viernes, 17 de julio de 2020

«Farsalia», de Lucano, un barroco romano lamenta las guerras civiles.



La épica reinventada desde la racionalidad, la desmesura y el descreimiento religioso: Farsalia o el enciclopedismo épico prematuro de un asianista desatado…

         Bueno, pues se ha acabado lo mejor, extractar todas las citas del libro, y ahora toca el esforzado trabajo de ordenarlas y destacar, de la forma más breve posible -¿por qué asusta tanto la extensión a los lectores posmodernos?- los muchos valores de una obra clásica inacabada, escrita por un autor, Lucano, de vida truncada por orden gubernamental inexorable: se cortó las venas y se dejó morir mientras recitaba uno de sus poemas, hoy perdido, dicen algunos estudiosos, aunque otros sugieren  que eran versos de su Farsalia, estos concretamente: Una mano de hierro, al trabar en la popa sus garfios atenazantes, enganchó a Lícides. Hubiérase hundido en las profundidades, pero lo impiden sus compañeros, sujetando sus piernas colgantes. Dislocado, queda partido en dos, y la sangre no brotó lenta, como de una herida: rotas las venas, cae en todas partes, y la corriente vital que fluye hacia sus miembros desgarrados queda interrumpida por las aguas. Nunca la vida de un mortal escapó por senda tan anchurosa. La parte inferior del tronco entregó a la muerte unos miembros carentes de órganos vitales; pero en la parte donde se asienta el inflado pulmón, donde hierven las vísceras, allí los hados se mantuvieron indecisos largo tiempo y, tras mucho luchar con esta porción del cuerpo, a duras penas lograron llevarse los miembros todos, del final del tercer libro. ¡Ya hay que tener auténtico humor negro para acompañar la lenta salida de la sangre de su cuerpo con estos versos truculentos! Pero Lucano es un autor verista, podríamos decir, robándole el concepto a la ópera, y no se asusta ante el retrato descarnado de la realidad por horripilante que sea; es más, incluso me atrevería a decir que se recrea en ese tremendismo que, paradójicamente, tiene algo de acusado espíritu científico, por la delectación, por ejemplo, con que habla del cuerpo humano en el célebre pasaje de la muerte de un soldado mientras Catón, con la ayuda del rey Juba, atraviesa el norte de África, las Sirtes, para enfrentarse a César: Un pequeño sepe se aferró a la pierna del desdichado Sabelo; pese a estar tenazmente agarrado con su diente curvo, se lo arrancó con la mano y lo clavó con la pica en las arenas. Es una serpiente de reducidas dimensiones, pero ninguna posee tanto poder de sangre y muerte como ella. En efecto, en torno a las proximidades de la herida la piel, rota, desaparece y deja a la vista los pálidos huesos; al agrandarse la cavidad, ya no hay más que una pura llaga sin forma de cuerpo. Los miembros nadan en pus, las pantorrillas cayeron deshechas, los jarretes estaban sin cobertura alguna, incluso toda la carne de los muslos se licúa, y las ingles destilan negra podredumbre. Estalló la piel que sujeta el vientre y se derraman las entrañas; mas no fluye él hasta el suelo en la proporción debida a la totalidad de su cuerpo, sino que el cruel veneno consume sus miembros, y la muerte los reduce todos a un mínimo de podre. Toda la armazón del hombre la deja al descubierto la índole siniestra de este azote: los ligamentos de los nervios, la textura de los pulmones, la cavidad del pecho y todo lo oculto en los órganos vitales se hace visible con esta muerte. Se disuelven los hombros y los fuertes brazos; el cuello y la cabeza se derriten: con más rapidez, ni baja la nieve fundida por el cálido austro ni se va la cera tras los efectos del sol. Poco antes de esa descripción, Lucano, siguiendo esa vena científica de la que hablaba, recoge en sus páginas la nómina casi completa de las serpientes que se encuentran en las tierras por donde han de atravesar los enemigos de César, continuando acaso una tradición que arranca de Aristóteles, Plinio “el Viejo” o Heródoto, y que se convertirá en la Edad Media en un género de los más populares: el «bestiario», a medio camino entre el mito y la Historia Natural: El propio áspid, necesitado de calor, no pasa por iniciativa suya a las regiones frías, y solo recorre las arenas hasta el Nilo; pero (¿nos avergonzaremos alguna vez de nuestro afán de lucro?) desde allí se importan acá instrumentos de muerte libios y hemos hecho del áspid una mercancía. […] Por su parte, sin consentir que les quede dentro su propia sangre a los desgraciadas víctimas, despliega sus escamosos anillos el enorme hemórroo; nació también el destinado a habitar las campiñas de la antigua Sirte, el quersidro; y los que se arrastran dejando una estela de humo, los quelidros; y el que siempre se deslizará en línea recta, el cencro.. […] De igual color y no distinguible de las requemadas arenas es la amonita; los que van dando bandazos según se tuerce su espina dorsal, los cerastas; la escítala, la única que va a despojarse de su piel con las escarchas todavía esparcidas; la quemante dípsada; la pesada anfisbena, que se mueve en la dirección de sus dos cabezas; el nátrice, que contamina el agua; los yáculos voladores; el que se limita a dejar un surco en el camino con la cola, el pareas;el que abre de par en par su boca humeante, el voraz préster; el que descompone los huesos junto con el cuerpo, el pestilente sepe; y el que emite silbidos que aterran a todas las plagas anteriores, mata ntes de inocular su veneno, ahuyenta a su paso, en una gran extensión, a toda la turbamulta de reptiles y reina en las arenas desiertas: el basilisco. ¡Vaya, a esto sí que se le puede llamar empezar la casa por el tejado!, porque, por esos azares del discurso, he acabado yéndome al final de la obra, allí donde, a esta enumeración -la enumeratio tiene un puesto de honor en el arte literario, recordémoslo…¡sobre todo la caótica!- le sigue otra, breve, de los remedios que el único pueblo que es inmune a las mordeduras de esas sierpes, los psilos marmáridas, a quienes se les ha otorgado vivir en paz con la muerte, ha descubierto: yezgo; gálbanos; tamariz, costos; panacea; centaura; hinojo, tapsia; alerces; abrótano…


          Marco Anneo Lucano nació en Corduba, en la Bética, el 3 de noviembre del 39 y fue sobrino de Séneca, con quien estudió cuando este se convirtió en el instructor de Nerón, de quien el joven Lucano fue amigo y compañero de veleidades literarias, perteneció al cohors amicorum del Emperador, quien le honró nombrándole «augur» y «cuestor», pero cuando la envidia artística de Nerón cedió el paso a la indiferencia y Lucano se acercó demasiado a quienes conspiraban contra el Emperador -la conocida y malograda Conjura de Pisón-, el enorme potencial de la vida de un joven tan dotado artísticamente se torció para siempre y optó, a la vista del destino de quienes estaban en dicha conjura, su propio padre incluido, por suicidarse. La muerte, pues, nos privó de poder leer hoy su Farsalia tal y como acaso ya la tenía él planeada; pero los diez libros que han sobrevivido son suficientes para apreciar el valor inmortal de una obra que, con apariencia de relato épico, va mucho más allá de dicho género, porque, en el fondo, no hay un «héroe» cuya exaltación concite la unanimidad entre los lectores. Ni Pompeyo, representante del Senado, ni César, representante del poder autoritario unipersonal, lo son. El título original de la obra De bello civili, «Sobre la guerra civil», nos indica la naturaleza exacta de una obra que frecuenta muchos géneros: el relato histórico, el relato épico, el relato mítico, el relato geográfico, el relato naturalista, el recreado documento vivo de los personajes que intervienen en los sucesos, pero que no se decanta por ninguno: estamos ante una amalgama que le confiere al libro su acusada personalidad.
         Farsalia es una obra de lamentación profunda por la situación a que las guerras civiles habían  llevado a Roma. En cierto modo, a los géneros literarios antes sugeridos, Farsalia cubre también el de la elegía, centrada en el triste destino de una civilización, la de Roma, en permanente batalla entre el poder de la República y el poder de la Monarquía, librada bajo la forma de guerra civil, algo que Lucano no duda en reconocer como parte de su «herencia» como pueblo:  No hace falta dar crédito a ninguna nación ni buscar lejos ejemplos de esta ley fatal: nuestras primeras murallas se empaparon con la sangre de un hermano. Lucano milita abiertamente en el bando republicano y escribe su Farsalia como un alegato contra la ambición de César y como un lamento por el desastre del ejército de Pompeyo en su intento de defensa de las instituciones republicanas. Lucano no ignora que en esas luches civiles a  ningún arma extraña le es posible llegar tan hondo: las profundas de verdad son las heridas de brazos de conciudadanos. Este aspecto de la obra, tan cercano a nuestra situación política española, mutatis mutandis, ofrece para un lector español un interés añadido al propio de la obra excelente que es el poema inmortal de Lucano. El propio autor, consciente de sus virtudes, intuye explícitamente a este lector futuro que yo soy, por ejemplo, y ello favorece una suerte de empatía con su propósito artístico que multiplica mi interés lector: ¡Oh sagrada y magnífica tarea de los poetas: todo lo arrebatas al destino y das a las gentes mortales inmortalidad! No te dejes, César, ganar por la envidia de lo que la fama ha consagrado; pues, si es lícito hacer alguna promesa a las Musas latinas, todo el tiempo que perdure la gloria del poeta de Esmirna [Homero], los venideros leerán mis versos y tus hazañas; nuestra Farsalia vivirá, y no seremos condenados a las tinieblas por ninguna de las futuras generaciones. Pero no se queda ahí la conciencia que tiene Lucano de estar escribiendo una obra que traspasará las fronteras del tiempo y del espacio para devenir una lectura “de siempre” y “universal”, pues a ello hemos de sumar la moderna conciencia que tenía, en el momento de escribir, de que su narración, sobre hechos pasados, iba a permitir leer al lector «como si nada de lo que le está contando hubiera sucedido», lo que le permite crear un efecto de expectativa no frustrada por un desenlace ya sabido, y conseguir que el lector crea que el arte del narrador puede generar un desenlace diferente de aquel que todos conocen:  Estas célebres batallas, cuando sean leídas entre gentes de tardías edades y en los pueblos de nuestros nietos, tanto si ellas han pasado a la inmortalidad solo por su propio renombre, como si la diligencia de nuestro empeño puede también haber prestado algún servicio a las grandes figuras, lo cierto es que suscitarán a la vez esperanzas y temores, y votos ya inútiles; y todos leerán hechizados los trágicos sucesos como si estuvieran al llegar, no como pasados, y todavía, Magno, estarán de tu parte. Algo parecido me ocurrió cuando vi una película sobre el intento de los nazis de volar París en su huida apresurada de suelo francés, ya derrotados, Diplomacia, de Volker Schlöndorff: durante toda la obra el espectador se temía lo peor, que la ciudad volara en pedazos, aun a pesar de saber que tal cosa no ocurrió: ¡los inefables secretos del Arte con gran mayúscula!
 A pesar de su republicanismo, no es César un personaje que le merezca a Lucano la desaprobación total, porque reconoce en él, y así nos traza su retrato en el poema, a un ser del que se ha encaprichado Fortuna, quien bendice todos y cada uno de sus pasos:  En César no solo se daba el renombre y la reputación de general, sino un coraje incapaz de mantenerse quieto, y su única vergüenza era vencer sin combate; un caudillo que prefiere ser temido a ser amado: Con todo, se alegra de inspirar a las gentes un temor tan grande y no hubiera preferido que se le quisiera.
         Los lamentos por lo que las guerras civiles significan para Roma aparecen como una suerte de motivo recurrente a lo largo del texto, y muestran de forma fehaciente lo que hicieron sufrir a un ciudadano empapado de romanismo por los cuatro costados. ¿Y a quien escoge como portavoz de esas quejas? Pues a Catón: «La suprema impiedad, Bruto, declaro que son las guerras civiles, pero adonde los hados la arrastran la virtud seguirá sin temor.» […] «Acribíllenme a mí ambas formaciones, háganme banco de sus dardos la bárbara horda del Rin, reciba yo, accesible a todas las lanzas, puesto en medio, las heridas de la guerra entera. Sirva esta sangre mía para redimir a los pueblos, quede expiado con mi muerte cuanto deben pagar merecidamente las costumbres romanas.» Pero el narrador, perfectamente identificable con el propio Lucano, se reserva también un espacio preferente desde el que anatematizar un hecho histórico tan deleznable y estremecedor como una guerra civil. A quien frecuente las páginas de este Diario de un Artista Desencajado le resultará familiar la petición de comprensión para la longitud de las citas; pero, tratando de una obra tan densa y extensa como esta Farsalia, no puedo por menos que reiterar la petición, en el bien entendido, de que la cita merece el gozo de su lectura: ¡Ojalá, Farsalia, fuera suficiente para tus llanuras esta sangre que derraman pechos extranjeros, que tus fuentes no se tiñeran con ninguna otra sangre y que solo este número de caídos vistiera con sus huesos todos tus campos! O bien, si prefieres inundarte con sangre romana, perdona a estos otros, te lo ruego: sigan con vida gálatas y sirios, capadocios, galos, iberos de la extremidad del mundo, armenios, cílices; pues tras las guerras civiles, estos serán el pueblo romano. […] Rehúye, memoria mía, esta parte de la batalla y déjala en las tinieblas, y que ninguna época aprenda en mí, cantor de tan grandes males, cuánto horror se permite a las guerras civiles. Más bien, ay, ahóguense las lágrimas y ahóguense las lamentaciones: todo lo que en este campo de batalla llevaste a cabo, Roma, me lo callaré. […] Por donde quiera que pasa, como Belona, sacudiendo su látigo ensangrentado, o como si Marte, espoleando a los bistones, aguijara con furiosos azotes los carros conturbados por la égida de Palas, se asienta una enorme noche de crímenes; brotan las matanzas y un gemido como de una voz inmensa, y resuenan las armaduras bajo el peso del pecho desplomado y los aceros al quebrarse contra los aceros; […] prohíbe a sus pelotones marchar contra la plebe y les muestra el senado; sabe cuál es la sangre vital del imperio, cuáles las entrañas del estado, desde dónde arremeter contra Roma, en qué punto se mantiene vulnerable la última libertad que queda en el universo. […] Mira las corrientes de los ríos, aceleradas por el aflujo de sangre, los cadáveres hacinados que igualan en altura a las empinadas colinas; contempla os montones de muertos ya en vías de descomposición y cuenta los pueblos que seguían al Magno; y se le prepara la mesa en un puno del terreno desde el que pudiera reconocer las caras y los rasgos faciales de los caídos.[…] Nada ganas con este acceso de ira: que descomponga los cadáveres la putrefacción o la hoguera, poco importa; la naturaleza lo reabsorbe todo en su apacible seno, y os cuerpos se deben así mismo su propio fin. […] Al mundo le está reservada una pira común que mezclara huesos y astros. […] Jamás el cielo se vistió con tal cúmulo de buitres, ni batió el aire mayor número de alas. […] Tesalia, tierra infortunada, ¿con qué deleito ofendiste tan gravemente a los dioses del cielo para que a ti sola te hayan aplastado con tantas muertes, con la fatalidad de tantos crímenes?
         A mi amigo Rafael Carreras le llamó la atención de esta obra la entusiasta dedicatoria que de la misma hizo Lucano a Nerón, y me pidió mi opinión al respecto. A él, que lee con facilidad en latín y griego, y cuya cultura clásica admiro profundamente, de poco le servirá una opinión profana. Los que saben no excluyen que se tratase de una burla, ni tampoco que fuera un lugar común, como los prólogos a los poderosos de nuestros autores del Barroco, por ejemplo, como el muy clásico y poco ortodoxo al Conde de Lemos de Cervantes, colegio español en China incluido… No hemos de perder de vista que, con anterioridad a esta «ofrenda», el tío e instructor de Lucano, Séneca, había escrito la Apocolocintosis o deificación del emperador Claudio, una sátira implacable contra el predecesor de Nerón. No es de extrañar, por lo tanto, que los hiperbólicos encomios al emperador tuvieran una inequívoca lectura satírica, sobre todo cuando Lucano dice que el único bien de las guerras civiles era, en su caso, haber tenido la dicha de verlo ascender al poder: Mucho es, con todo, lo que Roma debe a las guerras civiles, pues estos sucesos tuvieron como objetivo tu llegada. A ti, cuando, cumplida tu estancia en la tierra, te encamines, tarde, hacia los astros, el palacio de la región celeste que tú hayas preferido te acogerá en medio de la alegría del universo; tanto si te agrada empuñar el cetro como si prefieres subir al carro inflamado de Febo e iluminar con el fuego errante la tierra, que no tiene miedo antes este cambio de sol, toda divinidad te cederá su puesto, y la naturaleza te brindará el derecho, que te pertenece, de elegir qué dios quieres ser y donde deseas establecer tu reinado sobre el mundo. […] Desde allí verías a tu querida Roma con sesgada trayectoria astral. […]Tú eres ya para mí una divinidad; y, si te acojo en mi pecho como poeta inspirado, ya no quiero invocar al dios que revela los secretos de Cirra ni hacer venir a Baco desde Nisa: tú bastas a darme alientos para cantos romanos. Como muy bien nos advierte Antonio Holgado, su magnífico traductor, en las notas a pie de página, la sesgada trayectoria astral parece ser una alusión cómica al estrabismo del emperador; del mismo modo que la parte del texto en la que dice si haces sentir tu peso sobre una parte del éter inmenso, el eje del cielo acusará la carga se referiría a la obesidad del emperador.
         Farsalia, como cualquier obra de juventud, es un pozo de ambición, pero ha de reconocerse que Lucano supo extraer de él la más clara y nutritiva de las aguas del subsuelo de una civilización como la romana que caminaba hacia su destrucción, lenta pero inexorablemente. No es un escritor apocalíptico, está claro, pero advierte los signos inequívocos de la decadencia, entre los que están la pérdida de la República y, sobre todo, de la virtus, el ideal de un comportamiento  a la altura del ciudadano romano, ocupe el lugar que ocupe en una sociedad fuertemente jerarquizada. El libro, más allá de constituir una crónica de la guerra civil librada entre César y Pompeyo, se extiende a muchos aspectos de la vida romana, de los que recoge lo que hoy son valiosas noticias para entender y valorar cómo fue aquella civilización de la que los europeos somos, en total medida, herederos. Que en la obra aparezcan los discursos de personajes secundarios como las esposas de Catón o las dos de Pompeyo, amén de otros más secundarios aún, como los de algunos jefes militares de rango medio o bajo se debe a la importancia del género del discurso en la formación retórica de los jóvenes, siguiendo el modelo que consagraría Quintiliano algunos años después de la muerte de Lucano en los doce libros de su Institutio oratoria. Esos discursos no solo humanizan la obra, sino que nos informan, además, de costumbres clásicas que contribuyen a nuestro mejor conocimiento de las instituciones y costumbres romanas, como es el caso de la petición que hace Marcia a Catón, después de haber sido cedida por este a Hortensio para tener hijos, para ser recibida de nuevo por Catón como su esposa, de modo que, al morir, pueda grabar en su tumba «Marcia de Catón». A través de la descripción de a lo que renuncian los esposos con sus nuevo esponsales descubrimos la tradición nupcial romana. Y, como propina, el autor nos ofrece un retrato del pensamiento estoico de Catón y su estricto sentido ético de la existencia. De nuevo la cita es larga, pero provechosa y muy interesante: «Mientras había en mis venas sangre y vigor para dar la maternidad, llevé a cabo tus órdenes, Catón, y tomé dos maridos, concibiendo de ambos; fatigadas mis entrañas y exhausta de los partos, vuelvo, no apta ya para ser entregada a ningún hombre. Concédeme la alianza intacta de nuestro antiguo tálamo, concédeme solo el nombre, aunque vacío, de matrimonio; permítaseme tener escrito en mi tumba: “Marcia de Catón” y que a lo largo de los siglos no sea cuestión dudosa si cambié mis primeras antorchas nupciales repudiada o cedida. No me recibes como compañera de alegrías ni en la prosperidad: vengo a compartir cuitas y fatigas. Permíteme ir a la zaga de tu campamento: ¿por qué se me va a dejar a mí en la seguridad de la paz y Cornelia [mujer de Pompeyo]- va a estar más cerca de la guerra civil?» Estas palabras doblegaron al héroe y, aunque los tiempos no eran propios para tálamos, porque el destino convocaba ya a los combates, con todo, les complacen las simples promesas y las fórmulas legales carentes de vana pompa y admitir a los dioses como testigos de la ceremonia. No cuelgan, coronando el dintel, festivas guirnaldas, ni la blanca bandeleta corre de uno a otro montante, ni existen las antorchas rituales, ni se alza un tálamo apoyado en gradas de marfil y desplegando sus ropas recamadas de oro; ni la joven desposada, ciñendo su frente con torreada corona, evita rozar el umbral con su planta, al traspasarlo; tampoco para ocultar discretamente el tímido rubor de la esposa cubrió el velo rojizo su rostro inclinado, ni un cinturón esmaltado de piedras preciosas ciñó sus flotantes vestidos, ni rodeó su garganta un  collar apropiado a la ocasión, ni un chal, apoyado en el arranque de los hombros, se plegó estrechamente a sus desnudos brazos. Tal como estaba, ella conserva el lúgubre aspecto de sus ropas de luto, y de la manera que lo hace con sus hijos, así abrazó a su marido. Cubierta bajo la lana del duelo queda oculta la púrpura, no rechiflaron las gracias de costumbre, ni el marido fue blanco, a su pesar, de las impertinencias de la fiesta a usanza sabina. Ni un solo testigo de la familia, ni un solo pariente les acompañó: se unen en la mayor intimidad y contentándose con los auspicios de Bruto. Catón no se quitó de su venerable rostro la horrorosa pelambrera ni dio muestras de alegría en su duro semblante -desde el momento en que había visto blandir las mortíferas armas había dejado que le cayeran por la frente rígida, sin cortarlos, los blancos cabellos, y que una barba lúgubre le creciera en las mejillas: a él, en cuanto libre de partidismos y de odios, solo le cabe llevar luto por el género humano-; y no intentó los ayuntamientos del antiguo tálamo: incluso a un amor legítimo resistió su fortaleza. Estas fueron las costumbres, esta la línea de conducta, inalterada, de Catón: guardar la medida, tener marcado un límite, seguir a la naturaleza, gastar la vida al servicio de la patria y creerse nacido no para sí, sino para el mundo entero. […] En pro de la Ciudad es padre y en pro de la Ciudad, marido; cultivador de la justicia, practicante de una honestidad estricta, bueno en interés de la comunidad; en ninguna de las acciones de Catón se deslizó ni tuvo parte el placer egoísta.
         Son tantas las virtudes y el interés de este libro que solo su lectura está a la altura de cualquier elogio que yo pudiera plantear en esta invitación entusiasta a su lectura. La traducción en prosa, con un estilo que recuerda el de nuestros clásicos (Y él, a los primeros levantes de la aurora…, que nos recuerda a Juan de la Cruz, por ejemplo], tiende ante nosotros un mosaico deslumbrante de una civilización en su apogeo, en su máximo esplendor, que nosotros recorremos con el temblor que suscita en nuestros pies caminar por las calles de lo que fue Pompeya: ¡ninguna experiencia más romanizadora que la visita a esas ruinas! Es singular la presencia de Lérida y del Segre en la obra, por ejemplo, pero si por alguna razón es la Farsalia reconocida por los estudiosos es por ser una de las primeras fuentes sobre las prácticas de hechicería en aquellos tiempos. El inmortal retrato de la maga Ericto forma parte de las más destacadas páginas del libro, del mismo modo que sus métodos, descritos con una pasión inequívoca por la necromancia: Marca el rostro de la impía una escualidez repugnante y pútrida y su cara, desconocida del cielo sereno y terrible por su lividez estigia, se inclina bajo el peso de unos cabellos desgreñados; si un nimbo y unos negros nubarrones ocultan las estrellas, entonces la tesalia sale fuera de las desnudas tumbas a la caza de los rayos nocturnos. Al pisarlas, va agostando las semillas de la mies fecunda, y con su aliento echa a perder las brisas que no eran mortíferas. […] Humeantes cenizas y huesos calcinados de jóvenes roba ella del centro de la pira, e incluso la antorcha que sostenían sus padres, y recoge pedazos del lecho fúnebre que vuelan en negra humareda, vestidos que caen hechos cenizas y pavesas todavía con el olor a carne muerta. En cambio, cuando los cadáveres quedan guardados en los sarcófagos, donde se desprende el humor interior, y, eliminada la corrupción de la médula, se endurecen, entonces ella se ensaña ávidamente contra todos los miembros, hunde sus manos en los ojos, se goza en extraer los globos helados y roe las lívidas excrecencias de la mano desecada. Acostumbra a romper con sus dientes el lazo y los nudos mortales, a desgarrar los cadáveres que cuelgan de la horca, a raspar las cruces, a arrancar las vísceras batidas por las lluvias y las médulas recocidas por su exposición al sol. Suele robar el clavo que atraviesa las manos y la negra purulencia por los miembros goteantes de podre y los cuajarones de ponzoña, y, si un nervio resiste a sus mordiscos, se queda colgada de él. Además, siempre que algún cadáver yace en la tierra desnuda, allí está ella antes que las fieras y las aves; y no quiere despedazar los miembros con el hierro y con sus propias manos, antes espera a que lo muerdan los lobos, pronta a quitarles las tajadas de sus fauces resecas. Consultada por Sexto Pompeyo, hijo del «Magnífico», el apodo con el que se habla del rival de César  en todo momento en el libro, la maga va a ser capaz de animar el cadáver de un soldado para obtener de él un vaticinio sobre el porvenir, sobre el destino de Roma, en definitiva. Con no poco trabajo de composición orgánica, la maga está en condiciones de «animar» al soldado  para que emita su augurio desde el aliento del Hades: Llévate contigo, joven, este consuelo: que los manes están esperando a tu padre y a su casa en un cobijo apacible y reservan en la zona tranquila del reino un lugar para los Pompeyos. Y no te inquiete la gloria de una vida breve: llegará la hora que haga iguales a todos los caudillos. Apresuraos a morir y, orgullosos de la grandeza de vuestro espíritu, descended, aunque sea desde modestas tumbas, y pisotead los manes de divinidades de Roma. Qué túmulo bañará la onda del Nilo y cuál la del Tíber, esta es la única cuestión; y la lucha entre los jedes es solo en torno a su funeral. […] Temed, infortunados, tanto Europa como Libia y Asia: la fortuna ha repartido los túmulos de acuerdo con vuestros triunfos.
         Muy llamativo de la Farsalia, acaso por su filiación filosófica, dada la relación con su tío, Séneca, es el sólido agnosticismo de Lucano, para quienes los dioses del Olimpo romano no son sino vestigios de una mentalidad demasiado primitiva, parte de una historia fabulosa que va dejando paso al rigor de la historiografía: Para nosotros evidentemente no existen las divinidades: puesto que los siglos son arrebatados por un ciego azar, mentimos al decir que reina Júpiter. […] Ningún dios se cuida de las cosas de los mortales. Sin embargo, hemos obtenido de este desastre la venganza mayor que las divinidades pueden dar en satisfacción a las tierras: las guerras civiles fabricarán dioses equiparables a los dioses celestes. Roma ornará a unos manes con rayos, aureolas y constelaciones, y en los templos de los dioses jurará por unas sombras. La divinización de los emperadores, que comienzan con Augusto, marcan el fin de esas creencias religiosas firmes; pero, antes, el descreimiento se cebó en los grandes centros de la profecía como el santuario de Delfos y otros más: No están privadas nuestras generaciones de ningún don de los dioses más importante que el que perdieron con el enmudecimiento del santuario de Delfos, desde que los reyes tuvieron miedo al porvenir e impidieron hablar a los dioses. […] Con la conmoción y el oleaje del delirio, la armazón humana se tambalea y los sacudimientos de los dioses resquebrajan las vidas quebradizas. Por eso cuando intentan restablecer el fundamento de esa profecía, se encuentran con la impostura de la sacerdotisa Femónoe: «Por qué, le dice, te arrastra, romano, una esperanza insana de la verdad?» Simulando la presencia del dios en su pecho tranquilo, pronuncia palabras fingidas, sin poder atestiguar con ningún murmullo de sonidos confusos que su espíritu esté inspirado por el divino delirio; con ello iba a causar un daño no tanto al general, a quien vaticinaba falsedades, como a los trípodes y a la credibilidad. Ese agnosticismo se manifiesta también en la soberbia confianza de César en su propio destino, como si los Hados guiaran todos y cada uno de sus pasos y travesías, como lo demuestra cuando fía su vida a una endeble barca en una noche de tormenta: «¡Qué gran trabajo les cuesta a los dioses abatirme, como para haberme embestido, sentado como estoy en una pequeña barca, con un mar tan imponente! […] No tengo necesidad de funeral alguno, oh dioses: guardaos mi cadáver mutilado en medio de las olas, fáltenme la pira y el sepulcro con tal de que siempre se me tema y espere mi retorno cada habitante de la tierra.» Esto último, por cierto, cómo recuerda la no muerte de Arturo en Avalon y su promesa de «regresar» cuando se le necesite… A Lucano le parece que los dioses no están, precisamente, del lado de los menesterosos:  La fortuna respeta a muchos culpables y las divinidades solo reservan su cólera para los desgraciados.
         Lo relativo a los hechos históricos tiene en el libro un desarrollo ajustado perfectamente a la realidad, pero con el atractivo añadido de haber personalizado Lucano en César y Pompeyo, a través de sus discursos, como los de los demás participantes en aquella guerra civil, un drama que fue bastante más allá de la estrategia de lo bélico. No puedo yo, si no quiero abusar definitivamente de mis pocos intelectores y echarlos definitivamente de este Diario, seguir esos lances con detalle. Básteles saber que Farsalia es una sucesión constante de episodios atractivos y reflexiones cuya madurez en modo alguno nos parecen de un joven autor que no pasó de los veintiséis años de vida. La obra, que es un cruce de géneros, tiene un poder narrativo tan intenso que es difícil no seguirla con una exaltación barroca, a juzgar por el amor a lo sensual y el gusto por la paradoja que se vierte en ella. Baste recordar el nexo de unión que hay entre la maga Ericto y la bruja Celestina, por ejemplo, para percibir el poderoso influjo que la obra ha tenido en la literatura posterior a ella. Desde la mentalidad moderna, tan mitómana, y dada la pasión suscitada por el caudillismo de Julio César, cuesta trabajo simpatizar con el republicanismo senatorial de Lucano y su defensa de la bondad de la conjura que acabó con él, y del destacado papel que jugó Bruto en ella; pero esa, y no otra, es la coherencia de quien amaba la libertad sobre todas las cosas y repudiaba el gobierno autócrata como una aberración política. Espero y deseo, en todo caso, que este entusiasta acercamiento a una obra de tanta enjundia como pasión demuestra en cada un o de sus diez libros, no retraiga a nadie de lanzarse a su lectura, porque los clásicos siempre acaban siendo los libros más modernos que nos caen en las manos: la Farsalia no es una excepción a esa regla.

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