miércoles, 28 de junio de 2017

Novena, y última, noticia de la “Obras Completas” de Platón: “Las Leyes o de la legislación”.






Del “nomos” al “ethos”: la fundamentación metafísica de la política o el viejo sueño de la ciudad ideal, esto es, la sociedad del conocimiento o la frustrada aspiración legisladora de Platón.



La última obra de Platón, sobre la que los especialistas coinciden en que se trata de un borrador avanzado, no de una obra definitiva, enlaza con las tesis defendidas por Platón en su libro La república, del que el presente podría considerarse no tanto una continuación cuanto una concreción normativa, sin que ello implique que nos hallemos exclusivamente ante un código civil, porque, por ejemplo, dedica los cinco primeros libros a una discusión sobre la naturaleza de las leyes, su origen, etc., y porque, como dice hacia el final de la obra: el verdadero deber del legislador es no limitarse a escribir leyes, sino, además de las leyes, dar por escrito, entremezclándola con el tejido mismo que forman las leyes, su opinión sobre todo lo que él estima honesto o deshonesto; y esas opiniones o consejos deben atar al perfecto ciudadano tan estrictamente como las sanciones con que las leyes refuerzan sus prescripciones; y de ahí el propósito ético y cívico de este libro de Leyes que tiene más de tratado utópico que, propiamente, de corpus jurídico.  Como Francisco Samaranch nos avisa oportunamente en el prólogo, a propósito del carácter utópico del ideal republicano de Platón, la Edad de oro no es para Platón la edad perfecta: es edad de una inocencia natural, sin mérito alguno; solo la aspiración a la sabiduría y el ejercicio de la filosofía pueden elevar a esta sociedad por encima de su nativa simplicidad, un tanto necia, y ese será el objetivo tanto de La república, como de Las leyes, aspirar al logro de la polis perfecta, o lo más perfecta posible, porque tampoco Platón era tan ingenuo como para creer que su plan de ciudad ideal pudiera instaurarse con suma facilidad. De hecho, el concepto “nomos” no puede traducirse directamente por “ley”, tal y como nosotros la entendemos, desde el Derecho romano para acá, sino que ese concepto tiene una amplitud que abarca lo que nosotros conocemos como derecho consuetudinario, esto es, los usos y costumbres aceptados por la sociedad. Eso se advierte fácilmente hacia el final de la obra, cuando Platón se embarca en una casuística legal sobre, por ejemplo, los derechos testamentarios o las penas que merecen los actos de violencia intrafamiliar, una lectura que sorprenderá a cuantos piensen que decir Platón es poco menos que decir abstracción, porque la mejor recompensa de este libro, Las leyes, es que se trata de lo que podríamos considerar como  un tratado sociológico, si nos atenemos a la crítica social que permea todo el texto y también como una suerte de estudio constitucional comparado, porque constantemente se oponen diferentes maneras de entender la constitución y las leyes en Esparta, cuya constitución fue establecida por Licurgo;  en Creta, cuya constitución fue establecida por Minos, inspirado directamente por Zeus, y en Atenas, cuya constitución vigente, en tiempos de Platón, era la que había sido dictada por Solón. Se trata, pues, de una obra ambiciosa que trasciende, como suele ser habitual en los Diálogos, el tema central para desparramarse dialécticamente en digresiones que atienden a esa manera de progresar en espiral que tienen los diálogos platónicos: vamos allegando noticias y saberes que aparentemente tienen poco que ver con el tema central  pero que luego acaban siendo sustanciales para poder persuadirnos de la bondad del razonamiento seguido por, habitualmente, Sócrates o, como en este caso, un ateniense anónimo que parece hablar en representación de la ciudad. La primera objeción del ateniense a las otras constituciones es que parecen haber sido dictadas teniendo la guerra y el valor como inspiradores primeros de las normas (según la tesis que vosotros defendéis, el buen legislador debe ordenar todas las disposiciones en relación con la guerra; yo, en cambio, sostenía todo lo contrario, a saber: que esto era pedir se legislara en función de una sola de las cuatro virtudes, siendo así que hay que tenerlas presentes todas, y principal y primeramente aquella que domina el conjunto total de la virtud, es decir, la sabiduría, la inteligencia, la opinión, con sus secuencias de pasión y deseo. (…) Cuando el alma se opone al saber, a la opinión, a la razón, que son naturalmente los elementos que la deben gobernar, llamo a este estado inconsciencia. (…) La más bella y la mayor de las armonías será con justicia la mayor sabiduría de la que participa el hombre que vive de acuerdo con la razón); la guerra, pues, como una realidad que determina la vida en su conjunto para hacer frente a esa pavorosa amenaza; mientras que la república platónica emana sus normas de la paz, de la convivencia, porque, a su parecer, el mayor bien no se halla ni en la guerra ni en la revolución (hay que rechazar de nuestros deseos la necesidad de recurrir a ello); está a la vez en la paz y en la mutua benevolencia. Incluso diré que, para una ciudad, el hecho de vencerse a sí misma no es, a mi modo de ver, un ideal, sino una necesidad. Enseguida reconoce los méritos de unas leyes como las espartanas caracterizadas por su austeridad y por su predisposición a la educación en la adversidad para saber estar a la altura de las circunstancias en tiempos de crisis, penalidades y enfrentamiento; pero advierte también que si uno se fortalece en la entrega a los padecimientos, igual debería poder fortalecerse contra los placeres entregándose a ellos: vosotros sois los únicos, entre los griegos y entre los bárbaros que conocemos, a quienes vuestro legislador ha mandado abstenerse de los placeres y los juegos más atractivos, así como no gustarlos. Mientras que, en lo que se refiere a los sufrimientos y los temores de que hablábamos hace bien poco, ha juzgado que huirlos o esquivarlos por completo sería exponerse a que, una vez delante de las penalidades, los temores y los sufrimientos inevitables, los ciudadanos huyeran de aquellos que se hubieran ejercitado en ellos y vinieran a ser los esclavos de esas gentes. Esta misma idea, creo yo, debería habérsele ocurrido al legislador también acerca de los placeres; debería haberse dicho que si nuestros conciudadanos se habitúan desde su juventud a la ignorancia de los mayores placeres, si no se ejercitan en resistir a los placeres con que se topen y a no hacer nada vergonzoso pese a ello, como consecuencia de la inclinación que los lleva al deleite, experimentarán la misma suerte que los que se dejan dominar por el miedo: serán esclavos de una manera distinta, pero aún más vergonzosa, de los que son capaces de mantenerse fuertes en medio de los deleites y que son maestros en el arte de hacer uso de ellos, hombres en muchos casos perversos; su alma será libre en un aspecto, pero esclava en otro, y no podrán ser llamados sin reserva hombres valerosos y libres. Pensad si en lo que acabo de decir hay algo de razonable. Todo ello viene a cuento, por cierto, de la discrepancia entre el ateniense y sus interlocutores, el cretense Clinias y el lacedemonio Megilo, respecto de su posición ante el vino, un placer nefasto, para ambos, y un placer inigualable para el ateniense, quien lo defiende como un elemento capital del simposio, una institución de carácter más educativo que festivo, al entender de Platón. No es extraño, pues, que la discusión entre los tres griegos derive enseguida a uno de los temas centrales de la filosofía platónica, la paideia, la educación, porque del mismo modo que no hay polis sin leyes, tampoco hay sociedad sin educación. En ese aspecto fundamental de cualquier república se entra con la aceptación humilde de un prudente reconocimiento: Mucho me parece, extranjeros, que las constituciones difícilmente pueden ser en la práctica tan indiscutibles como en teoría. Partimos, pues, de un terreno perfectamente roturado y sembrado a lo largo de los Diálogos: la importancia decisiva de la formación desde la más temprana edad (No es conveniente, en efecto mucho sueño, y ello por ley de la Naturaleza. (…) Apenas vuelva la luz del día, es necesario que los niños vayan a la escuela. Pues ni las ovejas ni otra clase alguna de ganado pueden vivir sin pastor; tampoco es posible que lo hagan los niños sin pedagogo ni los esclavos sin dueño. (…) En las letras deben esforzarse lo suficiente como para ser capaces de escribir y leer; en cambio, el conseguir, durante este número fijo de años, una rapidez o una elegancia perfectas, en niños cuya naturaleza no siempre será precoz, es un cuidado que hay que dejar de lado), y ello, porque como ya estableció Platón en La república, la vida de los moradores de la polis está en no poco grado al servicio de la misma:  obligaremos a que se haga instruir todo el mundo y en la medida de lo posible, porque pertenecen a la ciudad más aún que a sus padres. De hecho, incluso hasta el matrimonio debe considerarse en función de las necesidades de la poli más que del propio gusto. El espartano Megilo, a quien esa “posesión” estatal sobre el individuo le suena a gloria celestial, entiende a la perfección la objeción de Sócrates a estructurar toda la vida social en torno al hecho de la preparación para la guerra: Me parece que lo que afirmas es que no hay que pedir insistentemente que todo se haga conforme a nuestros deseos, sin que además nuestros deseos se acomoden a nuestra recta razón; y lo que una ciudad y cada uno de nosotros ha de implorar en sus plegarias es esto: ser razonable. Esa racionalidad es el quid de la cuestión, la médula del hueso del esqueleto que sostiene la encarnación de la teoría social platónica, la virtud por excelencia, ese Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos… que ha de irse ampliando a todos los ciudadanos, a través de la educación rigurosa, para conseguir la ciudad ideal. Destaca, en ese plano educativo, además, la necesidad de la enseñanza de las matemáticas, porque tanto para la vida familiar como para la vida pública y todas las actividades, ninguna rama de la educación ofrece tantas ventajas para los niños como la ciencia de los números; y la principal de esas ventajas es la capacidad que tiene de despertar al que está dormido en su ignorancia y su falta de curiosidad y de darle capacidad de asimilación, memoria, agudeza mental, y lo hace progresar hasta superarse a sí mismo, gracias a esta arte divina.  De hecho, como repite en lo que podemos considerar el pórtico de la obra, el Libro I:  todo aquel que algún día quiera sobresalir en algo, sea lo que sea, debe ejercitarse en ello desde su niñez, hallando a la vez su entretenimiento y su ocupación seria en todo aquello que se relaciona con su objeto. (…) Lo esencial de la educación consiste en la formación regular que por medio del juego ha de llevar al alma del niño a amar o más posible aquello en lo que le será necesario, una vez sea hombre, haber conseguido la perfección propia de la materia correspondiente. En el repaso que Platón hace de las constituciones y las formas de gobierno idóneas amparadas por ellas se advierte la contradicción máxima de su pensamiento y la síntesis casi imposible a la que aspirada en aquel tiempo: Entre las constituciones hay algo así como dos madres de las que se puede decir con razón que han nacido todas las demás, y con justicia podemos dar a una el nombre de monarquía y a la otra el de democracia (…) y todas las demás son variedades de estas. Ahora bien: es necesario que esos dos elementos vengan representados en todas ellas, si se quiere que haya libertad y unión junto con la sabiduría; esto es lo que nuestra argumentación pretende reivindicar, cuando afirma que, de no tener parte en ambos elementos, ninguna ciudad podrá estar bien gobernada. Estaría orgulloso, en nuestros días, de que esa suma de formas de gobierno sea la actual de muchísimas democracias, por más que las virtudes de la monarquía hayan sido reducidas a lo simbólico y se haya potenciado la democracia, acaso hasta límites que su pensamiento hubiera rechazado, porque la aristocracia platónica es siempre la de la virtud y la sabiduría, no la de la herencia. Se trata, en definitiva, de educar al hombre sabio y justo que puede, desde la templanza y la ecuanimidad “gobernar” la ciudad, sea con los esquemas que trazó en su República, sea con los de una forma de gobierno más ajustada a la realidad de sus días: la justicia no se da sin la templanza. Y tampoco existe son la templanza ese hombre sabio del que antes hicimos nuestro ideal, aquel cuyos placeres y cuyos dolores se armonizan y conforman con los razonamientos justos. Detrás de sus formulaciones políticas anida siempre la filosofía de las ideas, del alma todopoderosa que ha creado el universo y de la que somos un pálido reflejo en el que el ansia de conocimiento, la aspiración a la sabiduría y el ejercicio de la dialéctica nos permitirán aspirar a reencontrarnos con esa alma-motor que todo lo puede y a cuyo seno hemos de reintegrarnos tras la desaparición de la encarnación humana. Las leyes, con todo, no dejan de tener presente, constantemente, la realidad histórica, y la formulación que hace Platón de “su” ciudad es ajena incluso a los valores dominantes en la Atenas de su tiempo. Así, guiado por ese espíritu tan dieciochesco del justo medio, Platón propone una ciudad ajena a los reputados vicios de la flaqueza humana: ahora bien, cuando una sociedad no conoce en absoluto ni la riqueza ni la pobreza, está en la situación más favorable para el desarrollo de las buenas costumbres: en ella no brotan la violencia ni la injusticia, como tampoco los celos ni las envidias. Consecuente con esa posición, cercana a la educación lacedemónica, propone que nadie, pues, se aficione a las riquezas a causa de sus hijos, con el fin de dejarlos lo más ricos posible: eso no es lo mejor ni para ellos ni para la ciudad. (…) Lo que hay que legar a los niños no es oro, sino un gran respeto para si mismos. (…) Lo que más importa en la educación de las gentes jóvenes, tanto como en la nuestra, no está en dar avisos y normas, sino en que todas las advertencias que se dan a los demás sean evidentemente también la norma de nuestra propia vida.  Por todo ello, Platón no deja de alabar la celebrada frase de Hesíodo: la mitad vale muchas veces más que el todo. Las leyes de Platón son, como no puede ser de otro modo, dado su interés por las relaciones humanas en el seno de la sociedad, un compendio de normas sometidas no solo a la ley, sino a los intérpretes de ellas, los únicos con autoridad política y moral para interpretarlas y aplicarlas, incluidos los castigos y las recompensas pertinentes. En Las leyes, especialmente en los últimos libros, Platón cede a la tentación de la casuística y establecerá un intento de código civil que contiene auténticas joyas para los lectores actuales de su obra. Se recuerda a menudo la función fiscalizadora de los tribunales y los magistrados que los forman, y avisa Platón de la tendencia hacia la anarquía en la interpretación y, en este caso, no observancia de las leyes, poniendo como ejemplo lo que ha sucedido en la valoración de los concursos teatrales y os certámenes poéticos: en el dominio de la música nació la opinión de que todo el mundo entendía de todo y podía juzgar de la ley, con lo que vino la libertad. Comenzaron a perder el temor a la ley al creerse competentes, y la seguridad en sí mismo dio lugar a la desvergüenza; pues dejar de temer la opinión del que es mejor por insolencia supone verdaderamente una desvergüenza viciosa, nacida de una libertad enardecida. (…) Como consecuencia de esta libertad viene la que se niega a obedecer a las autoridades; luego se huye de la servidumbre y no se hace caso a las advertencias del padre, de la madre y de las personas de edad; ya casi al final de esta carrera, se busca la manera de no obedecer las leyes, y al término mismo de ella, deja uno de preocuparse de los juramentos, los compromisos y promesas, y en general de los dioses. Tomando como bandera un juicio como este: yo creo que para nosotros la política es precisamente esto: la justicia en sí, Platón se adentra en un ejercicio de prescripción normativa que puede dejar patidifuso al intelector actual, no tanto por la aparente extravagancia de muchas de sus normas, cuanto por esa intuición poética fabulosa y, sobre todo, por la minuciosidad con que se enfrenta a ciertos hechos corrientes y molientes de la vida minúscula -y a veces mayúscula-  de la urbe. Quizás por esa actitud detallista, no olvida Platón que, junto al Dios, son la fortuna y la oportunidad, quienes gobiernan todos los asuntos humanos sin excepción. El propósito de enmendarle la plana a ambas es lo que parece guiar el pulso prescriptivo del filósofo. Así, junto a la recomendación -¡modernisima!- de que el feto escuche música durante el embarazo y de que los bebés recién nacidos sean mecidos para mejorar su sentido del ritmo, Platón proscribe la mendicidad de la ciudad con una saña inmisericorde, tratando de “animales” a quienes la ejercen: que nadie practique la mendicidad en nuestra ciudad, y si alguien se atreve a hacer esto y va allegando recursos para su vida con súplicas sin fin, los agoránomos lo echarán de la plaza publica; el cuerpo de astinomos de la ciudad lo echará de esta y los agrónomos lo echaran fuera de las fronteras del país, para que todo el territorio quede absolutamente limpio de animales de esta clase; junto a la prohibición de la caza -que la astuta pasión de la caza de aves, pasión tan poco digna de un hombre libre, entre en ninguno de nuestros jóvenes-, hallamos, también algo tan inusual como que  la prohibición de un enriquecimiento exagerado es una ayuda nada mediocre para la templanza; la educación en su conjunto se inspira en sabias leyes que conducen al mismo fin. En la medida en que lo que se busca, a través de la legislación de la ciudad, es la armonía, el bien sagrado que permitirá el normal desarrollo de la vida sana y equilibrada de los miembros de la polis, Platón afee y prohíba la costumbre del cruce de insultos -¡un mal muy de nuestro tiempo, y más en esas redes sociales que amparan, bajo pseudónimo, la más desagradable liberación de los peores instintos!-: desahogarse con imprecaciones unos contra otros y el cubrirse mutuamente de insultos ofensivos y difamantes, aunque parezca que no son más que palabras, cosas que vuelan, de hecho da lugar a los odios y a las enemistades más profundos. (…) También es corriente que todos, en tales discusiones, pasen a pronunciar palabras de mofa y ridículo contra su adversario; nunca nadie se ha habituado a ello sin renunciar para siempre a la seriedad de su carácter, o por lo menos sin perder mucho de su dignidad personal. Por eso no se permitirá a nadie ninguna palabra de este tipo en un lugar sagrado, ni en un sacrificio público, ni en los juegos, ni en el ágora, ni en el tribunal, ni en cualquier lugar de reuniones. En estos tiempos de intensas y dramáticas migraciones, no está de más recoger la posición de Platón respecto de los extranjeros: quien así lo quiera podrá residir como extranjero en la ciudad, ateniéndose a las condiciones siguientes: será lícito a todo extranjero habitar y residir en ella, con tal que tenga un oficio y no permanezca allí más de veinte años desde el año que se inscriba, sin que tenga que pagar ningún impuesto por residir en ella, como no sea el de su buena conducta, y sin que tenga que pagar tampoco el mínimo impuesto en concepto de compras o ventas. Pero una vez que concluya su tiempo, se marchará llevándose todos sus bienes. No obstante, si durante todos estos años se ha distinguido por algún beneficio importante hecho a la ciudad de su parte, y espera él poder persuadir al Consejo y a la Asamblea, bien de que le conceda, bajo su petición, una prórroga de residencia, bien de que se le prorrogue de por vida esa residencia, que se presente, y si consigue convencer a la ciudad, recibirá plenas garantías de lo que ella le hubiera concedido. Me abstengo de traer a este “fin de fiesta” algunos casos harto curiosos sobre los delitos contra la integridad física o las cuestiones hereditarias, sobre las que se extiende hasta el infinito, con curiosidades fantásticas, pero les recomiendo vivamente a los escasos intelectores que han tenido la santa paciencia de leer estas recensiones de las Obras completas de Platón -¡si es que siquiera hay uno!-, que se adentren en los libros del noveno al duodécimo para asistir a un despliegue de casuística legal que les reconciliará con el lado humano de Platón, porque parece mentira que el poeta de las ideas haya descendido a niveles de concreción tan graciosos como el del querellante que exige realizar una búsqueda en casa ajena en busca de una propiedad que le ha desaparecido: Todo el que quiera hacer un registro en casa de otro entrará en ella desnudo o vestido solamente de una túnica sin faja, y jurará previamente por los dioses establecidos, que realiza este registro porque espera encontrar allí un bien que es suyo; o que refleje de manera harto acrítica la marginación de los suicidas, tan católica, andando el tiempo: a los que mueren de esta manera han de ser inhumados en lugar aislado, sin que tengan en su vecindad ninguna tumba, y demás de esto, deben estar ellas situadas en los lugares desiertos u que no tienen nombre, en los extremos de los doce distritos: serán sepultados allí sin ningún honor, sin estelas ni nombres que designen sus tumbas; o que nos recuerde una situación de violencia conyugal que en modo alguno nos es ajena: si ambos cónyuges se hieren, serán desterrados a perpetuidad y los hijos se veran obligados a alimentar a los desterrados. En resumen, los hombres han de establecer necesariamente leyes y han de vivir de acuerdo con ellas, so pena de no diferenciarse absolutamente en nada de los animales salvajes, porque, a su juicio, ninguna naturaleza humana nace suficientemente dotada para saber lo que es más provechoso para un régimen político humano y para, al mismo tiempo, sabiéndolo, poder y querer hacer siempre lo que es mejor. Por todo ello, y con ello concluyo, quizás para Platón no hay mayor crimen que el de querer acabar con el orden constitucional -algo muy pero que muy actual en España, por cierto-: luego de los crímenes contra los dioses hay que considerar los que van encaminados a disolver el régimen constitucional. Todo aquel que esclaviza las leyes, sometiéndolas a la autoridad de los hombres, somete a la ciudad a las órdenes de una camarilla, empleando para todo ello la violencia, y, menospreciando la legalidad, suscita la guerra civil, debe ser considerado como el enemigo más declarado de la ciudad entera. En consecuencia, todo hombre que valga algo, por poco que ello sea, tiene el deber de denunciar a las autoridades a todo aquel que trame un cambio violento e ilegal en las constituciones. Y aquí concluyo este apasionante viaje dialéctico por las obras completas de Platón, al menos las tenidas por tales por la crítica solvente, porque ya se sabe que las ediciones críticas de textos tan antiguos y tan sujetos a deturpaciones de todo tipo no es precisamente un mester fácil. No pretendo ahora, para sobrecargar a los heroicos intelectores que hayan perdido el tiempo en este Diario durante estas nueve entregas, entregarme, a mi vez, a resúmenes, síntesis, o corolarios, y menos aún a la emisión de apostillas para las que me siento plenamente incapacitado. De lo único de lo que quiero dejar constancia, después de esta travesía afortunada, es del amor al conocimiento riguroso, a la sabiduría y al razonamiento consciente de sí mismo, de su poder y de sus limitaciones que Platón ha exhibido con una persuasión a la que es imposible sustraerse. No salgo más sabio, de esta travesía, eso está claro, sobre todo para quienes se hayan tragado estas nueve entregas, pero sí muy aleccionado e infinitamente agradecido al espíritu crítico, incordiante y jocoso de ese daimón juguetón con quien tan buenas migas he hecho. Entro ahora en un compromiso que adquirí “a sabiendas”, la recensión de los Episodios Nacionales de Galdós, que leo en su totalidad ininterrumpidamente. Espero que el benéfico daimón socrático me acompañe en mi empeño, aunque ya avanzo el magno placer que me están deparando las aventuras de Araceli, distinto e idéntico de y al que me ha deparado las aventuras de Sócrates, voz de su discípulo que hablaba a través de él.

domingo, 25 de junio de 2017

Octava noticia de las “Obras completas” de Platón: “Filebo o del placer”.






No hay mayor placer que el del conocimiento ni bien más preciado que la sabiduría:  un diálogo anímico y en parte antihedonista: Filebo o el saber como virtud máxima.


Diálogo de madurez, como Las leyes o de la legislación, el Filebo es un maravilloso ejemplo del método dialéctico de Platón, y aun me atrevería a decir que el mejor en donde hallar con meridiana claridad los excelentes recursos que hemos podido observar a lo largo de las 1500 páginas biblia que contiene un pensamiento, si no siempre sistematizado, como nos hubiera gustado a los perezosos, sí poderoso en sus intuiciones, en sus demostraciones y en las garantías de un método que alimentará toda la filosofía posterior a Platón, así como en las visiones y las imágenes que han quedado en el acervo del saber occidental como momentos prodigiosos de la imaginación y la reflexión. Platón va bastante más allá de la Filosofía, y las preocupaciones de todo tipo que han aparecido en sus diálogos: éticas, religiosas, económicas, legislativas, etc. nos deparan un conocimiento bastante más rico que el de la estricta filosofía, aún necesitada de una labor de sistematización que Aristóteles se encargaría de realizar. Hay, en efecto, tanta literatura, y de la buena, como filosofía en la obra de Platón, y de eso se beneficia tanto el lector curioso como el insensato -mi menda leyenda- que se ha embarcado en una travesía que ahora llega a su fin. No sé que tiene el calor que, desde hace muchos años, me ha incitado a leer clásicos grecolatinos, acaso por el contacto con el mar mediterráneo -a cuyas orillas me lleva forzado, como a los galeotes, la paz conyugal…-, ayer cuna del saber y hoy tumba de las necesidades materiales. La reflexión de Platón sobre el placer  parte de un antagonismo entre él y Filebo, si bien, como se empeña en recalcar enseguida por boca de Sócrates: La  meta, en efecto, de nuestra disputa no es, sin duda, que la tesis que yo sostengo se lleve la victoria, o que se la lleve la tuya: ambos a dos hemos de militar y estar al servicio de la verdad absoluta. Ese método es el que permite iniciar el diálogo con la dicotomía de la que parten: Filebo afirma, pues, que para todo aquello que vive es bueno el goce, el placer, el agrado y todas las afecciones análogas, que entran dentro de este mismo género. Nosotros defendemos, por el contrario, que esto no es así, y que la sabiduría, el entendimiento, la memoria y todo lo que está relacionado con esto, la recta opinión y los razonamientos verdaderos, son de más categoría y valor que el placer para todos aquellos seres que son capaces de participar de ello y que, para todo aquel que sea capaz de verse afectado por estas cosas, son, en el momento actual, tanto como en el futuro, todo lo más ventajoso que existe. Así puestas las cosas, habremos de esperar al final del diálogo para poder leer el anatema del placer que va implícito en la postura de Sócrates, y aparece allí, al final, casi como corolario de una postura que ha ido reduciendo el placer al ámbito humano, con todas las limitaciones que la naturaleza implica: El placer es lo más jactancioso y falso que hay, y según suele decirse, en los placeres del amor, que al parecer son los mayores, incluso el perjurio está seguro de obtener el perdón de los dioses, cosa esta que demuestra que los placeres son como niños y no tiene ni la menor sombra de razón. El entendimiento, por el contrario, o bien es idéntico a la verdad, o bien es lo que más se le asemeja y lo que la contiene en mayor grado. Con todo, Sócrates le reconoce a Protarco, su interlocutor, que, aun a pesar de la preeminencia del conocimiento sobre el placer, lo propio es una actitud que sepa mezclar ambos, el placer y el conocimiento, para poder obtener el bien que está, asociado a la virtud, por encima de ellos: Según decía Filebo, el placer es el fin normal de todo lo que vive y es aquello a lo que todos deben aspirar; de esta manera, él es el bien universal, y estas dos expresiones, bueno, agradable, no se aplican con rectitud sino a una sola y misma realidad. Sócrates, por el contrario, niega esta unidad y pretende que, lo mismo que tienen dos nombres, el bien y el placer, tienen así mismo dos naturalezas diferentes, y que la sabiduría tiene más parte en el bien que no el placer. (…) Nosotros estamos ahí como escanciadores delante de las fuentes: la del placer podría compararse a una fuente de miel, y la de la sabiduría, sobria y sin huella alguna de vino, a una fuente de agua pura y sana; y nos es preciso intentar mezclar esas dos fuentes lo mejor posible. Como era previsible, Sócrates no tarda en remontarse al mundo ideal que ha de convertirse en objeto de nuestro deseo, marginando los propios de la naturaleza humana, afanada en la consecución de placeres que se agotan en sí mismos y que, en vez de conocimiento, solo deparan melancolía. Protarco se lo sintetiza admirablemente, en el curso del vivo diálogo:  Si es verdad que es bello que el sabio lo conozca todo, quizá también haya en él una segunda belleza, la de no desconocerse a sí mismo. (…) Según tú, al parecer, el bien que con justicia hay que declarar preferible al placer es el entendimiento, la ciencia, el juicio, el arte y todos los dones de esta clase. Tras reafirmarse en su posición: Todos los sabios están de acuerdo en exaltarse en verdad a sí mismos, afirmando que el entendimiento es el rey de nuestro universo y de nuestra Tierra, Sócrates asocia el bien supremo a la ausencia de la necesidad y a la falta de determinación de lo ideal. Así pues, lo bello que él concibe, asociado al placer, dependerá del conocimiento de las ideas absolutas, no de la persona, tan limitada. O sea, si damos por sentado, como defiende Sócrates, que ni en la vida de placer hay sabiduría ni en la vida de sabiduría placer. Pues, si una de las dos es el bien, es necesario que ella no tenga necesidad de nada que la complemente, solo aquello que es absoluto, que no necesita ser complementado, podemos calificarlo como bien, y, por ese camino, solo se llega al conocimiento, a la sabiduría, no a los placeres ordinarios asociados a las “circunstancias” humanas. El único bien ha de ser el bien ideal, más allá de lo real, y otorgado por los dioses, los creadores de esa alma del mundo de la que los hombres participan. Platón defiende que el goce es siempre real, pero no, necesariamente, lo han de ser las cosas que lo deparan: Gozar es siempre real, de cualquier manera y en cualquier medida en que se goce, con fundamento o sin él, aun cuando a veces este hecho se centre en cosas que o son ni fueron reales y también, a menudo, lo más a menudo posiblemente, sobre cosas que jamás serán reales.  Existen, pues, los “placeres falsos”, porque, como defiende el filósofo: En la visión, el hecho de ver de cerca o de lejos suprime la verdadera apreciación de las dimensiones y falsea el juicio, ¿y no va a ocurrir lo mismo en la apreciación de los dolores o de los placeres? Sócrates defiende que es la memoria la que empuja hacia los objetos deseados, de donde se sigue que el apetito, el deseo, el principio motor de todo animal son cosa que pertenecen al alma. Por esa misma razón, y para mostrar la insuficiencia radical del placer como bien, Sócrates aduce:  ¿Y no crees tú que, mientras se conserva esta esperanza de la satisfacción, se siente el placer de pensar en ella o recordarla y que, al mismo tiempo, se sufre por sentirse uno vacío? Algo que Protarco concede de inmediato: Necesariamente. De esa mezcla no armónica de contrarios, experimentar el placer y el dolor al mismo tiempo, deduce Sócrates la “impureza” del placer, la escasa propiedad con que puede ser considera un bien absoluto e incluso el bien por antonomasia. El placer, así pues, para Sócrates puede ser considerado, y así lo hacen, de hecho, un estado vicioso del alma. A su parecer:  Los continentes o temperados tienen siempre como freno la máxima tradicional, esta prohibición de que “nada en demasía” debe hacerse a la que ellos obedecen. Por lo que respecta a los intemperantes y libertinos, la violencia del placer los posee hasta el punto de volverlos locos y hacerlos gritar como si fueran posesos. (…) Evidentemente, los mayores placeres, así como los mayores dolores, nacen en un cierto estado vicioso del alma y del cuerpo, y no en el estado de la virtud. ¿Cuáles son, entonces, los placeres absolutos, para Platón? Pues aquellos que no se asocian a la naturaleza humana, sino a las ideas a cuyo conocimiento ha de aspirar lo más humano que hay nosotros, el alma. Él mismo se atreve a enunciarlos:  Los que proceden de los colores que llamamos bellos, de las formas, de la mayoría de los perfumes o de los sonidos, de todos los goces cuya falta no es penosa ni sensible, mientras que su presencia nos procura plenitudes de sentimientos agradables, libres de todo dolor. (…) Lo que yo quiero decir no se entiende fácilmente a la primera. Lo que yo quiero expresar por la belleza de las formas no es lo que comprendería el vulgo, la belleza de los cuerpos vivos o de las pinturas; yo me refiero, y es en lo que se apoya el argumento, a líneas rectas y a líneas circulares, a las superficies o a los sólidos que proceden de ellas, hechos o bien con ayuda de tornos, de reglas o de escuadras, si me comprendes bien. Esas formas así, en efecto, afirmo yo que son bellas, no relativamente, como otras, sino que son bellas siempre, en sí mismas, por naturaleza, y que ellas tienen sus propios placeres, en manera alguna comparables a los de los pruritos o comezones; bellos son también los colores de ese tipo y fuentes de placer. No ha de extrañarnos, pues, que el placer del conocimiento está reservado a unos pocos, a aquellos que hacen de la elevación del alma a su origen esclarecido un destino en la vida:  Hemos de decir que esos placeres del conocimiento no van mezclados con ningún dolor y que, lejos de pertenecer a la masa de la humanidad, son la herencia de un pequeño número de personas. De hecho, un placer cualquiera, no importa cuál sea, incluso pequeño y raro, solo con la condición que esté puro de toda mezcla de dolor, será más agradable, más verdadero, más bello que otro placer mayor o repetido más veces.De lo que se trata, sí pues, es de acceder a ese conocimiento que suma la virtud, el bien, la belleza y el placer en un solo movimiento:  El conocimiento del ser, de la realidad verdadera y perpetuamente idéntica por naturaleza es, en efecto, la que, según mi opinión, todos los espíritus un poco cultivados estiman con mucho la más verdadera. ¿Cuál es la condición para poder acceder a ese “bien” que es el norte de una vida?: la medida, la proporción: Vemos, pues, que la potencia del bien ha buscado refugio en la naturaleza de lo bello, ya que la medida y la proporción realizan en todas partes la belleza y la virtud. (…) Si no podemos captar o alcanzar el bien bajo una sola característica, entendámoslo bajo tres caracteres: la belleza, la proporción y la verdad. Sí, es cierto, hay en la posición de Platón un cierto antihedonismo y una exaltación de la austeridad a que obliga la virtud y la búsqueda del conocimiento, pero no es menos cierto, también, que muchos y placenteros son los dones que se derivan de esa episteme platónica. Recordemos algo que recogimos antes: los placeres son como niños y no tiene ni la menor sombra de razón. Por ahí hemos de reconocer la puerilidad que se ha enseñoreado de la sociedad occidental.

miércoles, 14 de junio de 2017

Un vanguardista ordenado: Salomo Friedlaender, un “raro” canónico.



Un escritor casi anónimo, Mynona fue el pseudónimo que él hizo célebre, respetado por Benjamin, venerado por los dadaístas y gurú ideológico de Fritz Perls, creador de la terapia Gestalt.








Leyendo estos días un breve librito de Walter Benjamin, Juguetes, una mera recopilación de artículos dedicados al análisis sociológico de esa doble realidad, el juego como artesanía y el juego como aspecto antropológico de primerísimo orden en la configuración de la persona y del grupo social, encontré, destacada, esta cita de Mynona: Si los niños han de ser hombres cabales algún día, no debemos ocultarles nada de lo humano. Su inocencia se encarga de crear las necesarias barreras, y más tarde, cuando estas vayan cediendo poco a poco, lo nuevo penetrará en almas ya preparadas. Los pequeños se ríen de todo, aun de los lados sombríos de la vida; precisamente, esa hermosa extensión de la alegría hace que su luz alcance zonas por lo general privadas de ella y que solo por eso resultan tan tristes. Logrados atentados terroristas en miniatura, contra príncipes que se parten en dos, pero pueden curarse; grandes tiendas que sufren incendios, robos y hurtos, muñecos-víctimas que pueden sufrir las muertes más diversas, y sus correspondientes muñecos-verdugos, con todos los instrumentos especiales--- Mis hijos nunca querrán prescindir de sus guillotinas y horas. De Friedlaender  solo tenía referencias indirectas y una directa en forma de narraciones, traducidas al inglés, Goethe speaks into the phonograph y The abduction, dos “cachondadas” muy del gusto del humor absurdo y transgresor de los dadaístas. La primera, propiamente de ciencia-ficción, nos habla de un inventor que ha sido capaz de recuperar la voz de Goethe, y declaraciones que ni siquiera recogió Eckermann; el segundo narra el secuestro de los nobles llevados a cabo por un grupo rebelde que los fuera a tener hijos con jóvenes de la clase obrera para tratar de equilibrar la carga genética y huir del determinismo social que hace imposible el progreso de los pobres. Como se advierte, no estamos lejos de la inquietud social, y más cerca aún del burlesque y del grotesque, géneros colindantes con las creaciones vanguardistas del dadaísmo y de otros ismos que dominaron el panorama literario de entreguerras. Pero Mynona (palíndromo de Anonym) va más allá de la creación estrictamente literaria, porque su preocupación fundamental es la filosofía y destacan, sobre todo, sus estudios sobre Kant y Nietzsche. Su familia quería que estudiase medicina, y así lo hizo, acabando los estudios y especializándose en odontología, pero luego se trasladó de su Posen natal a Berlín para estudiar filosofía, frente a la oposición de su padre, quien lo deshereda por ello. lo dejó por la escritura y vivía de sus colaboraciones en revistas y de la publicación de sus libros, de escasa tirada y reducidas compras. Su prestigio intelectual, en el Berlín de entreguerras, fue, sin embargo, inmenso, como lo demuestra nada menos que la cita elogiosa de Benjamin con que hemos abierto esta noticia sobre su persona. Fritz Perls lo reconoció como su primer gurí, el único ser al que se rindió intelectualmente de forma incondicional y cuyas sentencias bebía con fervor en los salones del Café des Westens, más conocido por Café Grössenwhan (Café de la megalomanía), por los artistas e intelectuales que allí se daban cita. Ha sido la edición de una pequeña antología de sus escritos en Mandala Ediciones lo que me permitió acceder, siquiera sea de forma fragmentaria a una obra que merecería la publicación completa de algunos de sus textos fundamentales, porque se trata de un autor cuya lectura perfilaría con bastante nitidez un pilar importante del movimiento cultural tan apasionante que se vivió en Berlín desde 1920 hasta 1933, en que el nazismo forzó la dispersión de tanto genio como se había concentrado en aquella “Babilonia” que la ebriedad asesina de los nazis acabó reduciendo a escombros. Se trata de un autor cuyo aspecto hierático y cuyas morigeradas costumbres, una disciplina espartana de descanso y trabajo que cumplía con escrupulosidad kantiana, aunque en la zona diurna del día, porque lo suyo era la vida nocturna, como buen amante de la bohemia, y que contrastaban con esos “rasgos de humor absurdo” como el que se describe en el segundo capítulo del libro: Myonona saca su reloj de bolsillo, lo desliza lentamente, colgado de la cadena, en el vaso de agua de seltz que tiene ante él y anuncia tranquilamente: “¡Ah, cómo refresca esto!”. Mynona es una figura muy relevante de aquella animación cultural que responde al nombre de dadaísmo berlinés, pero, junto a esa dimensión trasgresora y revolucionaria del movimiento vanguardista, Mynona cultiva una faceta intelectual clásica que lo lleva a escribir, no solo sus conocidos libros sobre Kant y Nietzsche, sino una obra que aún no ha sido traducida al español, a pesar de la importancia decisiva que tuvo en su momento tanto en Alemania como, a través de la difusión que de ella hizo Fritz Perls como referente para la creación de su terapia Gestalt: La indiferencia creativa, libro en el que trabajo durante muchos años y del que fue desgranando los principios básicos en la tertulia en la que ocupaba un puesto central indiscutible. Recordemos, y esa fue la experiencia de Perls, que todos los médicos eran bien recibidos en esa tertulia, tenían un plus de “credibilidad” científica que les permitía participar con pleno derecho en aquellas asambleas pacíficas de la Atenas del Spree, que es como se conocía en Berlín la zona de los museos, denominación que fácilmente se extendió a aquellas reuniones en las que, como es preceptivo, se sabía de todo y se arreglaba el mundo en dos patadas. Como tantos otros, la llegada del nazismo le obligo a exiliarse y recaló en París, desde donde intentó conseguir, a través de Thomas Mann, un visado para Usamérica, pero el autor de La montaña mágica se negó a mover un dedo en su favor. Mynona representaba para él la disolución de los valores burgueses que sustentaban su vida, algo así como un peligro que debía ser conjurado. A duras penas, sobrevivió, enfermo, a la invasión nazi de París y murió en la absoluta pobreza en 1946. Mynona fue un escritor cuyo magisterio oral quizás tuvo más influencia que sus escritos, aunque aquel se basara en estos. Aún hay manuscritos suyos inéditos que aguardan una edición que quizás no llegue nunca, tal y como soplan los aires de la Historia, poco o nada favorables al inalienable pensamiento individual e individualizador. Mynona siempre supo que el yo era el gran tema de su obra, y que a él dedicó todas sus reflexiones. El descubrimiento de la polaridad, eje de la teoría de la Indiferencia creativa, se lo representó como el hilo de Ariadna en el laberinto del mundo. El punto cero entre dos extremos, un par complementario a que todo puede ser reducida, es, parta Mynona, el lugar exacto de la creatividad. Sin embargo, ese centro, aquello que constituye a la persona verdadera, al auténtico in-dividuo realmente no dividido, al centro esencial creativo del si mismo, supera los principios de nuestra comprensión intelectual. No puede decirse de Friedlaender que el suyo sea un pensamiento nítido, perfectamente discernible. De hecho, como buen discípulo de Nietzsche optó por expresarse en términos enigmáticos con aforismos a medio camino entre la reflexión filosófica y la poesía de vanguardia: Yo surgí de mi propio sombrero de copa. Su demoledor espíritu crítico no conocía barreras y su insobornable libertad de juicio crítico le permitía defender posiciones que no siempre eran ni siquiera comprendidas por quienes más cercanos eran a su persona y a su obra. Hay, en él, a pesar de su apariencia burguesa, sus exquisitas maneras y su ordenada vida bohenia…, un espíritu transgresor de primer orden. No son pocos los aforismos que nos permiten tener un conocimiento más o menos riguroso de su personalidad y de sus planteamientos vitales y filosóficos, pero baste destacar  algunos de ellos a modo de aperitivo de lo que los intelectores pueden encontrar en el volumen de Mandala Ediciones: El ser humano es un parásito de su propia divinidad; el autodescubrimiento es una forma inicial de magia; la falta de egoísmo absoluto idiotiza; hay que ser divino para ser uno mismo realmente; todo sufrimiento no es  más que felicidad deformada y distorsionada; la superación perfecta de lo humano constituye la disciplina más difícil que existe: la liberación de uno mismo; la indiferencia es el suicidio de la muerte; el ser humano que no procede de su propio individuo no es más que un fantasma de sí mismo. Es curioso percatarse de lo cerca que estuvieron los vanguardistas berlineses del Partido Comunista y lo pronto que fueron “represaliados” por carecer de la “obediencia debida” a la ideologización del arte, que había de estar sometido a los prioritarios intereses del pueblo. Tan “degenerados” les acabaron parecieron los artistas berlineses de entreguerras a los nazis como a los comunistas, curiosamente. Está fuera de lugar ese cultivo del yo que se manifiesta en la frase de Friedlaender: El conocimiento de sí mismo es el más tardío de los conocimientos, pero la tradición de este arranca de Max Stirner, a pesar de ciertos rasgos antisemitas de este, y, sobre todo, de Nitzsche y su repudio del ser-masa, ayuno de individualidad y de criterio propio. Fritz Perls hizo un uso restringido de las teorías de Friedlaender, porque se centró casi con exclusividad en la teoría de las polaridades, que él convirtió en un fundamento de su terapia psicológica, pero leyendo al filósofo y conociendo algo de su vida, se advierte enseguida que ese rango de “gurú” que le adjudicó se permea en la vida y obra del propio Perls, muy amigo del uso del aforismo, de la tendencia zen a la paradoja y del afán de sorprender siempre al interlocutor con la salida más inesperada y descolocadora. Perls fue un experto en “sacar de contexto” en “desubicar” para permitir un enfoque renovado del problema que se tuviera que considerar o de la gestalt del paciente que se estuviera analizando. La vía de la sorpresa, es una vía fértil para salir de la visión gastada y de los tópicos, una vía que permite ver, con ojos nuevos, todo aquello que haya de ser analizado y que signifique la conquista de un bienestar para el paciente. En su caótica autobiografía, Dentro y fuera del cubo de la basura, Perls recuerda que durante la época de la inflación alemana, gracias a que a él le pagaban en dólares en Bremerhaven, tratando a unos comerciantes, se erigió en el garantizador del sustento de Salomo Friedlaender, a quien le pasaba cestos de comida que contribuyeron a aliviarle en una época muy difícil para muchos alemanes y que llevó a no pocos de ellos a la muerte, fuera por hambre, fuera por suicidio impulsado por la desesperación.  En fin, la vida y la obra de Friedlaender, la de un raro absoluto, bien merecería una atención editorial  cuya inversión en tan peregrino autor no ignoro que tendría difícil amortización, pero la cultura es una ganancia neta construida sobre pérdidas absolutas. Sí, también se le llama romanticismo, mecenazgo (ahora ya micromecenazgo…) y otras benéficas cualificaciones, pero ¿qué sería de nosotros sin ese generoso impulso culto?

jueves, 1 de junio de 2017

“Guía y avisos de forasteros que vienen a la corte”, o el protocostumbrismo de Antonio Liñán y Verdugo.



En la estela de Timoneda y su Patrañuelo, la Guía… de Liñán y Verdugo acota el territorio de la escena costumbrista con una excelente prosa barroca.

Habremos de comenzar por hacer caso a la crítica especializada y someternos a ciertas evidencias que aconsejan otorgar la autoría de esta obra a Fray Alonso Remón, quien escogió un pseudónimo que se aviene a la perfección con el propósito moral, ejemplificador, de sus historias:  Liñán y Verdugo, aliña sus consejos con unas narraciones ad hoc y pone en la picota, como es lo propio del verdugo, los vicios de la que él bautiza como  Babilona madrileña. Las pruebas no son concluyentes, pero todo indica, análisis estilístico incluido,  que la autoría pertenece al fray socarrón que se lo pasó estupendamente hilvanando Avisos y novelas y escarmientos para el recién llegado al que alecciona un Don Antonio que, como se suele decir, es gato viejo y se las sabe todas, que no son otras que las narraciones ejemplares con que acompaña los avisos que le brinda al joven recién llegado al proceloso mar de la Corte. Desde casi un siglo antes, el Menosprecio de corte y elogio de aldea, de Antonio de Guevara, prevenía ya a los lectores de los peligros sin par de la Corte y la brújula de navegar que habían de llevar quienes se engolfaran en aguas tan peligrosas. Mala prensa tuvo siempre la Corte y pábulo de mil fábulas fueron las pretensiones de los medradores y oportunistas que en ella buscaron alivio a sus muchas necesidades u ocasión propicia para que prosperara su fortuna. Ese es el fundamento del libro de Remón, autor teatral que compartió cierto renombre con el mismísimo Lope de Vega, y que recibió elogios del propio Lope -a quien a su vez él elogia en la Guía-, de Cervantes y aun de Quevedo. Sería, sin duda, su condición de eclesiástico la que lo indujera a utilizar el pseudónimo, como tantos religiosos han hecho a lo largo de nuestra historia literaria. Fue compañero de orden de Tirso de Molina, aunque, ¡váyase a saber por qué rivalidad o celos o lo que fuese!, no se conservan noticias de una estrecha relación entre ellos, que ambos se perdieron, está visto. Destacó como orador sagrado, una actividad que trasladó a obras doctrinales como La espada sagrada y arte para nuevos predicadores (1616) o La casa de la razón y el desengaño (1625), dos volúmenes cuyos títulos me incitan a leerlos, si los encuentro, cuanto antes  pueda, una vez que satisfaga una deuda onerosa que contraje con los votantes de Gorjeolandia y que me lleva a iniciar mañana, tras mi operación de menisco, la lectura de los Episodios nacionales de Galdós, de todos. Ya me imagino que, por los títulos, no deben de andar muy lejos de aquellos infolios que satirizaba Isla en su Fray Gerundio de Campazas, una larga novela para la que no creo que existan ya lectores, a pesar de sus virtudes y de su excelente humor. El catedrático Ángel Romera, fija bien la paternidad de Remón: Como autor dramático el tema más persistente a través de sus obras es la llegada a la corte de un extranjero, los peligros que corre, los malos compañeros, y los engaños que le ocasionan. Encuéntrase en las obras de casi todas las épocas del teatro remoniano: en el auto El hijo pródigo (1599), Santa Catalina (1599), el segundo acto de la obra ¿De cuándo acá nos vino? (1610-1615) [obra escrita, por cierto, en colaboración con Lope de Vega], aunque un poco alterado, y Las tres mujeres en una (1609-1610). Tampoco falta en casi todos los cuentos de la Guía y avisos de forasteros, sirviendo además de tema central y estructural para todo el libro. Una similitud temática que abona la justa adscripción de la obra de Liñán a Remón. Por si hicieran falta más pruebas, la primera noticia sobre esta obra aparece en un libro publicado un año antes por Remón:  Vida ejemplar y muerte del Caballero de Gracia, Madrid, 1619, por lo que es posible que, aun publicada con posterioridad a la biografía de Caballero de Gracia, estuviera ya escrita un año antes de su publicación. Con todo, y dado el carácter ejemplarizante que tiene la obra, dentro de la total ortodoxia católica de la época, Remón sostiene en la Guía una opinión muy crítica respecto del teatro: ¿Sabéis lo que siento de las comedias?, lo que de los coches, que si fueran menos, fueran menos dañosos. (…) De obscenas a escenas pocas letras hay… La obra consta de ocho avisos y catorce novelas y escarmientos en los que, en un desarrollo narrativo se ejemplifica el aviso que se le da al joven don Diego, recién llegado a la Corte. Resumamos los avisos, pues ellos nos darán una idea de cuál es la temática de las “novelas”: Aviso I: el peligro que coge en tomar posada; aviso II: qué amigos elige; aviso tercero: que mire por qué calles pasea; aviso cuarto: que mire en qué manos da y en qué manera de hombres pone la solicitud de sus negocios; aviso quinto: que huya el forastero de los entretenimientos vanos; aviso sexto: que el forastero se guarde y huya de otra manera y suerte de hombres;  aviso séptimo: A donde se le enseña al forastero, si fuere mozo y quisiera tomar estado en la Corte, cómo se haber en ella; aviso octavo: cómo ha de repartir el tiempo y acudir a sus ocupaciones cristianamente. Para lo último, ya que estamos al lado, cierra Remón su libro con una prolija enumeratio de todos los templos de Madrid donde el joven recién llegado puede cumplir con la obligación piadosa de oír misa diariamente. De igual manera, el objetivo del aviso nos permite ver en todo su esplendor el método compositivo de Remón/Liñán, porque como las buenas polianteas de la época, la Guía es, por el mismo precio, un compendio de los mejores aforismos y apotegmas legados por la tradición y que, sin duda,  Remón fijó en sus estudios en Salamanca. La Guía actúa, por lo tanto, una suerte de prontuario ético abastecido por una tradición de apotegmas y aforismos que corrieron entre los creadores desde la Edad Media, del mismo modo que los compilaciones de latinismos, como el que usaba Lope, por ejemplo. Sigamos en el final para advertir el modo como se introducen en la narración:  También quiero avisar -dijo el Maestro- a nuestro forastero, que sea cortés en las palabras y bien criado en sus acciones, de modesta presencia y de mirar humilde; no intente sus cosas con soberbia, que es vicio aborrecido en todas partes y en nadie parece peor que en el negociante y en el pobre. “Ignorancia sobrada es -dijo Sófocles- venir a rogar y entrar mandando”. (…) [Sin pasarse de precavido, claro, porque] al hombre vergonzoso el diablo lo trajo a palacio. (…) Y Séneca dijo en sus Proverbios: “el que ruega con temor enseña a negar al que ruega”. El libro se abre con un denuesto de los pleitos, muy del estilo de la época: Terribles cosas son pleitos -dijo don Antonio-: consumen las vidas, gastan las haciendas, desasosiegan los ánimos, perturban el entendimiento, quitan el sueño, resucitan bandos olvidados y engendran pasiones no imaginadas, que supera con mucho el estilo cuatrimembre de la obra de Antonio de Guevara, tan peculiar. Por eso inmediatamente añade el recuerdo de los dos preceptos de Delfos que, siendo también de Chilón, tan olvidados andan respecto del famosísimo Conócete a ti mismo, estos son: no codicies la hacienda ajena y Huye los pleitos. La Guía es, a los efectos de la construcción del carácter, una suerte de libro de “Educación y mundología”, como el que recuerdo haber leído ya a mis 13 años, ¡el único que leí hasta los quince, y no completo!, que va desgranando consejos de todo tipo relativos al comportamiento en la ciudad, a la dieta, al cumplimiento de los deberes religiosos, al vestido, a la bebida y a la comida en compañía, a la cortesía debida a tirios y troyanos, etc. Junto a mensajes propios de los aforismos de Hipócrates, quien dio nombre al género aforístico: El manjar moderado y la bebida templada conservan la vida con buena salud, enseguida aparecen los inevitables argumentos de autoridad: Séneca: Más se ja de mirar con quién se come y bebe, que no lo que se bebe y come. O Inocencio [Tratado de la vileza y miseria de la condición humana]: ¡Cuántos daños hizo la gula desde que cerró el Paraíso Terrenal!  Pero a este intelector le complacen mucho las noticias costumbristas, aquellas propias de las sociedades de una época determinada, como la de que en la universidad de Alcalá de Henares bachiller de estómago se llamara  a los que no sabían expresar vocalmente el concepto mental. El carácter de poliantea del libro de Remón lo convierte en una lectura entretenida en la que no solo se queda uno con una imagen muy fidedigna de la España del XVII, sino que, por el mismo precio, va acumulando esos saberes inútiles que tanto ayudan a mejorar la cultura general que resulta imprescindible para ser tenido por una persona de amena conversación, uno de los requisitos del caballero o la dama discretos e ingeniosos. Noticias al estilo de la muy famosa referencia a la frase quevediana: la necesidad tiene cara de hereje, una deformación espontánea o deliberada del latinismo jurídico necessitas caret lege, que en realidad quiere decir “la necesidad carece de ley”. Recurre incluso a la cita espúria si ello le permite cerrar brillantemente una anécdota o una escena: No faltó quien atribuyese al Rey don Alonso el Sabio aquel parecer y sentencia, de que las cosas no se habían de labrar fijas sino sobre un timón o quicio, como los navíos, para que si saliese malo un vecino se pudiesen mudas las puertas y ventanas a mejor aire, y a mejor vecindad, ¡de tantísima actualidad en estos tiempos okupados! Y no puede faltar, dada la época, una referencia a las obras de saberes oscuros, a esos sucesos naturales sin explicación científica que acaban cayendo en el oscurantismo de la superstición: A propósito de un dicho común: Podríamos decir de estas calles al revés, lo que de la albahaca, que ella cuanto más pisada huele más bien y ellas más mal. No tarde un contertulio en introducir ese mundo de lo extraordinario, a medio camino entre la teratología y lo fabuloso: De la albahaca he oído decir (y aun pienso que lo he leído) una cosa notable, que el olerla a menudo hace tanto daño al cerebro, que muchas veces ha causado espantosas enfermedades. Como que a un aficionado a olerla mucho, le creciera en el cerebro un sapo, por ejemplo. Referencia que leyó en Jerónimo Cardano, en su libro De Varietate rerum.  Teniendo en cuenta la condición de religioso del autor, nadie espere una posición exesivamente liberal sobre la mujer, porque, al respecto, Remón se ciñe a una misoginia de larga tradición en las letras españolas; con todo, no es menos cierto que destellos hay, de ese liberalismo, que contrarrestan algunas afirmaciones respecto de la mujer que pueden y deben considerar, por más que sean hijas de su época, injuriosas: Así, del mismo modo que describe a las criadas -mal sempiterno de las casas, por quienes entra el mal a robar la virtud de sus habitantes-: Las criadas eran estas gitanas españolas maestras de la jerigonza, que les habían enseñado sus dueños y, debajo de su retórico fregonil, a lo mesurado y zonzo, se atrevieran a vender a Ulises en buen mercado, juzga un atraso penoso el analfabetismo femenino:  Este no saber leer las mujeres, que quiera que digan maldicientes, es grande falta o que siga instaurada la cruel ley del casamiento forzoso en el que…, pero Remón lo dice mejor: En este al mundo que alcanzamos, no se casan las doncellas por hermosas, sino por bien hacendadas, y ya primero se preguntan la dote que por la calidad y virtud. Desde la casa que ha de tomar, hasta las personas con que ha de tratar o las mozas susceptibles de serles propuesto matrimonio y las prevenciones con que ha de entablar contacto con los demás, la Guía puede entenderse también como un estandarte del Desengaño contra los crédulos que, de siempre, han invadido la ciudad confundiéndola con el Reino de Jauja. En ese camino, como ya hemos indicado, los argumento de autoridad de los filósofos grecolatinas y aun de los Padres de la Iglesia van a levantar un edificio de consejos que conviene tomar al pie de la letra. Dejo para el final la transcripción de una breve descripción llena de sabor barroco de un mozo entre estudiantón y valentón y su osada amiga. Me ciño ahora a esas lecciones intemporales para el ser humano que se prodigan en la Guía sin que en ningún momento el intelector se considere abrumado o sentado en el escaño de un aula magna, porque Remón no solo las introduce en el momento adecuado y ceñidas a la narración que ilustre el aviso pertinente, sino que, aunque así no fuera, el interés objetivo de las mismas hace imposible que el lector recibiera las hipotéticas digresiones como un estorbo. Pongamos por caso el “tiempo”: Es el tiempo una joya preciosísima, es el caudal que nos dieron para que nos supiésemos aprovechar de la ganancia de él; y es cosa muy lastimosa y digna de llorar en lo poco que estimamos su pérdida, con qué facilidad le gastamos vana y viciosamente y le dejamos pasar, como si el tiempo pasado y perdido una vez, estuviese en nuestra mano el volverle a nuestro poder para emplearlo mejor. Establecida la tesis general, pasamos a los argumentos de autoridad pertinentes y de obligada comparecencia: De todo son avaros los hombres (dijo Séneca en un tratado que intituló De la brevedad de la vida); el oro dan de mala gana, las joyas, las pensiones y otras cosas de menor estimación; y llegado a tratar del empleo del tiempo, con facilidad y con prodigalidad grande lo dan a quien lo quiere de balde, al juego, a la chacota, a la murmuración y a otros vanos entretenimientos, y aun viciosos y culpables, que es lo peor. Y de ahí sale una convicción tan profunda, que por fuera ha de repetirla en la conclusión del libro, como no podía ser de otra manera:  Me parece que habremos cumplido si le enseñaos a repartir el tiempo, que es un arte y facultad de tanta importancia, que dijo Anaxágoras, que quisiera más saber repartir el tiempo de su vida, que saber toda la filosofía natural perfectamente. Y Simonedes, según refiere Estobeo, en el sermón 95, dijo que todo el tiempo de la vida era corto para saber acomodar el tiempo a la vida, de manera que fuese fructuoso para la vida el tiempo. ¿Qué diremos de los juicios que, en vez de al tiempo, se le dedican a la persona? Esos seres de los que lo más halagüeño que se pregunta es: ¿Hay, por ventura, cosa más difícil de conocer que el corazón de un hombre? La respuesta la busca nada menos que en Jeremías, un viejo conocido de los lletraferits…: Malo es el corazón del hombre, y dificultoso de vadear el fondo y profundidad del mar de los secretos que en él se encuentran. La Guía, por lo tanto, se ofrece como un libro “defensivo” que permita instalarse en la Corte sin sufrir sus asechanzas ni sus daños, porque, como recuerda con Plauto: de los muchos hombres que parecen a propósito para ser amigos de un hombre, pocos suelen salir buenos y ciertos y con Hesíodo: Los amigos no han de ser muchos ni pocos, de la que deduce con discreción y advertencia que es muy de nuestra condición humana mirar lo que es en nuestro favor con anteojos, que de hormigas hacen gigantes, y si es en disfavor nuestro, al revés. Recordemos que, desde el comienzo de la obra, quedó fijada la tesis de partida: No os puedo negar que deja de haber apariencias engañosas, y más en los miserables tiempos que ahora corren, a donde la ruin costumbre  y mal uso ha querido hacer al suyo algunas virtudes aparentes, y algunas bondades fingidas; virtudes enmascaradas y santidades trasnochadas, con los primeros crespúsculos de la mañana, aun antes de llegar la luz del día, a un volver de ojos se deshacen esas mentiras, como las nieblas con los rayos del sol. A la Guía, en consecuencia, bien le cuadraría el subtítulo de su libro de sermones, La casa de la razón y los desengaños, pues no tiene otra finalidad. A lo largo de la obra, en la que, como en las polianteas, cabe de todo, ya lo he mencionado, no puede no tener cabida la preceptiva burla del culteranismo: Era menester un perro perdiguero, para que sacara por el olfato el principio de la oración….  e incluso una pequeña parodia estilística del mismo: Los veinte que me pidió reales no tengo, si bien mi deseo con vuesa merced grande de servirle, los posibles pasa límites de gratisfacerle, la más que conocido ha mostrado voluntad en todas las ocasiones de me honrar y favorecer con sus extremadas en todo visitas, sutil, que es ingeniosa conversación, en que mejore y aumente el que puede, que es Dios, y pudo dársela. El que le guarde, Dios, amén. Si bien luego el autor acaba usando algún latinismo crudo, fuera de ese contexto paródico, hasta las fundulas que eran las calles sin salida. Fundulus es un latinismo crudo, diminutivo de fundus, que da en catalán Fondalada, “trozo de terreno entre otros más elevados , pero nada en castellano, quien sí tiene, de fundus, “hondonada”.  Dentro de ese batiburrillo de anécdotas, noticias curiosas y juicios singulares, a muchos les llamará la atención este juicio de Remón sobre nuestras tradiciones: España, tan indomable en observar sus antigüedades, como se ve en el correr toros, una cosa, que (como dijo el otro caballero) cuando no hubiera otros inconvenientes en correrlos, no se habían de permitir, siquiera por no enseñar a huir a los hombres, de que se había de correr la Nación española tan poco enseñada a criar hijos que volviesen las espaldas a enemigos, cuanto y más a una bestia, compatible, sin embargo, con una delicadeza romántica como la de considerar que la fineza del amor consiste, no en esperar  a que se pida lo que se apetece, sino en adivinar lo que se desea y madrugar a darlo antes que se imagine lo que se quiere pedir. Un estilo “elevado”, podríamos decir, que contrasta con narraciones como la de la relación prematrimonial de dos personas ya entradas en años que someten su convivencia a prueba a lo largo de un tiempo prudencial para saber si deben casarse o no. La narración es de las más divertidas del volumen, porque uno y otro, haciéndose eco del proverbio “cada maestrillo su librillo”, sacan sus libros respectivos para leer cada uno de ellos en sus Fueros particulares el récipe que el otro ha de oír hasta que le toque a él devolverlo, al estilo de lo que ahora se lee:
-También tengo yo libros -dijo Casquillas.
Y sacándole leyó así: La mujer casada ociosa, o dará en liviana o en golosa, y la andariega y galana en perdida o vana. Lo que habéis de hacer es trabajar, que yo también trabajaré.
-Vos sois el que tiene la obligación; por eso se llama el matrimonio carga, porque la carga de uno solo es llevada.
-Antiguamente las cargas del matrimonio se llamaban carga, y ahora, como han crecido tanto, se llaman carretada, y a la carretada dos son a llevarla.

Se aprecia, espero, ese fino costumbrismo que, andando el tiempo, acabará pasando de los entremeses a los sainetes, una vena del humor teatral español que tuve la oportunidad de recordar hace unas semanas en la crítica de El Clamor, de Muñoz Seca y Azorín. Bien, como siempre peco de prolijo, y ya veo que me cuesta enmendarse, dejo aquí la presentación de esta obrita con un texto lleno de gracia, picaresca y dominio estilístico que es posible sea bastante a convocar a los intelectores a la lectura completa de estas obras de nuestra tradición que conviene ir rescatando como lo que son, lecturas populares, entretenidas y divertidas. Antes de dejarles con el texto, dos palabras sobre la edición, preciosa, del texto en la colección longitudinal El Parnasillo, de Simancas Ediciones, de Dueñas (Palencia) Tienen un fondo excelente, y de aquí a no sé cuándo volveré a este Diario con Enrique de Villena y con las Epístolas familiares de Guevara, y espero que con alguna que otra más. Lo lamentable es que la editorial esté en liquidación concursal, lo cual es ejemplo doloroso del destino de ciertas iniciativas auténticamente culturales en nuestro país. De momento, me atengo al compromiso de los Episodios Nacionales. Y, sin mas dilación, he aquí ese texto que sirve como botón de muestra de las riquezas estilísticas que cualquier intelector disfrutará en esta obra de Antonio Liñán y Verdugo, pseudónimo de Alonso Remón: [Novela y escarmiento séptimo]  Enviudó en Sevilla una mozuela criolla, que había venido casada de los reinos del Perú con un soldado, y como moza y libre y no de demasiadas buenas inclinaciones, apenas acabó el luto cuando dio en el lodo, arrimándose a un gentilhombre mancebo, de buen talle, entre estudiante y valiente, de los que comienzan en Sevilla a ganar nombre de hombres de bien. Habíase ya acuchillado una o dos veces, y aunque no mató ni hirió, no huyó, que son principios de la jerigonza valentónica: con todo eso, aunque por los padres o padrastros de la facultad matante fue aprobado y se gastaron en el día de su examen espadachil algunos tragos, roscas y ostiones crudos y e le dio la borla, con todo eso no se inclinaba tanto Aguado (que este era su nombre) a esto de lo valiente, cuanto a lo de ingenio y agudeza, y así luego fue descubriendo más inclinaciones a sastre que a herrero, quiero decir que cortaba sin seda y paño lo que era bueno, y trazaba mejor un embuste y embeleco, que Juanelo una casa o castillo. Era entre galán y lindo, calzaba puntos menos, cubría con el cabello las orejas a lo inglés, hablaba en falsete, gastaba goma para los bigotes y alzacuellos para el colodrillo; al fin, para decirlo de una vez, ya que no era ninfa, tenía mucho de ninfo: picole a la criolla este tapador de espejo flamenco; son etas mujeres de allá, entre pardillas y españolas, viciosas y vivas: encontráronse Sancho con su rocín, andaban a hazme la barba y harete el copete: despolvoreoles la flor no sé qué alguacil del alcalde de la justicia y ciertas primerizas estafas que se les probaron que habían hecho, ella a lo mulato y él a lo socarrón, con que salieron desterrados a letra vista, y a no haber buenos terceros y buen por qué, se vieran en mayores peligros, traspasándolos del mar Océano al Mediterráneo, sin ser jugadores de pelota de viento, a jugar palas de manos: tomaron por buen partido el destierro, y recogiendo no sé qué dinerillos, que no eran pocos, y un ajuar de más ruido que sustancia dieron consigo en Córdoba, aunque no había menester Aguado pasar por el potro para ser padre de caballos voladores.