viernes, 3 de enero de 2025

«El diablo en el cuerpo», de Raymond Radiguet o la precocidad suma.

 


Una madura novela sentimental escrita a una edad, dieciocho años,  en la que aún, la mayoría de los jóvenes, está rompiendo el cascarón de la existencia…

          La precocidad extrema en el desarrollo intelectual, con frecuencia asociada al fallecimiento prematuro, por propia o ajena mano (la de Átropos e imitadores), como el caso de Otto Weininger, Hildegart Rodríguez, Jim Morrison, Egon Schiele, Janis Joplin Évariste Galois o en quien hoy me fijo, Raymond Radiguet, invita a escribir un capítulo —acaso ya escrito, que mis lagunas son aterradoras, por lo vastas y profundas…— de la historia de la teratología, ciertamente.

Si algo me llama la atención del estreno literario de Radiguet es que lo hiciera con una novela, género propiamente de madurez, frente a la poesía, que parece admitir de mejor grado la precocidad genial, como es el caso de Rimbaud o de Rubén Darío; y una novela amorosa, además, que cualquier lector leerá como si hubiese sido escrita por un experimentado hombre de mundo que cuenta su aventura galante entretejiéndola de observaciones sobre la existencia, el amor, la Historia y la sociedad que sorprenden por su madurez y su nivel de conceptualización. Parece, el autor, como se dice coloquialmente, «de vuelta de todo», cuando, en realidad, está comenzando a vivir.

Sí, se trata de un caso atípico, eso está claro: prefirió dejar los estudios y dedicarse a leer, ¡y a fe que lo hizo con enorme provecho!, porque no se trata ya del estilo o del plan narrativo, sino, como vengo diciendo, del alto nivel de sus consideraciones sobre una variada gama de realidades, entre las que el análisis del proceso amoroso ocupa un lugar muy destacado. Lo llamativo, con todo, es la naturalidad con que nos habla de la relación que mantuvo con una joven prometida y luego casada con un joven que estaba en el frente, durante la Primera Guerra Mundial. El autor — Voy a exponerme a no poco reproches. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Acaso fue culpa mía tener doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?— narra unos hechos autobiográficos y lo hace con total sinceridad, libertad y, sobre todo, efectividad, porque su capacidad para seducir al lector no deja lugar a dudas. A modo de premonición, resulta muy chocante que el primer episodio narrativo sea el intento de suicidio de una criada de la casa vecina, que era maltratada por el amo. Se deja caer desde el tejado, mientras el autor, aupado a hombros de su padre para no perder ripio del suceso, contempla el despeñamiento de la jovencita. Mientras le tiemblan las piernas.

          La novela fue un éxito desde el mismo momento de su publicación y el autor devino, casi inmediatamente, una celebridad. Amigo íntimo de Jean Cocteau, se le abrieron todas las puertas de la intelectualidad y el arte de su momento y, tras otra novela, no tan exitosa como la primera, murió a causa de la fiebre tifoidea a los veinte años. En esta novela hay unas líneas que pueden ser leídas como una absurda premonición de su muerte:  Me enardecía, me apresuraba, como las personas que han de morir jóvenes y van a marchas forzadas. […] Pretendía a los dieciséis años un género de vida que solo se desea en la madurez. Y sí, se advierte en el ritmo de la narración una suerte de extraño frenesí, como si quisiera vivir en pocos años toda una vida. De hecho, incluso llega, a edad tan temprana, a tener un hijo con su amante, lo que, en cierta manera, lo consuela de la muerte de ella, aunque sea el marido el que se encargará de la criatura, porque le pone el nombre del joven amante, y de ahí la ironía final de que ella muera llamando a su hijo, que el protagonista entiende como llamándole a él, porque la confesión que le hace poco antes de su separación es inequívoca: «Prefiero —susurró— ser desgraciada contigo que feliz con él» Son esas expresiones amorosas que no quieren decir nada, y que da vergüenza referir,  pero que, pronunciadas por la boca amada, producen embriaguez, escribe el protagonista, con ese aplomo suyo inidentificable con el adolescente que, más allá de vivir una pasión amorosa, se recrea en recontarla con una precisión y una sabiduría vital que asombra.

          Son muy frecuentes las alusiones a su condición de joven que no disfruta de la independencia necesaria para poder vivir a fondo su absorbente pasión amorosa. A pesar de que reconoce, de buen comienzo, que mis padres me mimaban y no me reñían nunca, la anómala situación de un joven cortejando a una mujer casada con un marido que defiende a la patria en las trincheras, suscita una oleada de rumores que llegan a los padres, de ahí que después de haber mantenido en casa una fachada digna, él [su padre] perdía toda moderación y, cuando yo pasaba varios días sin volver, enviaba a la doncella a casa de Marthe con un recado dirigido a mí, ordenándome que  volviera con urgencia; si no, comunicaría mi fuga a la prefectura de policía y demandaría a la señora L. por corrupción de menores. […] Al cabo de un rato volvía yo a casa, maldiciendo mi edad: me impedía ser dueño de mí mismo.

          Desde que se conocen, ella tiene fama local de excelente acuarelista, él inicia un proceso de «descubrimiento» que deriva rápidamente hacia los gustos literarios, algo que fue, durante mucho tiempo, una pieza clave en las relaciones entre jóvenes, porque el amor debía sustentarse en la afinidad de los gustos, en la identificación imprescindible del «alma gemela» que garantizara el sustrato último de la «afinidad electiva», siguiendo el modelo goethiano, autor del protorromántico  Las cuitas del joven Werther. No es El diablo en el cuerpo —título tomado de una narración de Giacomo Casanova en la que relata la relación amorosa que, teniendo él doce años, mantuvo con una joven de diecisiete…—, una narración romántica, sino un relato realista y, dada la época, muy desafiante. El hecho mismo de la infidelidad de una joven para con un marido que luchaba en el frente y la consideración de ese periodo bélico como unas largas vacaciones para el joven son aspectos que suscitaron no poca polémica en el momento de su publicación. En todo caso, estamos más cerca de una suerte de «educación sentimental» que de una novela deliberadamente transgresora. En el fondo, además, la visión de las relaciones amorosas se ajustan a un modelo hasta cierto punto muy conservador o machista, porque, como el narrador destaca: A fuerza de orientar a Marthe en un sentido que me convenía, iba formándola poco a poco según mi imagen. De esto me acusaba a mí mismo, y de destruir a sabiendas nuestra felicidad. Que se me pareciera, y que eso fuese obra mía, me encantaba y me contrariaba. Se trata de un comportamiento que durante mucho tiempo formó parte del modelo de relación amorosa: el hombre había de «educar» a la esposa que, usualmente, solía ser siete o diez años más joven que el marido (¡cómo oro en paño guardo un librito de Andrés Revesz, La felicidad en el matrimonio, profusamente subrayado y anotado por mi padre, quien acabó su matrimonio con un divorcio traumático, a punto de convertirse en uxoricida…!), y el narrador habla, tras relatar su semejanza de gustos literarios, de que el prometido de Marthe (Alice en la vida real) le prohibía según qué lecturas: Intenté averiguar sus gustos literarios; me hizo feliz que conociese a Baudelaire y Verlaine, y me encantó su modo de amar a Baudelaire, distinto, sin embargo, del mío. […] Su prometido, en sus cartas [desde el frente], le hablaba de lo que leía, y si bien le aconsejaba algunos libros, también le prohibía otros. Le había prohibido Las flores del mal. En la novela, sin embargo, ella es mayor que él, lo que lleva al joven adolescente a una sobreactuación inequívoca: Cuando conocí a Marthe, algunos meses atrás, mi pretendido amor no me impedía juzgarla, ni encontrar feas la mayor parte de las cosas que le parecían bellas, y pueril la mayor parte de lo que decía. Ese día, al contrario, si mis opiniones no coincidían con las suyas, yo mismo me quitaba la razón. Tras la rudeza de mis primeros deseos, la dulzura de un sentimiento más profundo era lo que me engañaba. No me sentía capaz de emprender nada de lo que me había propuesto. Empezaba a respetar a Marthe, porque empezaba a amarla.

          A pesar de ese dominio masculino atávico, destaca en el proceso de amores la sutil evolución del protagonista cuando descubre, como acabamos de leer en la cita, que se ha enamorado. Entonces, además del «diablo en el cuerpo», hace acto de presencia el «demonio de los celos», porque le resulta incomprensible que la joven acepte casarse con  el «rival», para quien no tiene, desde luego, muy buenos sentimientos: Le debía mi naciente felicidad a la guerra; esperaba de ella la apoteosis. Confiaba en que favorecería mi odio del mismo modo que un anónimo comete el crimen en lugar nuestro.

          El detalle psicológico de gran precisión aparece a lo largo de toda la narración, como nos muestran estos ejemplos que dan fe de la teratológica precocidad de Radiguet:

          A fuerza de vivir con las mismas ideas, de no ver, si se la desea ardientemente, más que una sola cosa, se termina por no apreciar la perversidad de los propios deseos.

          El amor, que es el egoísmo a medias, sacrifica todo a sí mismo y vive de mentiras.

          Ignoraba que, servidumbre por servidumbre, vale más ser vasallo del corazón que esclavo de los sentidos.

          Quizá sea cierto que el amor es la forma más violenta del egoísmo.

Los verdaderos presentimientos se forman en unas profundidades que nuestro espíritu no visita.

Viene esta recensión a cuento de haber visto la película de Claude Autant-Lara, con el mismo título de la novela, y protagonizada por un inconmensurable Gerard Philippe y una «madura» Micheline Presle que convertía la obra en algo así como una prefiguración de En brazos de la mujer madura, de Stephen Vizinczey, algo muy distinto del original de Radiguet. Y como se trataba de una de esas novelas que siempre tienes pendiente, he aprovechado para leerla y quedarme «de una pieza», como se decía coloquialmente…, ahora el elogio se reduciría a un «¡brutal!», y a otra cosa… Ahora, pues, que ya estoy al cabo de la calle de la historia original, me juzgo en condiciones de hacer la crítica de la película en el Ojo correspondiente.

 

 

 

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