miércoles, 27 de julio de 2022

«Tres elegías jubilares», de Juan José Domenchina o el desarraigo.

 


Ajuste de cuentas éxtimo e íntimo de un poeta hoy «mayor», a fuer de honda lucidez y emotiva honestidad, y ayer «menor» para los perdedores estalinistas de la Guerra Civil

         Llevaba ya un tiempo este libro de Domenchina en mi estantería/antesala de lecturas e ignoro por qué extraña connotación de «jubilar» había dado por supuesto que se trataba de poesía religiosa, lo cual me frenaba para meterme en él, aunque desde las poesías de Juan de la Cruz a las propias de Unamuno o, más tarde, de Blas de Otero, la religiosidad nos haya ofrecido cimas poéticas extraordinarias que yo he degustado con fruición.

Sería una manía, arbitraria y poderosa como todas, y así fui dejando pasar el tiempo hasta que mi condición actual de oldysitter regular me indujo a llevarlo conmigo en mi último viaje asistencial, porque se trata de una lectura que puede interrumpirse fácilmente para cumplir con los sagrados deberes de los cuidados. Apenas entré en la Primera elegía se deshizo el prejuicio y emergió un libro que me dejó sorprendido a fuer de preocupado por los intentos actuales de dictarnos la memoria histórica. Me explico. La Primera elegía jubilar es un poema en clave que responde al despiadado ataque de León Felipe a Juan Ramón Jiménez, en 1940, con el poema El gran responsable, que hirió profundamente  a Domenchina. El poema atacaba su poética y, sobre todo, la presunción juanramoniana de ser «el» poeta por excelencia: recuérdese aquello de «yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y por el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados». Añádase a ello los «desencuentros» con León Felipe, primero, según María Aurora Jáuregui, porque León Felipe fue el promotor de la inadmisión de Domenchina en la Alianza de intelectuales antifascistas; y, segundo, por el furibundo ataque que el poeta zamorano escribió contra la publicación de la Antología de la poesía española contemporánea (1909-1936), de Domenchina.

Domenchina, fervoroso juanramoniano y, en su calidad de mano derecha de Azaña, fervoroso anticomunista, escribió, entonces, esta Primera elegía en parte a imitación de aquellas batallas de ingenios del siglo XVII, y aunque está claro el objetivo y la persona a quien se dirige, el poeta León Felipe, elude citarlo en el poema pero facilita las pistas que llevan a los lectores a la identificación. La Primera elegía, sin embargo, no es meramente una defensa acérrima de la estética juanramoniana, sino el primer movimiento de un intento muy logrado de expresar el dolor del desarraigo, del transterramiento, y de la desasosegadora pérdida de impulso vital que el poeta refleja en el oxímoron del título: «elegía jubilar». El poeta se siente fatalmente mortal y a lo largo de las tres fases de las «elegías» va desgranando una visión y un sentimiento de la realidad que constituyen una suerte de reivindicación de sí mismo y exhibición de su credo vital y poético, porque, uncido a la poesía, y a pesar de su trayectoria política, el poeta no parece tener vida fuera de la poesía: en ella se cumple su destino y en ella nos ofrece la penúltima visión de sí mismo, muy alejada ya de las galas de la vanguardia, de su tradicional rebuscamiento léxico y de su querido conceptualismo barroco. Aparece lo humano despojado, al fin, y el poeta parece querer hablarnos desde el nivel coloquial para hacernos una confidencia. Ello ocurre, sobre todo, en la Primera elegía, porque en las otras dos, y muy especialmente en la tercera, regresa, pero moderadamente, a una cierta complicación formal y elocutiva que no pierde, sin embargo, la emoción de lo humano que le acosa Enel tramo final de su existencia. Recordemos que Domenchina siempre anduvo escaso de salud y que murió muy joven, a los 61 años, tras haber soportado con dignidad y no poco estoicismo la pobreza, el olvido e incluso el desprecio.

Domenchina es un caso de olvido «oficial», uno de esos nombres que aparecen en las historias de la literatura en «letra pequeña» junto a otros escritores olvidados o poco o nada estudiados. Lo mismo le ocurrió a su esposa, la poetisa Ernestina de Champourcin, quien, tras la pérdida de su esposo, orientó su creación poética hacia la vivencia religiosa. Amelia de Paz, principal estudiosa de la obra de Domenchina, logró que en 2008, Emilio Pascual, editor de Cátedra, cuya sección Letras Hispánicas tantos escritores ha «rescatado» del ostracismo o del olvido, publicara su edición de Tres elegías jubilares, la primera desde su aparición en 1946. Esperemos que esta magnífica edición sea acompañada en el futuro por otros volúmenes del autor, imagino que muy poco accesibles y asequibles en estos momentos. Lo que sí puedo confirmar es que, tras leer las Elegías…, el lector se queda con muchas ganas de seguir profundizando en la poesía de Domenchina, anterior y posterior a la Guerra Civil, porque su adscripción a los movimientos de Vanguardia y su postrera tentación clasicista, nos ofrecen un modelo de evolución muy común de las obras de muchos autores de aquellos años.

En el prologo a las elegías, Domenchina destaca dos cosas: que la obra no es una improvisación forzada por el agravio, ni un repentismo airado sin raíces en su quehacer poético, y que ha optado por, al darlo a la publicación, suprimir los ataques «facilones», desde el punto de vista estético, al régimen franquista: Los repentes de un lírico responsable no son jamás logros tropezados en el albur fe la premura. […] No hay improntu valedero que no se desarraigue de una laboriosa gestación. […] Asimismo borro, con un indeleble deleatur, algunas estrofas circunstanciales y poco felices contra el ominoso régimen franquista, que entremetí en el texto enviado a la publicación citada, y que hoy se me antojan aditamentos pegadizos y excusables.

Estas elegías, sobre todo la primera, tienen una indudable lectura política, porque su creación es un evidente ataque a una ideología, la comunista, a la que Domenchina achaca casi la entera responsabilidad del desastre nacional que supuso la Guerra Civil. Desde su posición liberal republicana al lado de las dos formaciones que creó Azaña: Acción Republicana y, en 1934, Izquierda Republicana, de quien llegó a ser poco menos que su mano derecha, Domenchina, en el exilio, recapacita sobre lo acabado de vivir, porque la primera elegía comienza a escribirla en 1940 en una forma totalmente tradicional:  la lira manriqueña, como dando ya a entender su adscripción al gran río caudaloso de la lírica española clásica, llena, por otro lado, de transterrados, encarcelados y marginados por el poder. Para el lector actual, sin embargo, es harto curioso ver las divisiones internas del exilio español, y cómo Domenchina convierte su largo poema, ciento noventa y siete liras, en un ataque frontal tanto a la ideología comunista como a sus voceros literarios. Recordemos, por otro lado, que Domenchina, desde su condición de reputado crítico literario, fue, quizás, el primer descubridor de la valía poética de Miguel Hernández.

He aquí una muestra de esa réplica a Leon Felipe:

Dices a los novatos

—a los que, tierno, llamas cervatillos—

que no sustenten tratos

más que con tus sencillos

conceptos, recelosos y amarillos.

 

¡Oh, no! Tales preceptos

son de una libertad que…coacciona.

Que agavillen postceptos

vitales, en persona.

Así la vida enseña y perfecciona.

 

Líbralos de tu estética

—que hace versículos de prosa en trizas—

y de tu voz profética…

Lo que tú perennizas

no es fuego ni rescoldo: son cenizas.

         Adviértase el uso unamuniano de postceptos, porque Unamuno será otra de sus grandes inspiraciones en ese momento de ajuste de cuentas con una cruenta realidad pasada de la que todos salieron trasquilados, o como él poéticamente dice: ¡Tanta sangre vertida!/ ¡Tanto dolor inútil! Anegados/en odios de por vida,/vencidos y burlados,/todos yacemos juntos y enterrados.

         Pero el  poeta va mucho más allá de la anécdota, por infamante que sea el ataque a JRJ, y se propone una nueva estética que lo aleje de líricas «comprometidas» con el vasallaje a ideas caducas. Aspira a recobrar una mirada clásica sobre la realidad, desnuda, que reconozca la dura condición del vencido y desterrado, sin que la desolación del presente desustanciado, desvitalizado, lo amedrente o desespere. Como dice a modo de proyecto vital: No creo en las virtudes/lustrales de la lágrima: el trabajo/nos colma de aptitudes./ Y es un seguro atajo/ para «llegar arriba desde abajo.

 

Todo lo que he perdido

¡qué bien perdido está!; yo me he ganado.

 

¿Qué senda de esplendores

ha de esperar el triste que ha caído?

Declinan los hervores

de la sangre, y el nido,

remoto ya, es un sueño escarnecido.

 

Todo será «de nuevo»

—remozado y cabal—, tradición clara.

Ni el pasado longevo

ni la irrupción ignara

de un fortuito poder que se enmascara.

 

 

Ni empachos de bucólica

rusticidad —la égloga, caduca,

va con el arpa eólica—,

ni tiros en la nuca.

Ni autodidacto chirle que no educa.

 

Ni lo ancestral, que ronca

con un sopor de siglos, ni el remedo

de una estulticia bronca

donde, unánime, el dedo

perfidia impone y amenaza miedo.

 

         Pero es en el retrato de los vates del comunismo donde Domenchina carga las tintas:

No ocultará el estruendo

turbio la clara voz de los veraces.

Ni cundirá, tremendo

apetito, en voraces

dentelladas, la grey de los rapaces.

 

Sabrán los ganapanes

que el pan se gana. Y los olvidadizos

tahúres y rufianes,

que no hay allegadizos

laureles de oro para advenedizos.

 

Cara al sol, la camisa

castellana, y por yugo, la faena.

La hoz, ya no divisa,

segando, afán sin pena,

y el martillo en la forja que encadena.

 

No sé de camarillas

y me aburre el cantar de los cuclillos.

Huyo las zancadillas

burdas de los pasillos,

comerrelieves y cenaculillos.

 

Ni el mundo se rezaga

por mirar su pasado, ni se inmuta.

Hoy no se va a la zaga.

Improvisa su ruta

y solo el porvenir es lo que escruta.

 

Feliz el que erradique

de su mente feraz las utopías.

Que nadie nos explique

por sus melancolías

las ajenas congojas y agonías.

 

Viví entre los horrores

sin que mi clara vida se enturbiase.

Ni trafiqué en rencores

ni obedecí el ukase

irracional, consigna de una clase.

 

Mi pulso se acelera

ante la iniquidad o la injusticia.

Pero nada me altera.

Comprendo la malicia,

la equidad, el rencor y la avaricia.

 

Por detentarlo todo,

en su labor de zapa van minando

nuestra vida a su modo.

Dicen que socavando

un mundo de justicia están alzando.

 

Para ellos es tangible

la fe: solo por tacto o palpamiento

la verdad es sensible.

Quieren, como cimiento,

mejor que la valía, el valimiento.

 

Estoy con los vencidos

—«Vencer no es convencer», —dijo un poeta—,

y no con los vendidos.

Mi vida recoleta

no oculta doble fondo ni gaveta.

 

Estetas amarillos,

jamás hartos de dádivas, y en celos

sordos, son nefandillos

que, al caer de sus cielos

sin gloria, ruedan por los parnasuelos.

 

         Adviértase la gozosa ironía con que el arte verbal de Domenchina pone a caldo a los profetas de la utopía. Y desde el presente, hay ya a quienes no nos choca esa descripción de la caduca ideología que ¡aún gobierna nuestros días con la complicidad de quienes, un día, representaron las esperanzas de casi todo el pueblo español al salir de la dictadura franquista! ¡Cómo sorprendernos esa evocación de los vividores, de los tahúres, ¡de los rufianes!,  de los advenedizos, de los que prefieren el «valimiento» a la valía o de quienes son profetas de la «equidad» tan torcidamente exhibida…! Los hallazgos verbales de Domenchina, como esos «parnasuelos» por los que se arrastran los poetas «nefandillos» aparecen repetidamente y son un ejercicio clásico impagable para los lectores. Recordemos, de paso, que Quevedo era uno de los autores preferidos de Domenchina, y en su época de vanguardia, fue él mismo un creador infatigable de neologismos.

         Las otras dos elegías nos ofrecen una visión de la naturaleza y una meditación trascendental sobre la existencia, que, sin evitar la meditatio mortis ni el drama del exilio, bucea en la ausencia de ideales en que vive el escritor su vida al margen, pero en la plenitud de la naturaleza. Escrita la primera en estrofa manriqueña y la segunda en Tercia rima, una parte de ella y en endecasílabos blancos otra parte, la profunda reflexión existencial que nos ofrece el poeta, como primer cantor del alma escindida en dos territorios, el de nacimiento y el de acogida,  es tema dominante en ellas. La Tercera fue la única que contempló edición separada en 1944 en la editorial Atlante.

 

No es ir, es mover despojos

de fe, arrastrar pesadumbres

en liviano

trajín; repeler falaces

adhesiones, esta sombra

de andadura.

 

Bienaventurado el hombre

que calla porque no tiene

pensamiento

que dar, en sentido, en doble

sentimiento de palabras

que no escuchan.

 

Aquí está lo que yo sea,

en amago balbuciente

de palabra

sin prosodia: ya latido

de verdad trémula en pausas

de silencio…

 

Pero es en la Tercera donde los acentos personales de la vivencia dolorida adquieren un mayor relieve y una profundidad que sitúa a Domenchina entre las grandes voces de los poetas del exilio:

¿Qué tengo, aquí, en mi sombra, como mío?,

¿qué es mío, allá, en la luz que me han negado?

¿A qué ausencia o presencia me confío?

Por mi origen —qué lejos— devorado,

sombra, aquí, de una sombra que se abstiene,

¡cómo siento que estoy en ningún lado!

Voy, sin ir, a una vida que no viene

—que está en su sitio y en mi sitio—, y vengo,

sin legada, a un dolor que no me tiene.

 

Alma sola, entre solos: muchedumbre

de soledades soterrada cumbre;

en tu noche ajena

y tu día —ya equívoco— distante

no ven la angustia de tu error errante,

sin esperanza.

Y en tus ojos —perpetuas claridades—

se te desmintieron todas las verdades

que te engañaron.

Bien está el cauce —nunca pauta—. El río

lo trazó con su curso, a su albedrío.

Bien está el cauce.

Bien está la agonía: clave y punto

final de un difundirse ya difunto.

Bien está el río.

¡Vano reloj —¿y el tiempo?—, con la hora

en el redondo pasmo, ya intangible,

del mediodía! Son las doce —en punto

y para siempre acaso— de mi día

español, bien partido en dos mitades

de mal estar, de equívocos remotos.

[…] ¿Cuántos años tiene el día

sin retorno? ¿Quién cumple en dispersiones

atónitas su tiempo? —¿Cuántos años

de muerte en carne viva? ¿Cuántas horas

de vida desterrada?—

                                 No se mide,

no tiene dimensión, este transcurso

que no transcurre.

A pesar de la inequívoca referencia a la poética vitalista guilleniana, recuérdese que los dos «catedráticos» miraron siempre por encima del hombro al simple «maestro de escuela», únicos estudios de Domenchina, si bien nunca ejercio como maestro y sí siempre en la prensa, al margen de sus publicaciones y su trabajo político, como crítico literario. La distancia glacial de ambas cumbres de la poesía española es elocuente respecto de las complejas aguas procelosas en que se movían los aspirantes a la gloria literaria, una república de republicanos aun peor avenidos que los de la Segunda República, tan desgraciada.

Se tengan los gustos que se tengan, y los apegos, lo que me parece evidente es que la fuerte personalidad de Domenchina, hombre de genio y figura como lo demuestra una anécdota que recoge Amelia de Paz, merece una lectura atenta, porque por fuerza ha de merecerla una voz tan personal como discordante en el exilio  de uno de nuestros grandes fracasos colectivos: la Segunda República. La anécdota es esta: «Lorenzo Varela [poeta comunista y galleguista], al parecer, en un poema de su libro Palinodia del polvo había hecho insinuaciones poco decorosas sobre la vida íntima de  la esposa de Domenchina, Ernestina de Champourcin. Desde ese día, Domenchina siempre salía a la calle con una fusta por si se tropezaba con él.. Estando enfermo, se tropezó con él: “Eso le valió. Solo pude propinarle dos o tres fustazos, y no pude evitar, por estar poco menos que inválido, que una de sus manos inmundas me alcanzase”».

Feliz descubrimiento.

2 comentarios:

  1. Magnifica exposición la desarrollada en este artículo sobre el poeta, la poética, la vulnerabilidad humana, lo creativo y la vida y obra de Domenchina, siempre tan ilustrativa y que me lleva a pensar qué torpes somos los humanos. Gracias Juan por tu generosa docencia.

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    1. Mi suerte es que la lectura me sea tan placentera como la escritura, si no más..., porque a veces la escritura se atraganta y... Gracias por tu generosidad lectora, Francisco.

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