martes, 5 de julio de 2022

«Mañana es ayer», de Juan José Mira, un novelista olvidado.

 




El extraño caso del fracasado primer ganador del premio Planeta y miembro del PC en la clandestinidad durante el franquismo. Mañana es ayer, un acercamiento a la guerra y a la posguerra desde el escepticismo, desde el desengaño, desde el margen.

 

         Si José Suárez Carreño ya fue, en su día, un caso extraordinario de un autor dotado como pocos y reconocido como pocos, pero invisible para el gran público, me he detenido hoy en la obra de un autor aún más «desaparecido» que él: Juan José Mira, autor de la novela que ganó la primera edición del hoy millonario Premio Planeta, pero no entonces: En la noche no hay caminos, un premio cuyo más famoso miembro del jurado fue, en aquel año de 1952, el fino articulista César González Ruano, quien, a diferencia de los asiduos al Gijón, tenía su propio asiento en el Teide, unos metros más arriba, en el 27 de Recoletos, café en semisótano  que yo frecuente en una tertulia de escritores adolescentes el 68 y el 69, dos años antes de que cerrara porque una compañía de seguros adquirió todo el edificio.

Nadie conocía en 1952  a Juan José Mira, pseudónimo de Juan José Moreno Sánchez, y todos ignoraban que se trataba de un escritor que pertenecía al Partido Comunista y que, andando el tiempo, habría de ser detenido y llevado a la Modelo, aunque, para entonces, su fe revolucionaria se había prácticamente extinguido, pero no su lealtad y su compromiso para con sus correligionarios, quienes elogiaron de él siempre la confianza a que se hacía valedor y su riguroso trabajo a las órdenes del Partido, desde Víctor Mora hasta Juan Goytisolo, que lo menciona en Coto Vedado. Al anecdotario pertenece que esa primera edición del Premio se celebró en Madrid, en Lhardy, que se cenó solomillo y que la cuantía del premio fueron 40.000 pesetas y que, hasta la fecha, se han hecho 28 ediciones de la novela premiada.

 Mira vivía modestamente de patrona en la calle Casanova y era un asiduo del Ateneo. Bien puede decirse que, para ciertos escritores modernos, Mira podría ser considerado un «raro», un «marginado» de los cenáculos literarios e incluso un «maldito». Su invisibilidad se extiende a los recuerdos fotográficos de su persona, de los que solo he encontrado dos en Google, un caso singular, ciertamente. De hecho, hubo de estudiar contabilidad y trabajar como contable en una ferretería, mientras continuaba con su militancia y colaboraba en la revista del partido, Mundo Obrero. Corrector de editorial y esporádico escritor de guiones, Mira fue cayendo en el olvido, y más aún tras la caída de su célula comunista en Barcelona en 1957. En las postrimerías de su vida fue acogido en Lloret por el propietario de un hotel donde ya residió, haciendo la vida de familia que siempre había buscado infructuosamente, hasta su fallecimiento en 1980.

         Mañana es ayer, la novela que he leído de él, se adscribe, con matices, a un tipo de literatura al que se adhirió la trama de la que ganó el planeta: el «tremendismo», que bien podría ser considerado como la expresión literaria del neorrealismo cinematográfico italiano. La acción de ambas, En la noche no hay caminos y Mañana es ayer, transcurre en periodos temporales muy semejantes: la República, la Guerra Civil y la Posguerra, aunque esta que critico se extiende, en sus preliminares, a la Dictadura de Primo de Rivera, por motivos que enseguida explicaré. De hecho, los editores le dijeron a Mira que el planteamiento de su novela iba a hacer muy difícil que pasara la censura y pudiera ser publicada, porque se apartaba, ciertamente, de los estrechos caminos de la ortodoxia moral franquista. Sea como fuere, el caso es que la novela logró ser publicada en 1954, y es probable que contribuyera a rebajar los impedimentos el hecho inequívoco del desconocimiento público del escritor, a pesar de haber sido el primer Premio Planeta. Curiosamente, Mira tuvo una vida literaria como escritor de novelas policiacas bastante fecunda, primero con el pseudónimo José J. Morán  y luego ya con su otro pseudónimo, Juan José Mira. Algunos aficionados al género de la novelita de quiosco quizá recuerden la serie de El Canario, publicadas en la editorial Hemisferio. Con todo, ni esa buena muestra de novelitas policiacas ni el premio Planeta lograron «instalarlo» como autor consagrado en el panorama literario.

         Esta novela la presentó al Premio Nadal en 1951 con el título Pago más que nadie, pero ese año el premio lo ganó Luis Romero con un título emblemático de la posguerra: La noria. El editor Vergés llamó al autor para decirle que el modo como trataba el tema de la Guerra Civil hacía casi imposible su publicación. Quizá si hubiera ganado el Nadal, hubiera consolidado una carrera como escritor, pero no tuvo fortuna y su obra fue quedando en el olvido, por eso me parece de justicia rescatar ahora la que él consideraba, y algunos de sus lectores íntimos, su mejor obra. Vista su obra desde el presente, y dados sus antecedentes políticos, resulta un ejercicio muy sugestivo leer una obra para comprobar cómo aparece la hoy tan famosa «memoria histórica» en las páginas de una novela ambiciosa.

         La trama, compleja y extensa se remonta a principios de siglo en las tierras andaluzas, donde el hijo de un sastre, al que no le tira seguir el oficio del padre, se dedica a las timbas por ferias y lugarejos de mala muerte hasta que puede instalarse en Málaga, donde se casa y él y su mujer, Isabel, quedan a cargo de un bebé abandonado al que un mensaje prendido en las ropas pide que le pongan por nombre Manuel. Después tendrán otro hijo, León, pero el «banquero» es hombre de más mujeres y se lía con otra mujer con la que incluso tendrá una hija, Paulina. Cuando Primo de Rivera prohíbe el juego, José Plata inaugura una almoneda y se dedica al negocio del préstamo usurario. Curiosamente, Manuel, el «prohijado», que no hijo adoptivo, como se especifica en la novela, porque en el momento de la adopción los padres no tenían 45 años, lo cual deshereda legalmente a Manuel, según se preocupa León de averiguar, se va a ir convirtiendo en el protagonista de la novela, aunque la aventura de todos ellos forma un retrato coral de una dura época de la vida española, Guerra Civil de por medio, que el autor vivió y padeció como «vencido», con todo lo que ello suponía en aquellos tiempos. Hay algunos extremos de la trama, como todo ese mundo de los garitos populares antes del 23, que añaden un interés social enorme a la novela; pero cuando muere Isabel y Manuel decide salir de la vida de su padre y sus hermanos, León y Paulina, nos encontramos con un héroe que vive la guerra en el bando republicano y cuya principal «hazaña» consiste en sacar de Madrid, en un camión del ejército, a un buen número de personas que quieren pasar a «zona nacional». Nuestro curioso héroe se ha ido convirtiendo poco menos que en un misántropo que ha encontrado en la Filología Clásica un bálsamo para sus males: Cuando estalló el Movimiento acababa de aprobar el último curso de la carrera. En cierto modo ya tenía una labor encauzada y un plan para el futuro en la cabeza. Se había especializado en filología clásica. Una elección —ahora lo comprendía— instintiva y acertada. Se disponía a preparar la tesis doctoral. El tema minucioso y detallista que había elegido —«Aportaciones a la teoría del doble origen métrico rítmico del verso saturnino»— le encantaba. No tenía ambiciones; mejor dicho, no quería tener ambiciones. […] No le angustiaba el porvenir. Solo quería hundirse en el trabajo. Daba tres horas de clase en dos academias y con ello ganaba el dinero suficiente para sus gastos. El día de mañana, cuando quisiese estabilizar su vida, haría, por ejemplo, unas oposiciones a cátedra de Instituto. Con aquello podría vivir. No sé si en nuestros días Manuel sería partidario de los actuales planes educativos socialistas, la verdad, dada su vocación. ¿A que sorprende, sin embargo, que un titulado en Clásicas se convierta en protagonista de una novela? La particular idiosincrasia de Manuel, no obstante, va mucho más allá de su vocación académica, porque tras las muerte de su madre se siente un hombre sin vínculos emocionales de ningún tipo, lo que irá conformando una psicología individualista y misántropa muy difícil de sobrellevar. Como dice el narrador: Comprendemos y admitimos sin esfuerzo el juego humano del azar cuando asumimos el papel de espectadores, pero cuando en el reparto se nos asigna un papel de actor, la farsa se trueca en drama, y en drama íntimo. Y su personaje sabe mucho de eso que vivió acusadamente el propio autor, un hombre que siempre quiso fundar una familia y que nunca pudo, porque la vez que más cerca estuvo de ello, usó el dinero que había ahorrado con su prometida, para ayudara un compañero en extrema necesidad. Pasada la fiebre [la de su vida independiente y sin deberle nada al marido de su madre], se miró las manos y estaban vacías. Solo tenía libertad, la máxima libertad, pero también el máximo aislamiento, porque únicamente quien se ata a otro con deberes conocer la vida afectica, honda, que corre por la sangre. […] El hombre se había empeñado últimamente en buscar el mundo dentro de sí mismo. Una faena de locos.

         Un episodio de la novela es muy llamativo. Tras la Guerra Civil,  Manuel decide escribir un guion cinematográfico sobre la aventura de la liberación de los nacionales que querían pasar a zona amiga para huir de la represión en la zona republicana. El guion acaba en manos de un productor que acaba interesándose por él, pero cuando finalmente deciden reconvertirlo para rodarlo, Manuel se entera de que nada de la aventura que él vivió se respeta en el guion, lo que le supone un enfado monumental que lo lleva a retirar el guion que ya iba a rodarse en los estudios  Kinefón, situados en la calle Vergós, cerca de Sarrià, llamados así  desde 1940, los mismos que fundara Roberto Wahl con el hombre de Trebor:  —¿Qué quería usted? ¿Qué hiciese una película de propaganda roja?  […] Yo no me opongo a que se haga propaganda verde, roja o azul, siempre que se haga de buena fe, porque para mí es respetable todo hombre cuando obra con sinceridad, siguiendo los dictados de sus convicciones y sentimientos. Está claro que una respuesta así formaba parte de las dificultades que podría tener cualquier texto para pasar la censura, algo que no se «relajaría» hasta la famosa Ley de Prensa de Manuel Fraga de 1966.

         Cuando conoce a un pintor que lo introduce en el mundo de las apuestas de quienes han hecho sus fortunas con el estraperlo, ¡y qué curiosa teoría, la del personaje, sobre el estraperlo!:

—El estraperlo no es ningún negocio privado.

—¿Va usted a hacer la apología del estraperlo?

—No, no; de ninguna forma. El estraperlista suele ser un tipo mediocre y vulgar cuya única ciencia consiste en saber quién tiene una cosa que otro necesita, porque para mí el intermediario es el estraperlista químicamente puro. Por lo general suele ser buen padre de familia y un hombre serio en sus tratos.

—Pero daña a la sociedad.

—No, señor. La sociedad, el mundo ya está dañado hasta la raíz, que no es lo mismo. Tanto valdría que me dijese que los gusanos dañan el cadáver.

Constituye una escena corriente encontrarnos un buen día por la calle a un amigo que a nuestra pregunta: «¿A qué te dedicas?», responde con sencillez: «Al estraperlo». […] El estraperlismo es un tumor social, una enfermedad pública, que solo los Gobiernos pueden combatir, tienen el deber de combatir, aunque por desgracia su labor resulte bastante estéril., a Manuel, que le ha brotado de repente la «necesidad» de hacer dinero, algo que siempre había despreciado, se le pasa por la mente un plan que choca, para el lector, con todo lo leído sobre él: decide presentarse en casa de su padre adoptivo, haciéndose pasar por un hombre casado, pues como su esposa presenta a su familia adoptiva a Irene, una prostituta con la que ha decidido convivir, y le propone que el viejo maestro de las timbas y los garitos le ayude, con el trucaje de las barajas, para sacarles los cuartos a quienes, en el caso de descubrir la trampa, no se arriesgarían a ir a la policía con el cuento, desde luego.

         Paulina, la hija de la amante, quien le estafa al padre de su hija 80.000 pesetas, lo que le provoca un infarto que lo pone al borde de la muerte, decide abandonar a su madre e irse a vivir con el padre, quien siempre la ha colmado de mil atenciones. A ese hogar, en el que el hijo, León, vive esclavizado por el padre en la almoneda, sin pagarle un sueldo, salvo una propina corta para sus escasos gastos personales, llega Manuel con su flamante esposa, Irene, con una intención que levanta las sospechas de Paulina, quien vigila para que el padre no se meta en negocios turbios de los que le provenga un mal que le destroce la vida. El personaje de Paulina, quien asegura que no ha pensado nunca en casarse, representa el de una mujer con estudios superiores y con una libertad sexual absoluta, lo que choca con los dos voyeurs, León y el padre de los tres, que observan desde la oscuridad cómo se desnuda una vecina, Lucía, a la que León quiere ayudar tras quedarse con un dinero de la caja que no anota en los libros. Por esa coincidencia les va a llegar a los lectores el drama de la novela, una solución in extremis que pone patas arriba la historia y provocará un desenlace que reordena las vidas de los protagonistas y del que prefiero no revelar nada.

         Mañana es ayer es una novela muy fiel a una época turbulenta de nuestra Historia y en ella hay, no podía ser de otra manera juicios sociales, morales y políticos de todo orden, aunque en ningún caso moralina ni sermones hueros, porque el personaje protagonista, Manuel, es, literalmente, un expósito, «expuesto» a una vida incierta sin asideros familiares ni emocionales, una suerte de Lázaro de Tormes que ha de ingeniárselas para encontrar su lugar en el mundo. En el capítulo de los juicios políticos, destaca el que formula el personaje sobre los niñatos de Falange: Manuel le replicó que la Falange era un grupito de señoritos desocupados que querían jugar a la política con la fuerza de sus bíceps y que se pegaban con los socialistas o con los comunistas lo mismo que podían organizar con ellos un partido de fútbol o de rugby. En resumen: que eran unos seres superficiales y frívolos, chicos mimados de casas ricas sin dos dedos de frente. De mayor calado es, a mi parecer, la impresión que tiene el personaje sobre las características profundas de la etapa que le toca vivir: Yo aspiraba a vivir en un mundo en donde no se clasificasen a los hombres en rojos y blancos, sino en honrados y sinvergüenzas, pero vivimos en una época singular. Pocas veces se ha llegado en la Historia a una polarización tan extrema entre ética pública y ética privada. Y por aquí es por donde nos percatamos del íntimo vínculo moral que une esta propuesta novelística con la que critiqué hace poco de Sebastián Juan Arbó, Nocturno de alarmas, si bien esta puede considerarse, propiamente, una novela política frente al fresco familiar que nos ofrece con buen pulso narrativo Juan José Mira, un autor en el que, acaso, algún explorador de la Filología debería internarse con método y paciencia. Cerremos con una acertada consideración heraclitiana sobre la naturaleza del ser: Cuando el pasado está en orden, acorde con nuestro íntimo sentir, el objetivo aparece claro. Estamos satisfechos del blanco que muerde nuestra flecha y del arco que nos impulsa. El hombre es una trayectoria en el tiempo y quien pretenda borrar las huellas de su paso se encontrará perdido.


Nota bene: Si algún audaz y perseverante aspirante a escritor mediático se atreve a novelar la vida gris del Primer Premio Planeta y presenta la obra al premio, es muy posible que la tengan en consideración. De nada.

2 comentarios:

  1. Una errata, D. Juan: "las dificultades que podría tener cualquier TETO para pasar la censura".
    Hay algo en ese "héroe" que quiere dedicarse a los estudios clásicos que me recordó El amigo Manso, de Galdós, que leí hace muchos años.
    Nos trae una novela sobre los tiempos duros de la guerra y la postguerra, y no es la primera, y vuelve a mencionar las dificultades de publicar algo mínimamente crítico en aquellos tiempos. A veces me pregunto qué novelas se publican hoy -en este hoy libérrimo- con similar carga crítica.
    Muchas gracias, D. Juan.

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    1. Gracias por esa vista aguda que ya me ha permitido enmendar el fallo. Estoy exprimiendo un portátil heredado de mi hija y lucho constantemente contra un teclado la mar de adverso, como la colocación de la "ç" junto al acento "´", lo cual, a la hora de buscar en Google, por ejemplo, me supone un auténtico quebradero de cabeza. Un caso muy desdichado, este de Juan José Mira, pero si en algo he contribuido a resarcir su hombre frente al espeso olvido, me doy por satisfecho. Nunca sabe un escritor qué lugar acabará ocupando en la memoria de los lectores; pero el único indeseable es el de ser sepultado por el hormigón del olvido. Dentro de poco entraré en una de Luis Romero, pero no en la conocida del Premio Nadal, "La noria". A ver qué me depara. Le agradezco su presencia, que justifica, no lo dude, mi perseverancia.

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