sábado, 6 de abril de 2019

Un aprendiz de barroco lee un magnífico «bestseller»: «Shangri-La» , de Julio Murillo o leer a galope tendido…



El bestseller como peregrino y paradójico arte-facto o las enseñanzas que un intelector, habituado a los textos en las antípodas de aquellos, extrae de una lectura minuciosa, entretenida, divertida…

Hace algo más de cuarenta años leí en el suplemento de Libros -¡ni siquiera se llamaba Babelia aún!- de El País un cuento cuyo autor no recuerdo si era Ítalo Calvino o Umberto Eco, o, ¡en el peor de los casos!, ni uno ni otro. Seguro que algún intelector con una memoria digna de su propio nombre me lo soplará/suplirá de aquí a poco. El cuento describía una situación muy curiosa: dos escritores, uno de bestsellers y el otro de novela intelectual -llamémosla así, para entendernos, tipo La montaña mágica o El hombre sin atributos- contemplaban, desde sus casas próximas, a una atractiva mujer que, en una casa equidistante de las de ambos, leía con verdadera devoción un libro. Ambos escritores reflexionaban sobre cuál sería el libro al que esa mujer dedicaba aquella auténtica voracidad lectora. El escritor «intelectual» se repetía una y mil veces que indudablemente estaba leyendo un libro de los de su vecino, porque esos «infames bestsellers», si tenían alguna virtud, era la de atrapar a los lectores y exigirles una lectura «a uña de caballo» que casi no te deja ni vivir, si descuidas tu atención de esas tramas magnéticas que poco menos que te exigen vivir para la lectura, más que leer para vivir, y que te obligan a desayunar leyendo, a viajar leyendo, a comer leyendo, a tomarte un tentempié leyendo y a acabar el día en la cama sin dejar de leer… El escritor «intelectual» sabía que eso no podría pasar jamás con sus obras, que más suponían un reto lleno de dificultades para los lectores que una autopista por la que discurrir únicamente pendiente del acelerador… Definitivamente, esa mujer había escogido el camino de la legítima satisfacción lectora y no podía reprochárselo. Y estaría deseando que el autor de bestsellers se lo dedicase para presumir de ello ante sus amigas, porque, poco a poco, la lectura, como esa vecina lo demostraba, se estaba convirtiendo en una actividad casi exclusivamente femenina. A él le estaba vedado semejante logro. Se empeñaba en complicarse la vida y complicársela a los lectores y así no había manera de llegar al público amplio al que el bestsellerista llegaba como estaba llegando a esa vecina lectora: hasta el corazón de la pasión lectora. El escritor de bestsellers, por su parte, se decía que lo que esa mujer estaba leyendo, tan abstraída, tan concentrada, con esa gesto grave en el ceño fruncido, no podía en modo alguno ser una obra suya, tan ligera, tan superficial, escrita con tan escasa preocupación por «lo trascendente» y con un etilo que difería, diametralmente, de esas exquisiteces estilísticas que su vecino dominaba como nadie y que tanta reputación académica y crítica le había deparado. Seguro que la vecina se hallaba inmersa en una trama en la que complejas psicologías desplegaban ante ella profundos problemas de orden moral, social o político, y todo ello, volvía a repetirse, con una de esas prosas de las que siempre se dice que se caracterizan por ser «una voz propia e inconfundible», algo que jamás dirán de la suya propia, tan despreciada por «los que saben» y «pueden», porque el poder literario lo ejercen «popes» que ignoran, cuando no desprecian, artefactos literarios como los suyos, que hechizan, sin embargo, a una legión de lectores que nunca se acercarán a los libros de su vecino. La vecina, sin embargo, no había más que verla, seguro que había escogido uno de esos libros que te obligan a detenerte cada dos por tres en la lectura para meditar sobre la trascendencia de lo leído: sí, esa novela «intelectual», también apasionante a su manera, te invitaba a ir más allá de ella, mientras que las suyas, las del bestsellerista, te invitaban a quedarte en ella  y a engolfarte en ella completamente, sin posibilidad de levantar ni la vista ni el espíritu hacia ese otro más allá al que invitaban las obras del vecino.  Y ahí se acaba mi recuerdo del cuento…, lamentablemente, porque ni siquiera recuerdo cuál era el desenlace.
         Con mimo de amigo, con paciencia de escriba y con férrea voluntad de intelector confirmado en este Diario desde hace muchos años… he leído de la primera  a la última página de Shangri-La. La cruz bajo la Antártida, ¡540 páginas!, de Julio Murillo, obra que fue galardonada con el Premio de novela histórica Alfonso X El Sabio, en 2008. Lo bueno de la novela histórica es que, mucho más que otras, sabe mantenerse siempre «de actualidad», y, leída hoy, la novela no ha perdido ni un ápice de su interés intrínseco. Me apresuro a confirmar lo que acaso el intelector que frecuenta mi Diario haya ya comenzado a sospechar: ¿desde cuándo nuestro buen Juan Poz se dedica a leer bestsellers? No he leído otros, en mi vida, que los que, por ser Literatura sin apellidos, han acabado siéndolos, como El nombre de la rosa, Cien años de soledad o El señor de los anillos, por ejemplo, que no caen, «exactamente», bajo dicho marbete, bestsellers, porque en modo alguno se ajustan a ciertos elementos constructivos y estilísticos que  comparten las obras que sí caen bajo él con todo derecho,  con toda intención y con toda legitimidad.
No voy a elaborar aquí una teoría del bestseller ni a realizar una anatomía forense del género, sobre todo porque no hay quien desconozca sus leyes ni sus procedimientos connaturales constitutivos. Obras como El médico, Los pilares de la Tierra, Crepúsculo, El código Da Vinci, etc., lista en la que no desmerece la que acabo de leer, Shangri-La,  se ofrecen a la voracidad de los lectores con unas características compositivas idénticas, y con una capacidad expresiva que no plantea ninguna dificultad de traducción a cualquier lengua, traducciones que se leen con idéntica «facilidad» que la lengua original quienes pueden leer en ella.
La novela de Julio Murillo se ofrece al lector como una trama político-policiaca urdida con una pericia y una eficacia absolutas. Desde la hipótesis verosímil que da pie a la obra, que Hitler sobrevivió a la derrota del nazismo y se refugió en Sudamérica, y que ha sido tratada con anterioridad y posterioridad a esta obra, el último Eric Frattini en ¿Murió Hitler en el búnker?,
hasta los elementos ficticios, pero no menos verosímiles, de la creación de esa sociedad secreta, al estilo de la masonería, en cuya organización se inspira -recordemos que para Hitler el mejor modelo de organización sectaria capaz de infiltrarse en todos los países del mundo era la Iglesia católica-, la obra de Murillo reconstruye una historia que, aun dentro de la ficción, plantea dudas razonables sobre su tesis fundamental.
Une sabiamente Murillo dos realidades relativas al régimen nazi, el misterio de la muerte y desaparición de Hitler y otra que ya ha sido llevada al cine, como la de los Lebensborn, una institución para el «cultivo» de ejemplares genéticamente seleccionados de la raza aria que tuve la oportunidad de conocer en una película excelente: Dos vidas, de George Maas y Judith Kaufmann, criticada en mi Ojo Cosmológico: https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/search?q=Zwei+Leben
         Con una estructura de novela policiaca, y con la factura estructural de las mismas, es decir, somera caracterización de los personajes, abundante diálogo y una acción trepidante, la historia nos relata la peripecia de un superviviente del exterminio de una expedición científica a la Antártida que descubre un secreto que «compromete» a demasiada gente y no pocos gobiernos como para que la verdad pueda ver la luz de modo que todos seamos conscientes de lo que ocurrió y de lo que está ocurriendo ante nuestras ingenuas narices de personas condicionadas por las información sesgada y limitada que sobre la realidad nos llega a través de las fuentes habituales que nos abastecen de noticias. Un biólogo noruego, una violinista alemana y un periodista inglés de The Guardian son los tres protagonistas básicos de la historia. Si una virtud destaca sobre todo en el libro, esta es la de la sabiduría estratégica con que el autor va distribuyendo la información sobre la historia que nos quiere contar para, por un lado, hacernos leer sin desmayo en busca de esas explicaciones y, por el otro, encontrarnos con una dosificación milimétrica que conducirá a un desenlace sobre el que ni insinuar nada me está permitido y que es uno de sus grandes aciertos. Esta novela exige, como se les ruega a los espectadores de La ratonera, que se abstengan sus lectores de hacer la más mínima alusión a ese final. Hecha, así pues,  la pertinente abstracción del final intocable, cabe destacar una sensación que he tenido constantemente mientras leía la novela: no leía tanto una novela, cuanto el guion, acabadísimo, con todo lujo de detalles, de una película que no me costaba nada ir visualizando capítulo a capítulo, con ese ritmo vertiginoso de los thrillers en los que, como está mandado, aparecen villanos requetevillanos, perseguidos como el Dr. Kildare de El fugitivo, periodistas despiertos y sagaces, mujeres hermosas y misteriosas, como la violinista alemana, y una caterva de personajes secundarios que no siempre son quienes nos hacen creer que son, para sorpresa del lector y acicate de su lectura, aunque se trata de una obra con eslabones tan bien encadenados que bien puede decirse que podemos recurrir al tópico del mecanismo perfectamente engrasado que funciona a la perfección y que va provocando en los lectores las sorpresas -desgraciadamente no llegamos a las emociones por la simplicidad estructural y utilitaria de los personajes – pertinentes para satisfacer la necesidad de hechos incontrovertibles que tienen quienes siguen esa peripecia de conjura de alto nivel político y ningún escrúpulo a la hora de mantener el anonimato de la misma.
         Por su pasos contados llego, ahora sí, a lo que, a mi leal entender, es un serio defecto del libro, si bien, quede eso claro,  desde el exclusivo punto de vista de los gustos literarios de este Artista Desencajado: la plasmación expresiva, narrativa, de esta historia tan eficazmente inventada -asacada, se dice también- y tan sabiamente estructurada. Una buena historia, más allá de los hechos encadenados que la tejen, es la suma de las palabras con que se levanta para el lector; el encadenamiento de frases de todo tipo que le permiten al lector asentir a lo que va leyendo y disfrutar con ello. Por supuesto que existen diversos niveles de fruición, y que la exigencia expresiva está en función de la formación lectora de cada cual, pero me resisto a creer que un bestseller, por definición, haya de tener un código expresivo que se base, sobre todo, en el tópico, esto es, en un repertorio de expresiones con las que los lectores están hiperfamiliarizados, sea por lecturas de semejante naturaleza, sea por las películas, por la radio, las series televisivas o por el canal que aparezcan. Estoy de acuerdo en que establecer contacto con el lector a través de ese nexo permite ampliar el numero de destinatarios de la obra, porque, como ya lo vio con tino insuperable Lope, en su Arte nuevo de hacer comedias: Y escribo por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron, / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto. Aunque el muy ladino, llenó sus obras de una quintaesenciada agudeza barroca que nos deja mudos incluso a los que aspiramos a no hablarle en necio para darle gusto… La perspectiva estilística, así pues, que para muchos se salva con una apelación a la llamada «escritura transparente», es decir, aquella en la que jamás se demora el lector curioso ni perturba la atención del lector de los «de corrido», supone un serio hándicap para el intelector que busca siempre una exploración del lenguaje en el acto literario, una crítica de los usos comunes, una refutación del tópico y una audaz invención que permita una recreación original -dentro de lo posible- de la realidad. No se trata tanto de llenar una novela de hallazgos como el de Juan Goytisolo para la meada: rubio desdén fluido…, cuanto de no dar por buenos unos usos manidos hasta la peligrosa despersonalización que implica su uso: como si el autor en vez de «crear» se limitara a coger del archivo de esos usos retóricos los cadáveres apolillados que cuelgan de las perchas y a los que los usuarios de la lengua suelen recurrir en los más informales contextos. Pongamos algún ejemplo de lo que intento explicar: Los cosieron a balazos, acabaron tan agujereados como un gruyer de buen tamaño. [Aún no se hacía MasterChef en 2008, pero que el agujereado es el Emmental y no el Gruyère ya viene de lejos, ¿no?] El autor, amante de los westerns, de los thrillers y de cierto lenguaje sancionado por el mundo cinematográfico, en el que el alcohol ocupa un lugar destacadísimo, no lo duda, a la hora de recrear un tipo de lenguaje que, sin embargo, al menos para este Artista Desencajado, que ha leído «de todo», desde Zane Grey hasta Corín Tellado, también está ligado a una literatura de consumo, de quiosco, lo que los usamericanos llaman la Pulp fiction -por ese áspero papel amarillento tan propio de esas ediciones- y que, hace milenios, incluso tenía comercios dedicados a la compraventa y alquiler de obras de dicho género. Así, expresiones como: Se juró celebrarlo por todo lo alto, vaciando una botella entera en tres tragos o Deseo morirme fumando y bebiendo whisky, amigo mío o Repararemos las viejas piraguas, barnizaremos el porche y escucharemos cada noche a Neil Young con una botella de tu maldito bourbon hasta llorar y caer derrumbados o Siempre me siento cerca del bar. Si hay que estrellarse, lo mejor es tener un whisky gran reserva a mano -ironizó  son expresiones que parecen parodiar otras semejantes, más oídas en las películas que leídas en el papel. Lo mismo podríamos decir de ciertas expresiones, digamos «desgarradas», en labios de personajes también más propios de las películas que de la literatura: -¡Esos bastardos del Chelsea nos han encajado dos! (En la que, por cierto, se dice, por evitar esta vez lo manido, «metido», justo lo contrario de lo que intuyo que se quiere decir: «nos han encajado dos» significa que les han metido dos al Chelsea y, en consecuencia que les han ganado el partido; «nos han metido dos» significa que el Chelsea les ha ganado por dos goles a cero). -Adiós, maldito cerdo -musitó Rainer pisando el acelerador o  Es hora de ir al infierno. Y tú me vas a enseñar el camino. Adiós, Günter Baum, o -Escucha cabrón, no intentes reírte de mí. No he disparado en mi vida, pero a esta distancia te juro que te llenaré la boca de balas,  o, finalmente: -Estás muerto, Eilert. Lo sabes. Eres un cadáver putrefacto. Un puto zombi -masculló Bum con expresión asqueada. Se trata, como se advierte, de usos de escasa invención, pero de muy extendido dominio por parte de los posibles lectores de los bestsellers, y no me cabe duda de que el autor es consciente de esa «comunión» justa y necesaria con su audiencia: comparte con ella un código que esta aprecia no solo porque lo conoce y lo domina, sino porque, llegado el caso, incluso lo contextualiza con algún referente propio de esas otras artes que se mueven en la órbita del bestseller: las películas populares, los videojuegos e incluso las series de televisión.
A este Artista Desencajado, ya digo, le cuesta una penosa subida al Everest en chanclas -¡me consta que ya ha habido algún intento…!- asentir a usos lingüísticos que, a su manera, corroboran aquella célebre afirmación de Valéry en Tel Quel, según la cual jamás escribiría una frase como La marquesa saló a las cinco de la tarde… y que, curiosamente, escogió Julio Cortázar para iniciar su primera novela: Los premios, cuyo epígrafe, de Dostoievski, curiosamente, dice lo siguiente, muy instructivo para el caso de esta recensión que me ocupa: ¿Qué hace un autor con la gente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo hacerla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad. Ese repelús que le producía a Valéry cierta escritura es el que a un lector con cierta experiencia le impide disfrutar con un estilo plagado de coloquialismos y usos tópicos cuya reiteración ad infinitum se convierten en una sensación de agobio excesivo, insisto, para ciertas sensibilidades que no necesariamente han de llegar a la predilección por soluciones barrocas como la reseñada de Juan Goytisolo en su barroca novela Reivindicación del conde don Julián.
Quiero dejar muy claro, eso sí, que, dejando de lado la particular y arbitraria sensibilidad lingüística de quien esto escribe, en una novela de 540 páginas, todos estos usos, algunos de los cuales enumeraré para acabar,  en modo alguno impiden una lectura ágil, continuada y enfocada con total eficacia al objetivo máximo de la novela: seguir la senda del descubrimiento de un secreto al que vamos accediendo por su pasos estratégicamente contados y sabiamente, desde el punto de visto estructural, dados. Entiendo que esta es la diferencia entre aquellos dos escritores que describía al principio: someter a crítica o aceptar una constelación de expresiones comunes que nos han llegado mediante vías de transmisión de muy diferente naturaleza: la conversación, la propia literatura, el cine, la radio, la televisión, etc.
Me refiero, creo que todos los intelectores ya lo han entendido, a expresiones como las siguientes: Le dieron carpetazo al tema a toda prisa; Permanecía sentada con cara de circunstancias; A pesar de que pintaba canas (Puede que se trate de una errata: «pintaba» por «peinaba»…); Te ruego que guardes absoluto silencio. Silencio sepulcral; Ahogando una risilla de hiena; Rezongó Simon Darden entre dientes (olvidando que lo propio de «rezongar» es hacerlo, en efecto, «entre dientes»); Poner a buen recaudo; Me muero de ganas por invitarte a cenar; El corazón le dio un vuelco; Blanco como el papel de fumar; En su fuero interno estaba resuelto a despejar la incógnita; La mayoría creyó a pies juntillas; A la hora de atar cabos; Eichel seguía husmeando por la sala como un sabueso en busca de algún rastro; Estoy en ascuas; A los pocos segundos les iba a la zaga, pisándoles los talones;  En esta jungla solo impera la ley del talión; El corazón me dio un vuelco; En un titánico esfuerzo;  Por ti hubiera puesto mis manos en el fuego (donde el plural de la expresión coloquial actúa como hipérbole).
 Se trata, como se advierte, de usos muy coloquiales y propios de un registro que, llevado a la escritura de un bestseller busca reforzar, como ya he dicho, la comunión con los lectores: una suerte de contrato implícito: yo no te voy a complicar la vida estilísticamente, y, además, te garantizo -¡y eso el autor lo cumple a rajatabla, doy fe!-  que vas a pasar un ratazo (¡540 páginas!) en el que no vas a poder dejar de leer hasta que sepas qué ocurrió exactamente a estos personajes que yo voy a animar para ti en una aventura que te mantendrá imantado a las páginas del libro hasta que llegues a su apoteósico final.
         Y cuando hay un contrato por medio, y este se cumple como estipulan las leyes, ¿quién puede llamarse a engaño? Julio Murillo cumple sobradamente su promesa y el lector recibe lo estipulado: una novela de la que no va a poder levantar los ojos para no «perder ripio» de una trama que seguirá «como alma que lleva el diablo: azogada».  

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