domingo, 26 de enero de 2025

«Epistolario completo Ortega-Unamuno», edición de Laureano Robles.

 

Dos visiones autobiográficas y dos modos diversos (y no siempre coincidentes) de afrontar la reflexión filosófica y sociopolítica.

 

      A lo largo de casi 30 años no son muchas las cartas que cruzaron Unamuno y Ortega y Gasset, pero este epistolario completo reunido en volumen y cuidadosamente editado por Laureano Robles es una estimulante y provechosa lectura para entender una parte de nuestra historia sociopolítica y, por supuesto, subirse a un mirador privilegiado para contemplar la intimidad de dos pensadores de talla universal, cuyas respectivas obras deberían ser de lectura constante, aunque su desoladora percepción de la realidad española de su época es hoy, más de un siglo después de que iniciaran su intercambio epistolar, tristemente actual, dada la vertiginosa degradación democrática que estamos viviendo desde que la extrema izquierda y el neofascismo nacionalista han devenido los únicos sostenes de un disminuido y radicalizado partido socialista, con poco de obrero y perdiendo a pasos agigantados lo de español, en beneficio de no se sabe bien qué plurinacionalidad indefinible. Hacia el final del epistolario, en una de esas cartas escritas por Ortega pero que no llegó a enviar a Unamuno, fechada en 1933, leemos: Nos llegan tiempos de prueba y de confusión. Los cabecillas políticos no aciertan a desentrañar —desentrañar, ¿eh?— de los actos del pueblo —unas elecciones, por ejemplo— su estado de ánimo. ¡Es tan difícil desentrañar de actos estados! ¡Llegar al hondón de la conciencia comunal!  En otra, de 1907, el desaliento de Ortega ante la realidad le lleva al extremo de decir nada menos que lo siguiente:      Los españoles han sido hoy y siempre una raza simiesca, un arrabal de la humanidad. Pero entre ellos ha habido unos semi-hombres que no se han contentado con pensar en hacerse hombres sino que han querido asaltar a Dios, derretirse en todos los infinitos. Monos y sobrehombres: eso ha sido Celtiberia. Lo que no se puede buscar son hombres. Solo ha habido un castellano que siendo sobrehombre supo a fuerza de ironizarse tomar su sobrehumanismo como espectáculo, superarlo y llegar, si no totalmente, por lo menos teoréticamente a Hombre. Fue Cervantes. Esta opinión se condice con su reacción ante la lectura de la Vida de don Quijote y Sancho, de don Miguel: Por lo demás… ¡he llorado! —desde que soy platónico todo me hace llorar— pensando que a la hora de ahora es posible que no haya quinientos españoles que lo hayan leído y ni diez que lo hayan comprendido. ¡He ahí un fiel retrato de la soledad del intelectual en la España del primer tercio de siglo XX! Ambos tienen la sensación de, como se dice vulgarmente, clamar en el desierto, pero no por ello abdican de su alta labor intelectual con la esperanza de sacar a España del «marasmo» que denunciara una y otra vez Unamuno en su esforzada labor polígrafa.

          He llegado tarde al género memorialístico, acaso porque, muy quijotesco y bovariano a mi manera me perdí desde muy joven en el laberinto de la novelería, tan gustoso como terrible; pero será la edad, en su franja septuagenaria, la que me empuja hacia el recuerdo y hacia las vidas, hechos y escritos de los otros, no ficticios, sino reales, como si se declarara con ella, la edad, una última necesidad de realidad «palmaria» que acabara dándole sentido a tanta imaginaria como he vivido antes de abandonarla definitivamente. No estoy muy seguro de ello, pero como yo vivo de continuo en un poblado jardín de hipótesis de toda laya, advierto que ha crecido esta, y la riego. Y leo, de tanto en tanto, memorias, confesiones y epistolarios como un cotilla de la vida intelectual de los demás, cumpliendo acaso el viejo impulso de asomarnos a la ventana para ver la vida de los otros ya cercarnos a nuestros desemejantes… Unamuno y Ortega se llevan diecinueve años, son de generaciones muy distintas, uno, de la del 98; el otro, de la del 14. El primero aún arrastra la memoria de las guerras carlistas; el segundo, es un español abierto a las corrientes europeas del pensamiento, que tanto influirán en su concepción de Europa como una superación del nacionalismo, ese que Ortega define en estas cartas de este modo: El prejuicio nación es un octavo pecado capital. El atrabiliario rector de Salamanca, sin embargo, será un antieuropeísta convencido, el adalid del tan incomprendido «¡Que inventen ellos!», que en estas cartas justifica con tanto ingenio:  La luz elécttrica alumbra aquí tan hien como donde se inventó. (Me felicito de habérseme ocurrido este aforismo tan ingenioso). 

                      Como el género epistolar tiene mucho del típoco cajon de sastre,m del batiburrillo o del matalotaje, tiene el intelector una sensación de fuerte reparo ante el cruce de intimidades que no le han sido destinadas y que acaso han sido escritas amparándose en la lectura exclusiva que hará el destinatario. Otra cosa es que los corresponsales, como creo que ocurre en este caso, sean conscientes de que cualquier esrito de ambnos será suscetible de formar parte de su «obra», y contribuirá a fijar su perfil humano e intelectual definitivo. Accedemos, desde esta perspectiva, a unas manifestaciones íntimas muy alejadas del discurso elaborado, y leemos revelaciones ciertamente sorprendentes que nos acercan a una visión de ambos intelectuales muy distante de la imagen más divulgada de ambos. ¿Qué decir de esta sorprendente revelación de Ortega, al poco de iniciar su cruce epistolar con Unamuno:  Luego me agarra la convicción de que no sé ni una palabra de nada; pero así: ni una palabra. ¡Y piense ahora el intelector de estas páginas en la catarata de declaraciones ebrias de cuantos se reclaman «autoridad» intelectual a propósito de cualquier cosa, desde el conflicto entre Israel y los terroristas árabes hasta la fracturación hidráulica, pasando por las entretelas de las esferas de poder rusas! Como si supiera perfectamente con quién habla, que lo sabe, sabe definirse en los términos que apreciará profundamente su interlocutor: Me creo capaz de ser un hombre franco, bueno, justo, de aire libre, al mismo tiempo que entendido, aficionado, studiosus, lento y calientalibros. Sí, sí, con este último neologismo encantador, porque en las cartas suele desatarse una creatividad a la que no le aplicamos los criterios normativos de la obra pública, por supuesto. Remachemos, con otro fragmento de la misma carta primeriza, de 1904, esa sensación de «intruso» en la vida intelectual de Ortega: Nunca olvidaré las frases amargas, humanas, con que habla Turguenev, en Humo, de los diamantes en bruto, de su país: «No extendáis por Rusia la idea de que se puede hacer algo sin el estudio, ¡por Dios! No; aunque se tenga una frente como una hectárea, hay que estudiar, comenzando por el alfabeto; si no, hay que callarse y estarse quieto». Una de las cosas honradas que hay que hacer en España (como en Rusia), donde falta todo cimiento, es desterrar, podar del alma colectiva la esperanza en el genio que viene a ser una manifestación del espíritu de la lotería, y alentar los pasos mesurados y poco rápidos del talento. Seguro que no habrá ningún intelector que no reconozca en este párrafo el credo de los regeneracionistas como Costa o Lucas Mallada, y ello porque la sociedad española, tan deficitaria en el terreno educativo, necesitaba un impulso que tardará aún muchos años en llegar, y, según y cómo, aún, a pesar de todo lo conseguido, aún no se ha completado, sobre todo si atendemos a las pruebas internacionales que evalúan no solo a nuestros alumnos, sino al sistema educativo en su conjunto. No tardará mucho Unamuno, en 1906, en devolver una confidencia semejante, al hablar de la brava tormenta por que mi pobre espirituelo está pasando:  Cada vez me siento más solitario. Y ya apenas gozo si no con la compañía de los solitarios como yo. No me interesa nada de lo que interesa a la generalidad; no les interesa a ellos nada de lo que a mí me interesa.

          Parece una maldición, que los poderosos intelectos hayan de sufrir la soledad, como ese «pájaro solitario» del que predicaba Juan de la Cruz que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza. En este caso, la gozan ambos, a pesar de sus discrepancias, que las hubo, porque Ortega no es tan espiritualista como lo fue Unamuno, por supuesto. ¡Qué escalofriante, viniendo de quien viene, esta confesión!: Es el caso que habiendo hecho no pocos favores en esta vida a otros bípedos, no tengo un solo amigo, […] Años he buscado algún otro hombre que acordara con mi ánimo. Inútil. Todos están preocupados con la realidad, todos necesitan de su tiempo y del de los demás para ir a alguna parte; en la tierra donde es sentencia «fulano no va a ninguna parte» es casi imposible dar con alguien que no quiera ir a parte alguna. Pocos años después, aunque en la lectura se produce una suerte de continuo cronológico que salva los años y lo reduce todo a una larguísima conversación entre ambos…, Unamuno corresponderá a la humanísima confidencia de Ortega: Mi batalla es en este país que dicen atacado de individualismo y donde en realidad se odia la personalidad y carga a cada uno lo que en el otro es el hombre, pelear por el respeto y el interés hacia el hombre. Mi lema es: ecce homo, abrirme el pecho, aunque esto me cueste la vida, y decir: ecce homo. Y enseñar así a que cada cual haga lo mismo. El interés por el hombre concreto, palpitante, individual, ese interés que ha matado el confesionario. A mí me interesa usted personalmente, no sus ideas. Esta última idea del párrafo la reitera a lo largo del epistolario y la asocia a su cristianismo militante: Lo grande del cristianismo es ser el culto a una persona, a la persona, no a una idea. No hay más teología que Cristo mismo, el que sufrió, murió y resucito. Y solo me interesan las personas.

          Este epistolario recoge una pluralidad de intereses de ambos escritores que lo convierten, como dije al principio, en un privilegiado mirador sobre la España de aquellos años; pero me van a permitir que ponga el acento en las confesiones íntimas, porque esas expansiones el ánimo nos ofrecen un retrato, acaso poco divulgado, que es justo conocer, por acercarnos a nuestra experiencia individual la vida de aquellos dos hombres excepcionales en nuestra historia cultural: Estoy amargado, muy amargado. —le confiesa Unamuno—. Es cosa triste que festejen a las ideas expósitas a que por caridad dimos nuestro nombre y saluden fríamente y no más que por compromiso a los hijos de nuestra alma. […] La batalla entre el ambiente y yo llega al punto de mayor tristeza para mí. Quieren hacer mis mejores amigos una cosa de mí y yo quiero hacerme otra cosa. Una sensación de sentirse instrumentalizado que hirió profundamente a Unamuno, quien defendió su individualidad y su criterio aun a costa de enfrentarse a todo el mundo, y su final es una clara muestra de su coherencia. Ortega conoce a la perfección esa soledad de quienes moran en el encumbramiento del pensamiento y de la emoción: Mi querido Unamuno: todos tenemos nuestra soledad porque todos tenemos nuestro Yoecillo —Egunculus— pero la mía es más modesta que la de U. y de todo tiene menos de espléndida. Se trata de la soledad de quienes se mueven en el alto mundo de la especulación filosófica, social y moral, porque, como defiende Ortega: «La moral es la vida buena, el buen orden de la vida». Pero volvamos a la exigencia intelectual que rige la vida de ambos filósofos: ¿Cuál es el español capaz de olvidarse y despreocuparse por completo de sí mismo? ¿Para quién solo existan las ideas? Esto es lo clásico. Clásico es el espíritu que nazca cuando naciere está soterráneamente en comunicación con la corriente soberana de la eterna tarea humana, la que se cumple en horas de siglos. […] Lo clásico es pues lo sincero y lo sincero no es preocuparse en ser por fuera lo que se es individualmente por dentro, sino en no preocuparse de nada que no sea la idea. Ninguno de ellos, sin embargo, se ajusta escrupulosamente a esa exigencia rigurosa que plantea Ortega, porque el compromiso social en aras de una racionalización de nuestra vida política les llevó a dedicar muchos esfuerzos y un tiempo precioso a la labor política, con el convencimiento de que se trataba de un imperativo moral que no podían rehuir en aras de una labor solitaria, por importante que fuera. Ampliamente conocida es la vida de ambos como para reproducirla aquí, pero los dos pagaron un alto precio por esa dedicación, permanentemente sembrada de incomprensión por buena parte de una sociedad polarizada que respondía más a la propaganda barata que a la razón poderosa, casi me atrevo a decir que como en este sexenio ominoso de nuestra política actual… Al principio, 1904, Ortega se resiste: Creerá usted que es avaricia o temor a comprometerse; pero yo le aseguro que es respeto a las ideas, y —¡qué demonio!— cierto asco de entrar a formar parte, casi a sabiendas, del coro de ocas; pero no tardará en volcarse en esa dimensión política de su actividad intelectual: «Creo que estamos en momentos precisos para resucitar el liberalismo y ya que los de oficio no lo hacen vamos a tener que echarnos nosotros ideólogos a la calle. No hay más remedio: es un deber. Hay que formar el partido de la cultura».

          Algunos aspectos anecdóticos de ese epistolario llamarán la atención de intelectores suficientemente informados para apreciar algunos juicios llamativos, como el desprecio que manifiesta Unamuno por Gabriel Miró: Iría a informar en eso o en otra cosa si estuviese dispuesto a llevar una docena de palabritas nuevas como un Miró cualquier (pero qué huero y qué estúpido es lo de este levantino!) […] pero estoy en ánimo de cagarme en lo que llaman estilo y es todo lo contrario. Que informe el camello estridente, quiero decir, D. Melquiades, con su retórica sahárica en la que no hay más rocío que el del sudor. Se trata de una libertad de juicio con manifiesto animus iniurandi que solo se manifiesta al amparo de la confidencialidad del correo. Como cuando recomiendo al «espectador»: Hay que darse baños de bêtise humana. Son como los baños de fango. Y más usted que quiere ser el hombre de la calle. Lo más propio del hombre de la calle es aguantar los codazos de la muchedumbre callejera y las salpicaduras de barro de los coches. Por otro lado, no faltan datos anecdóticos como el recuento de los ingresos que tiene Unamuno como rector en la universidad de Salamanca, más lo que gana con los artículos en La Nación y otros ingresos, para declinar la oferta que le hace Ortega de irse a Madrid a ocupar una cátedra de Historia de las religiones: Ir ahí, a Madrid? A ese indecente, a ese bochornoso, a ese indolente, a ese repulsivo Madrid? A esa cueva de políticos, estetas, chulos, pedantes, cómicos y periodistas? Voy a probar cuánto tiempo puedo pasarme sin pisar eso, le contesta. De igual tenor podría considerarse la confidencia de las aspiración a la aurea mediocritas de quien en alguna carta firma Pepe Ortega: Yo deseaba casarme e irme a vivir a la sierra de Córdoba cerca de la ciudad en cuyo Instituto creo que va a haber vacante. La serenidad de Córdoba me enamora. Córdoba es una mujer en mis sueños.

          Permítanme concluir con la descripción que hace Unamuno de su modo de trabajar: Y si hay, según Schopenhauer, escritores que escriben sin pensar, otros que escriben porque han pensado y otros que piensan para escribir, los hay también, y creo contarme entre ellos, que piensan escribiendo. Una pluma en la mano es mi mejor excitante. Y es como mejor me refuto a mí mismo y me contradigo.

          El resto de maravillosos descubrimientos de este epistolario lo conocerán quienes se acerquen a él, y ya les aseguro que lo harán con insólito provecho.   

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