El bestseller como peregrino y paradójico arte-facto o las enseñanzas que un intelector, habituado a los textos en las antípodas de aquellos, extrae de una lectura minuciosa, entretenida, divertida…
Hace algo más de cuarenta años leí en el suplemento de
Libros -¡ni siquiera se llamaba Babelia aún!- de El País un cuento cuyo autor
no recuerdo si era Ítalo Calvino o Umberto Eco, o, ¡en el peor de los casos!,
ni uno ni otro. Seguro que algún intelector
con una memoria digna de su propio nombre me lo soplará/suplirá de aquí a poco.
El cuento describía una situación muy curiosa: dos escritores, uno de bestsellers y el otro de novela intelectual
-llamémosla así, para entendernos, tipo La
montaña mágica o El hombre sin
atributos- contemplaban, desde sus casas próximas, a una atractiva mujer
que, en una casa equidistante de las de ambos, leía con verdadera devoción un
libro. Ambos escritores reflexionaban sobre cuál sería el libro al que esa
mujer dedicaba aquella auténtica voracidad lectora. El escritor «intelectual»
se repetía una y mil veces que indudablemente estaba leyendo un libro de los de
su vecino, porque esos «infames bestsellers»,
si tenían alguna virtud, era la de atrapar a los lectores y exigirles una
lectura «a uña de caballo» que casi no te deja ni vivir, si descuidas tu
atención de esas tramas magnéticas que poco menos que te exigen vivir para la
lectura, más que leer para vivir, y que te obligan a desayunar leyendo, a
viajar leyendo, a comer leyendo, a tomarte un tentempié leyendo y a acabar el
día en la cama sin dejar de leer… El escritor «intelectual» sabía que eso no
podría pasar jamás con sus obras, que más suponían un reto lleno de
dificultades para los lectores que una autopista por la que discurrir
únicamente pendiente del acelerador… Definitivamente, esa mujer había escogido
el camino de la legítima satisfacción lectora y no podía reprochárselo. Y
estaría deseando que el autor de bestsellers
se lo dedicase para presumir de ello ante sus amigas, porque, poco a poco, la
lectura, como esa vecina lo demostraba, se estaba convirtiendo en una actividad
casi exclusivamente femenina. A él le estaba vedado semejante logro. Se empeñaba
en complicarse la vida y complicársela a los lectores y así no había manera de
llegar al público amplio al que el bestsellerista
llegaba como estaba llegando a esa vecina lectora: hasta el corazón de la
pasión lectora. El escritor de bestsellers,
por su parte, se decía que lo que esa mujer estaba leyendo, tan abstraída, tan
concentrada, con esa gesto grave en el ceño fruncido, no podía en modo alguno
ser una obra suya, tan ligera, tan superficial, escrita con tan escasa
preocupación por «lo trascendente» y con un etilo que difería, diametralmente,
de esas exquisiteces estilísticas que su vecino dominaba como nadie y que tanta
reputación académica y crítica le había deparado. Seguro que la vecina se
hallaba inmersa en una trama en la que complejas psicologías desplegaban ante
ella profundos problemas de orden moral, social o político, y todo ello, volvía
a repetirse, con una de esas prosas de las que siempre se dice que se
caracterizan por ser «una voz propia e inconfundible», algo que jamás dirán de
la suya propia, tan despreciada por «los que saben» y «pueden», porque el poder
literario lo ejercen «popes» que ignoran, cuando no desprecian, artefactos
literarios como los suyos, que hechizan, sin embargo, a una legión de lectores
que nunca se acercarán a los libros de su vecino. La vecina, sin embargo, no
había más que verla, seguro que había escogido uno de esos libros que te
obligan a detenerte cada dos por tres en la lectura para meditar sobre la
trascendencia de lo leído: sí, esa novela «intelectual», también apasionante a
su manera, te invitaba a ir más allá de ella, mientras que las suyas, las del bestsellerista, te invitaban a quedarte
en ella y a engolfarte en ella
completamente, sin posibilidad de levantar ni la vista ni el espíritu hacia ese
otro más allá al que invitaban las obras del vecino. Y ahí se acaba mi recuerdo del cuento…,
lamentablemente, porque ni siquiera recuerdo cuál era el desenlace.
Con mimo
de amigo, con paciencia de escriba y con férrea voluntad de intelector confirmado en este Diario
desde hace muchos años… he leído de la primera
a la última página de Shangri-La.
La cruz bajo la Antártida, ¡540 páginas!, de Julio Murillo, obra que fue
galardonada con el Premio de novela histórica Alfonso X El Sabio, en 2008. Lo
bueno de la novela histórica es que, mucho más que otras, sabe mantenerse
siempre «de actualidad», y, leída hoy, la novela no ha perdido ni un ápice de
su interés intrínseco. Me apresuro a confirmar lo que acaso el intelector que frecuenta mi Diario haya ya comenzado a sospechar:
¿desde cuándo nuestro buen Juan Poz se dedica a leer bestsellers? No he leído otros, en mi vida, que los que, por ser
Literatura sin apellidos, han acabado siéndolos, como El nombre de la rosa, Cien
años de soledad o El señor de los anillos, por ejemplo, que no caen,
«exactamente», bajo dicho marbete, bestsellers,
porque en modo alguno se ajustan a ciertos elementos constructivos y
estilísticos que comparten las obras que
sí caen bajo él con todo derecho, con
toda intención y con toda legitimidad.
No voy a elaborar aquí una
teoría del bestseller ni a realizar
una anatomía forense del género, sobre todo porque no hay quien desconozca sus
leyes ni sus procedimientos connaturales constitutivos. Obras como El médico, Los pilares de la Tierra, Crepúsculo,
El código Da Vinci, etc., lista en la
que no desmerece la que acabo de leer, Shangri-La, se ofrecen a la voracidad de los lectores con
unas características compositivas idénticas, y con una capacidad expresiva que
no plantea ninguna dificultad de traducción a cualquier lengua, traducciones
que se leen con idéntica «facilidad» que la lengua original quienes pueden leer
en ella.
La novela de Julio Murillo
se ofrece al lector como una trama político-policiaca urdida con una pericia y
una eficacia absolutas. Desde la hipótesis verosímil que da pie a la obra, que
Hitler sobrevivió a la derrota del nazismo y se refugió en Sudamérica, y que ha
sido tratada con anterioridad y posterioridad a esta obra, el último Eric
Frattini en ¿Murió Hitler en el búnker?,
hasta los elementos ficticios, pero no menos
verosímiles, de la creación de esa sociedad secreta, al estilo de la masonería,
en cuya organización se inspira -recordemos que para Hitler el mejor modelo de
organización sectaria capaz de infiltrarse en todos los países del mundo era la
Iglesia católica-, la obra de Murillo reconstruye una historia que, aun dentro
de la ficción, plantea dudas razonables sobre su tesis fundamental.
Une sabiamente Murillo dos
realidades relativas al régimen nazi, el misterio de la muerte y desaparición
de Hitler y otra que ya ha sido llevada al cine, como la de los Lebensborn, una
institución para el «cultivo» de ejemplares genéticamente seleccionados de la
raza aria que tuve la oportunidad de conocer en una película excelente: Dos vidas, de George Maas y Judith
Kaufmann, criticada en mi Ojo Cosmológico: https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/search?q=Zwei+Leben
Con una
estructura de novela policiaca, y con la factura estructural de las mismas, es
decir, somera caracterización de los personajes, abundante diálogo y una acción
trepidante, la historia nos relata la peripecia de un superviviente del
exterminio de una expedición científica a la Antártida que descubre un secreto
que «compromete» a demasiada gente y no pocos gobiernos como para que la verdad
pueda ver la luz de modo que todos seamos conscientes de lo que ocurrió y de lo
que está ocurriendo ante nuestras ingenuas narices de personas condicionadas
por las información sesgada y limitada que sobre la realidad nos llega a través
de las fuentes habituales que nos abastecen de noticias. Un biólogo noruego,
una violinista alemana y un periodista inglés de The Guardian son los tres protagonistas básicos de la historia. Si
una virtud destaca sobre todo en el libro, esta es la de la sabiduría estratégica
con que el autor va distribuyendo la información sobre la historia que nos
quiere contar para, por un lado, hacernos leer sin desmayo en busca de esas
explicaciones y, por el otro, encontrarnos con una dosificación milimétrica que
conducirá a un desenlace sobre el que ni insinuar nada me está permitido y que
es uno de sus grandes aciertos. Esta novela exige, como se les ruega a los
espectadores de La ratonera, que se
abstengan sus lectores de hacer la más mínima alusión a ese final. Hecha, así
pues, la pertinente abstracción del
final intocable, cabe destacar una sensación que he tenido constantemente
mientras leía la novela: no leía tanto una novela, cuanto el guion,
acabadísimo, con todo lujo de detalles, de una película que no me costaba nada ir
visualizando capítulo a capítulo, con ese ritmo vertiginoso de los thrillers en
los que, como está mandado, aparecen villanos requetevillanos, perseguidos como
el Dr. Kildare de El fugitivo,
periodistas despiertos y sagaces, mujeres hermosas y misteriosas, como la
violinista alemana, y una caterva de personajes secundarios que no siempre son
quienes nos hacen creer que son, para sorpresa del lector y acicate de su
lectura, aunque se trata de una obra con eslabones tan bien encadenados que
bien puede decirse que podemos recurrir al tópico del mecanismo perfectamente engrasado
que funciona a la perfección y que va provocando en los lectores las sorpresas
-desgraciadamente no llegamos a las emociones por la simplicidad estructural y
utilitaria de los personajes – pertinentes para satisfacer la necesidad de
hechos incontrovertibles que tienen quienes siguen esa peripecia de conjura de
alto nivel político y ningún escrúpulo a la hora de mantener el anonimato de la
misma.
Por su
pasos contados llego, ahora sí, a lo que, a mi leal entender, es un serio
defecto del libro, si bien, quede eso claro,
desde el exclusivo punto de vista de los gustos literarios de este
Artista Desencajado: la plasmación expresiva, narrativa, de esta historia tan
eficazmente inventada -asacada, se dice también- y tan sabiamente estructurada.
Una buena historia, más allá de los hechos encadenados que la tejen, es la suma
de las palabras con que se levanta para el lector; el encadenamiento de frases
de todo tipo que le permiten al lector asentir a lo que va leyendo y disfrutar
con ello. Por supuesto que existen diversos niveles de fruición, y que la
exigencia expresiva está en función de la formación lectora de cada cual, pero
me resisto a creer que un bestseller,
por definición, haya de tener un código expresivo que se base, sobre todo, en
el tópico, esto es, en un repertorio de expresiones con las que los lectores
están hiperfamiliarizados, sea por lecturas de semejante naturaleza, sea por
las películas, por la radio, las series televisivas o por el canal que
aparezcan. Estoy de acuerdo en que establecer contacto con el lector a través
de ese nexo permite ampliar el numero de destinatarios de la obra, porque, como
ya lo vio con tino insuperable Lope, en su Arte
nuevo de hacer comedias: Y escribo
por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron, / porque,
como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto.
Aunque el muy ladino, llenó sus obras de una quintaesenciada agudeza barroca
que nos deja mudos incluso a los que aspiramos a no hablarle en necio para darle gusto… La perspectiva estilística, así
pues, que para muchos se salva con una apelación a la llamada «escritura
transparente», es decir, aquella en la que jamás se demora el lector curioso ni
perturba la atención del lector de los «de corrido», supone un serio hándicap
para el intelector que busca siempre
una exploración del lenguaje en el acto literario, una crítica de los usos
comunes, una refutación del tópico y una audaz invención que permita una
recreación original -dentro de lo posible- de la realidad. No se trata tanto de
llenar una novela de hallazgos como el de Juan Goytisolo para la meada: rubio desdén fluido…, cuanto de no dar
por buenos unos usos manidos hasta la peligrosa despersonalización que implica
su uso: como si el autor en vez de «crear» se limitara a coger del archivo de
esos usos retóricos los cadáveres apolillados que cuelgan de las perchas y a
los que los usuarios de la lengua suelen recurrir en los más informales
contextos. Pongamos algún ejemplo de lo que intento explicar: Los cosieron a balazos, acabaron tan
agujereados como un gruyer de buen tamaño. [Aún no se hacía MasterChef en
2008, pero que el agujereado es el Emmental y no el Gruyère ya viene de lejos,
¿no?] El autor, amante de los westerns,
de los thrillers y de cierto lenguaje
sancionado por el mundo cinematográfico, en el que el alcohol ocupa un lugar
destacadísimo, no lo duda, a la hora de recrear un tipo de lenguaje que, sin
embargo, al menos para este Artista Desencajado, que ha leído «de todo», desde
Zane Grey hasta Corín Tellado, también está ligado a una literatura de consumo,
de quiosco, lo que los usamericanos llaman la Pulp fiction -por ese áspero papel amarillento tan propio de esas
ediciones- y que, hace milenios, incluso tenía comercios dedicados a la
compraventa y alquiler de obras de dicho género. Así, expresiones como: Se juró celebrarlo por todo lo alto, vaciando
una botella entera en tres tragos o Deseo
morirme fumando y bebiendo whisky, amigo mío o Repararemos las viejas piraguas, barnizaremos el porche y escucharemos
cada noche a Neil Young con una botella de tu maldito bourbon hasta llorar y
caer derrumbados o Siempre me siento
cerca del bar. Si hay que estrellarse, lo mejor es tener un whisky gran reserva
a mano -ironizó son expresiones que
parecen parodiar otras semejantes, más oídas en las películas que leídas en el
papel. Lo mismo podríamos decir de ciertas expresiones, digamos
«desgarradas», en labios de personajes también más propios de las películas que
de la literatura: -¡Esos bastardos del
Chelsea nos han encajado dos! (En la que, por cierto, se dice, por evitar
esta vez lo manido, «metido», justo lo contrario de lo que intuyo que se quiere
decir: «nos han encajado dos» significa que les han metido dos al Chelsea y, en
consecuencia que les han ganado el partido; «nos han metido dos» significa que
el Chelsea les ha ganado por dos goles a cero). -Adiós, maldito cerdo -musitó Rainer pisando el acelerador o Es hora
de ir al infierno. Y tú me vas a enseñar el camino. Adiós, Günter Baum, o -Escucha cabrón, no intentes reírte de mí.
No he disparado en mi vida, pero a esta distancia te juro que te llenaré la
boca de balas, o, finalmente: -Estás muerto, Eilert. Lo sabes. Eres un
cadáver putrefacto. Un puto zombi -masculló Bum con expresión asqueada. Se
trata, como se advierte, de usos de escasa invención, pero de muy extendido
dominio por parte de los posibles lectores de los bestsellers, y no me cabe duda de que el autor es consciente de esa
«comunión» justa y necesaria con su audiencia: comparte con ella un código que
esta aprecia no solo porque lo conoce y lo domina, sino porque, llegado el
caso, incluso lo contextualiza con algún referente propio de esas otras artes
que se mueven en la órbita del bestseller:
las películas populares, los videojuegos e incluso las series de televisión.
A este
Artista Desencajado, ya digo, le cuesta una penosa subida al Everest en
chanclas -¡me consta que ya ha habido algún intento…!- asentir a usos lingüísticos
que, a su manera, corroboran aquella célebre afirmación de Valéry en Tel Quel,
según la cual jamás escribiría una frase como La marquesa saló a las cinco de la tarde… y que, curiosamente,
escogió Julio Cortázar para iniciar su primera novela: Los premios, cuyo epígrafe, de Dostoievski, curiosamente, dice lo
siguiente, muy instructivo para el caso de esta recensión que me ocupa: ¿Qué hace un autor con la gente vulgar, cómo
ponerla ante sus lectores y cómo hacerla interesante? Es imposible dejarla
siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la
llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se
pierde toda probabilidad de verdad. Ese repelús que le producía a Valéry
cierta escritura es el que a un lector con cierta experiencia le impide
disfrutar con un estilo plagado de coloquialismos y usos tópicos cuya
reiteración ad infinitum se
convierten en una sensación de agobio excesivo, insisto, para ciertas
sensibilidades que no necesariamente han de llegar a la predilección por
soluciones barrocas como la reseñada de Juan Goytisolo en su barroca novela Reivindicación del conde don Julián.
Quiero
dejar muy claro, eso sí, que, dejando de lado la particular y arbitraria
sensibilidad lingüística de quien esto escribe, en una novela de 540 páginas,
todos estos usos, algunos de los cuales enumeraré para acabar, en modo alguno impiden una lectura ágil,
continuada y enfocada con total eficacia al objetivo máximo de la novela:
seguir la senda del descubrimiento de un secreto al que vamos accediendo por su
pasos estratégicamente contados y sabiamente, desde el punto de visto
estructural, dados. Entiendo que esta es la diferencia entre aquellos dos
escritores que describía al principio: someter a crítica o aceptar una
constelación de expresiones comunes que nos han llegado mediante vías de
transmisión de muy diferente naturaleza: la conversación, la propia literatura,
el cine, la radio, la televisión, etc.
Me
refiero, creo que todos los intelectores
ya lo han entendido, a expresiones como las siguientes: Le dieron carpetazo al tema a toda prisa; Permanecía sentada con cara de circunstancias; A pesar de que pintaba canas (Puede que se trate de una errata:
«pintaba» por «peinaba»…); Te ruego que
guardes absoluto silencio. Silencio sepulcral; Ahogando una risilla de hiena; Rezongó
Simon Darden entre dientes (olvidando que lo propio de «rezongar» es
hacerlo, en efecto, «entre dientes»); Poner
a buen recaudo; Me muero de ganas por
invitarte a cenar; El corazón le dio
un vuelco; Blanco como el papel de
fumar; En su fuero interno estaba
resuelto a despejar la incógnita; La
mayoría creyó a pies juntillas; A la
hora de atar cabos; Eichel seguía
husmeando por la sala como un sabueso en busca de algún rastro; Estoy en ascuas; A los pocos segundos les iba a la zaga, pisándoles los talones; En esta
jungla solo impera la ley del talión; El
corazón me dio un vuelco; En un
titánico esfuerzo; Por ti hubiera puesto mis manos en el fuego
(donde el plural de la expresión coloquial actúa como hipérbole).
Se trata, como se advierte, de usos muy
coloquiales y propios de un registro que, llevado a la escritura de un bestseller busca reforzar, como ya he
dicho, la comunión con los lectores: una suerte de contrato implícito: yo no te voy a complicar la vida
estilísticamente, y, además, te garantizo -¡y eso el autor lo cumple a
rajatabla, doy fe!- que vas a pasar un ratazo (¡540 páginas!) en el que no vas a poder
dejar de leer hasta que sepas qué ocurrió exactamente a estos personajes que yo
voy a animar para ti en una aventura que te mantendrá imantado a las páginas
del libro hasta que llegues a su apoteósico final.
Y cuando hay un contrato por medio, y este se cumple como
estipulan las leyes, ¿quién puede llamarse a engaño? Julio Murillo cumple
sobradamente su promesa y el lector recibe lo estipulado: una novela de la que
no va a poder levantar los ojos para no «perder ripio» de una trama que seguirá
«como alma que lleva el diablo: azogada».
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