De PEKO a Andrés Révész, pasando por
El asesino de la luna, de Noel
Clarasó.
Hacía tiempo que quería escribir sobre PEKO. Quería rendir homenaje a quien
a lo largo de más de veinticinco años me deleitó cada día con el ingenio y
contribuyó, de forma tan amena, al crecimiento de mi vocabulario. Tíbor Reves,
un nombre que nada le dirá a nadie que no esté en el secreto de su pseudónimo,
es la personalidad que está detrás de ese PEKO enigmático y de incisiva
agudeza. Ha sido tal mi devoción por su maestría crucigramática que incluso
inicié, pero no acabé, una narración que tenía como motivo el viaje fantástico de
dos personas a través de uno de sus crucigramas. Me divertí mucho con el
trasiego de aquellos personajes que bajo el doble título: ¡16 x 15! y El azar
encasillado, iban saltando de uno a otro escenario con el único deseo de encontrarse
y unirse para siempre: desde las páginas
de Donde
habite olvido hasta el carácter patibulario, pasando por el estrecho de los
Dardanelos y la Orden Hospitalaria maltense, Ella y El, esos eran los nombres propios de la pareja, se
buscaban con un deseo solo propio de los viajeros que regresan a Ítaca. Tíbor
Reves fue productor de cine, hijo del articulista y escritor Andrés Revesz, de
quien, hacía la intemerata, había leído yo La
felicidad en el matrimonio, comentada por mi padre de su puño y letra, un modesto
tesoro autobiográfico.
La necrológica en El
País la escribió otro de esos seres singulares, Jesús Franco, el inclasificable
director de cine. Tituló su retrato Una
caja de sorpresas, porque eso es lo que era Tíbor Reves, como, igualmente,
lo fue su padre. En la necrológica emergía la figura de un hijo del exilio que
había hecho de la necesidad virtud: dominaba, PEKO, siete lenguas, entre ellas
el hebreo y el malayo, y, cerca de su muerte, estudiaba el sánscrito con
fruición porque quería leer los Vedas en
su lengua original. Franco sostiene que Tíbor se inventó su propia lengua, el tiboriano, y algo de eso hay, por
supuesto, capacidad de invención, en las inteligentísimas definiciones con que incitaba
a devanarse los diccionarios del cerebro duro a los frecuentadores de su cuadriculada sección, la más imaginativa,
sin embargo, de todo el diario. Fue inventor del Revoltigrama, pero yo solo fui
asiduo de sus crucigramas, los de cada día y el blanco de los fines de semana:
¡un autentico festín lexicográfico en el que aplicar el más reputado de los aforismos:
festina lente! Dice Jesús Franco que había heredado de su padre la discreción,
y a fe que es verdad, porque, a pesar de dedicarse a la producción cinematográfica,
me ha sido imposible hallar ni una sola fotografía de él a través de google.
El padre de Tíbor, Andrés Revesz, fue un joven espartaquista húngaro
[Seguidores de Rosa Luxemburg] que, por razones ignoradas, dio un salto
ideológico de 180º y acabó militando en el fascismo español, después de haber
pasado por la cárcel, en Valencia, durante la época de la República. Fue
columnista de ABC, donde escribió sobre política internacional, aunque también realizó
crítica literaria, crónica de sociedad y otros menesteres periodísticos.
Colaboró en la revista de la Sección femenina Y: Revista para la mujer, donde fue compañero de redacción de, ¡ojo
al parche!, Edgard Neville, Dionisio Ridruejo y Enrique Jardiel Poncela.
Mantenía en ella una especie de consultorio
sentimental que le granjeó bastante popularidad, convirtiéndose casi casi en el
“paladin de las damas”, reivindicando la mujer culta, preparada, compañera del
varón, pero subordinada a él. De esa actividad es de donde proceden libros como
La felicidad en el matrimonio o La edad de amar, usualmente recopilación
de artículos ya publicados. Se trata de obras que nos permiten ver con total
nitidez el paisaje emocional del franquismo e identificar a los pilares de esa
construcción paternalista y pretendidamente moderna. Porque Andrés Revesz no era un hombre que se alimentase
exclusivamente de dogmas ni tampoco un cavernario, antes bien pretendía que la
sociedad española adquiriera una pátina de modernidad que hiciera la vida más
agradable. De sus libros y de los referentes que en ellos aparecen, emerge una
nómina de autores que abonan el inmenso vergel del olvido: Juan Spottorno (Gil
de Escalante), Luis de Armiñán, Mercedes Suárez-Valdés, Osvaldo Orico, Charles
Plisnier, Marthe Bibesco (personaje propio del Dietari de Gimferrer), Jaime de
Salas Merlé, Ferenc Molnar, etc. son sombras a las que cuesta lo suyo dotarlas
de bulto, por más que en su momento fueran nombres rutilantes de la actualidad.
A su manera, podría considerársele como el precedente del consultorio de Elena
Francis, redactado desde 1966 hasta su acabamiento en 1984 por Juan soto Viñolo.
Mientras releía a Andrés Revesz para dedicarle el homenaje a su hijo,
coincidió su lectura con la del extraño libro titulado El asesino de la luna, de autentico espíritu deconstructivo, como
tendré ocasión de comentar cuando acabe de leerlo, el primero que leo de su
autor, Noel Clarasó. En el capítulo 13, La orquídea artificial, iba yo leyendo,
por la noche, cuando tropecé con este fragmento:
Comprendí
que todo era en efecto, lo contrario de nada, y me dediqué serena y
afanosamente a hacerlo todo. Pero después de las dos o tres primeras
ridiculeces, ya no supe qué más hacer. ¿Es que alguien sabe lo que puede hacer
un hombre para que una mujer le ame? Después he conocido algunos libros sobre
esta materia tan importante, pero entonces había leído poco y no sospechaba su
existencia. Ahora sé, gracias a un libro de un tal señor A.R. que según la
solapa del mismo libro “ha dedicado una parte importantísima de su labor de
escritor al estudio del alma de la mujer y de los problemas femeninos”, que
ellas, antes, se enamoraban de los militares, después se enamoraban de los
tenores y que en todos los tiempos (según cita que el autor copia de otro) se
enamoran no de don Juan ni del hombre guapo, ni del hombre fuerte, ni del
hombre célebre, sino del hombre que reacciona fuertemente ante la belleza de la
mujer y que llega a hacerle creer que aprecia más que nadie su personalidad.
Todo se aprende cuando ya no nos sirve de nada saberlo.
Yo le conocí. Siempre educado, dulce y amable. En tardes de tertulia en casa de una amiga común, iba acompañado de su esposa, Rosa Mari. Al rato se despegaba de la charla general para sumergirse en su crucigrama, que firmaba como PEKO (su apodo en familia) y su Revoltigrama, con el seudónimo DEL REZ (su segundo apellido). Yo era muy joven entonces, pero nunca me cansaba de escucharle. Era tan ameno que hacía que sonara interesante hasta lo más insignificante. Le recordaré siempre con cariño.
ResponderEliminarMuchas gracias por "completar" esta semblanza con el testimonio vivo -siempre tan valioso- de quien lo trató y supo apreciar ciertos valores que acaso anden pasados de moda y que,sin embargo, distinguen a las personas con el mejor de los ornatos posibles. Gracias por haberse tomado la molestia de dejármelo en este Diario.
EliminarSu nieto Juan Estelrich Reves no es el director de "El Anacoreta" cuyo director era su yerno JUan Estelrich March.
ResponderEliminarTiene razón. No llegué al segundo apellido y de ahí mi confusión. Le agradezco la corrección y lo rectifico inmediatamente.
EliminarTodo se aprende cuando de nada nos sirve saberlo... Qué cruelísima verdad.
ResponderEliminarNoel Clarasó, al que le he dedicado varias entradas en mi Diario, es un autor minusvalorado por la crítica, acaso debido a que era un autor prolífico. La novela de la que sale esa cita, que tiene entrada propia en mi Diario, es una lectura muy gozosa. Sus aforismos son muy ingeniosos. Un saludo afectuoso.
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