viernes, 3 de enero de 2020

Morir en soledad. Vaciar la morada.


Los recuerdos  de una vida que devienen los escombros de una existencia...
Hace unos años, una película, Still Life ("Nunca es demasiado tarde") de Uberto Pasolini, me enfrentó a una situación desoladora: un funcionario municipal era el encargado de buscar a los herederos de las personas fallecidas y por quienes nadie se interesaba, y ello con la intención de hacerles llegar la noticia de su muerte y la posibilidad de conservar los bienes que desamparó la muerte de su pariente. 
Ayer, viendo Un homme idéal ("El hombre perfecto") de Yann Golan, me enfrenté a una situación relacionada con aquella pero que suponía una vuelta de tuerca en la desolación con que la contemplé: los operarios de una empresa entraban en el domicilio de quien acababa de morir sin familia alguna con una orden muy concreta: vaciarlo, deshacerse de todo, dejar la vivienda como si jamás hubiera sido una morada, convertirla en un espacio literalmente deshabitado, dispuesto para recibir a quienes tomaran posesión de ella ignorando, como suele ser habitual, quién la habitó antes que ellos.
         Las grandes y resistentes bolsas de plástico engullían, habitación por habitación, todos los enseres que, propiamente, lo habían sido: en-ese-ser, para él,  tenían sentido y formaban todo su mundo íntimo y reducido a las fronteras de su morada: fotografías, prendas de vestir, objetos de decoración, ropa de cama, utensilios de todo tipo, libros, mapas, lámparas bajo cuya luz había leído o cosido o se había cortado las uñas, espejos en los que se había reflejado, vajilla sobre la que había puesto el alimento que lo nutría... ¡Todo acababa en el saco de plástico negro, fundiendo en él, como en las películas, los capítulos cotidianos de una vida común!
Uno de los operarios descubre, en lo alto de un armario, un manuscrito de la participación en la Guerra de Argel del propietario. Se trata de un jovencísimo escritor sin inspiración ni habilidades que pretende acceder por la vía rápida del robo y la impostura a la fama y a la riqueza, y ese manuscrito va a ser el vehículo que le permita alcanzarlas, ambas, la notoriedad y el dinero. Pero eso es ya el resto de la película que aún, cuando escribo estas líneas no he acaba aún de ver, y que ya criticaré en su día, sin duda, en El ojo cosmológico, porque la película, excelente, lo merece.
Permítanme que me quede durante unos párrafos con el acerado dolor de la existencia presta a desaparece del mundo de los vivos que supone la muerte en soledad de tantos y tantos ancianos que, sin familia viva, son el último testimonio de sí mismos, quienes, una vez fallecidos, serán fatalmente devorados por el silencio espeso del olvido. El refranero es cruel, o económico, que no sé qué es peor, en este sentido: el muerto al hoyo…. Pero ayer, ante la visión de esa casa “puesta”, llena aún del hálito vital del morador que en ella acabó sus vidas, sabiendo, estoy seguro de que no lo ignoraba, que todas sus pertenencias acabarían transformadas en «escombros» de una vida construida con todas esas dificultades propias del vivir de cada cual, porque la vida es siempre una carrera de obstáculos en pos de una meta o una recompensa que no existen.
Que la vida no tiene «finalidad» es algo que solo estamos dispuestos a reconocer al final de ella, cuando intuimos, como le debió de haber pasado al fallecido en esa película: que todo lo que dejamos y que estábamos acostumbrados a llamar «nuestro» no es más que una ficción de propiedad: una vez extinguida nuestra vida, todo lo engullirá la in-significancia. Perder su sentido es, si acaso, el destino de todo a lo que nosotros se lo damos con nuestra existencia, cuando estamos, al final de nuestra vida, solos en la dimensión más espeluznante de esa palabra.
Ayer, ante la contemplación de ese necesariamente insensible vaciamiento del piso del hombre fallecido, ¡cómo agradecí haber hecho realidad la decisión de tener hijos! No soy un ingenuo sentimental, que quede claro, y sé que los hijos pueden ser, respecto de las pertenencias de los padres, tan o más crueles e indiferentes que la ausencia de ellos. Yo me quedo, sin embargo, con la promesa de mi hijo, cuando yo le dije que iban a tener que pagar para sacar de la casa tantos miles de libros cuya presencia nos conforta cada día: “De esta casa no saldrá ni un solo libro, papá”, dijo. Quisiera que en el más allá de la ceniza no haya ninguna ventana que dé a la realidad de la que desaparecemos…
Entristecí en cuanto vi que se desplegaban los sacos inmensos e iban cayendo en ellos tantísimos objetos como «definen» y «describen» nuestra vida con una propiedad que acaso solo a los familiares les es dado ver en su verdadera dimensión. ¡Qué atrocidad me pareció que, de repente, todo perdiera su significado, su historia, la huella del tiempo y de la vida que una existencia había impreso en ello!  A su manera, es una sensación agria y dolorosa que solo puede dulcificarse cuando esos objetos acabaran en un mercado callejero o en los estantes o alacenas de una tienda de antigüedades: ese es el encanto que tienen para mí esas almonedas, cacharrerías, mercadillos y antigüedades: percibir la vida a la que han estado asociados todos esos objetos, ahora a la venta.
Lo que mostraba, la película, sin embargo, era la confusión del caos en que se sumaba todo a la insignificancia: nada merecía la pena ser rescatado para seguir teniendo un contacto humano; antes al contrario, cuanto más «marcado» estuviera emocionalmente el objeto, menor era su valor y más justificada estaba su entrada en el agujero negro de las bolsas que se dilataban para recibir en sus hórridas y negras entrañas dichas manifestaciones de vida. ¡Doble muerte era la que esos «vaciadores», auténticos «creadores de vacío», ejecutaban con su acción: despojando al fallecido de la memoria material de su vivir cotidiano! A punto de se considerado un «trasto» más que se había adelantado al destino de lo que lo rodeaba.
Entrar en el año con esas imágenes terroríficas, *nadificantes, no le puede alegrar a nadie, imagino; pero tienen la virtud de obligarte a definirte ante la inminencia de tus inevitables postrimerías, una reflexión a la que nos aboca la fragilidad de la existencia frente a los acosos de la enfermedad, los accidentes o la obra de los gobiernos ineptos…
Apegarse a las cosas tiene escaso sentido; pero, sin embargo, ¡quién escapa a ese sentido de la pertenencia y la propiedad! Entristecido andamos, mi Conjunta y yo, porque una alcaldesa demagoga nos obliga a deshacernos de un coche familiar ¡en el que tanto bueno hemos vivido! No llega a la categoría de mascota viva, pero no le anda muy lejos… No diré que somos lo que tenemos, porque, como bien advirtió Unamuno, ¡Cuántas veces no llamamos nuestras a cosas de que somos poseídos!, pero estamos en lo que tenemos con una confianza y una comodidad que a veces nos falta para con las personas que nos rodean…
No tardaré en reflexionar, en la crítica correspondiente, sobre la pueril y narcisista aspiración a la fama y a la riqueza del protagonista de la película, sobre todo cuando se intenta dar el famoso «gato por liebre» en un mundo, la República de las Letras, en la que no escasean ni los intuitivos brillantes, ni los hermeneutas sabuesos…



   

2 comentarios:

  1. Creo que he leído la historia del vaciador de pisos que se encuentra un manuscrito que publica y obtiene el éxito, pero no recuerdo en qué contexto ni cómo. La idea es feliz.

    En cuanto a las personas que mueren en total soledad y cuyas pertenencias hay que dilucidar a quién corresponden, hay una película que está en Filmin, que te recomiendo vivamente, que se titula La teoría sueca del amor, en que aparece este tema de un modo absolutamente desolador por cuanto una de las sociedades más felices del planeta es presentada de un modo terrible. La vi antes de mi visita a Estocolmo hace dos años y me hizo ver el país con otros ojos.

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  2. Gracias por la recomendación, Jose. La vere. Yo te recomiendo Canciones del segundo piso, de Roy Andersson, una suerte de película entre Kaurismaki y Jose Luis Cuerda tan divertida como desoladora. La película francesa que da pie a esa reflexión sobre los seres que mueren en soledad absoluta y sus "cosas" que dejan de tener la connotación vital que representaba para sus dueños, acaba como thriller que mantiene decorosamente el suspense.

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