lunes, 25 de julio de 2022

«Un héroe de nuestro tiempo», de Mijaíl Y. Lérmontov

 



La explosión derrotista del Romanticismo: por el nihilismo irónico hacia los terrenos cenagosos de la gloria ignota… 

            Miguel de Unamuno: «Hay héroes del querer no ser, de la noluntad

         Llevaba tiempo deseando tener unas horas para meterme en la lectura de Un héroe de nuestro tiempo, de  Lérmontov, pero la visión de una película inspirada muy libremente en el personaje central de la novela, Un corazón en invierno, de Claude Sautet, me ha empujado a la lectura que, finalmente, he hecho con un deleite tan extraordinario como lo tuve durante la contemplación de la película de Sautet. La novela de Lérmontov es un clásico de la literatura rusa, pero también de la literatura universal, y su capacidad de seducir al lector, salvando las traducciones y el acento local de buena parte de su desarrollo, viene dada por una doble creación: el artefacto narrativo y la creación de un personaje inmortal, Pechorin, que encarna a la perfección lo que Sainte-Beuve denominó, a propósito de la novela Obermann, de Senancour, «el mal del siglo», en la novela de Lérmontov encarnado por un nihilista como Pechorin, autor de un diario que el narrador-personaje que abre la novela, se encargará de trasladar a los lectores, tras serle entregado por otro personaje con quien Pechorin guardó lo más parecido a una amistad:  Maxim Maxímych.

En el prólogo a esas memorias, el narrador nos dice: La historia de un alma humana, aunque se trate de la más mezquina, resulta, tal vez, más curiosa y útil que la historia de un pueblo entero, máxime si es el fruto de una mente madura que se observa a sí misma y si se ha escrito sin el vanidoso deseo de despertar compasión o asombro. El juicio peyorativo que se vierte en la introducción en modo alguno significa que el depositario no solo del diario, sino también de su autobiografía, se tome la licencia de censurar o modificar el texto de Pechorin. El narrador inicial se nos presenta como un joven soldado destinado a una misión, razón por la cual  se apresura a aclarar que, en primer término, lo que escribo no es un relato, sino apuntes de viaje, de modo que no se le puedan exigir explicaciones de por qué deja interrumpida una narración, la del secuestro de una joven por parte de Pechorin que le cuenta su improvisado compañero de viaje, el veterano Maxim. De hecho, esas dilaciones nos permiten conocer no poco de las tradiciones del extenso territorio ruso, en este caso el Cáucaso, y de la diferencia abismal que hay entre los militares de carrera y los nativos de algunos de los pueblos a los que no se describe demasiado favorablemente en los «apuntes»: Yo creo que hasta los tártaros son mejores [que los osetios]: por lo menos no beben… Los circasianos, sin embargo , en cuanto se emborrachan de buzá [bebida espirituosa de mijo] en una boda o en un entierro comienzan las cuchilladas. En una ocasión me salvé de milagro, y eso que era huésped de un príncipe pacífico.

         Aun perteneciendo propiamente al romanticismo, Lérmontov se inventa un narrador propio del realismo que aún tardará algunos años en llegar a la literatura y que se toma la licencia de dirigirse a los lectores: Ahora bien: ustedes tal vez desearán conocer la continuación de la historia de Bela; por lo tanto no era yo quién para obligar al capitán a hablar antes de que, efectivamente, hubiera comenzado a hacerlo. Así pues, esperad, o si queréis, saltad algunas páginas, aunque no os lo aconsejo, porque el paso por los montes  Krestóvaia (o como lo llama el sabio Gamba, le Mont St. Christophe) es digno de vuestra atención. Gracias a esas dilaciones vamos entrando en conocimiento de la vida de los militares destacados en las agrestes zonas rusas, y, adelantándose igualmente al costumbrismo, pero sin distanciarse del gusto romántico por las leyendas y los paisajes nocturnos y tormentosos, van los lectores recopilando no poca información sobre costumbres, orografía y particularidades sociales de los pueblos que habitan los escenarios donde tiene lugar la acción.

         Es, sin embargo, gracias a su interlocutor, Maxim, como entramos en conocimiento del verdadero héroe de los «papeles» que, cuando se separen definitivamente, le legará, y a partir de ese momento el diario de Pechorin sustituirá la narración de los «apuntes» que hasta ese instante habíamos seguido a medio camino entre el interés antropológico y los lances amorosos y gestas de armas de los oficiales del Zar, en el escenario agreste del Cáucaso. Emerge, así pues, con el interés que nos proporciona leerlo en sus propias palabras, no por referencias de amigos o desconocidos, el protagonismo de Pechorin y su retrato desolador, porque, en uno de los mejores autorretratos narrativos, se nos presenta no orgulloso de su abyección, pero sí reconciliado con ella, como expresión de la «creación» de su persona hasta devenir, propiamente, «personaje», obligada por la incomprensión que rodeó siempre su innata disposición hacia el bien y la belleza: —¡Ese ha sido mi destino desde la más tierna infancia! Todos columbraban en mi rostro indicios de malas cualidades inexistentes que, a fuerza de presuponerlas, terminaron por aparecer. Era cándido, y me acusaban de astuto: me hice retraído. Era profundamente sensible al bien y al mal, nadie me trataba con cariño, todos me ofendían: me convertí en rencoroso. A diferencia de otros niños, alegres y charlatanes, yo era sombrío; me sentía superior a ellos, pero me consideraba inferior: me hice envidioso. Estaba dispuesto a amar al mundo entero y nadie me comprendió: aprendí a odiar. Mi anodina juventud transcurrió en una lucha contra mí mismo y contra la sociedad: temeroso de la burla, escondí mis mejores sentimientos en el fondo del corazón: allí han muerto. Decía verdad, y no se me daba crédito: me entregué al engaño. Después de conocer bien el mundo y los resortes de la sociedad, fui ducho en la ciencia de la vida, y comprobé que otros eran felices sin necesidad de tales artes, gozando gratis las preeminencias que yo trataba de conseguir con esfuerzo tan arduo. Y entonces nació en mi alma la desesperación; pero no esa desesperación que suele tener como remedio el cañón de una pistola, sino la desesperación fría e impotente, enmascarada en la amabilidad y en una sonrisa bonachona. Me convertí en un contrahecho moral: la mitad de mi alma no existía, estaba anquilosada, evaporada, muerta: yo la amputé y la arrojé. La otra, sin embargo, alentaba y vivía, presta a servirá cualquiera; pero nadie lo entendió así, porque todos ignoraban la existencia de la mitad muerta. Ahora ha despertado usted en mí el recuerdo de ella, y le he leído su epitafio. Muchos reputan de risibles los epitafios en general. Yo no: tanto menos cuando pienso en lo que bajo ellos descansa. Por lo demás, no solicito que comparta mi opinión: si mi salida e parece ridícula, ríase; no me disgustará lo más mínimo.

         Disculpen la larga cita, pero en ella se compendia el horror que causó a sus biempensantes coetáneos el protagonismo de un ser que, aún en la estela romántica, reivindicaba la turbia seducción del mal como la belleza moral del Príncipe de las Tinieblas. De hecho, sus parejas amorosas, de las que se aburre tanto como las ama, lo describen como un ser singular con esa capacidad seductora que, en palabras de su amante adúltera, Viera, lo hacen único: Una mujer que te haya querido alguna vez, no puede mirar sin cierto deprecio a los demás hombres, no porque tú seas mejor que ellos, ¡oh, no! Pero tú ser posee algo peculiar, tuyo, solo tuyo, algo altivo y misterioso; en tu voz, digas lo que digas, hay un poder invencible; nadie sabe con tanta perseverancia desear ser amado; en nadie es tan atrayente el mal; ninguna mirada promete tanto placer; nadie sabe aprovechar mejor sus dotes, y nadie puede ser tan verdaderamente desdichado como tú, porque nadie trata tanto de convencerse de lo contrario.

         La modernidad de Pechorin estriba en la superación del ideal romántico del amor para sustituirlo por un escepticismo  que lo aproxima al nihilismo y, por ende, al cinismo. Se trata de una persona que ha decidido voluntariamente abandonar el mundo de los sentimientos y ampararse en el uso desengañado de la razón o de la simple constatación amoral de lo real. Como le dice al doctor Vérner, quien lo acompañará al duelo que mantendrá contra un rival a quien desprecia: Lo triste nos hace reír, lo cómico nos entristece y, a decir verdad, somos bastante indiferentes a todo, salvo nuestras propias personas. Y esa atención a sí mismo nos devuelve en sus diarios un retrato perfecto de lo que, irónicamente, Lérmontov tituló Un héroe de nuestro tiempo. Que hay un trasfondo autobiográfico en la novela bien se echa de ver si se repasa cualquier biografía breve del autor, admirador de Pushkin, cuyo duelo, que acabó con él, recrea en la novela a través de su personaje, Pechorin, la jugarreta incluida de facilitarle una pistola descargada para «no salir vivo» del mismo. Dejo al interés de los futuros lectores de esta obrita excepcional descubrir el desenlace; esto es los dejo ante las pistolas en alto y el terror de enfrentarse a un disparo a bocajarro en medio del bosque, aunque ambos los padrinos de ambos contendientes asienten a la idea de acercarse a un precipicio para que el herido de muerte caiga por él y se certifique la muerte por despeñamiento, no por duelo, prohibido legalmente.

         En cierta manera, en ningún momento se ha apartado de mí la versión fílmica de la novelita de Conrad, Los duelistas, dirigida brillantemente por Ridley Scott, y que supongo inspirada en esta de Lérmontov. El mundo galante y heroico de los oficiales decimonónicos de cualquier imperio, ruso, alemán o francés, se nos aparece como intercambiable, de ahí la familiaridad con que asistimos al desarrollo de la acción y al nacimiento de una nueva mentalidad contraria a los valores dominantes y desafiante en todo momento, incluso hasta llegar al intento de subversión del orden establecido, una revuelta de la oficialidad en la que se vio involucrado Pushkin y que, por otras razones propias del escándalo que suponían los comportamientos «libertinos» de Lérmontov le valieron a este algunos destierros. Pudiérase pensar, pues, que el rechazo hacia lo «sentimental» va a llevar al personaje a abrazar el ideal ilustrado y la devoción a la razón encumbrada que aquel supone, pero Pechorin, aun despreciando las pasiones: Alguien dijo que las ideas son creaciones orgánicas: cuando nacen, adquieren forma, y esta forma es acción. […] Las pasiones no pasan de ser idea en su primer desarrollo: son atributo de los corazones jóvenes, y es tonto el que piense que van a inquietar toda la vida, tampoco abraza ni la razón ni el método ni la acción que pudieran derivarse de ambos, porque su desengaño tiñe de amargura e indiferencia su reacción frente al mundo: Muchas otras ideas semejantes acudían a mi mente; no trataba de profundizar en ellas, porque no soy amigo de detenerme en ningún pensamiento abstracto. […] Y como tengo por norma no rechazar nada de plano ni confiar ciegamente en cosa alguna, abandoné la metafísica y decidí mirar el terreno que pisaba. […] ¿Quién sabe con certeza si está convencido o no de algo?... ¡Y con cuánta frecuencia tomamos por convicción un engaño de nuestros sentidos o un error de nuestra mente!... Me gusta dudar de todo; lo cual no excluye tener un carácter decidido; por el contrario, en lo que a mí se refiere, siempre avanzo con mayor valentía cuando no sé lo que me espera. Nada puede ocurrir peor que la muerte, ¡y la muerte es inevitable!

         Ya en la introducción a la publicación del diario de Pechorin, el primer narrador que abre la historia, el que escribe sus «apuntes de viaje», nos revela que, por abyecta que sea la persona, un retrato pormenorizado de la misma es más provechoso que el retrato de todo un pueblo, como dejé reflejado al comienzo de esta reseña. Esta es, en consecuencia, parte de la vida de Pechorin escrita por él mismo con tanta lucidez como desengaño. Bien hará el lector en deleitarse en todas y cada una de sus páginas, porque la sólida estructura en forma de las tradicionales muñecas rusas le permitirá conocer una personalidad que, despreciándose a sí misma, es poderosamente atractiva para los demás, justicias e injusticias de su comportamiento al margen. Recordemos, aunque en la historia está al principio de la narración que hace Maxim de quien creía que era su amigo y resultó no serlo el secuestro de la hermosa Bela con quien convive hasta que el tedio se apodera de él: No sé si soy un necio o un malvado; pero la pura verdad es que también soy muy digno de compasión, tal vez más que ella: mi alma está depravada por el mundo, mi imaginación es inquieta, mi corazón insaciable; nada me basta; me acostumbro a la amargura tan fácilmente como el deleite, y mi vida se hace más huera cada día; tan solo me queda un recurso: viajar. Desde ese momento, la amoralidad de Pechorin irá gobernando sus días en una suerte de huida de sí mismo, en su viaje orgulloso hacia cualesquiera formas de la muerte inevitable que lo espera y hacia la que «viaja» con ese desasimiento de todo que caracterizará a tantos héroes literarios aún por aparecer… Sí un héroe de «nuestro» tiempo, también.

    Por cierto, una magnífica introduccion del poeta Aquilino Duque y una estupenda traducción de Luis Abollado Varga, con unas notas justas, precisas e interesantes.

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