Paul Valéry: El
alma y la danza y Eupalinos o el
arquitecto. (Traducidos
por José (sic) Carner.) Editorial Losada, 1944.
Los intelectores que hicimos una mala digestión del libro de
Feyerabend, Contra el método, no
podemos resistirnos a semejantes ocasiones como la presente: la adquisición
bien barata, 10€ en este caso, de un libro del que nada sabía pero a cuyo autor
profeso un respeto y amor intelectuales profundos: Paul Valéry. El libro fue
traducido, además, por José (sic) Carner, lo que confiere a la adquisición un
valor añadido que multiplicaría por 5 el precio del volumen en otra librería de
segunda mano distinta de ésta que ofrece su nutritivo género en el lateral exterior
de un mercado de abastos, junto a paradas vecinas de artículos de
droguería y de ferretería básica. Me
callo y pago religiosamente, aunque me llevo otros dos volúmenes que suben la
cuenta a la razonable cantidad de 40€, lo cual me aplaca el lógico malestar de
conciencia que me impedía saborear el hallazgo a mis anchas. Tener una
conciencia escrupulosa es uno de mis grandes defectos. Me refiero a El alma y la danza y a Eupalinos o el arquitecto, publicados
ambos en 1923. Se trata de dos diálogos platónicos en los que Valéry desarrolla
con airoso brío su hermoso y agudo mundo de abstracciones, al que prácticamente
entregó su vida, por más que las ironías de la República de las Letras lo
consagraran como poeta e incluso como gran poeta, casi como poeta nacional, de
panteón. No entiendo por qué me gustan con pasión epígonos suyos como Juan
Ramón Jiménez y Jorge Guillén, y, sin embargo, me adormezco en la brillantez
metafórica de su Cementerio marino.
Ahora bien, en cuanto abro el libro de su alter ego, Monsieur Teste, o me meto en
los aforismos de sus Cuadernos,
renace en mí el ardor pasional de la reflexión y se me llenan de destellos
luminosos las sinapsis neuronales. La alegría explosiva de la reflexión, de la
agudeza, de la crítica acerada, del ensimismamiento no complaciente (Hay que entrar en uno mismo armado hasta los
dientes), de la paradoja inesperada, del escepticismo casi visceral, del
gozo de la idea pura…, todo ello es lo que he encontrado en estos dos diálogos
platónicos que harán las delicias de un especialista reconocido como Gregorio
Luri, cuya Introducción al vocabulario de
Platón, publicado por la Fundación Ecoem en 2011, es la más amena
introducción que haya leído en mucho tiempo sobre la filosofía platónica, y las
de cualquiera que tenga la perversa inclinación a regodearse en el mundo de las
ideas y el de las cosas, en el del ser y en el del no ser, porque de todo ello
es de lo que nos hablan estos dos diálogos que, en el deleznable castellano de
un insigne escritor catalán, apodado, en el ámbito de la cultura catalana en
lengua catalana Príncep dels poetes,
ha significado una alegría intelectora
que no me esperaba. La deslumbrante capacidad dialéctica de Valéry,
sobradamente demostrada en obras como las citadas, se despliega en estos dos
diálogos platónicos con una verdad tan intensa, con una capacidad creativa de
tal envergadura, que bien pudiera creer el lector de ellos que está leyendo una
traducción de dos diálogos platónicos perdidos.
Dejo para el final el comentario
sobre la traducción y me centro en las ideas fundamentales que nos ofrece
Valéry, al hilo de dos artes no del todo tan distintas como la danza y la
arquitectura. Tengo la sensación de que ambas artes son meros pretextos
para que Valéry nos ofrezca una
ontología sobre la que trabajó, sin establecer jamás conclusiones definitivas,
durante toda su vida. La interrogación sobre el ser, sus condiciones, sus
límites y sus posibilidades llena ambos diálogos, sobre todo en las
intervenciones de un filósofo como Sócrates, quien, amante de las digresiones,
nos ofrece un despliegue admirable de juicios que nos obligan a repensarnos y a
repensar lo real: Ya lo real, ya la
ilusión nos recoge; y el alma, en definitiva, no tiene más recursos que lo
verdadero, que es su arma, y la mentira, su armadura. Erixímaco y Fedro son
los interlocutores de Sócrates en el primer diálogo, mientras que Fedro y
Sócrates lo son en el segundo. A través del análisis de la gracia de una
danzarina, del modo como parece el cuerpo vencerse a sí mismo para convertirse
en espíritu alado, los interlocutores nos plantean ese enfrentamiento entre
naturaleza y razón, entre cuerpo y espíritu, en un debate desbordante de
eternidad: ¿No somos un capricho
organizado? Y nuestro sistema viviente, ¿no es una incoherencia que funciona, y
un desorden puesto en obra? Los acontecimientos, los deseos, las ideas, ¿no se
cambian en nosotros del más necesario y más incomprensible modo?... ¡Gran
cacofonía de causas y efectos? (…) La razón, a las veces, paréceme ser la
facultad que en nuestra alma radica de no comprender nada de nuestro cuerpo,
dice Erixímaco, con un escepticismo amargo que es nota propia de Valéry, como
se expresa en el monólogo a tres voces de los interlocutores:
Sócrates: Este absoluto tedio no es en sí más que la vida enteramente desnuda,
cuando claramente a sí propia mira.
Fedro: La vida se ennegrece a su contacto con la verdad, como lo hace el hongo
dudoso a su contacto con el aire, cuando se le aplasta.
Erixímaco: No hay cosa, sin duda, más mórbida en sí misma, no hay cosa más adversa
a la naturaleza que ver las cosas como ellas son. La claridad fría y perfecta,
veneno es que será imposible combatir. Lo real, en estado puro, detiene
instantáneamente el corazón… (…)¿Por qué existen los mortales? –Su negocio es conocer.
¿Conocer? ¿Y qué es conocer? –Es, seguramente, no ser lo que se es. ¡Y ahí
tenemos a los humanos delirando y pensando, introduciendo en la naturaleza el
principio de los errores ilimitados, y esa miríada de maravillas! (…) Los
engaños, las apariencias, los juegos de la dióptrica del espíritu, profundizan
y animan la lamentable masa del mundo… En lo que es hace entrar la idea la
levadura de lo que no es…
Sócrates: Sin duda, el objeto único y perpetuo del alma es claramente lo que no
existe: lo que fue y ya no es; lo que será y no es todavía; lo posible, lo
imposible, he aquí el negocio del alma: pero nunca, nunca lo que es.
Me parece tan admirable esa
observación, tan de la elegancia intelectual de Valéry: En lo que es hace entrar la idea la levadura de lo que no es, que
ella sola bastaría para justificar la totalidad del diálogo, lleno, como hemos
visto, de agudas reflexiones. Una declaración de amor a las ideas que justifica
el culto platónico declarado extensamente en toda la obra del autor, como en
sus Cuadernos: Lo que no es es lo profundo de lo que es, que parece un eco sutilmente
distinto de la última afirmación de Sócrates en el monólogo a tres voces.
Moverse en esas inexistencias y distinguir, además, el pan de la verdad que
crece en el horno del pensamiento no es tarea que se haga sin percibir la inanidad
de lo real e incluso de nosotros mismos. Otra vez en sus cuadernos: Estás lleno de secretos a los que llamas Yo.
Tú eres la voz de tu desconocido.
Eupalinos o el arquitecto, obra que a
veces se confunde con Le Paradoxe sur
l’Architecte, publicada en la revista Ermitage,
en 1891, fue publicada en la revista Architecture,
aunque enseguida se advierte que el pretexto, el elogio del gran arquitecto del
que sólo se conserva en Samos el llamado acueducto Eupalino, aunque Valéry se
detiene a considerar la esencia de dicha arte, se queda pequeño ante el vuelo
que toma el diálogo a partir de una situación extraña: Fedro y Sócrates hablan
de tú a tú incorpóreamente, en el reino del Hades, puros espíritus que, de
tanto en tanto, se permiten alguna licencia humorística sobre su propia
condición. No en vano, Valéry fue siempre hombre de extrañas lecturas y
aficiones. En el magnífico artículo, PaulValéry, que le dedica la Larousse on-line hallamos un dato significativo,
la rebeldía escolar de Valéry que le lleva a lecturas como la del Dictionnaire
raisonné de l'architecture française du XIe s. au XVIe s. de Viollet-le-Duc*, lo cual daba ya a entender el
carácter singular del autor. Con todo, en Eupalinos,
más que una teoría sobre la razón de ser de la arquitectura, que es una manera
concreta de entender la naturaleza y sus leyes, Valéry plasma un ontología en
la que destaca sobremanera el concepto de la pluralidad de yoes con que
nacemos, como refiere el siguiente pasaje del diálogo:
Sócrates: Ya te dije que nací muchos, y que
morí solo uno. El niño que viene es un tropel de gentes, que la vida reduce
demasiado presto a un mero individuo, el que se manifiesta y muere. Nacieron
conmigo una copia de Sócrates de la que poco a poco se desprendiera el Sócrates
destinado a los magistrados y a la cicuta.
Fedro: ¿Y qué se hicieron de todos los
demás?
Sócrates: Ideas. En condición de ideas
permanecieron. Vinieron a pedir el ser, y se les rehusó. Yo les guardaba en mí,
en forma de dudas y contradicciones… A veces reciben estos gérmenes de personas
el favor de una ocasión, y henos muy cerca de cambiar de naturaleza. Nos
descubrimos gustos y dones cuya presencia en nosotros no sospecháramos jamás:
el músico en estratega se convierte, el piloto se siente doctor; y aquel cuya
virtud se miraba y se respetaba a sí misma, da con su propio Caco celado y un
alma de ladrón.
Esta perspectiva,
absolutamente deliciosa e imaginativa, de estar poblados por un mundo de yoes
propios que se manifiestan de las maneras más curiosas y hasta extraordinarias en
nuestros actos demuestra la naturaleza ambigua de la personalidad de Valéry. Siguiendo
el planteamiento, no duda Valéry en ofrecernos algo así como una revelación
autobiográfica de Sócrates:
Fedro: Certísimo es que algunas edades del
hombre son como cruces de caminos.
Sócrates: En medio de caminos situada está
singularmente la adolescencia… Un día entre los más bellos, querido Fedro, supe
de una extraña vacilación de mis almas. Vino el azar a poner en mis manos el
objeto más antiguo del mundo. Y las infinitas reflexiones que en mí causara,
tanto podían conducirme al filósofo que fui como al artista que no he llegado a
ser.
Y
en ese mundo de los espíritus, en el que se habla del mundo real, Sócrates se
queja de la importancia que siempre ha tenido, para su destino, esa pluralidad
interior: Siento que soy, contra mí
mismo, el Juez de mis Infiernos espirituales. Mientras la facilidad de mis
dichos famosos me acosa y aflige, póngome a suscitar para las Euménides las
acciones mías que no acaecieron, las obras mías nonatas: crímenes vagos y
enormes son esa gritonas ausencias, y por asesinatos las tengo, cuyas víctimas
fueron cosas imperecederas…
De hecho, Eupalinos, se convierte en una reflexión sobre el ser y el
espíritu, sobre el ser y la naturaleza y sobre cómo la idea mediante la forma –
Extravíanse algunos pueblos en sus
pensamientos; mas para nosotros los griegos, todas las cosas son formas. (…)
¿Qué será la razón, sino el discurso mismo, cuando las significaciones de los
términos están bien limitadas y aseguradas de su permanencia, y cuando esas
significaciones inmutables se enlazan unas con otras, y diáfanamente se
componen? Y esto y el cálculo son una cosa misma– deshace el orden de la
naturaleza para componer otro orden ideal. El mundo formado por el gran
Demiurgo del Caos ha de ser desbaratado por la acción del hombre para
recomponerlo en un nuevo orden, suyo, con la intención última de la solidez y
la pervivencia; un orden lleno de obras de las que, como dice Fedro: La elegancia inesperada nos embriaga. Los
ejemplos del diálogo no se detienen en la arquitectura, sino que se extienden a
la artesanía, a la construcción naval y a cualquier dedicación humana. En
realidad es la tensión entre lo material y lo espiritual lo que atraviesa todo
el diálogo, como se refleja en el diálogo entre Fedro y el arquitecto, en el
que éste toma voz, sumándose al diálogo fantasmal, para expresar esa máxima
contradicción: ¡Oh cuerpo mío, que a cada
instante me recuerdas ese temperamento de las tendencias mías, ese equilibrio
de los órganos tuyos, esas justas proporciones de tus partes, que hacen que en
efecto seas y te restablecen en el seno de las cosas movedizas, cuida de mi
obra, enséñame sordamente las exigencias de la naturaleza y comunícame ese arte
soberano de que estás dotado, así como por él constituido: el de sobrevivir a
las estaciones y recobrarte de los azares. Otórgame que en tu alianza halle el
sentimiento de las cosas verdaderas; modera, refuerza, asegura mis
pensamientos. Por más perecedero que seas, harto menos lo serás que mis sueños.
Algo más que una fantasía, dirás; eres responsable por mis actos, y mis errores
expías: Instrumento como eres de la vida, vales para cada uno de nosotros como
único objeto que al universo se compara. (…) Eres la medida del mundo, del que
mi alma no me presenta sino lo de afuera. Conócelo ella sin profundidad, y tan
vanamente, que a las veces le introduce por capricho en el rango de sus sueños;
así, duda del sol… Engreída de sus fabricaciones pasajeras, créese capaz de
infinidad de realidades distintas, pero tú de nuevo la reclamas como el áncora
tira hacia sí de la nave…
Mediante un
artificio retórico, la existencia de un objeto a la orilla del mar que cambió
el destino de Sócrates y lo convirtió en filósofo en vez de en arquitecto, por
ejemplo, un objeto, al decir de Sócrates,
que estaba hecho: De igual materia que su
forma: materia de dudas, el diálogo
ofrece una reflexión ontológica entreverada con una reflexión sobre la
capacidad de creación artística humana, a partir del dominio sobre la
naturaleza y de su transformación. Fedro, y este intelector, seducidos por la artimaña retórica socrática (Tus meditaciones, alrededores deliciosos de
tus dudas, como dice Fedro) avanzan por el diálogo a la espera de esa
revelación que cambió la vida del filósofo y le hizo vivir y morir como el
Sócrates que fue, como concluye la obra:
Sócrates: ¡Inmortal allá abajo, relativamente
a los mortales!... Pero aquí… Ms no hay aquí; y cuanto acabamos
de decir tanto es juego natural del silencio de estos infiernos como capricho
de algún retórico del otro mundo a quien de títeres servimos.
Fedro: En lo cual, rigurosamente, consiste
la inmortalidad.
Un giro cervantino que añade más
alicientes al juego de perspectivas que se desarrolla en el diálogo y que
incluso permite que Sócrates hable de sí mismo como un posible arquitecto y
declare algo así como los principios que alentaran su dedicación, una reflexión
que permite la extrapolación sin restricciones a la creación de cualquier obra
artística, estos diálogos incluidos: Ahora
bien, entre todos los actos, el más completo es el de construir. Una obra
requiere el amor, la meditación, la obediencia a tu más bello pensamiento, la
invención de leyes por tu alma, y otra variedad de cosas que ella de ti mismo
saca, cuando de poseerlas no abrigabas sospecha. Esta obra dimana de lo más
íntimo de tu vida, y no se confunde, a pesar de ello, contigo. Si estuviese
dotada de pensamiento, presentiría tu existencia, que jamás alcanzaría ella a
establecer ni a concebir con claridad. Le serías un Dios…, porque, como
concluye en su disertación acerca de su alter ego constructor: Me engañaré algunas veces, y veremos algunas
ruinas; pero se puede siempre, con sumo beneficio, contemplar una obra fallida
como un peldaño que nos acerca a lo más bello.
Para llegar a esa belleza, no hay
otro camino que el de la creación a partir del pensamiento, porque, para
concluir con el elogio de la actividad intelectual que hace Fedro: Siempre admiré que la idea que sobreviene,
aún(sic) la más abstracta del mundo, le dé a uno alas y le lleve a cualquier
parte. Detenerse, partir de nuevo: eso es pensar.
*Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc (1814 -1879), arquitecto, arqueólogo y escritor francés. Not to be confused with Violette Leduc (1907-1972) autora
de La bastarda, autobiografía
indispensable en la biblioteca de cualquier aficionado al género memorialístico
……….oOo………..
He querido que un sencillo
pseudofirulete ponga punto y aparte para aportar algunas pruebas, al azar, de la deficiente traducción hecha (al menos
firmada) por Josep Carner, como prueba inequívoca del respeto que me merece el
arte de la traducción. Las expongo sin acritud, de ahí la ausencia de
comentarios, excepción hecha de algunos que me parecen obligados:
Es un bosquecillo de bellas ramas al estremezo de la brisa musical.
El más versado entre
los yatros
Empinadas torres donde
alguien vela, donde la llama de las piñas de pino, de impenetrables noches al
decurso, baila y hace riza, dominando el largo, en la punta espumosa de los
muelles…
¿Serán palabras negligentemente creadas por el discurso, que
a toda prisa decoran, pero que no toleran que se las reflexione?
Veía venirse del largo
esas grandes formas que parecen correr desde las riberas de la Libia,
transportando sus cimas fulgurantes, sus huecos valles, su implacable energía
desde el África hasta el Ática, por la inmensa líquida extensión.
Lo propio del hombre es
crear en dos tiempos, uno de los cuales fluye en el dominio del puro posible…
Unas veces, se decía,
se sale para el largo, y otras no puede estar uno más abarloado. [Salirse para el largo es
literalmente incompresible. Abarloado es, por su parte, un tecnicismo marítimo
de indudable uso restringido.]
Pero vi acometer el largo a la más
pura de sus hijas… [Parece
traducción de prendre la large: “despegar”,
lo cual pudiera hacer sospechar que la traducción fuera firmada por él y hecha
por su esposa, Émilie Noulet, belga, una
de las mayores especialistas en Valéry, como lo demuestra su libro Paul Valéry publicado en 1938 en la
editorial Grasset, pero “zarpar” es prendre la mer…]
Hizo regolfar casi todo
el fuego en las cavidades subterráneas. [En el DRAE nos dice que regolfar se dice del agua y del
viento, pero no del fuego. Por el significado más cercano, además, el del
fuego, “cambiar de dirección por un obstáculo”, tampoco casa mucho.]
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