Traspasar
el umbral.
Sabes exactamente lo que
has de narrar, pero colocas ante ti el cuadernillo del folio doblado y no descapuchas la pluma. Has de ponerle un
título provisional. Dudas. Se insinúa una tibia ansiedad. Sabes que M.F. ha de contar
para sí, sin narratario posible, el encuentro que le cambió la vida. Aún te
impone, después de más de cincuenta años, la amenaza del cuadernillo en blanco
donde tú sabes que acabarás escribiendo lo que te bulle desordenadamente en la
cabeza y que jamás has querido planificar antes de dejarte ir, de abrir el pico
garlador por donde se desparramará, con enrevesada cacografía, el río de
palabras por el que ha de navegar hacia el ancho mar de lo biográfico, ¡que es
un sinvivir!, la vida infinitamente
anónima de M.F. Cepos te aherrojan las manos, porque se escribe siempre con las
dos, o así lo declaraba Ginesillo, quien confesaba haber escrito su vida “con
estos pulgares”. En efecto, has de «hacer» la vida de F.M., has de reconstruir lo que fue, y de lo que tú sabes
lo esencial, aunque a ti te preocupan, sobre todo, los detalles del contexto: la
fiebre del dato exacto, la minuciosidad del miniaturista, el rigor del atestado
y la verdad última del forense. Pero sigues ahí detenido, respirando cada vez
con mayor dificultad y atento a la creciente taquicardia que has de atajar de
inmediato. Liberas el pico y escribes: Los
cuadernillos de M.F., y vuelves a silenciar el pico que ha esculpido la
única línea tautológica que te permite disolver la espiral de ansiedad que
amenaza con bloquearte un rato largo, lo bastante como para reconsiderar que «no
es el momento» de iniciar, aun con los propios titubeos de los comienzos, el
nuevo capítulo. Te sientes llamado a él, pero no vas a poder defender tu
posición indecisa. Y sí, te recuerdas, como en un suave calentamiento para
empezar a entrenar en serio, que lo sabes todo, que has de comenzar por el
encuentro, que has de seguir con la explosión bigbanguesca de vida que libera la sexualidad desreprimida y que
has de visitar el infierno de la dependencia, los celos y la dominación, fugazmente.
Son los clímax, a los que no se llega en veinte párrafos, por supuesto. El
capítulo exige la morosidad que desarrolla en el tiempo una evolución psicológica
anclada en el entumecimiento sexual y moral sin otra perspectiva que la salida
dramática de la obra, un mutis trágico y discreto, camuflado de accidente, para
no herir a los hijos supervivientes. Lo sabes. Tú mismo te detienes, con
firmeza. Lo ves todo ahí, en esa pantalla blanca, desarrollándose con vívida fuerza,
con los tonos exactos de la dicción precisa, con los gestos inequívocos de las
revelaciones insospechadas, con las palabras literales de las confesiones
íntimas que desgarran y que oxigenan. Sigues sin atreverte. Tu mano izquierda
empuña la pluma y la derecha juguetea con el capuchón, como si tú fueras un
señor feudal dispuesto a practicar la cetrería y liberar al gerifalte del
capuchón que lo ciega para que se eleve hacia los cielos en busca de la presa
sobre la que abatirse… Ambas cosas están en tu mano: el ave que vuela y la
presa, F.M., pero te detiene una vez más el miedo, si ese temor al borrón inmediato
que desfigure y borre la primera palabra que se estampe en el cuadernillo así
puede ser llamado. ¡Cuántos capítulos has iniciado en tu vida! Jamás se
aprende. Todos son siempre, sin diferencia alguna, el primero, ¡el único!, ese
en el que te juegas la confirmación de ti mismo, tu difícil absolución. La
sombra oscura, cacografiada, de esa vida se agita en el blancor inmaculado del
cuadernillo, como las ondas del moaré en la delicada tela de un vestido
transparente: es la resurrección de un cuerpo preterido lo que baila en ese
cuadernillo, y tú conoces, exactamente, insisto, su alcance y la poderosa
transformación sufrida. Poco a poco has ido reuniendo las circunstancias, los sentimientos,
los silencios, las ignorancias, las desesperaciones sosegadas, y la luz, como
la propia de este cuadernillo en blanco ante el que mantienes, impertérrito, tu
guardia; la luz, te dices, de una metamorfosis común que, a pesar de su
grandeza, su propia trivialidad no nos permite valorarla como se merece. Por
eso decides, finalmente, con no fingida audacia y elocuente indecisión, acercar
el pico a la orilla de la blanca salina y trazar los primeros signos húmedos
del río que nace en el hontanar de la inspiración:
Necesito sentarme y escribir sobre cuanto me
está pasando, porque corro el peligro de convertirme, guardándolo solo para mí,
en una olla a presión que acabará explotando el día menos pensado…
No sé si responde a una experiencia real de este momento en que te hayas en la escritura de “la novela”, de tu vuelta a la narración larga tras La manzana de Poz. Todo lo que dices se traduce en el tan conocido pánico a la hoja en blanco que atenaza a los escritores antes parir incluso Guerra y paz o Ana Karenina. No te envidio. Mis dotes de escritor se agotan en estos posts que solo la benevolencia puede considerar escritura. El aliento que requiere una novela es tan prodigioso que exige una fe estricta y una voluntad de hierro. Además de tener el talento para escribirla, claro está. No te puedo ayudar, solo decir que yo soy uno de los que está esperando leerla a pesar de que tu pluma se resista a lanzarse al vacío.
ResponderEliminarNo quería reflejar tanto el atenazamiento, o el bloqueo, cuanto ese momento fronterizo del instante justo anterior al inicio, cuando el rasgueo de la pluma sobre el papel se vuelve, porque "sabes" lo que has de decir, un río de tinta y vida... Hay, en ese instante, una indecisión muy curiosa, porque el "tono" de una narración lo marca, a veces, la primera selección de vocabulario, de esquema oracional e incluso de tiempo verbal y, por supuesto, de persona, aunque es imposible ponerse a escribir ignorando cuál haya de ser esta última. Que conste, Joselu, que tanto vale para la pluma como para el teclado, para una novela, para un cuento o para un "post". Escribir siempre va precedido, a i entender, por la indecisión, por el temor, por el respeto...
EliminarA veces no sé si soy una persona que escribe o el escrito de una persona, no sé. En estos momentos de mi vida cada vez sé menos sobre lo que es escribir y por eso no me detengo. Tengo tantas notas manuscritas encima de mi mesa que un día me voy a ahogar en ellas. Pero al igual que Joselu le tengo mucho respeto a la novela porque pienso que antes de plasmarla habría que tenerla escrita en la cabeza. Así que como cada loco está en su tema, el tuyo saldrá adelante y como en el aquel viejo dicho, cuando te sientes a escribir (debería probar a escribir aforismos de pie): "paso corto, vista larga y mala leche (metáfora de inteligencia en este caso).
ResponderEliminarGracias, Francisco, me alegra verte por este paraje solitario, como lo es siempre el de quien escribe, aunque haya multitud de voces detrás de nosotros y al lado, en las estanterías que nos rodean para recordarnos que de esos cuadernillos en blanco a la página impresa hay una vía de exigencia, de rigor y de duro trabajo que hay que afrontar con esos buenos consejos que me das y que acepto, aunque, sin querer ser presuntuoso, creo que los llevaba incorporado "de serie". Si el viaje más largo imaginable comienza con el primer paso, cualquier novela río o riachuelo... empieza con la elección de esa primera palabra que avena la inundación que padecemos... En mi caso "Necesito", y después han venido, en dos semanas, cuarenta páginas de corrido...
EliminarA veces paso por aquí, pero otras tantas, tus escritos me dejan mudo.
ResponderEliminarA mí, sin embargo, cuando paso por tus aforismos, raro es el día que, como hacía Wallace Stevens con los que él leía al empezar el día, no me empujan a crear alguno de mi propia cosecha...
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