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En el mundo de
las Letras, Rubén Darío acuñó un concepto, los «raros», que aplicó, sobre todo,
a poetas simbolistas franceses poco a nada conocidos incluso por lectores
contumaces. Paul Valèry, más incisivo, acuñó el de «poetas malditos», tomando
como pie un verso del poeta maldito por excelencia, Charles Baudelaire, a raíz
de la descripción del poeta que hace Baudelaire en el poema Bendición y
de su convicción, escrita en su poema La voz, de que: Son más bellos
/ los sueños de los locos que los del hombre sabio. Más adelante, Georges
Bataille, propuso la existencia inequívoca del mal en la literatura a través de
ocho autores muy significativos: Emily Brönte, Baudelaire, Michelet, William
Blake, Sade, Marcel Proust, Franz Kafka y Jean Genet. La nómina de «raros» y
«malditos» es bastante mas larga, y se infla o mengua en función de quiénes
sean los compiladores y su particular dimensión de la «rareza» y el
«malditismo», pero está claro que el éxito literario no está reñido con esos
autores, porque en esa nomina encontramos desde autores totalmente marginales,
como Leopoldo María Panero, hasta consagradísimos como Edgar Allan Poe o Sylvia
Plath. Se trata de autores usualmente poco conocidos, como Mynona,
Salomo Friedlaender, o Edgar Saltus, autor favorito de Henry Miller, quien, a
su vez, también podría figurar en esta nómina, más nutrida de lo que, a primera
vista, pudiera pensarse. A todos ellos los caracteriza, en buena medida, haber
vivido vidas difíciles, complicadas, trastornadas o trágicas. No todo maldito
es un suicida; pero muy probablemente cualquier autor suicida acabe siendo
considerado un maldito, como Plath o Pizarnik, aunque, para no caer en
determinismos absurdos, otros suicidios, como el de Hemingway o el de Larra, no
les permiten acceder a tan selecto club.
No es mi
intención ni definir ni explorar esos conceptos ni, por supuesto, considerar
las candidaturas más idóneas a figurar en ellos con derechos de propiedad
indiscutibles. Basten esas líneas de presentación para contextualizar la
introducción de un personaje que no solo habría de figurar en esa nómina, sino
que cumple, además, con los requisitos que suelen caracterizar a muchos de sus
colegas: un dominio expresivo muy notable, un pensamiento que no sin violencia
podemos llamar «disolvente», a fuer de corrosivo, moral e intelectualmente, y
una vida tan particular que, en la vía ordinaria de la identificación con los
valores tradicionales burgueses llega a la más insólita de las transgresiones,
como es el caso de Albert Caraco (1919-1971), hijo de un banquero sefardí
afincado en Turquía, quien, a causa de la Segunda Guerra Mundial, se refugia,
tras haber vivido en varias capitales europeas, en Uruguay, nacionalidad que
conservó nuestro escritor, aunque la familia se instaló de forma permanente en
París y es el francés la lengua en la que están escritas sus obras, precursoras
indiscutibles de la del rumano Émile Cioran, aunque no me consta que ambos se
hubieran conocido. Lo que los
une, en todo caso, es su singularidad y su marginalidad, aunque el éxito
literario de Cioran lo aleja de las cuatro paredes como todo auditorio en que
reconoce Caraco que vive, tal y como lo expresa en su vitriólica Breviario
del caos: Yo elevo un canto de muerte
sobre eso que va a perecer, y frente a nuestros regentes del exceso, frente a
nuestros impostores mitrados y frente a nuestros sabios, de los cuales la mayor
parte no alcanza la edad del hombre, yo, solitario y mal conocido, profeta de
mi generación, tapiado vivo en el silencio en lugar de ser quemado, les
pronuncio las palabras inefables que mañana los jóvenes repetirán en coro. Desde
1946 vive en su pequeñísimo mundo familiar, entregado a la lectura de libros de
viajes y escribiendo una obra sin público: Mi auditorio son las paredes de
mi cuarto, escribió en Mi confesión. Caraco se reconoce en la
complejidad absoluta de una vida sin parangón en la que la escritura se
convierte en profesión no remunerada salvo para solaz y justificación de sí
mismo: Estoy lleno de meandros, y encima escribo, y ya está dicho todo, me
pierdo siguiéndome a mí mismo.
Fue en el
magnífico volumen misceláneo de Luis Valdesueiro, Las esquinas del día
(Divagaciones, 2009-2013), cuando leí por primera vez, hace unos meses, el
nombre de Albert Caraco, y, por la presentación que hacía Valdesueiro de él, me
sentí impelido a ampliar la información, momento en el que descubrí que era el
autor de un libro, Post mortem, dedicado a su madre, con motivo de su
fallecimiento. Lo adquirí, lo leí y, después, conseguí una versión on-line
de su tremebundo Breviario del caos, un libro en el que se exhiben
algunas ideas que, en nuestros timoratos y pacatos días, propensos a asustarse
de cualquier nimiedad transgresora, quizá hubieran dado con los huesos del
autor en una severa mazmorra, a medio camino entre la de la Isla del Diablo, de
Papillon, la de If del Conde de Montecristo y la turca de El expreso de
medianoche, de Alan Parker, y ello a pesar de que lo importante supo verlo
Oscar Wilde con total nitidez en el prefacio de su Dorian Gray: There is no
such thing as a moral or an immoral book. Books are well written, or badly
written. That is all. A mí, sin
embargo, lo que más me llamó la atención del artículo de Valdesueiro fue saber
que Caraco era el autor de Post
mortem, porque a este Diario… ya traje en su momento una obra
relativamente parecida: Carta a mi madre, de Georges Simenon, escrita también
tras la muerte de su progenitora, por lo que ninguna de las dos, ni la de
Simenon ni la de Caraco, leyeron la última palabra de sus hijos sobre ellas.
Me sigue
pareciendo pertinente el modo como abrí aquella entrada dedicada a Simenon: A nadie se le escapa que las relaciones de
uno, cuando está tocado por la sana codicia de la autonomía e independencia
personales, con la madre del mismo uno son lo que podríamos llamar con suave
eufemismo que lo descubre todo: «materia delicada». No hay, como es obvio,
relaciones madre-hijo estandarizadas y, por consiguiente, cada caso es tan
singular como repetidos puedan ser los sentimientos o las circunstancias
vividos. Con todo, que levanten la mano acobardada aquellos que no comulguen
con la primera confesión epistolar de Simenon: Mientras viviste nunca nos
quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos.
Hay en nuestra sociedad, a pesar del
famoso heteropatriarcado tan traído y llevado, manoseado y tergiversado, un
culto a la madre que yo he vivido muy de cerca en la propia figura de mi padre.
Una idealización más allá del bien y del mal, esa que se tatúan los legionarios
y por la que están dispuestos a morir por defenderla: «Amor de madre». No por
rebelión contra el padre, sino por azares de la personalidad individual, la «materia
delicada» de la relación materno filial, en mi caso, daría, también, para otra
carta como la de Simenon o la de Caraco, aunque el temor a ser injusto aún me
paraliza. En todo caso, leer las relaciones de otros con sus madres es algo que
me atrae, porque garantiza la singularidad y, usualmente, evita los clichés y
las repeticiones.
Albert Caraco llevó
una vida subordinada a los deseos de su madre, con quien se entendía y a quien casi
veneraba, pero a quien, como dice desde el comienzo del libro, no quería: La
Señora Madre ha muerto […] Me pregunto si la quiero y ,e veo forzado a
responder: No, le reprocho que ,me haya castrado, poca cosa en verdad,
pero…, y a quien reprochaba amargamente que lo hubiera parido, porque, como
concluye en ese primer texto del libro: … y además me ha traído al mundo y yo
profeso aversión al mundo. Con todo, y aunque esa apertura parece preludiar
una nutrida catarata de reproches, el lector va a encontrarse con una aceptación
sumisa de una vida «moldeada» por la madre, incluida su propia condición de
escritor solitario pero contumaz: Si soy escritor, algo tiene que ver la
Señora Madre, descubrió en mí talento, me insufló coraje, me apoyó frente a mí
mismo y los demás.
La vida
familiar de Caraco, con mínima exposición social, pero siempre en círculos de
la alta burguesía y la aristocracia lo lleva a identificarse con Marcel Proust,
e incluso es capaz de brillar públicamente, al tiempo que exhibe unos modales y
una educación exquisita, porque Caraco, como no puede ser de otro modo, es un
lector empedernido y, mucho tiempo después, un escritor compulsivo. Sin un
editor como su amigo y admirador Vladimir Dimitrijevic, quien lo retrata como
un «mandarín solitario de gestos mesurados e impasibles», según nos revela
Justo Navarro en la Introducción, es muy posible que su obra hubiera
permanecido desconocida durante mucho tiempo, y hubiera corrido el riesgo
seguro de perderse. Recordemos que la aversion al mundo de Caraco no es
retórica, sino profunda convicción que lo llevará, después de anunciarlo, a
suicidarse por ahorcamiento —una muerte muy bíblica en quien asumía y despreciaba
su condición de judío no practicante— tras la muerte de su padre. Algo parecido
se avanza ya en uno de los textos de Post mortem: La Señora Madre ha
muerto, o me ahorco o la olvido, quise destruirme, me pareció que tenía algunos
libros en la cabeza, decidí vivir el tiempo necesario y olvidar la
aniquilación, mi Semanario no tenía otro fin, me he sacado del abismo al que me
iba a precipitar. Buena parte de Breviario del caos es la proclamación de
sus deseos de extinguir a más de la mitad de la población de la Tierra, porque,
como una suerte de tenebroso ecologista radical, considera que la Humanidad es
el cáncer del planeta y ha de ser eliminado, razón por la cual sobra, a su
juicio, toda esa población que no hace otra cosa que contribuir a la degradación
del planeta y, a medio plazo, a su desaparición. Me adelanto al Breviario
cuando aún no he comenzado a desentrañar la curiosa relación de Caraco con su
madre: Con cien millones de humanos la Tierra sería el Paraíso; con los
miles de millones que la devoran y la deshonran ella será el Infierno de polo a
polo, la prisión de la especie, el cuarto de tortura universal y la cloaca
llena de locos místicos subsistiendo en sus desechos. La masa es el pecado del
orden, es el subproducto de la moral y de la fe, eso basta para condenar el
orden, la moral y la fe, pues no sirven más que para multiplicar a los hombres
y convertirlos en insectos. Volvamos a ella, porque madre e hijo acaban
formando una simbiosis casi perfecta.
El libro nos
habla de las relaciones entre ambos, pero también nos relata el proceso de la
enfermedad que la lleva a la muerte entre terribles dolores que persuaden al
hijo de lo humana que hubiera sido la eutanasia, de haber ella aceptado, por
supuesto. La madre muere en 1963, y él publica su libro en 1968. El lector, a
pesar del dictamen inicial que expresaba su desamor, halla en los textos siguientes
una admiración profunda hacia lo gobernó de forma casi avasalladora, quien quiso fundir su personalidad
con la de su hijo, formando un reducto privilegiado en el que ambos vivieran cómodamente,
al margen del padre, durante toda su vida. La madre era la maestra que le
enseñaba al hijo lo perversas que pueden ser las mujeres, y sus muchas artes de
encantamiento, razones que alejaron a Caraco de cualquier mujer y de la ficción
cursi del amor. Ambos podían hablar de arte, de filosofía, de literatura, y aun
de frivolidades sociales, desde una comunión de juicios tejida en el seno de la
relación madre hijo más claustrofóbica que pueda imaginarse, aunque ellos la
vivieran como una bendición. Herencia de esa relación provechosa y fluida fue
la huida de toda efusión sentimental en sus escritos: Mis ideas me prohíben
el pathos, mi estilo me protege incluso de rondarlo. Algo de esas ideas ya
lo hemos conocido, pero lo que vendrá después rozará lo escalofriante. Su
estilo, sin embargo, tanto en uno como en otro libro, es el de la enunciación
fría, objetiva, serena, próximo en todo momento a los hechos ( El mundo es
lo que es y los símbolos son fantasmas)
como última palabra de lo real en que vive Caraco con un aplomo que procede de
su nihilismo absoluto. Pensemos en esta contundente declaración de principios
recogida en su obra Mi confesión: Si hay un hombre que tiene derecho
a odiar y despreciar el mundo, ese soy yo; mi trabajo rebosa odio y desprecio
por él, lo que lo coloca en el rango de obras ascéticas. No me gusta ninguno de
los países donde tuve la desgracia de vivir, no me arrepiento de ninguno, los
otros donde no me acerqué, me son indiferentes y ni siquiera quiero conocerlos,
la desaparición de tal y cual con sus habitantes no me haría suspirar y solo me
arrepiento de las obras de arte, las piedras tienen más importancia para mí que
los hombres. El hombre es el bien menos preciado de muchos, es un insecto sin
alas y que huele mal, al contaminar el aire, el suelo y las olas, un gran
científico lo llama cáncer de las ecuménicas, la humanidad se está extendiendo
por nuestro planeta como enfermedades incurables y cuando todas las
enfermedades estén curadas. Desde esta perspectiva, el retrato de la madre
supura una objetividad que nos habla de su relación como si de una pieza de
museo se tratase: La Señora Madre tenía una filosofía bastante semejante a
la que profeso en estas páginas, no quiso un segundo hijo y esta resolución la
había tomado apenas salida de la infancia: la visión de tantas familias
numerosas y todas desgraciadas, por numerosas, le dictó la razón de su
conducta. Su desconfianza en lo que respecto al amor, del que me alejó, no era
ajena a tales motivos. Me recomendó un egoísmo razonable y me armó contra toda
ebriedad.
El retrato que
emerge de la madre en Post mortem es el de una mujer vital, llena de
recursos, bella, con un admirable dominio de sí y capaz de deslumbrar a su
hijo, quien ve en ella no tanto un ideal como un escarmiento de lo que las
mujeres, como antagonistas, son, aunque se reconoce inferior a ella en muchos
aspectos, sobre todo en el vitalismo que tan ajeno le es a quien siente
aversión hacia el mundo: Ella había superado su caos natural, su admirable
carácter fue un sistema de defensa, yo no he superado el mío, indudablemente me
costará la vida. La figura de la madre, bella como lo atestiguan las
fotografías, no es la expresión de una naturaleza venida así al mundo, sino el producto
de una conquista trabajada a lo largo de su vida: Ella era el orden y
despedía luz, pero esta apariencia solo fue, después de todo, una incesante
conquista al caos y las tinieblas. Y ahí, en ese caos no vencido es donde
Caraco se individualiza frente a su madre, quien, como mujer, no esconde que la
belleza y la coquetería son atributos a los que ni se puede ni se debe
renunciar: Decía tener la belleza del
diablo. […] Conservó su disciplina de coquetería hasta las puertas de la
muerte, pues conocía bien el mundo y no se engañaba respecto al espíritu que lo
anima en lo que concierne a las mujeres, imperdonables en cuanto dejan de
seducir. Ya se advierte lo muy lejos que tales convicciones están del
discurso feminista hoy reinante, aunque esa visión del mundo de la madre de Caraco
aún la compartan muchas mujeres. De hecho, Caraco echa mano del folclore para
sintetizar el ideal de mujer en un personaje, Melusina, que, curiosamente, he
leído muy recentísimamente en Gualba, la de mil veus, de Eugeni D’Ors,
por ejemplo. Ese mundo festivo de las apariencias y la frivolidad nada tiene
que ver con Caraco, pues, aunque participe junto a su madre en esos fastos
sociales, su pensamiento lo aboca a una reflexión más amarga: Las bellas
apariencias, las risas, los juegos, las tonterías y las zalamerías, la espuma
del mar profundo y bajo la espuma un mundo negro en el que no nos pertenecemos
a nosotros mismos, sino a la especie. Y si algo quiere nuestro autor es
distinguirse de la especie, no querer saber nada de ella, ni de sus obras ni de
sus pompas ni de sus creencias. En ello halló aliento, en parte, en el
descreimiento de su madre, quien vivía, junto a su hijo, al margen de la
religión: La Señora Madre se burlaba de la religión, jamás practicó ninguna,
renunció a sus supersticiones, en los años que precedieron a su muerte se hizo
filósofa. Y de ahí saca el hijo su propio anticredo: Dios no nos ama y
no es un objeto de amor, el Misticismo solo es en el fondo un Narcisismo y el
Dios personal solo es un absurdo, la necesidad que tiene los miserables de
sentirse consolados prueba la bajeza de los miserables y no la evidencia de las
figuras que se imaginan…
Podría seguir
con el retrato pormenorizado de una intensa relación que Caraco tiene el don de
sintetizar en las breves 127 páginas del texto, pero, antes de pasar a su
disolvente ideario expresado en Breviario del caos, recogeré la suprema «enseñanza»
que legó a su hijo el relativamente luminoso junto a quien Caraco pasó casi
toda su vida: Me aconsejó no buscar la felicidad y me aseguró que todas las
desgracias derivan de su búsqueda, y las únicas palabras de su madre que aparecen
en el libro: Solo para mi te educaba, no me creía una madre devoradora y te
he mutilado, pobre hijo mío. Deberías desconfiar más de tu madre, sin desearte
mal, no te hago todo el bien que quisiera y, a mi pesar, es en mí en quien
pienso. Sé un poco más brutal, un poco de ingratitud me tranquilizaría, somos
todos en el fondo temibles egoístas. Quizás por ello mismo Caraco se sintió
en la obligación de todo lo contrario, esto es, asegurarle su unión incondicional
y eterna, hasta que, propiamente, la muerte los separase: La Señora Madre fue, lo reconozco, una
atormentada, pero llevaba en sí misma los remedios y sus alegrías tenían la
fuerza que les faltaba a sus penas, por otra parte siento que fui uno de sus
remedios y que mi matrimonio la hubiera dejado absolutamente sin consuelo.
Breviario
del caos es un libro nietzscheano, en el sentido del desprecio de las
masas, seres inferiores cuya misión no es otra que destruir un planeta en el
que un número reducido de seres podría vivir confortablemente sin la amenaza
constante de que salte por los aires por efecto de la temida superpoblación,
que ya denunciara Malthus en su día, temor que no hace mucho recogió la
presidenta del Fondo Monetario Internacion al Christine Lagarde, al quejarse de
que los humanos tendíamos a ser, en términos económicos, insosteniblemente
longevos; esa minoría, sin embargo, no la relaciona Caraco con la creencia en
el superhombre niezscheano, en el que
Caraco no parece creer, dada su muy negativa opinión sobre la especie humana en
general. Su perspectiva es, como antes anticipé, la de un defensar a ultranza
del planeta, del que la superpoblación es una enfermedad crónica: El mundo es feo, lo será cada vez más, los
bosques caen bajo el hacha, las ciudades crecen engulléndolo todo, y por
doquier los desiertos se extienden, los desiertos son también obra del hombre,
la muerte del suelo es la sombra que las ciudades proyectan a la distancia, se
une a eso en el presente la muerte del agua, después será la muerte del aire,
pero el cuarto elemento, el fuego, subsistirá para que los otros sean vengados,
es por el fuego que moriremos en nuestro turno.
Sabiendo, en consecuencia
que vamos directos a la catástrofe y que la ingenua fe en el progreso se ha
visto contundentemente desmentida por la realidad de una doble degradación:
moral y física, de la sociedad y del planeta, los diagnósticos y los remedios
de Caraco rozan aquello que él denuncia en uno de sus lucidos diagnósticos: la
demencia: En el universo, donde nos
hundimos, la demencia es la forma que tomará la espontaneidad del hombre
alienado, del hombre poseído, del hombre rebasado por los medios y convertido
en esclavo de sus obras. La locura incuba desde ahora bajo nuestros inmuebles
de cincuenta pisos, y a pesar de nuestros intentos por desenraizarla, no
llegaremos al punto de reducirla, ella es este dios nuevo que no sosegaremos
incluso rindiéndole una especie de culto: es nuestra muerte la que
incesantemente reclama todo. Y ahora pensemos en la patologización constante
de la vida en Occidente desde el cambio de siglo hasta nuestros días, para
percatarnos de que poco hay de exagerado en el diagnóstico de Caraco.
Pocos retratos
tan demoledores de nuestro presente como este que traza Caraco a finales de los
años 60 y que se conoce en una publicación treinta años después de su muerte. Sorprende
que ya entonces intuyera nuestro autor conflictos sociales que forman parte hoy
de nuestro presente más acuciante, y más sorprende, ¡y aun escandaliza!, sus
propuestas de solución a esos problemas. El título no engaña, por supuesto, y
ese caos irrefragable, al pensar de Caraco, va a tener en su persona no ya un
debelador, sino un notario y un polémico legislador: Nosotros estamos en el
Infierno, y no tenemos otra elección más que la de ser condenados atormentados
o ser los diablos encargados de su suplicio. Condición añadida es el título
de profeta de esa caos que Caraco se reserva: Yo elevo un canto de muerte sobre eso que
va a perecer, y frente a nuestros regentes del exceso, frente a nuestros
impostores mitrados y frente a nuestros sabios, de los cuales la mayor parte no
alcanza la edad del hombre, yo, solitario y mal conocido, profeta de mi
generación, tapiado vivo en el silencio en lugar de ser quemado, les pronuncio
las palabras inefables que mañana los jóvenes repetirán en coro.
Para un convencido,
como yo, de que vivimos, al menos en España, en un Todovalismo que degrada
nuestra democracia, cómo va a sorprenderme que un «profeta» como Caraco
descubra que ese nivel de incoherencia formaba parta ya de la realidad europeas
tanto tiempo atrás: La libertad de incoherencia ha reemplazado a las otras,
y nosotros ya no renunciaremos a ella, las artes lo ilustran y las letras a
ella nos remiten, ¿qué digo?, las ciencias en ella se reconocen y los más
grandes sabios renuncian a la idea misma de síntesis. Ahora bien, la idea de
síntesis retirada, la coherencia es imposible y el Humanismo no es más que una
vana palabra; hace mucho tiempo que la mesura no está más de moda y nadie
piensa guardarla, pero con ella un segundo elemento del Humanismo cae; con respecto
del tercero, la objetividad, no tenemos ya el espacio necesario y es otra
paradoja el triunfo de la subjetividad entre los hombres de ahora, a pesar de
la lección de las ciencias, más objetivas que nunca. He aquí por qué el
laberinto es la figura de nuestra evidencia, pues su imagen nos entrega el
breviario del tiempo, el laberinto es legión y no conseguimos ya comunicarnos,
no tenemos más un denominador común, somos irreales y nos complacemos en serlo.
¿La palabra comunicación estaría a la moda si la comunión no fuera
problemática? En verdad, somos una legión de soledades y, sin embargo, rodamos
confundidos, presas de aquello que mezclándonos, no para de aislarnos. De
igual manera, ¿a quién sorprenderá un análisis que podríamos firmar hoy sin cambiar una coma de
cuando Caraco lo hizo?: Nos volvemos cada vez más conservadores y llegamos a
mantener las antiguallas más caducas y más vergonzosas, nuestras revoluciones
son puramente verbales y cambiamos las palabras para darnos la ilusión de
reformar las cosas, tenemos miedo de todo y de nosotros mismos, encontramos la
manera de eliminar la audacia exasperando la audacia y de tener ocupada la
locura exagerando la locura, no nos oponemos a nada y lo abortamos todo, es el
triunfo de la desmesura enfeudada en la impotencia. Y de ahí el corolario
inexcusable: Nunca los exploradores del mundo fueron tan miserables, los
pesos y medidas son falsos, los puntos de referencia todos problemáticos, por
no hablar de la aceptación de los términos, entramos en el caos de las ideas y
es a lo que la prostitución de las palabras nos encaminan.
Es, sin
embargo, en las «recetas», donde Caraco adopta una deriva que pasa por la
derecha a la ultraderecha de nuestros días, teniendo en cuenta, además, la
convicción que lo guía: La idea de lo justo y de lo injusto no ha sido nunca
más que un delirio, al cual estamos atados por razones de conveniencia. Y
de ahí, en consecuencia, barbaridades como la que no tiene reparo en
manifestar: El único remedio para la miseria es la esterilidad de los
miserables, pero el orden para la muerte, el orden de los comerciantes y de los
sacerdotes, nos prohíbe incluso hablar de ello. […] En un mundo que la pobreza
amenaza, toda familia pobre agrega a la miseria, toda familia pobre es ya
criminal por el solo hecho de su existencia.
Sentado lo
anterior, no es de extrañar que su visión política coincida milimétricamente,
salvando tanta distancia temporal, con discursos que oímos día sí y al otro
también: Europa es rica y débil, la Historia nos enseña que el deber del
rico es ser más fuerte que el pobre o esperarse lo peor […] Estoy
convencido de que nos desengañaremos demasiado tarde y de que el Racismo tiene
futuro. […] Los Africanos y los Asiáticos descubrieron que el
Nacionalismo y el Racismo no les es ajeno, estos hombres marchan sobre nuestras
huellas y si esperamos que quieran desengañarse, nos volveremos sus siervos o
sus víctimas, nuestras mujeres sus prostitutas y nuestros bienes su botín.
Menos mal,
después de todo, que la catástrofe a la que descendemos será el fin del
Nacionalismo, y bien merecido lo tendrá, porque el Nacionalismo es el arte
de consolar a la masa de no ser más que una masa y de presentarle el espejo de
Narciso: nuestro futuro [la catástrofe]romperá ese espejo. Se mire como se
mire, un final apocalíptico que solo un humanismo renovado podrá impedir,
aunque el camino para lograrlo esté jalonado por guerras que adoptarán formas
que nos cuesta imaginar: El orden no es amigo de los hombres, se limita a
regentarlos, rara vez a civilizarlos, y aún más rara vez a humanizarlos. No
siendo infalible el orden, es a la guerra a quien corresponde un día reparar
sus faltas, y porque el orden continúa multiplicándolas más y más, vamos hacia
la guerra, la guerra y el futuro parecen inseparables. Esta es la única
certeza: la muerte es, en una palabra, el sentido de toda cosa y el hombre es
una cosa frente a la muerte, los pueblos lo serán de igual forma, la Historia
es una pasión y sus víctimas legión, el mundo, que nosotros habitamos, es el
Infierno moderado por la nada, donde el hombre, negándose a conocerse, prefiere
inmolarse, inmolarse como las especies animales demasiado numerosas, inmolarse
como los enjambres de langostas y como los ejércitos de ratas, imaginándose que
es más sublime morir, morir innumerable, que reconsiderar finalmente el mundo
que habita.
Gran entrada sobre un artista, como tantos, por mí desconocido.
ResponderEliminar"El mundo es feo, lo será cada vez más, los bosques caen bajo el hacha, las ciudades crecen engulléndolo todo, y por doquier los desiertos se extienden, los desiertos son también obra del hombre, la muerte del suelo es la sombra que las ciudades proyectan a la distancia, se une a eso en el presente la muerte del agua, después será la muerte del aire, pero el cuarto elemento, el fuego, subsistirá para que los otros sean vengados, es por el fuego que moriremos en nuestro turno".
No se puede hacer un diagnóstico más preciso.
Agradecido