La
biografía encubierta de Saint-Exupèry en El principito, una elucidación
documentada que invita a la relectura del clásico bajo la nueva luz de este
singular y lúcido escolio centrado en las ilustraciones del *iconotexto.
La editorial
Kalandraka ha tenido la feliz idea de celebrar que los derechos de edición de El
principito pasan a dominio común con una edición que tiene todos los
ingredientes para complacer a los lectores más fieles y exigentes del clásico:
una reproducción facsimilar de la primera edición de 1943, con una nueva
traducción, esta vez a cargo de Joëlle Eyheramonno Fouché, y el complemento de
un estudio de la propia traductora sobre el verdadero significado de los
dibujos de la obra, originales del autor, como nadie ignora, La edición se
presenta en un estuche con los dos volúmenes y tiene todos los requisitos para convertirse
en un regalo de lujo para cualquier circunstancia, incluidas, por supuesto, las
próximas Navidades.
El
principito, en tanto que clásico, está abierto a cuantas miradas críticas
se acerquen a la obra con el afán de descubrir vetas insospechadas, y siempre
habrá alguna teoría que nos permitirá reafirmar la capacidad de Saint-Exupèry
para crear un relato tan complejo con elementos tan aparentemente simples. En
esta ocasión, y sabiendo que cada cual tiene su propia relación con este texto
universal, me parece mucho más interesante centrar la atención en la novedad
del estudio que ha hecho la traductora, en relación con la obra, sobre el
significado de los dibujos del autor y el contenido autobiográfico que
incorpora no solo a los dibujos, sino al relato, porque el estudio nos obliga a
releer El principito como una novela en clave, así escrita
deliberadamente por el autor: No me gusta que mi libro se lea a la ligera,
escribió, y no le faltaba razón, a tenor de lo que la traductora y estudiosa de
la obra nos descubre en un ensayo luminoso sobre el verdadera significado de
esta obra que el propio Saint-Exupèry, cuando se la leía a sus amistades,
juzgaba como su obra póstuma y lo mejor que he escrito.
Tengamos
presente que uno de los motivos recurrentes del libro es la enseñanza que
recibe el protagonista del zorro, en quien Joëlle Eyheramonno nos descubre la
identificación con un personaje muy importante en la vida del autor: Léon
Werth, a quien dedica la obra: Este es mi secreto. Es muy sencillo: solo se
ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos, justamente aquello
de lo que la Gestalt nos dice que es lo más difícil de ver: lo obvio. Recordemos
el punto de partida de este estudio a partir del cual ya no podremos dejar de
leer en clave autobiográfica la novela: «El cuento es un iconotexto. Es decir,
que las ilustraciones, el texto y el soporte son inseparables». De hecho, la
autora recoge las condiciones que puso el autor a los editores sobre el control
de las ilustraciones en el texto, el lugar donde habían de aparecer, los
subtítulos que habían de llevar y si aparecerían en color o en blanco y negro,
lo cual refuerza esa unidad inextricable de imagen y texto en lo que se nos
califica como *iconotexto.
En las fuentes
que he consultado en Google he encontrado referencias a la identificación
biográfica de algunas ilustraciones del relato y, entre ellas, hay referencias
al zorro solitario o zorro-fenec que el autor crio en cabo Juby, entonces
territorio español, en 1928. Lo que no he encontrado, salvo en este hermoso
estudio del *iconotexto, es que ese zorro se pueda, y acaso se deba, identificar
con el amigo de Saint-Exupèry a quien este dedicó el libro: Léon Werth, autor,
a su vez, de, al parecer, un hermoso libro sobre la guerra del 14: Clavel
soldat, del que tomo nota preceptiva, como de algunos otros que la autora implícitamente
nos recomienda. Veintidós años mayore que él y con tradiciones literarias
distintas, Werth fue para Saint-Exupèry un referente humano y literario. A este
respecto, es emocionante la carta que el autor de El principito le envía
a Werth, en la que le dice que la casa de este y su pozo ―carta que la autora
relaciona con el dibujo de un pozo tan impropio del desierto como el del capítulo
XXIV― son su razón de vivir: «Si ellos ya no están, yo no soy nada. No puedo
vivir de mí mismo. Léon Werth, ¡protégete de todo mal! ¡Que se salven los
amigos como tú!».
Si Saint-Exupèry se sintió toda su vida
«extraviado entre la arena y las estrellas», y el texto de la novela parece
referirse a ello: [A los hombres] Les faltan raíces, y eso les incordia
mucho, no puede extrañarnos que su imaginación lo llevara al espacio para
plantar la semilla de su mensaje de liberación en lo más profundo del corazón,
que es desde donde se ve mejor la vida, porque, en la medida en que el
lenguaje es fuente de malentendidos y los ojos están ciegos: hay que
buscar con el corazón. Con todo, el texto de El principito no nos
engaña: ―Lo importante no se ve…
Quizá por todo lo dicho, Saint-Exupèry llegó a la conclusión literaria
de que solo a través del disfraz de un cuento para niños conseguiría que se
entendiera no solo el mensaje escéptico sobre la naturaleza humana que rezuma
el texto (―Solo se conocen las cosas que se domestican. […] Los
hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los
vendedores. Pero, como no hay vendedores de amigos, los hombres ya no tienen
amigos), sino, sobre todo, el significado último de las ilustraciones que
forman parte inextricable de él, esto es, la defensa de sí mismo en un contexto
histórico en el que corrió seriamente el peligro de ser blanco de una atroz
injusticia política: ser acusado de colaborar con el Régimen de Vichy, el del mariscal Pétain,
gobierno títere de los nazis.
La autora de este estudio ha manejado unas
fuentes documentales que recurren, principalmente, a las propias obras del
autor, a su correspondencia, a las memorias de quien fue su mujer, Consuelo
Sucín ―quien declaró en su título, Mémoires de la rose, que la flor del
planeta del Principito era ella― y a otras muchas que acreditan una rigurosa
investigación y complementan la visión histórica del escritor en un momento
crucial de su vida, el periodo que abarca desde 1940 hasta su muerte en 1944,
si bien muchos recuerdos de infancia y juventud afloran también en los dibujos,
como, a título de ejemplo, la silla en que está sentado el principito en la ilustración
del capítulo VI, que evoca, al decir de la estudiosa, el trasfondo familiar,
según se recoge en la correspondencia del autor con su madre: «¡Le envío
tiernos abrazos como cuando era un chiquillo de nada que arrastraba su
sillita…, madre!». Esa ilustración es ejemplo de las que originalmente fue una
acuarela en color y luego, en la edición apareció en blanco y negro. Con muy
notable acuidad, la estudiosa observa que buena parte de las palabras de ese
capitulo están «encerradas en el planeta, lo cual no deja de ser significativo,
están como “calladas”». En ese mismo capítulo, además, se contabilizan 44 puestas
de sol, frente a las 43 que suelen aparecer en no pocas ediciones, porque, al
parecer, se corresponden con las que van desde «el 10 de mayo de 1940 hasta el
22 de junio, día de la firma del armisticio y rendición de Francia».
Recordemos
que la primera flor que dibuja el autor no es una rosa y, como nos dice
Eyheramonno, «no sabremos que es una rosa hasta el capítulo XX». La flor
representa a Consuelo Sucín, su mujer durante 13 años, en un matrimonio
turbulento que describe en su correspondencia: «La flor tenía la manía de
salirse siempre con la suya. Por eso el principito se fue. Por eso, gruño yo.»
Sucín estuvo casada con el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, quien escribió
una obra sobre Mata-Hari, que por ahí anda en la sección de biografías de mi
biblioteca. Saint-Exupèry confiesa en sus cartas que esta obra suya se gestó en
una casa en Northport en Long Island y que su mujer, Consuelo, fue la
inspiración que lo impulsó a escribirlo. Y a ella le confesó que había sido el
único amor de su vida. Con todo, su ideal de mujer pecaba de un machismo muy
propio de aquellos años, en los que los teóricos de la vida conyugal, como
Andrés Revesz, defendían que la mujer había de estar sometida al hombre, quien,
por la diferencia de edad prescriptiva que debía haber entre ellos, había de
asumir la responsabilidad de «educarla». Tal y como Exupèry la describe, nada
dista de la mujer como «descanso del guerrero», típica del franquismo, pero
también del modelo matrimonial del american way of life de aquellos años
ultraconservadores.
No quisiera entrar en muchos de los
suculentos detalles que la autora de este estudio nos regala para ilustrarnos
sobre lo que, a partir de ahora, debe ser la lectura contextualizada de un
clásico que, con ella, aún gana más interés, al margen del que ha tenido hasta
hoy su mensaje cabalmente humanista. Hemos de tener presente que, en aquellos
tiempos de extrema polarización, con Francia dividida en dos bandos
irreconciliables, el de la Francia ocupada y el de la Francia libre insurgente,
una gobernada por Pétain y la otra acaudillada por De Gaulle, Saint-Exupèry tuvo la ocurrencia de hacer un llamamiento
a «todos» los franceses para luchar unidos contra el dominio nazi. ¡Le
llovieron los rechazos y los enemigos, a él, que poco menos que presumía de no
tener ninguno! Acaso el más destacado fue Jacques Maritain, quien le recuerda
que no existe ese «demos» francés unido al que apela el escritor, sino que los
franceses estaban «divididos», hoy diríamos «polarizados». De menor entidad,
porque Saint-Exupèry se consideraba muy por encima de las mezquindades morales
del personaje, sería el ataque de André Breton, cuyo trasunto en la novela es
la figura del vanidoso del capítulo XI. Fue Breton quien, desde la revista
surrealista VVV, publicada en Nueva York ―cuatro números, desde 1942 a 1944―,
es decir, en pleno conflicto de Saint-Exupèry con la intelligentsia francesa;
fue el papa surrealista quien cargó
inmisericordemente contra el libro de Saint-Exupèry Piloto de guerra. Acaso
porque esa novela autobiográfica fue muy bien recibida en Usamèrica, según el testimonio
del crítico Edward Weeks que recoge Eyheramonno en su documentadísimo estudio:
«Credo de un combatiente e historia de una aviador en acción, este relato y los
discursos de Churchill representan la mejor respuesta a Mein Kampf que
las democracias hayan encontrado hasta ahora».
Acabaré
esta presentación de un libro que nos deja en deuda permanente con la autora
por su capacidad de investigación y síntesis para descubrirnos lo incompleta
que hasta ahora había sido nuestra entusiasta lectura del clásico, y conviene
recordar, con todo, que, presentado el manuscrito al posible primer editor,
Pierre Ordioni, este dijo: «Lo leí y me quede pasmado. ¿Cómo ha podido el autor
de Vuelo nocturno dedicar un instante a un relato que me parece ñoño y
de un simbolismo simplón?». A continuación, el archivero Alban Cerisier, quien
recogió el testimonio del editor, consigna que Exupèry le explicó que bajo
las apariencias de un cuento para niños, su intención es dejar un testamento
inteligible únicamente para algunos (sic en el texto). Joëlle Eyheramonno
lo ha hecho inteligible para el común de los mortales, entre los que
gozosamente me encuentro. Y acabo, como anticipaba al comienzo del párrafo, con
el personaje de la serpiente, porque, más allá de la lectura, sigue presente en
mi memoria la encarnación que de ella hizo Bob Fosse en la película de Stanley Donen
sobre el libro con una coreografía que no se cansa uno de ver. Esos movimientos
de la serpiente son comparados en una obra del autor al cortejo asesino de los
aviadores enemigos, por cierto. La autora aprovecha para poner el capítulo de
la serpiente en relación con lo que el autor
expresó, amargamente, en su correspondencia, en una de cuyas cartas a Consuelo
le muestra su estado anímico en ese momento tras abandonar Nueva York: «No te
puedes hacer una idea del desierto humano de este país […] Todo rezuma egoísmo,
chismorreo, política. Necesito tanto una civilización, una religión, un amor
[…]. Tengo sed, Consuelo. Me muero de sed. Y no encuentro nada que pueda calmar
mi sed». Ello lleva a Eyheramonno, junto con otros estudiosos, a la conclusión
de que acaso la muerte de Antoine de Saint-Exupèry no fuera tan accidental como
de hecho fue, pues fue abatido por un piloto alemán, algo que solo se supo
cuando «en 2008, sesenta y cuatro años después de la muerte del autor, Horst
Rippert, piloto de caza alemán, reconoció haber derribado el avión de Saint-Exupèry
el 31 de julio de 1944».
Tentado estoy de reseguir, al hilo del estudio de la autora, una biografía del autor tan atractiva como la que se describe en sus páginas, pero estoy seguro de que los lectores me agradecerán que me calle de una vez y les deje expedito el camino de la lectura de un estudio por el que debemos estarle agradecidos a Joëlle Eyheremonno. Lo hago, sin embargo, recordándoles que lean con atención la explicación de la ilustración del capítulo XX, una interpretación que roza la invención literaria, a fuer, paradójicamente, de archiverosímil. En la otra cara de la misma página, la ilustración correspondiente al capítulo XIX nos dice la autora que representaría al autor pidiendo a los franceses que recuperasen el espiritu de fraternidad. A mí, particularmente, lo primero que me ha traído a la memoria ha sido, acaso por su fama, el clásico cuadro de Caspar David Friedrich, aunque en el de Saint-Exupèry no hay nubes, salvo que lo fueran las ondas que, en el horizonte la autora identifica, muy acertadamente, con el mar.
Tengo, tras la lectura, una sensación equivalente a la de esas restauraciones de cuadros famosos sobre los que se ha almacenado tanta pátina a lo largo de los años y que, restaurados en su forma original, nos parecen un cuadro distinto, y mucho más hermoso.


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