La
novela en territorio propio o el autor dicta las leyes de la termonarrativa…
Hacía
mucho que no entraba en una obra de Luis Mateo Díez, después de la celebérrima La
fuente de la edad y otro libro suyo de nouvelles, Apócrifo del
clavel y la espina, y ello a pesar del buen sabor de boca que deja siempre
meterse en la obra de quien domina el castellano con tanta maestría y quien
tiene, además, un universo propio, Celama, que es, podría decirse, la aspiración
«macondiana» de cualquier escritor, por más que, luego, el estro de cada cual
lo lleve a cada uno por caminos de difícil trazado y, a veces, de insólita
ubicación.
No es
Juventud de cristal una obra datable en un tiempo concreto, más allá del
tiempo propio de las vidas contemporáneas, porque, además, tiene el sabor
antiguo de las historias que ocurren en el lugar privilegiado de la memoria,
con las vueltas y revueltas que tienen los acontecimientos en esa instancia narradora,
algo así como un mapa que se va construyendo a medida que quien narra, Mina, la
enfermera vocacional, añade veredas, paisajes, alamedas, fachadas, callejones,
ruinas, un cine abandonado, una sala de baile llena de lápidas, el río Margo o
las estaciones de ferrocarril donde cruzaron sus padres las mirada que los unieron.
Todo
irá brotando de la memoria de esa narradora de expresión feliz cuya mirada al
entorno tiene un sí sabemos qué de notarial, amén de compasiva. Presta a ayudar
a los demás y a no dejarse engatusar, Mina es un tesoro memorístico lleno de
una juventud tan extraña y singular como solo pueden serlo los habitantes de un
espacio que casi no parece compartir las leyes básicas de la realidad desde la
que leemos. No es tanto el manido realismo mágico, cuanto la magia que un narrador
inspiradísimo y libre, esto es, sin servidumbres de ningún tipo ni al
academicismo, ni a la tradición, ni a la azarosa innovación gratuita, puede
llegar a tener al tratar una materia narrativa como la de las vidas cruzadas
-digámoslo «a lo Altman»- que desfilan por esta novela coral llena de
fragilidades, equívocos, aspiraciones e infidelidades.
Todo en
la novela transcurre al modo como nos han acostumbrado maestros como Torrente
Ballester, el de La saga/Fuga de JB o, en el cine, el inefable José Luis
Cuerda de Amanece que no es poco o la depuración de dicho estilo que son
las Canciones del segundo piso, de Roy Andersson. Pensemos, por ejemplo,
en el feliz hallazgo del cine de los fotogramas rotos y esparcidos que se
entretejen en la narración para construir desde ellos una divertidísima mezcla
de géneros y aun de historias, el Cine de Sustos. La memoria no está
solo en la narradora, Mina, sino diseminada aquí y allá, sea en las lápidas que
aparecen en la sala Baile de corales, sea en esos fotogramas, sea en los personajes
que, casi como un deporte propio de la comarca narrativa, tienen el hábito de
suicidarse en el Margo repetidamente: Los suicidios estaban a la orden del
día y en muchos casos las razones resultaban sorprendentes, pero lo habitual
eran las frustradas ilusiones amorosas, la traición, el engaño o el mero
menosprecio de una mala cara o una respuesta intemperante. Nadie se mataba por
haber suspendido.
Historia
de historias, pues, Juventud de cristal se centra, además de en la lírica
historia del noviazgo y matrimonio de los padres de Mina, con sus encuentros y desencuentros
en estaciones y trenes; en la juventud de unos personajes que tratan de abrirse
camino en el complejo mundo de las relaciones amorosas, sin descuidar, no
obstante, sus vidas académicas que las condicionan. Nadie, salvo la narradora,
está exento en la obra de acabar siendo la pieza cobrada de su cinegética
mirada, ni siquiera sus hermanos, todos caen bajo el control de quien no duda
nunca en ofrecerse como enfermera o como hombro consolador. Desde la liebre que
persigue a un joven que llega a Armenta desde un pequeño pueblo de Celama,
hasta la pareja homosexual y birracial que se aloja en el hotel, del que se
marcharán súbitamente sin pagar, pasando por los extravíos de los gemelos
pícaros, hermanos de la protagonista, el libro es la memoria de una juventud
tan llena de impulsos como de desconocimiento de sí, pero Mina ata a su narración,
con absoluta naturalidad y un interés sobresaliente todas las historias que
acaban levantando ante el lector un mundo atrayente, misterioso y, sobre todo,
muy vivo.
Contrastan
con esa joven vida pugnaz los escenarios en ruinas en que transcurre la acción,
pero de ese contraste, que le da a la narración un inequívoco aire de historia
antigua, lejana en el tiempo, emerge, ya lo hemos dicho, una concepción de la
realidad que va más allá del realismo tradicional y se abre al mundo de lo fabuloso,
si bien naturalizado en la novela con una pasmosa fluidez que convierte la voz
de Mina en lo que literalmente es: un archivo generacional tan trabado como
delicioso. Son los recuerdos de una adolescente, pero lo son, sobre todo, de
una aspirante a escritora, y se nota.
La mezcla
constante de registros, entre la reflexión sentenciosa y el lenguaje coloquial,
marcan, desde el punto de vista estilístico, esta recreación de unas vidas
llenas de impulsos de difícil esclarecimiento, y a las que solo la voz de Mina
sabe dotar del espesor, de la densidad humana que nos las hace cercanas y
cálidas, porque la propia desorientación de esos jóvenes es la misma de todos
los jóvenes siempre y en cualquier lugar.
Feliz
reencuentro, pues, con una de las voces narrativa más depuradas de nuestra reciente
historia literaria, algo que siempre constituye un motivo de alegría para
cualquier intelector.
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