientos
que les añadimos y con los que, de alguna manera, nos palpamos el lugar más
sensible.
De
ahí, en consecuencia, la defensa de su método: constatar las bondades de los progresos
cuya felicidad sólo puede estribar en que nazcan de un deseo genuino. A ese
deseo de hacer, de combatir con la vida los fantasmas que orquesta la “mente
depravada” según Rousseau (La mente es
una especie de juego que no siempre resulta sano. En general, damos vueltas sin
avanzar. Por eso, el gran Jean Jacques escribió: “El hombre que medita es un
animal depravado”), se ha de añadir la necesidad imperiosa de subvertir la
tendencia a enfatizar los aspectos negativos de uno mismo y de la realidad,
porque, como desoladoramente constata Alain: Aunque tratemos de evitarlo, siempre acabamos por sentir aquello que
expresamos.
¿Lo ves, Juan?, la felicidad tiene mala prensa y peor reputación. Es curiosa la indiferencia hacia ella cuando nadie hay que diga que no va buscándola, o la parte alícuota, claro. Pero tú has disfrutado como un dromedario aliméntándose de su depósito de grasa.
ResponderEliminarPues que precioso hallazgo, Alain, que faro tan luminoso... Me aplico todos y cada uno de sus consejos...
ResponderEliminarLe estoy muy agradecido a Alain, sí... Pero mucho más a Ud. que me lo ha descubierto.
Qué digo agradecido... Eternamente agradecido y sonriente, y no exagero.