viernes, 31 de enero de 2020

El capítulo llamado...





Hace un tiempo ofrecí una reflexión del momento inaugural en el que el autor comienza un capítulo de la obra en curso, a la que remite el vínculo del título. Hoy la virtud de la cortesía me impele a ofrecer el comienzo de ese capítulo que se extiende durante más de 90 páginas, de un modo acaso exageradamente torrencial, pero así son las cosas del escribir... 

Necesito sentarme y escribir sobre cuanto me está pasando, porque corro el peligro de convertirme, guardándolo solo para mí, en un volcán que acabará explotando el día menos pensado. He escogido hacerlo en estos folios doblados que me permiten, ante la hipotética curiosidad de A., mi marido, hacerlos pasar por el borrador de una carta a mi hermana, a mis padres o a algunas de mis amigas que, al acabar el College, ya no volvieron a Miami, salvo esporádicas visitas a sus padres.
No sé ni por dónde empezar, porque lo que me está pasando tiene varios principios, o así al menos me lo parece a mí. ¿Qué ha sido lo primero: el trastorno de conducta de nuestra hija, mi depresión, el fracaso de nuestro matrimonio, el día que conocí a Fritz en una fiesta, la sesión de terapia de grupo a la que asistimos, juntos, A. y yo o aquella primera sesión individual al acabar la cual me besó de un horrible modo lascivo y grotesco hasta que le paré la lengua y las manos, más que los pies, y le dije que yo necesitaba un terapeuta, no un amante? Todo, además, se sucede muy rápidamente, como si hubiera entrado en una espiral vertiginosa cuya aceleración me sumerge en una confusión dolorosa.
Por eso me siento hoy a tratar de aclarar mis ideas y mis emociones, ¡o la ausencia de ellas!, fijándolas por escrito, siempre y cuando sea capaz de hacerlo en términos que me permitan ver cuanto ocurre con claridad, porque no se me escapa, y Fritz insiste mucho en ello, que las palabras son unas hermosas traidoras no solo capaces de desfigurar la verdad de los hechos, sino incluso de convencernos de que ellas, y nada más que ellas, son los únicos y los auténticos hechos.
Siempre me ha gustado escribir, y ello es lo que me indujo a convertirme  durante algún tiempo en profesora, pero, ¡qué paradoja!, ahora mismo me noto tan torpe como si me hubiera sentado a escribir  como la niña insegura que fui, la primera redacción escolar, esa ante la que todos, salvo los muy dotados, nos bloqueamos y buscamos ayuda desesperadamente… Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí, la verdad sea dicha, y me da pánico volver al principio y leer de nuevo lo escrito, porque, por poco y torpe que sea, de la vergüenza, sería capaz de hacer trizas el papel, tirarlo a la papelera y dar por concluida la «aventura», porque esto tiene un no sé qué de travesía llena de  peligros y de trampas con las que, paradójicamente, yo misma parezco dispuesta a sabotearme.
Con mi decisión, seguir adelante, he superado la tentación, pero no me consuela lo más mínimo, porque abro la puerta a cometer no pocos desvaríos, imprecisiones y errores, pero no hay otra: o seguir o abandonar.
Reconozco, y no me duelen prendas hacerlo, que hay algo de valentía en mi decisión: seguir escribiendo sin retroceder jamás, y la constatación de que, para un asunto tan íntimo, pocos son quienes estén dispuestos a seguir mi ejemplo, porque lo habitual, al escribir sobre uno mismo, es medir con cuentagotas lo que se dice. Si lo tuviera que hacer así, con tanto temor, ya digo que ahora mismo no estaría escribiendo esta línea, ni la que ya tengo «necesidad» de escribir a continuación.
Sonará lo que acabo de escribir, ya me hago cargo, a la viejísima captación de la benevolencia ajena que nos enseñaron en la escuela, pero mi alibi es inobjetable: escribo solo para mí, ¡y es posible que contra mí! Nadie más está destinado a leer estas confesiones o impresiones o recuerdos  o memorias o lo que sean, pues, francamente, tampoco me importa mucho cómo hayan de ser definidas. ¡Ni siquiera Fritz! O él menos que nadie, mejor dicho. Y después de mí… Prefiero no pensar. Lo más seguro es que se acaben perdiendo en alguna mudanza de las muchas que me quedan por hacer en esta vida, porque, sin saberlo aún con la certeza de las decisiones tomadas, intuyo que no habrá de durar mucho mi matrimonio, y menos aún si por algún inescrutable azar llega a oídos de A. mi relación con Fritz o si, por descuido mío, acabara leyendo estas líneas que acabo de comenzar a escribir…
Si así fuera, cariño, si ahora mismo estás ahí, al otro lado de estos cuadernillos y el despecho o la curiosidad te han hecho llegar hasta aquí, te pido que no sigas leyendo y que te apartes de estas hojas como del fuego en el bosque, que acorrala, sentencia y ejecuta. Te lo pido por ti y por mí. ¡Te lo exijo! No tienes derecho a herirte tanto con la lectura de estas hojas, ni yo obligación de silenciarme, de autocensurarme. Si nada ha pasado aún entre nosotros, deja aquí de leer y hablemos, civilizadamente, sobre lo imposible «nuestro»..; si por alguna razón impensable, han llegado a tus manos estos cuadernillos, esquivando el azar para malmeternos…, devuélvemelos o, si la indignación no te impide tal gesto magnánimo, quémalos sin seguir leyendo o hazlos trizas o tíralos a la basura, mezclados con los desechos del vivir cotidiano en el que no hemos sabido cómo sobrevivir.
Te lo pido por ti, y luego por mí y por nuestros hijos. No tengo nada que reprocharme y soy enteramente consciente de haber actuado con total libertad. Pero no quiero que mi vida en modo alguno pese sobre la tuya como un dolor, menos aún como una vergüenza, y en ningún caso como una deslealtad. La vida, querido mío, te empuja hacia delante…, y aun en el más árido de los desiertos crece la esperanza que echa raíces y consigue alumbrar un tallo que acaba floreciendo.
 Es mi vida, A., la que yo estoy trayendo a estos cuadernillos, no la nuestra que enterraron sucesivas tormentas de arena, ¡y de ninguna de las maneras la de nuestros hijos!, a los que espero que mantengas  al margen de estas confesiones mías. Cuando ellos sean mayores, tampoco creas que me importaría mucho que lo leyeran, porque a ellos no les dolerían como a ti estas relaciones insospechadas. Insisto, cariño, deja de leer aquí mismo, antes de que pase al siguiente punto y aparte. Gracias. De corazón. Te quiero.
No puedo decir, pues, que mi vida matrimonial haya sido un infierno insoportable, ¡ojalá fuera todo tan sencillo! ¡Ojalá viviera yo una de esas relaciones llenas de violencia y menoscabo de mi dignidad como mujer que me llevaran a pedir el divorcio y una orden de alejamiento para no tener que verlo! Aquí, en esta vida mía, lo más «dramático» ha sido la indiferencia, el lento pasar de las días en una rutina de ausencia de pasión y de atracción que me convierte en lo más parecido a un corcho que flota sobre la aguas y que el oleaje lleva de aquí para allá sin darse ni cuenta de que existe el movimiento, como confiesan los personajes de Julio Verne cuando se instalan en la cesta del globo y se dejan llevar por los vientos sin percatarse de su desplazamiento. Y si ellos oían desde su barquichuela cualquier mínimo sonido en la horas nocturnas, hasta una conversación templada entre dos vecinos tranquilos a la puerta de sus casas, yo no oigo sino el más espeso de los silencios, ¡y hasta veo las muecas más aterradoras de la extrema cortesía! Porque ese ha sido mi día a día desde que A. y yo nos casamos y luego los hijos me disuadieron  de retomar mi carrera profesional. ¡Hasta que llegó Fritz!
En la fiesta en la que lo conocí, en diciembre, poco antes de las fiestas, en casa de las hermanas Krause, tuve, supongo que la suerte…, de que el Dr. Perls, pomposo creador de la Terapia Gestalt, así me fue presentado, me dedicara una atención casi exclusiva, lo que motivó algún recelo de A., porque es ley no escrita que nadie puede acaparar a nadie en un party, porque ello atenta contra la más elemental de las normas de cortesía a que obliga el trato social.
No sé qué vio en mí, más allá de que ambos fuéramos judíos, pero esa condición la compartíamos con la mayoría de los presentes en la fiesta, aunque en esa ocasión su conversación, que giró casi todo ella acerca de «su» terapia, no incluyó ningún movimiento equívoco que pudiera confundirse con una insinuación sexual. ¡Lo hubiera frenado en seco y allí mismo lo hubiera dejado, ofendidísima…, ¡qué naíf!, con la palabra en la boca. Y acto seguido le hubiera pedido a A. que me llevara de vuelta a casa.
Nada de eso ocurrió y, después de presentarle a A., a quien casi ni siquiera miró, o lo hizo con menos detenimiento de al que obliga el simple compromiso, nos invitó a los dos a una sesión de grupo que hacía en su casa, en Alton Road, por si nos pudiera interesar, aunque insistió en que a mí particularmente me «convendría». A. me miró con gesto de sorpresa, como si me dijera: «¿Pero de qué has estado tú hablando con este vejestorio sucio y casposo?» Lo miré y bajé los párpados, para indicar que delante de él no iba a iniciar una conversación íntima y nos retiramos para coger los abrigos y abandonar la fiesta.
Lo cierto es que a A. no debía extrañarle que, en aquella época, yo anduviera algo más que afectada emocionalmente por el brote de rebeldía que se había apoderado de nuestra hija, incapaz de someterse a ninguna regla, casi permanentemente embarcada en rabietas que recordaban las terribles suyas de los tres añitos, y con una hiperactividad que no permitía ningún momento de relajación, porque, para redondear el cuadro, le era muy difícil conciliar el sueño. De todo eso, A., por su dedicación laboral, no se enteraba, y como jamás, por la misma razón, se levantaba por las noches para calmar a nuestra hija, lo que me rompía el sueño casi cada día…, recaía todo sobre mis espaldas y mi frágil equilibrio nervioso.
Comprendió enseguida, no obstante. Que hubiera hablado de los trastornos de S. con un psiquiatra, porque ninguna persona más idónea para ello, y aunque los niños no eran su especialidad, los comportamientos humanos tienen patrones, al parecer, que se repiten, con diferente grado de intensidad, en todas las edades… Los caracteres no aparecen como por ensalmo en la edad adulta, sino que se forjan desde la niñez. A. se asustó, porque malentendió que nuestra hija había iniciado el camino de una dolorosa perturbación mental futura, pero, al final, después de un extraño intercambio de ignorancias, logramos concertar la tranquilidad de un trastorno propio de la edad y sin futuras consecuencias, porque, ciertamente, quienes no se consuelan es porque no quieren, sobre todo cuando no está en tu mano ni siquiera acercarte por intuición al diagnóstico de un profesional.
Fuimos juntos a la sesión a la que nos invitó el extraño Dr. Perls, y asistimos, después de una breve explicación algo simplista de los fundamentos de la terapia y de asegurarse él de que entendíamos que estábamos allí libremente y que nadie era responsable de nosotros más que nosotros mismos; asistimos, digo, a una reunión verdaderamente impactante, al menos para mí. A., con cierta suficiencia, veía en los pacientes ciertos síntomas de debilidad mental, de inseguridad, para los que la técnica del Dr. Perls, agresiva hasta rayar en el acoso, en la intimidación, le parecía contraproducente. No vio, o no quiso ver, el agradecimiento de los pacientes por haber sido «despertados» del engaño en que vivían, negándose a aceptarse a sí mismos.
To be continued...

3 comentarios:

  1. Me quedo boquiabierto por el anterior comentario...jajaja. Ya sabes...
    He leído con placer e interés el comienzo de la novela sobre Perls. El estilo es preciso y fluido, lejos de barroquismos que añaden dificultad al lector. Me ha gustado y espero con interés el "continuará". Una única reflexión que se me ha ocurrido durante la lectura y es que ¿cómo es posible reflejar una mentalidad germánica, una carácter alejado de nuestro modo de ver las cosas, una sintaxis aglutinadora de la narradora mediante un estilo tan puramente español, con frases hechas y vocablos bastante inusuales en castellano como alibli y otros? Me resulta difícil identificar las circunstancias austríacas o alemanas -no sé bien- de la narradora en el uso de un castellano purísimo que traduce a nuestra mentalidad y tradición algo que le es ajeno. Se me hace arduo imaginarme con verosimilitud a la narradora y lo que cuenta. Pero no sé si es una objeción, pero sí una sensación que, unido al placer que me depara, a la vez me aleja y me lo hace poco creíble. Un abrazo.

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  2. Respuestas
    1. Jose, este es el sexto capítulo y quien lo narra es Marty Fromm, una judía americana, de Miami, que se lió con él a partir de una depresión suya y una sesión de terapia que le descubrió un mundo de posibilidades. Alibi, ¡ahora advierto que he olvidado las cursivas! es una "cesión" a una palabra muy común en Usamérica, procedente del derecho.Eso es el mero arranque de una confesión íntima de su relación con él... Por otro lado, desde el día y hora en que la familia Perls se subió al barco para ir a Sudáfrica, digamos que abandonó la germanidad y se anglosajonizó hasta las cachas...

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