El
ocaso de las adversativas.
No
te quieres poner estupendo, pero de un tiempo a esta parte insomne de la
desolación sientes, como un animal desvalido, su acecho criminal selectivo. Es
el cuerpo, no la sombra; son los ojos vivos de las cuencas vacías. Y tú eres la
presa fugitiva. Cada movimiento tiene la forma sombría del gesto último y
definitivo, cuajado. Y te sorprendes en la alta noche del conticinio oyendo,
atento, el estrépito de tu respiración, el grave gong de tu hálito como un
velero que navegara en el aliento creciente de las galaxias: una vaharada de
ventisca cavernosa, como si rodaras sobre la arena movilizada de los desiertos
ignotos de planetas sin atmosfera. Abres las páginas del libro, escogido, como
todos, sin otro motivo que el de la lluvia de dones que intuyes en sus páginas
sonoras, y súbitamente crece en tu desasosiego la estampa ominosa de la línea
marcada donde se cegarán tus ojos con el lacre de la última carta
indescifrable. Otros quieren más luz en el mágico instante; alguno recuerda que
aún debe un gallo a otro, y a los más, si no lo escriben, como yo ahora, se les
queda en la garganta el silencio congelado de la despedida inaudita.
No
te quieres poner estupendo, pero llevas un tiempo muy atento a la
desconcertante coreografía de las sombras, aunque no oyes el cauteloso compás
de ningún réquiem, sino, como mucho, la suciedad del rumor estático que te
ensordece como si se te llenaran los oídos de crepitante espuma salada. No lo
dudas: nunca estás más solo que en la quinta hora de la madrugada, de rodillas
en el lóbrego albero de la noche para recibir con una larga subordinación
cambiada a la bicorne que temes con el respeto telúrico a la única contrincante
a la que respetas y a la que desafías, por más que vuestro duelo lo tenga todo
de rito sólito y tablas precarias.
Estupendo
o alucinado, el huelgo del acecho y el husmo de las postrimerías se te suben a
los hombros del gigante nocturno que extiende las alas de su escritura con afán
de barbacana y temor de civilización quebrantada, y te sientes frágil como
cualquier víctima del azar, porque velas, pero no sabes la hora, porque
navegas, pero el viento helado no hincha las velas y trazas círculos alrededor
del espanto, esperando, ¡qué humor!, el golpe de gracia del corazón detenido en
la más absurda línea imaginable, la que nada revela, la que nada explica: una oración
simple, acaso, cuya arquitectura de choza te sorprende y aun te avergüenza. Deberías
leer, en estos tiempos de asechanza y asedio, solo la poesía que nutre y sacia,
los ritmos donde te has mecido siempre como en el paraíso placentario; anclado
al turbión sanguíneo del cordón umbilical, cuando no podías soportar la hórrida
extrañeza de ver el mundo con otros ojos y de vivirlo prisionero en otro
cuerpo.
No
te quieres poner estupendo, pero ves en cada segundo de cada minuto de cada
hora de cada día de cada año una cadena que arrastras por el laberinto de tu insomnio
como el centinela que aguarda el albor como el prisionero cuitado del romance
que no sabe cuándo es de día pero sí cuándo las noches son un son de sienes
estremecidas y un corazón palpitante bajo las tablas del ataúd de luz discreta
y vagidos espectrales.
¿Tiemblas?
Templas, desde el
tercio, y preparas, con mimos de femeninos pasos japoneses, el encuentro más
natural con la flecha mortal del arco de la vida.

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