La
épica reinventada desde la racionalidad, la desmesura y el descreimiento
religioso: Farsalia o el enciclopedismo épico prematuro de un asianista
desatado…
Bueno, pues se ha acabado lo mejor, extractar todas las citas
del libro, y ahora toca el esforzado trabajo de ordenarlas y destacar, de la
forma más breve posible -¿por qué asusta tanto la extensión a los lectores
posmodernos?- los muchos valores de una obra clásica inacabada, escrita por un
autor, Lucano, de vida truncada por orden gubernamental inexorable: se cortó
las venas y se dejó morir mientras recitaba uno de sus poemas, hoy perdido, dicen
algunos estudiosos, aunque otros sugieren
que eran versos de su Farsalia, estos concretamente: Una mano de
hierro, al trabar en la popa sus garfios atenazantes, enganchó a Lícides.
Hubiérase hundido en las profundidades, pero lo impiden sus compañeros,
sujetando sus piernas colgantes. Dislocado, queda partido en dos, y la sangre
no brotó lenta, como de una herida: rotas las venas, cae en todas partes, y la
corriente vital que fluye hacia sus miembros desgarrados queda interrumpida por
las aguas. Nunca la vida de un mortal escapó por senda tan anchurosa. La parte
inferior del tronco entregó a la muerte unos miembros carentes de órganos
vitales; pero en la parte donde se asienta el inflado pulmón, donde hierven las
vísceras, allí los hados se mantuvieron indecisos largo tiempo y, tras mucho
luchar con esta porción del cuerpo, a duras penas lograron llevarse los
miembros todos, del final del tercer libro. ¡Ya hay que tener auténtico
humor negro para acompañar la lenta salida de la sangre de su cuerpo con estos
versos truculentos! Pero Lucano es un autor verista, podríamos decir, robándole
el concepto a la ópera, y no se asusta ante el retrato descarnado de la
realidad por horripilante que sea; es más, incluso me atrevería a decir que se
recrea en ese tremendismo que, paradójicamente, tiene algo de acusado espíritu
científico, por la delectación, por ejemplo, con que habla del cuerpo humano en
el célebre pasaje de la muerte de un soldado mientras Catón, con la ayuda del
rey Juba, atraviesa el norte de África, las Sirtes, para enfrentarse a César: Un
pequeño sepe se aferró a la pierna del desdichado Sabelo; pese a estar
tenazmente agarrado con su diente curvo, se lo arrancó con la mano y lo clavó
con la pica en las arenas. Es una serpiente de reducidas dimensiones, pero
ninguna posee tanto poder de sangre y muerte como ella. En efecto, en torno a
las proximidades de la herida la piel, rota, desaparece y deja a la vista los
pálidos huesos; al agrandarse la cavidad, ya no hay más que una pura llaga sin
forma de cuerpo. Los miembros nadan en pus, las pantorrillas cayeron deshechas,
los jarretes estaban sin cobertura alguna, incluso toda la carne de los muslos
se licúa, y las ingles destilan negra podredumbre. Estalló la piel que sujeta
el vientre y se derraman las entrañas; mas no fluye él hasta el suelo en la
proporción debida a la totalidad de su cuerpo, sino que el cruel veneno consume
sus miembros, y la muerte los reduce todos a un mínimo de podre. Toda la
armazón del hombre la deja al descubierto la índole siniestra de este azote:
los ligamentos de los nervios, la textura de los pulmones, la cavidad del pecho
y todo lo oculto en los órganos vitales se hace visible con esta muerte. Se
disuelven los hombros y los fuertes brazos; el cuello y la cabeza se derriten:
con más rapidez, ni baja la nieve fundida por el cálido austro ni se va la cera
tras los efectos del sol. Poco antes de esa descripción, Lucano, siguiendo
esa vena científica de la que hablaba, recoge en sus páginas la nómina casi
completa de las serpientes que se encuentran en las tierras por donde han de
atravesar los enemigos de César, continuando acaso una tradición que arranca de
Aristóteles, Plinio “el Viejo” o Heródoto, y que se convertirá en la Edad Media
en un género de los más populares: el «bestiario», a medio camino entre el mito y
la Historia Natural: El propio áspid, necesitado de calor, no pasa por
iniciativa suya a las regiones frías, y solo recorre las arenas hasta el Nilo;
pero (¿nos avergonzaremos alguna vez de nuestro afán de lucro?) desde allí se
importan acá instrumentos de muerte libios y hemos hecho del áspid una
mercancía. […] Por su parte, sin consentir que les quede dentro su propia
sangre a los desgraciadas víctimas, despliega sus escamosos anillos el enorme
hemórroo; nació también el destinado a habitar las campiñas de la antigua
Sirte, el quersidro; y los que se arrastran dejando una estela de humo, los
quelidros; y el que siempre se deslizará en línea recta, el cencro.. […] De
igual color y no distinguible de las requemadas arenas es la amonita; los que
van dando bandazos según se tuerce su espina dorsal, los cerastas; la escítala,
la única que va a despojarse de su piel con las escarchas todavía esparcidas;
la quemante dípsada; la pesada anfisbena, que se mueve en la dirección de sus
dos cabezas; el nátrice, que contamina el agua; los yáculos voladores; el que
se limita a dejar un surco en el camino con la cola, el pareas;el que abre de
par en par su boca humeante, el voraz préster; el que descompone los huesos
junto con el cuerpo, el pestilente sepe; y el que emite silbidos que aterran a
todas las plagas anteriores, mata ntes de inocular su veneno, ahuyenta a su
paso, en una gran extensión, a toda la turbamulta de reptiles y reina en las
arenas desiertas: el basilisco. ¡Vaya, a esto sí que se le puede llamar
empezar la casa por el tejado!, porque, por esos azares del discurso, he
acabado yéndome al final de la obra, allí donde, a esta enumeración -la enumeratio
tiene un puesto de honor en el arte literario, recordémoslo…¡sobre todo la
caótica!- le sigue otra, breve, de los remedios que el único pueblo que es
inmune a las mordeduras de esas sierpes, los psilos marmáridas, a quienes se
les ha otorgado vivir en paz con la muerte, ha descubierto: yezgo;
gálbanos; tamariz, costos; panacea; centaura; hinojo, tapsia; alerces;
abrótano…
Marco Anneo Lucano nació en Corduba, en la
Bética, el 3 de noviembre del 39 y fue sobrino de Séneca, con quien estudió
cuando este se convirtió en el instructor de Nerón, de quien el joven Lucano
fue amigo y compañero de veleidades literarias, perteneció al cohors
amicorum del Emperador, quien le honró nombrándole «augur» y «cuestor»,
pero cuando la envidia artística de Nerón cedió el paso a la indiferencia y Lucano
se acercó demasiado a quienes conspiraban contra el Emperador -la conocida y
malograda Conjura de Pisón-, el enorme potencial de la vida de un joven tan
dotado artísticamente se torció para siempre y optó, a la vista del destino de
quienes estaban en dicha conjura, su propio padre incluido, por suicidarse. La
muerte, pues, nos privó de poder leer hoy su Farsalia tal y como acaso
ya la tenía él planeada; pero los diez libros que han sobrevivido son
suficientes para apreciar el valor inmortal de una obra que, con apariencia de
relato épico, va mucho más allá de dicho género, porque, en el fondo, no hay un
«héroe» cuya exaltación concite la unanimidad entre los lectores. Ni Pompeyo,
representante del Senado, ni César, representante del poder autoritario
unipersonal, lo son. El título original de la obra De bello civili,
«Sobre la guerra civil», nos indica la naturaleza exacta de una obra que frecuenta
muchos géneros: el relato histórico, el relato épico, el relato mítico, el
relato geográfico, el relato naturalista, el recreado documento vivo de los
personajes que intervienen en los sucesos, pero que no se decanta por ninguno:
estamos ante una amalgama que le confiere al libro su acusada personalidad.
Farsalia es una obra de lamentación profunda por la
situación a que las guerras civiles habían llevado a Roma. En cierto modo, a los géneros
literarios antes sugeridos, Farsalia cubre también el de la elegía,
centrada en el triste destino de una civilización, la de Roma, en permanente
batalla entre el poder de la República y el poder de la Monarquía, librada bajo
la forma de guerra civil, algo que Lucano no duda en reconocer como parte de su
«herencia» como pueblo: No hace falta
dar crédito a ninguna nación ni buscar lejos ejemplos de esta ley fatal:
nuestras primeras murallas se empaparon con la sangre de un hermano. Lucano
milita abiertamente en el bando republicano y escribe su Farsalia como
un alegato contra la ambición de César y como un lamento por el desastre del
ejército de Pompeyo en su intento de defensa de las instituciones republicanas.
Lucano no ignora que en esas luches civiles a ningún arma extraña le es posible llegar tan
hondo: las profundas de verdad son las heridas de brazos de conciudadanos. Este
aspecto de la obra, tan cercano a nuestra situación política española, mutatis
mutandis, ofrece para un lector español un interés añadido al propio de la
obra excelente que es el poema inmortal de Lucano. El propio autor, consciente
de sus virtudes, intuye explícitamente a este lector futuro que yo soy, por
ejemplo, y ello favorece una suerte de empatía con su propósito artístico que
multiplica mi interés lector: ¡Oh sagrada y magnífica tarea de los poetas:
todo lo arrebatas al destino y das a las gentes mortales inmortalidad! No te dejes,
César, ganar por la envidia de lo que la fama ha consagrado; pues, si es lícito
hacer alguna promesa a las Musas latinas, todo el tiempo que perdure la gloria
del poeta de Esmirna [Homero], los venideros leerán mis versos y tus hazañas;
nuestra Farsalia vivirá, y no seremos condenados a las tinieblas por ninguna de
las futuras generaciones. Pero no se queda ahí la conciencia que tiene
Lucano de estar escribiendo una obra que traspasará las fronteras del tiempo y
del espacio para devenir una lectura “de siempre” y “universal”, pues a ello hemos
de sumar la moderna conciencia que tenía, en el momento de escribir, de que su narración,
sobre hechos pasados, iba a permitir leer al lector «como si nada de lo que le
está contando hubiera sucedido», lo que le permite crear un efecto de
expectativa no frustrada por un desenlace ya sabido, y conseguir que el lector
crea que el arte del narrador puede generar un desenlace diferente de aquel que
todos conocen: Estas célebres
batallas, cuando sean leídas entre gentes de tardías edades y en los pueblos de
nuestros nietos, tanto si ellas han pasado a la inmortalidad solo por su propio
renombre, como si la diligencia de nuestro empeño puede también haber prestado
algún servicio a las grandes figuras, lo cierto es que suscitarán a la vez
esperanzas y temores, y votos ya inútiles; y todos leerán hechizados los
trágicos sucesos como si estuvieran al llegar, no como pasados, y todavía,
Magno, estarán de tu parte. Algo parecido me ocurrió cuando vi una película
sobre el intento de los nazis de volar París en su huida apresurada de suelo francés,
ya derrotados, Diplomacia, de Volker Schlöndorff: durante toda la obra el espectador se temía lo peor, que la
ciudad volara en pedazos, aun a pesar de saber que tal cosa no ocurrió: ¡los
inefables secretos del Arte con gran mayúscula!
A pesar de su republicanismo, no es César un
personaje que le merezca a Lucano la desaprobación total, porque reconoce en
él, y así nos traza su retrato en el poema, a un ser del que se ha encaprichado
Fortuna, quien bendice todos y cada uno de sus pasos: En César no solo se daba el renombre y la
reputación de general, sino un coraje incapaz de mantenerse quieto, y su única
vergüenza era vencer sin combate; un caudillo que prefiere ser temido a ser
amado: Con todo, se alegra de inspirar a las gentes un temor tan grande y no
hubiera preferido que se le quisiera.
Los lamentos por lo que las guerras civiles significan para
Roma aparecen como una suerte de motivo recurrente a lo largo del texto, y
muestran de forma fehaciente lo que hicieron sufrir a un ciudadano empapado de
romanismo por los cuatro costados. ¿Y a quien escoge como portavoz de esas
quejas? Pues a Catón: «La suprema impiedad, Bruto, declaro que son las guerras
civiles, pero adonde los hados la arrastran la virtud seguirá sin temor.» […]
«Acribíllenme a mí ambas formaciones, háganme banco de sus dardos la bárbara
horda del Rin, reciba yo, accesible a todas las lanzas, puesto en medio, las
heridas de la guerra entera. Sirva esta sangre mía para redimir a los pueblos,
quede expiado con mi muerte cuanto deben pagar merecidamente las costumbres
romanas.» Pero el narrador, perfectamente identificable con el propio
Lucano, se reserva también un espacio preferente desde el que anatematizar un
hecho histórico tan deleznable y estremecedor como una guerra civil. A quien
frecuente las páginas de este Diario de un Artista Desencajado le
resultará familiar la petición de comprensión para la longitud de las citas;
pero, tratando de una obra tan densa y extensa como esta Farsalia, no
puedo por menos que reiterar la petición, en el bien entendido, de que la cita
merece el gozo de su lectura: ¡Ojalá, Farsalia, fuera suficiente para tus
llanuras esta sangre que derraman pechos extranjeros, que tus fuentes no se
tiñeran con ninguna otra sangre y que solo este número de caídos vistiera con
sus huesos todos tus campos! O bien, si prefieres inundarte con sangre romana,
perdona a estos otros, te lo ruego: sigan con vida gálatas y sirios,
capadocios, galos, iberos de la extremidad del mundo, armenios, cílices; pues
tras las guerras civiles, estos serán el pueblo romano. […] Rehúye, memoria
mía, esta parte de la batalla y déjala en las tinieblas, y que ninguna época
aprenda en mí, cantor de tan grandes males, cuánto horror se permite a las
guerras civiles. Más bien, ay, ahóguense las lágrimas y ahóguense las
lamentaciones: todo lo que en este campo de batalla llevaste a cabo, Roma, me
lo callaré. […] Por donde quiera que pasa, como Belona, sacudiendo su látigo
ensangrentado, o como si Marte, espoleando a los bistones, aguijara con
furiosos azotes los carros conturbados por la égida de Palas, se asienta una
enorme noche de crímenes; brotan las matanzas y un gemido como de una voz
inmensa, y resuenan las armaduras bajo el peso del pecho desplomado y los
aceros al quebrarse contra los aceros; […] prohíbe a sus pelotones marchar
contra la plebe y les muestra el senado; sabe cuál es la sangre vital del
imperio, cuáles las entrañas del estado, desde dónde arremeter contra Roma, en
qué punto se mantiene vulnerable la última libertad que queda en el universo.
[…] Mira las corrientes de los ríos, aceleradas por el aflujo de sangre, los
cadáveres hacinados que igualan en altura a las empinadas colinas; contempla os
montones de muertos ya en vías de descomposición y cuenta los pueblos que
seguían al Magno; y se le prepara la mesa en un puno del terreno desde el que
pudiera reconocer las caras y los rasgos faciales de los caídos.[…] Nada ganas
con este acceso de ira: que descomponga los cadáveres la putrefacción o la
hoguera, poco importa; la naturaleza lo reabsorbe todo en su apacible seno, y
os cuerpos se deben así mismo su propio fin. […] Al mundo le está reservada una
pira común que mezclara huesos y astros. […] Jamás el cielo se vistió con tal
cúmulo de buitres, ni batió el aire mayor número de alas. […] Tesalia, tierra
infortunada, ¿con qué deleito ofendiste tan gravemente a los dioses del cielo
para que a ti sola te hayan aplastado con tantas muertes, con la fatalidad de
tantos crímenes?
A mi amigo Rafael Carreras le llamó la atención de esta obra
la entusiasta dedicatoria que de la misma hizo Lucano a Nerón, y me pidió mi
opinión al respecto. A él, que lee con facilidad en latín y griego, y cuya cultura
clásica admiro profundamente, de poco le servirá una opinión profana. Los que
saben no excluyen que se tratase de una burla, ni tampoco que fuera un lugar
común, como los prólogos a los poderosos de nuestros autores del Barroco, por
ejemplo, como el muy clásico y poco ortodoxo al Conde de Lemos de Cervantes,
colegio español en China incluido… No hemos de perder de vista que, con
anterioridad a esta «ofrenda», el tío e instructor de Lucano, Séneca, había escrito
la Apocolocintosis o deificación del emperador Claudio, una sátira implacable
contra el predecesor de Nerón. No es de extrañar, por lo tanto, que los
hiperbólicos encomios al emperador tuvieran una inequívoca lectura satírica,
sobre todo cuando Lucano dice que el único bien de las guerras civiles era, en
su caso, haber tenido la dicha de verlo ascender al poder: Mucho es, con
todo, lo que Roma debe a las guerras civiles, pues estos sucesos tuvieron como
objetivo tu llegada. A ti, cuando, cumplida tu estancia en la tierra, te
encamines, tarde, hacia los astros, el palacio de la región celeste que tú
hayas preferido te acogerá en medio de la alegría del universo; tanto si te
agrada empuñar el cetro como si prefieres subir al carro inflamado de Febo e
iluminar con el fuego errante la tierra, que no tiene miedo antes este cambio
de sol, toda divinidad te cederá su puesto, y la naturaleza te brindará el
derecho, que te pertenece, de elegir qué dios quieres ser y donde deseas
establecer tu reinado sobre el mundo. […] Desde allí verías a tu querida Roma
con sesgada trayectoria astral. […]Tú eres ya para mí una divinidad; y, si te
acojo en mi pecho como poeta inspirado, ya no quiero invocar al dios que revela
los secretos de Cirra ni hacer venir a Baco desde Nisa: tú bastas a darme
alientos para cantos romanos. Como muy bien nos advierte Antonio Holgado,
su magnífico traductor, en las notas a pie de página, la sesgada trayectoria
astral parece ser una alusión cómica al estrabismo del emperador; del
mismo modo que la parte del texto en la que dice si haces sentir tu peso
sobre una parte del éter inmenso, el eje del cielo acusará la carga se referiría
a la obesidad del emperador.
Farsalia, como cualquier obra de juventud, es un pozo
de ambición, pero ha de reconocerse que Lucano supo extraer de él la más clara
y nutritiva de las aguas del subsuelo de una civilización como la romana que
caminaba hacia su destrucción, lenta pero inexorablemente. No es un escritor
apocalíptico, está claro, pero advierte los signos inequívocos de la
decadencia, entre los que están la pérdida de la República y, sobre todo, de la
virtus, el ideal de un comportamiento
a la altura del ciudadano romano, ocupe el lugar que ocupe en una
sociedad fuertemente jerarquizada. El libro, más allá de constituir una crónica
de la guerra civil librada entre César y Pompeyo, se extiende a muchos aspectos
de la vida romana, de los que recoge lo que hoy son valiosas noticias para
entender y valorar cómo fue aquella civilización de la que los europeos somos,
en total medida, herederos. Que en la obra aparezcan los discursos de
personajes secundarios como las esposas de Catón o las dos de Pompeyo, amén de otros
más secundarios aún, como los de algunos jefes militares de rango medio o bajo
se debe a la importancia del género del discurso en la formación retórica de
los jóvenes, siguiendo el modelo que consagraría Quintiliano algunos años después
de la muerte de Lucano en los doce libros de su Institutio oratoria.
Esos discursos no solo humanizan la obra, sino que nos informan, además, de
costumbres clásicas que contribuyen a nuestro mejor conocimiento de las
instituciones y costumbres romanas, como es el caso de la petición que hace
Marcia a Catón, después de haber sido cedida por este a Hortensio para tener
hijos, para ser recibida de nuevo por Catón como su esposa, de modo que, al
morir, pueda grabar en su tumba «Marcia de Catón». A través de la descripción
de a lo que renuncian los esposos con sus nuevo esponsales descubrimos la
tradición nupcial romana. Y, como propina, el autor nos ofrece un retrato del
pensamiento estoico de Catón y su estricto sentido ético de la existencia. De nuevo
la cita es larga, pero provechosa y muy interesante: «Mientras había en mis
venas sangre y vigor para dar la maternidad, llevé a cabo tus órdenes, Catón, y
tomé dos maridos, concibiendo de ambos; fatigadas mis entrañas y exhausta de
los partos, vuelvo, no apta ya para ser entregada a ningún hombre. Concédeme la
alianza intacta de nuestro antiguo tálamo, concédeme solo el nombre, aunque
vacío, de matrimonio; permítaseme tener escrito en mi tumba: “Marcia de
Catón” y que a lo largo de los siglos no sea cuestión dudosa si cambié mis
primeras antorchas nupciales repudiada o cedida. No me recibes como compañera
de alegrías ni en la prosperidad: vengo a compartir cuitas y fatigas. Permíteme
ir a la zaga de tu campamento: ¿por qué se me va a dejar a mí en la seguridad
de la paz y Cornelia [mujer de Pompeyo]- va a estar más cerca de la
guerra civil?» Estas palabras doblegaron al héroe y, aunque los tiempos no eran
propios para tálamos, porque el destino convocaba ya a los combates, con todo,
les complacen las simples promesas y las fórmulas legales carentes de vana
pompa y admitir a los dioses como testigos de la ceremonia. No cuelgan,
coronando el dintel, festivas guirnaldas, ni la blanca bandeleta corre de uno a
otro montante, ni existen las antorchas rituales, ni se alza un tálamo apoyado
en gradas de marfil y desplegando sus ropas recamadas de oro; ni la joven desposada,
ciñendo su frente con torreada corona, evita rozar el umbral con su planta, al
traspasarlo; tampoco para ocultar discretamente el tímido rubor de la esposa
cubrió el velo rojizo su rostro inclinado, ni un cinturón esmaltado de piedras
preciosas ciñó sus flotantes vestidos, ni rodeó su garganta un collar apropiado a la ocasión, ni un chal,
apoyado en el arranque de los hombros, se plegó estrechamente a sus desnudos
brazos. Tal como estaba, ella conserva el lúgubre aspecto de sus ropas de luto,
y de la manera que lo hace con sus hijos, así abrazó a su marido. Cubierta bajo
la lana del duelo queda oculta la púrpura, no rechiflaron las gracias de
costumbre, ni el marido fue blanco, a su pesar, de las impertinencias de la
fiesta a usanza sabina. Ni un solo testigo de la familia, ni un solo pariente
les acompañó: se unen en la mayor intimidad y contentándose con los auspicios
de Bruto. Catón no se quitó de su venerable rostro la horrorosa pelambrera ni
dio muestras de alegría en su duro semblante -desde el momento en que había
visto blandir las mortíferas armas había dejado que le cayeran por la frente
rígida, sin cortarlos, los blancos cabellos, y que una barba lúgubre le
creciera en las mejillas: a él, en cuanto libre de partidismos y de odios, solo
le cabe llevar luto por el género humano-; y no intentó los ayuntamientos del
antiguo tálamo: incluso a un amor legítimo resistió su fortaleza. Estas fueron
las costumbres, esta la línea de conducta, inalterada, de Catón: guardar la
medida, tener marcado un límite, seguir a la naturaleza, gastar la vida al
servicio de la patria y creerse nacido no para sí, sino para el mundo entero.
[…] En pro de la Ciudad es padre y en pro de la Ciudad, marido; cultivador de
la justicia, practicante de una honestidad estricta, bueno en interés de la
comunidad; en ninguna de las acciones de Catón se deslizó ni tuvo parte el
placer egoísta.
Son tantas las virtudes y el interés de este libro que solo
su lectura está a la altura de cualquier elogio que yo pudiera plantear en esta
invitación entusiasta a su lectura. La traducción en prosa, con un estilo que
recuerda el de nuestros clásicos (Y él, a los primeros levantes de la
aurora…, que nos recuerda a Juan de la Cruz, por ejemplo], tiende ante
nosotros un mosaico deslumbrante de una civilización en su apogeo, en su máximo
esplendor, que nosotros recorremos con el temblor que suscita en nuestros pies
caminar por las calles de lo que fue Pompeya: ¡ninguna experiencia más romanizadora
que la visita a esas ruinas! Es singular la presencia de Lérida y del Segre en
la obra, por ejemplo, pero si por alguna razón es la Farsalia reconocida
por los estudiosos es por ser una de las primeras fuentes sobre las prácticas
de hechicería en aquellos tiempos. El inmortal retrato de la maga Ericto forma
parte de las más destacadas páginas del libro, del mismo modo que sus métodos,
descritos con una pasión inequívoca por la necromancia: Marca el rostro de
la impía una escualidez repugnante y pútrida y su cara, desconocida del cielo
sereno y terrible por su lividez estigia, se inclina bajo el peso de unos
cabellos desgreñados; si un nimbo y unos negros nubarrones ocultan las
estrellas, entonces la tesalia sale fuera de las desnudas tumbas a la caza de
los rayos nocturnos. Al pisarlas, va agostando las semillas de la mies fecunda,
y con su aliento echa a perder las brisas que no eran mortíferas. […] Humeantes
cenizas y huesos calcinados de jóvenes roba ella del centro de la pira, e
incluso la antorcha que sostenían sus padres, y recoge pedazos del lecho
fúnebre que vuelan en negra humareda, vestidos que caen hechos cenizas y
pavesas todavía con el olor a carne muerta. En cambio, cuando los cadáveres
quedan guardados en los sarcófagos, donde se desprende el humor interior, y,
eliminada la corrupción de la médula, se endurecen, entonces ella se ensaña
ávidamente contra todos los miembros, hunde sus manos en los ojos, se goza en
extraer los globos helados y roe las lívidas excrecencias de la mano desecada.
Acostumbra a romper con sus dientes el lazo y los nudos mortales, a desgarrar
los cadáveres que cuelgan de la horca, a raspar las cruces, a arrancar las
vísceras batidas por las lluvias y las médulas recocidas por su exposición al
sol. Suele robar el clavo que atraviesa las manos y la negra purulencia por los
miembros goteantes de podre y los cuajarones de ponzoña, y, si un nervio
resiste a sus mordiscos, se queda colgada de él. Además, siempre que algún
cadáver yace en la tierra desnuda, allí está ella antes que las fieras y las
aves; y no quiere despedazar los miembros con el hierro y con sus propias
manos, antes espera a que lo muerdan los lobos, pronta a quitarles las tajadas
de sus fauces resecas. Consultada por Sexto Pompeyo, hijo del «Magnífico»,
el apodo con el que se habla del rival de César en todo momento en el libro, la maga va a ser
capaz de animar el cadáver de un soldado para obtener de él un vaticinio sobre
el porvenir, sobre el destino de Roma, en definitiva. Con no poco trabajo de
composición orgánica, la maga está en condiciones de «animar» al soldado para que emita su augurio desde el aliento del
Hades: Llévate contigo, joven, este consuelo: que los manes están esperando
a tu padre y a su casa en un cobijo apacible y reservan en la zona tranquila
del reino un lugar para los Pompeyos. Y no te inquiete la gloria de una vida
breve: llegará la hora que haga iguales a todos los caudillos. Apresuraos a
morir y, orgullosos de la grandeza de vuestro espíritu, descended, aunque sea
desde modestas tumbas, y pisotead los manes de divinidades de Roma. Qué túmulo
bañará la onda del Nilo y cuál la del Tíber, esta es la única cuestión; y la
lucha entre los jedes es solo en torno a su funeral. […] Temed, infortunados,
tanto Europa como Libia y Asia: la fortuna ha repartido los túmulos de acuerdo
con vuestros triunfos.
Muy llamativo de la Farsalia, acaso por su filiación filosófica,
dada la relación con su tío, Séneca, es el sólido agnosticismo de Lucano, para
quienes los dioses del Olimpo romano no son sino vestigios de una mentalidad
demasiado primitiva, parte de una historia fabulosa que va dejando paso al
rigor de la historiografía: Para nosotros evidentemente no existen las
divinidades: puesto que los siglos son arrebatados por un ciego azar, mentimos
al decir que reina Júpiter. […] Ningún dios se cuida de las cosas de los
mortales. Sin embargo, hemos obtenido de este desastre la venganza mayor que
las divinidades pueden dar en satisfacción a las tierras: las guerras civiles
fabricarán dioses equiparables a los dioses celestes. Roma ornará a unos manes
con rayos, aureolas y constelaciones, y en los templos de los dioses jurará por
unas sombras. La divinización de los emperadores, que comienzan con
Augusto, marcan el fin de esas creencias religiosas firmes; pero, antes, el
descreimiento se cebó en los grandes centros de la profecía como el santuario
de Delfos y otros más: No están privadas nuestras generaciones de ningún don
de los dioses más importante que el que perdieron con el enmudecimiento del
santuario de Delfos, desde que los reyes tuvieron miedo al porvenir e
impidieron hablar a los dioses. […] Con la conmoción y el oleaje del delirio,
la armazón humana se tambalea y los sacudimientos de los dioses resquebrajan
las vidas quebradizas. Por eso cuando intentan restablecer el fundamento de
esa profecía, se encuentran con la impostura de la sacerdotisa Femónoe: «Por
qué, le dice, te arrastra, romano, una esperanza insana de la verdad?»
Simulando la presencia del dios en su pecho tranquilo, pronuncia palabras
fingidas, sin poder atestiguar con ningún murmullo de sonidos confusos que su
espíritu esté inspirado por el divino delirio; con ello iba a causar un daño no
tanto al general, a quien vaticinaba falsedades, como a los trípodes y a la
credibilidad. Ese agnosticismo se manifiesta también en la soberbia
confianza de César en su propio destino, como si los Hados guiaran todos y cada
uno de sus pasos y travesías, como lo demuestra cuando fía su vida a una endeble
barca en una noche de tormenta: «¡Qué gran trabajo les cuesta a los dioses
abatirme, como para haberme embestido, sentado como estoy en una pequeña barca,
con un mar tan imponente! […] No tengo necesidad de funeral alguno, oh
dioses: guardaos mi cadáver mutilado en medio de las olas, fáltenme la pira y
el sepulcro con tal de que siempre se me tema y espere mi retorno cada
habitante de la tierra.» Esto último, por cierto, cómo recuerda la no
muerte de Arturo en Avalon y su promesa de «regresar» cuando se le necesite… A Lucano
le parece que los dioses no están, precisamente, del lado de los menesterosos: La fortuna respeta a muchos culpables y las
divinidades solo reservan su cólera para los desgraciados.
Lo relativo a los hechos históricos
tiene en el libro un desarrollo ajustado perfectamente a la realidad, pero con
el atractivo añadido de haber personalizado Lucano en César y Pompeyo, a través
de sus discursos, como los de los demás participantes en aquella guerra civil,
un drama que fue bastante más allá de la estrategia de lo bélico. No puedo yo,
si no quiero abusar definitivamente de mis pocos intelectores y echarlos
definitivamente de este Diario, seguir esos lances con detalle. Básteles saber
que Farsalia es una sucesión constante de episodios atractivos y
reflexiones cuya madurez en modo alguno nos parecen de un joven autor que no pasó
de los veintiséis años de vida. La obra, que es un cruce de géneros, tiene un
poder narrativo tan intenso que es difícil no seguirla con una exaltación
barroca, a juzgar por el amor a lo sensual y el gusto por la paradoja que se
vierte en ella. Baste recordar el nexo de unión que hay entre la maga Ericto y la
bruja Celestina, por ejemplo, para percibir el poderoso influjo que la obra ha
tenido en la literatura posterior a ella. Desde la mentalidad moderna, tan mitómana,
y dada la pasión suscitada por el caudillismo de Julio César, cuesta trabajo simpatizar
con el republicanismo senatorial de Lucano y su defensa de la bondad de la
conjura que acabó con él, y del destacado papel que jugó Bruto en ella; pero
esa, y no otra, es la coherencia de quien amaba la libertad sobre todas las
cosas y repudiaba el gobierno autócrata como una aberración política. Espero y
deseo, en todo caso, que este entusiasta acercamiento a una obra de tanta
enjundia como pasión demuestra en cada un o de sus diez libros, no retraiga a
nadie de lanzarse a su lectura, porque los clásicos siempre acaban siendo los
libros más modernos que nos caen en las manos: la Farsalia no es una excepción
a esa regla.
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