jueves, 14 de agosto de 2014

Ante la madre: La íntima carta pública de Georges Simenon.


Carta a mi madre: George ante Henriette; Simenon vs. Brüll.





                Creo haber escrito hace tiempo que tengo la sana costumbre de leer un Simenon cada verano, o dos o hasta tres. Este verano, por fin, me he llevado a tierras almerienses -¡espectacular Jardín Botánico del parque natural de la Sierra de María!– un libro que, por razones autobiográficas, había ido posponiendo: Carta a mi madre. A nadie se le escapa que las relaciones de uno, cuando está tocado por la sana codicia de la autonomía e independencia personales, con la madre del mismo uno son lo que podríamos llamar con suave eufemismo que lo descubre todo: «materia delicada». No hay, como es obvio, relaciones madre-hijo estandarizadas y, por consiguiente, cada caso es tan singular como repetidos puedan ser los sentimientos o las circunstancias vividos. Con todo, que levanten la mano acobardada aquellos que no comulguen con la primera confesión epistolar de Simenon: Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos. Los intelectores han de saber cuanto antes que su madre, Henriette Brüll, nunca leyó la frase que acabo de citar, pórtico aterrador de la epístola. Simenon necesitó dejar pasar tres largos años, tras la muerte, a los 91, de su madre, para escribirle esta carta llena, sobre todo, de perplejidad, de un gélido desamor y de una infinita compasión por ese ser que vivió básicamente para sí, para asegurarse su propio futuro mediante sus propias artes «empecinatorias», rechazando cualquier ayuda, incluso la de su hijo rico y famoso.
                Con madres tan longevas, cartas como la presente la escriben ya seres relativamente envejecidos, como los 73 de Simenon cuando la redactó, quien repara en que cuando madre e hijo se ven y tan poco se dicen están, en realidad, dos viejos frente a frente, lo cual añade una dimensión estremecedora a la relación. Simenon en modo alguno busca ajustar cuenta ninguna con su madre, sino, antes al contrario, dirigirse a ella, cálidamente, para, sin dejar de constatar el terrible desapego materno (-¡Qué pena, Georges, que fuera Christian el que muriese… Era tan tierno y cariñoso! Christian era el hermano pequeño de Georges, hitleriano confeso, que murió en 1947 en la guerra de Indochina, y no solo fue el preferido de la madre, sino también del padre) intentar comprenderla hasta donde le fuera posible, pues no ignoraba la tendencia innata de su madre hacia el desequilibrio nervioso. 
            De hecho, uno de los recuerdos traumáticos de la infancia de Simenon fue observar la llegada de los loqueros en tílburi para llevarse a la hermana de su madre, pues él siempre vivió con la angustia de que algún día vinieran a llevársela  a ella también. Como Simenon dejó pronto el hogar, a los 19 años, el hijo constata que su encuentro último con su madre es el de dos extraños que apenas tienen nada que decirse: ¿Por qué has venido, Georges?, le espeta Henriette nada más recibirlo en su habitación de la clínica. A partir de ese planteamiento inicial, todo el afán de Simenon parece consistir en esclarecer el misterio de su madre, como si de una de sus novelas se tratase –Las memorias de Maigret, tan unamuniana, por cierto, es una lectura imprescindible del autor, como…, en fin, que cuesta mucho destacar entre tanto destacable como de él he leído… –. 
            A Simenon  le sorprendió saber, por terceros, que su madre estaba orgullosa del retrato que de ella había hecho en su novela Pedigree, no demasiado favorable. Pero a ella la llenó de orgullo y se lo enseñaba a familiares, amistades y conocidos con el alborozo de quien enseña el más preciado de los tesoros. Esa sensación de no entender cómo es posible que seas hijo de quien lo eres, como si te asaltara la peregrina idea de haber sido fruto de un desliz marital o de haber sido adoptado es la extrañeza con que tan bien expresa Simenon su sentimiento cuando repite lo que parece casi como un leit motiv de la epístola: estamos, en tu habitación del hospital, como dos extraños que no hablan la misma lengua –por lo demás, hablamos poco– y desconfían el uno del otro. Esa expresión casi coloquial y tópica, la de dos extraños que hablan diferente lengua, resulta en su caso una realidad empírica, porque la madre es flamencoparlante, de origen holandés, mientras que el padre es galoparlante, y cuando la madre cedía a uno de sus muy frecuentes arrebatos nerviosos o se encolerizaba con su hijo por cualquier travesura de este, estallaba su airada desesperación en una lengua, el flamenco, de la que el hijo no entendía ni jota. 
            A pesar de que la ingratitud de su madre le dolió mucho, pues un día que aceptó, finalmente, una de sus invitaciones para pasar una temporada con él, se presentó, para devolvérselo, con todo el dinero que Simenon había estado enviándole durante años para hacerle la vida, siquiera materialmente, más cómoda; a pesar de esos desengaños, digo, el retrato que traza el novelista en su carta es el de una mujer con una determinación vital a cuyo fin subordinó siempre su vida: tener una pensión, es decir, una seguridad económica en la vejez, y mantenerse fiel a su origen social: la hija número 13 de una familia en la que, cuando ello cumplió 5 años, el padre murió arruinado, dejándolos en una más que precaria situación. 
            Desde ese mismo momento, como constata Simenon, se desarrolló en su madre un poderosísimo instinto de supervivencia al cual subordinó su vida familiar, como cuando, para disgusto de su hijo, decidió alquilar habitaciones a huéspedes, con lo que su casa era un constante trasiego de personas desconocidas para quienes su madre observaba la más esmerada cortesía, a diferencia de los crispados estallidos nerviosos con que a veces regalaba a su marido y a sus hijos. A Simenon, famoso y acaudalado desde una edad relativamente temprana, siempre le resultó incomprensible la decidida voluntad de su madre de no aceptar nada que proviniera de él y el empeño más que decidido en querer mantenerse siempre fiel a su posición social humilde de persona que ha conseguido lo poco que tiene con ímprobos esfuerzos y aspira a vivir y morir sin deber nada a nadie, manteniendo una feroz independencia. En el fondo, Simenon admira esa tenacidad galdosiana de su madre: Tu casa no era una casa cualquiera: era un símbolo. El símbolo del éxito final de la hija menor de la Rué Féronstreé, el símbolo también del resultado de tu voluntad. De ahí que la única pregunta que le formula su madre desde el lecho de la agonía sea: ¿Qué vas a hacer con la casa, Georges?
            Creo que, en el fondo, la extrañeza que siente Simenon ante su madre es la que, en mayor o menor medida, sentimos todos cuando, más allá del papel que han jugado en nuestras vidas, nos preguntamos quiénes son, cómo piensan, cómo sienten y si, en ese otro fondo tenebroso de la sinceridad, se atreverán a decirnos alguna vez la verdad sobre cómo nos ven, porque es probable que les cause pavor hallar una correspondencia en la visión que tengamos nosotros de ellas. 
            Hay mucha mística barata en torno a la maternidad y a la filialidad (o hijodumbría), y no pocos malentendidos que el psicoanálisis ha intentado resolver sin mucho éxito, porque los tabúes sociales pesan como un buey en la lengua, que dice el proverbio griego. Madres e hijos y madres e hijas se atormentan con clichés de relaciones que no resisten la prueba de la verdad. Por ello es admirable esta Carta a mi madre de Georges Simenon, porque parte de un realidad incontestable: no ha habido ni amor recíproco ni intimidad compartida, y, a partir de ahí, la honestidad y la objetividad con que el hijo no amado indaga sobre la vida de la madre para intentar llegar a conocerla son un ejemplo para todos aquellos que seamos capaces de encabezar la carta a la madre con una constatación como la que encabeza estas líneas. ¡Ánimo, valientes!


6 comentarios:

  1. Estimado Juan:

    Fuerte es la cautela de saberme en la tarea de bajar a la bodega de los comentarios tras el fatídico fiasco (no deseo hurgar en la llaga) que la ha desfondado, pero me siento conminado a sumar alguna nota suelta a los acordes críticos (y sutilmente autocríticos) a los que da urdimbre de literatura tu ensayo, además de animarte por escrito, no hay mejor modo, a compensar el vacío dejado por esa negligencia que, en todo caso, sirve como testimonio de lo arduo que resulta desfacer entuertos por virtuales que estos sean.

    Hace años definí madre en mi batalladero como la «mujer violada desde dentro por su hijo». Hacia esa violación, sin saberlo o no, sospecho que nuestras madres nos reservan sentimientos ambivalentes durante toda su existencia, sentimientos de los que algunas se avergüenzan dando lugar a otras emociones, sin duda más nocivas e imperceptibles en muchas ocasiones para el hijo, que habrá de crecer marcado por la debilidad del ser que lo alumbró y las reacciones que la misma suscita al llegar a la madurez.

    En nuestra cultura, el egoísmo de los hijos se hace patente hasta la más ominosa torpeza, en cambio, el de las madres, tantas veces trufado de abnegación, ¿quién lo ha dilucidado sin verse ensombrecido con la conciencia de cometer una infracción contra la pauta moral adaptada al oscuro trasiego de las inercias familiares? Y ¿quién no se experimenta disminuido en compañía de su madre, incluso si se trata de una mujer rematadamente benigna hacia los suyos? Ni siquiera el refranero abunda en este aspecto de la cuestión, y a veces pienso, también contra mí mismo, que el verdadero nacimiento comienza cuando la madre fallece, algo terrible desde cualquier óptica que se contemple...

    Te felicito por el parto léxico de la hijodumbría, es muy elocuente.

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    1. Gracias, David, por inaugurar este huerto de ánimos sazonados por los que me paseo como una diva por el proscenio en el ir y venir constante de La Traviata, porque incluso las críticas feroces, y aun las faltonas, me insuflan ardores grafómanos... Me complace cumplir contigo, el primero, mi compromiso de respuesta, a pesar de lo dado que soy al silencio y, desde ahora, al cultivo egoísta del tiempo, que la de la guadaña asoma su túnica por lontananza, sin asustar, pero sí afirmando, con su presencia, la naturaleza impresionante del límite.
      Si estaré de acuerdo contigo en lo de la violación inversa que, cuando nacieron mis hijos, ambos cesáreos, sentí que les imponía cierto respeto hacerlo vía vaginal, como si quisieran abstenerse de interferir entre mi conjunta y su seguro servidor. La madre es una figura demasiado imponente como para despachar en tres líneas una teoría que, por otro lado, no existe, pero sí, estoy de acuerdo en que no tiene buena prensa la madre sincera, libre y sin prejuicios; sobre todo porque enseguida le cae el estigma de "mala madre", como el magnífico personaje de Celda 211, y contra eso no hay quien luche. Tienes razón, también, en ese segundo nacimiento tras la muerte de la madre, porque hasta que no la consuman las cenizas, a la mía, no me sentiré absolutamente libre para llevar al papel,algo así se ha de escribir a mano, forzosamente, mis sentimientos y mis juicios. Te contaré una anécdota que ella siempre me recuerda, y con eso ya lo digo todo. Al parecer, cuando tenía no más de 5 o 6 años, me dirigí a ella con cierta solemnidad y le pregunte: "-Mamá, ¿cuándo es uno mayor para irse de casa?" Aún continúo la huida...

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  2. No tienes perdón, Juan..., pero, en fin, confesado el delito, se admiten acasos, así que, in dubio, pro reo. Ahora, al hilo de tu excelente entrada, no discuto los desamores materno-filiales, que, aún no sé por qué, son mucho más dolorosos que los paternos... Es cierto que sucede como dice Simenon, incluso en sus variantes más vulgares: he sido, con pesar, testigo de ello, si bien no en carnes propias, que mis relaciones con mi madre, a la vista está en mi blog, sin ser íntimas ni de confianza tenaz (sobre todo debido a nuestra amplia diferencia de edad -44 años- y a la común manera de pensar de ella, tan sujeta a su tiempo y a su nivel sociocultural en una España semidevastada por casi todos los Jinetes...), sí fraguaron una cariñosa complicidad que se acentuó con el tiempo, sin que ello supusiera vendarnos los ojos a la mortal realidad, al menos por mi parte.

    Un abrazo

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    1. Más rehén, que reo, soy de mi torpeza infinita en este mundo cibernético, y aun me hago medias lunas -que yo nací en Marruecos- de no haber estropiciado más este solitario rincón. Me alegra oír lo de la complicidad con la madre, aunque me parezca, desde mi experiencia, literatura de poderosa ficción, pero ya se ve que sí, que hayla..Educado en mi caso, llevo toda una vida propiciando una hermosa relación con mis hijos, pero yo aún no soy tan viejo, ni ellos tampoco, como para estar seguros de nada. A verlas venir, pues...

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  3. Mais um final de semana
    não percebemos o quanto o tempo tem passado rápido
    em nossa vidas...
    Vale lembrar que o tempo não passa por
    nós ,e sim nós que passamos por ele ..Tal a correria da nossa vida
    das nos a Sensação que o tempo voa.
    A dura realidade é que nunca paramos
    para saber se alguém chora precisando de uma palavra de carinho.
    Sinto isso na carne a cada amanhecer a falta
    de afeto a simplicidade de um afago acariciando a alma.
    Elevo meu pensamento a Deus no infinito
    sinto uma lagrima rolar ao sentir que o Pai
    nunca se afasta de mim .
    Nunca me deixa sozinha.
    Numa prece silenciosa rogo
    a Deus por dias menos dolorosos .
    Para todas as dores do mundo
    incluindo a minha também.
    Meu amor e carinho para você.
    Um final de semana abençoado.
    Leve meus beijos na alma
    e meu carinho no coração.
    Evanir.

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  4. Esta reseña me trajo al recuerdo su otra sobre Umbral, Mortal y rosa...; aún me resuena la magnífica descripción sobre esas sensaciones que tenía al cortarle las uñas a su hijo, esa mágica conexión que se establecía entre los tres y que tuve la suerte de experimentar en mí, con mi hijo y mi madre...

    ...Mi madre me cortaba las uñas […], la tarea íntima y delicada de recortarme las uñas, de reducir mis garras infantiles […]. También me recortaba la cutícula. […], y ahora soy yo, padre, madre […] quien recorta las uñas al hijo. […]. Mi madre en mí hace las uñas a su hijo, que es el mío. Como yo ya no soy yo, que soy ella, mi hijo es ya el suyo, directamente, desaparecido yo.

    En su lecho de muerte, la cuidé todo lo bien que pude y supe... Hace años que murió, pero resonará hasta mi fin la frase que me dijo una noche al acostarla... : Hijo (yo varón), no entiendo ni sé por qué, pero en tí estoy sintiendo a mi madre...

    Que ella allá sentido en mis cuidados los cuidados de una madre, me hizo sentir bien... Descanse en paz, se lo merece.

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