Los
recuerdos de una vida que devienen los
escombros de una existencia...
Hace unos años, una película, Still Life ("Nunca
es demasiado tarde") de Uberto Pasolini, me enfrentó a una situación
desoladora: un funcionario municipal era el encargado de buscar a los herederos
de las personas fallecidas y por quienes nadie se interesaba, y ello con la
intención de hacerles llegar la noticia de su muerte y la posibilidad de
conservar los bienes que desamparó la muerte de su pariente.
Ayer, viendo Un homme idéal ("El
hombre perfecto") de Yann Golan, me enfrenté a una situación relacionada
con aquella pero que suponía una vuelta de tuerca en la desolación con que la
contemplé: los operarios de una empresa entraban en el domicilio de quien
acababa de morir sin familia alguna con una orden muy concreta: vaciarlo,
deshacerse de todo, dejar la vivienda como si jamás hubiera sido una morada,
convertirla en un espacio literalmente deshabitado, dispuesto para recibir a
quienes tomaran posesión de ella ignorando, como suele ser habitual, quién la
habitó antes que ellos.
Las grandes y resistentes bolsas de plástico engullían,
habitación por habitación, todos los enseres que, propiamente, lo habían sido:
en-ese-ser, para él, tenían sentido y formaban todo su mundo íntimo y
reducido a las fronteras de su morada: fotografías, prendas de vestir, objetos
de decoración, ropa de cama, utensilios de todo tipo, libros, mapas, lámparas
bajo cuya luz había leído o cosido o se había cortado las uñas, espejos en los
que se había reflejado, vajilla sobre la que había puesto el alimento que lo
nutría... ¡Todo acababa en el saco de plástico negro, fundiendo en él, como en
las películas, los capítulos cotidianos de una vida común!
Uno de los operarios descubre, en lo alto de un
armario, un manuscrito de la participación en la Guerra de Argel del
propietario. Se trata de un jovencísimo escritor sin inspiración ni habilidades
que pretende acceder por la vía rápida del robo y la impostura a la fama y a la
riqueza, y ese manuscrito va a ser el vehículo que le permita alcanzarlas,
ambas, la notoriedad y el dinero. Pero eso es ya el resto de la película que
aún, cuando escribo estas líneas no he acaba aún de ver, y que ya criticaré en
su día, sin duda, en El ojo cosmológico, porque la película, excelente,
lo merece.
Permítanme que me quede durante unos párrafos con
el acerado dolor de la existencia presta a desaparece del mundo de los vivos
que supone la muerte en soledad de tantos y tantos ancianos que, sin familia
viva, son el último testimonio de sí mismos, quienes, una vez fallecidos, serán
fatalmente devorados por el silencio espeso del olvido. El refranero es cruel, o
económico, que no sé qué es peor, en este sentido: el muerto al hoyo…. Pero
ayer, ante la visión de esa casa “puesta”, llena aún del hálito vital del
morador que en ella acabó sus vidas, sabiendo, estoy seguro de que no lo
ignoraba, que todas sus pertenencias acabarían transformadas en «escombros» de
una vida construida con todas esas dificultades propias del vivir de cada cual,
porque la vida es siempre una carrera de obstáculos en pos de una meta o una
recompensa que no existen.
Que la vida no tiene «finalidad» es algo que solo
estamos dispuestos a reconocer al final de ella, cuando intuimos, como le debió
de haber pasado al fallecido en esa película: que todo lo que dejamos y que estábamos
acostumbrados a llamar «nuestro» no es más que una ficción de propiedad: una
vez extinguida nuestra vida, todo lo engullirá la in-significancia. Perder su
sentido es, si acaso, el destino de todo a lo que nosotros se lo damos con nuestra
existencia, cuando estamos, al final de nuestra vida, solos en la dimensión más
espeluznante de esa palabra.
Ayer, ante la contemplación de ese necesariamente
insensible vaciamiento del piso del hombre fallecido, ¡cómo agradecí haber
hecho realidad la decisión de tener hijos! No soy un ingenuo sentimental, que
quede claro, y sé que los hijos pueden ser, respecto de las pertenencias de los
padres, tan o más crueles e indiferentes que la ausencia de ellos. Yo me quedo,
sin embargo, con la promesa de mi hijo, cuando yo le dije que iban a tener que
pagar para sacar de la casa tantos miles de libros cuya presencia nos conforta
cada día: “De esta casa no saldrá ni un solo libro, papá”, dijo. Quisiera que
en el más allá de la ceniza no haya ninguna ventana que dé a la realidad de la
que desaparecemos…
Entristecí en cuanto vi que se desplegaban los
sacos inmensos e iban cayendo en ellos tantísimos objetos como «definen» y «describen»
nuestra vida con una propiedad que acaso solo a los familiares les es dado ver
en su verdadera dimensión. ¡Qué atrocidad me pareció que, de repente, todo
perdiera su significado, su historia, la huella del tiempo y de la vida que una
existencia había impreso en ello! A su
manera, es una sensación agria y dolorosa que solo puede dulcificarse cuando
esos objetos acabaran en un mercado callejero o en los estantes o alacenas de
una tienda de antigüedades: ese es el encanto que tienen para mí esas
almonedas, cacharrerías, mercadillos y antigüedades: percibir la vida a la que
han estado asociados todos esos objetos, ahora a la venta.
Lo que mostraba, la película, sin embargo, era la
confusión del caos en que se sumaba todo a la insignificancia: nada merecía la
pena ser rescatado para seguir teniendo un contacto humano; antes al contrario,
cuanto más «marcado» estuviera emocionalmente el objeto, menor era su valor y
más justificada estaba su entrada en el agujero negro de las bolsas que se
dilataban para recibir en sus hórridas y negras entrañas dichas manifestaciones
de vida. ¡Doble muerte era la que esos «vaciadores», auténticos «creadores de
vacío», ejecutaban con su acción: despojando al fallecido de la memoria
material de su vivir cotidiano! A punto de se considerado un «trasto» más que
se había adelantado al destino de lo que lo rodeaba.
Entrar en el año con esas imágenes terroríficas, *nadificantes,
no le puede alegrar a nadie, imagino; pero tienen la virtud de obligarte a definirte
ante la inminencia de tus inevitables postrimerías, una reflexión a la que nos
aboca la fragilidad de la existencia frente a los acosos de la enfermedad, los
accidentes o la obra de los gobiernos ineptos…
Apegarse a las cosas tiene escaso sentido; pero,
sin embargo, ¡quién escapa a ese sentido de la pertenencia y la propiedad!
Entristecido andamos, mi Conjunta y yo, porque una alcaldesa demagoga nos
obliga a deshacernos de un coche familiar ¡en el que tanto bueno hemos vivido!
No llega a la categoría de mascota viva, pero no le anda muy lejos… No diré que
somos lo que tenemos, porque, como bien advirtió Unamuno, ¡Cuántas veces no
llamamos nuestras a cosas de que somos poseídos!, pero estamos en lo que
tenemos con una confianza y una comodidad que a veces nos falta para con las
personas que nos rodean…
No tardaré en reflexionar, en la crítica
correspondiente, sobre la pueril y narcisista aspiración a la fama y a la
riqueza del protagonista de la película, sobre todo cuando se intenta dar el
famoso «gato por liebre» en un mundo, la República de las Letras, en la que no
escasean ni los intuitivos brillantes, ni los hermeneutas sabuesos…
Creo que he leído la historia del vaciador de pisos que se encuentra un manuscrito que publica y obtiene el éxito, pero no recuerdo en qué contexto ni cómo. La idea es feliz.
ResponderEliminarEn cuanto a las personas que mueren en total soledad y cuyas pertenencias hay que dilucidar a quién corresponden, hay una película que está en Filmin, que te recomiendo vivamente, que se titula La teoría sueca del amor, en que aparece este tema de un modo absolutamente desolador por cuanto una de las sociedades más felices del planeta es presentada de un modo terrible. La vi antes de mi visita a Estocolmo hace dos años y me hizo ver el país con otros ojos.
Gracias por la recomendación, Jose. La vere. Yo te recomiendo Canciones del segundo piso, de Roy Andersson, una suerte de película entre Kaurismaki y Jose Luis Cuerda tan divertida como desoladora. La película francesa que da pie a esa reflexión sobre los seres que mueren en soledad absoluta y sus "cosas" que dejan de tener la connotación vital que representaba para sus dueños, acaba como thriller que mantiene decorosamente el suspense.
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