domingo, 12 de mayo de 2019

«El crepúsculo de las ideologías», de Gonzalo Fernández de la Mora o la injusta preterición de un intelectual conservador.


      


Un ensayo visionario sobre la democracia  desde dentro del franquismo.
  
Leí hace muchos años El crepúsculo de las ideologías y me sorprendió en aquel entonces la crítica bien razonada a las ideologías como fuentes de sectarismo y confusión, y su inutilidad como receta para enfrentarse a los desafíos de sociedades complejas como la que el autor anticipa ya en fecha tan temprana como 1965, aunque fue corrigiendo  y ampliando el original en las sucesivas ediciones de una obra que, leída hoy, a más de medio siglo de distancia de cuando nació, no deja de tener una actualidad sorprendente, porque muchas de sus apreciaciones forman parte del debate político y sociopolítico en nuestros días.
Lo más chocante, sin duda es la propio evolución política del autor en relación con las ideas, muchas de ellas, de índole liberal, que ha sembrado en su breve tratado lleno de intuiciones muy acertadas y de sugerencias provechosas. Lo primero que se advierte en la lectura es la sólida formación del autor, lo que no es extraño si tenemos en cuenta que se licenció en Derecho y en Filosofía pura. Siguió la carrera diplomática, de cuya escuela sería Director al final de su carrera profesional, y sus frecuentes estancias en el extranjero le permitieron tener una visión del tema de su obra propiamente europea, alejada, por lo tanto, de la estrechez de la democracia orgánica franquista cuyas leyes fundamentales, sin embargo, él contribuyo a crear. Quizás por eso se opuso a la aceptación de la Constitución por el grupo político de Alianza Popular en el que se encuadró con la llegada de la Transición. Como dijo en frase ya célebre: «España no necesita constitución porque es un Estado perfectamente constituido». Ello mismo le condujo a escorarse hacia la ultraderecha en un grupúsculo escindido de AP que no tuvo ninguna presencia política. Desde esa posición política, sin embargo, se convirtió en un debelador de la Transición, según se recoge en su libro Los errores del cambio (1986), que no sé si habrá leído Pablo Manuel Iglesias, la verdad, dada su oposición coincidente al Régimen del 78, como el dirigente de Podemos lo llama.
         Ignoro si su obra Pensamiento español le habrá servido a Gregorio Luri como preciosa fuente para su reciente obra La imaginación conservadora, pero Fernández de la Mora llevo a sus páginas lo más sobresaliente de ese pensamiento conservador racionalista que se refugió en la revista Razón Española, editada por la Fundación Balmes, y que aún sigue editándose en la actualidad, dirigida por su hijo. No se trata de una revista “de partido”, ni del órgano oficial de una ideología -¡tendría su gracia, después de haber escrito el libro que nos ocupa!-, sino de una aportación humanística al pensamiento político y sociológico.
         Buena parte de los postulados que se recogen en la revista proceden de este breve tratado de ciencia política que disecciona desde una defensa de la razón científica y el predominio de los expertos el sistema democrático vigente en su época y que se refería más al que él contempló como diplomático en el extranjero que propiamente al sistema español, en modo alguno homologable con él, como bien hemos podido comprobar hasta que, tras la promulgación de la Constitución del 78, se nos consideró «aptos» para pasar a formar parte del selecto club europeo de democracias.
La crítica que Fernández de la Mora le hace al sistema democrático a través del predominio de las ideologías en la vida política, una muestra, para él, de total anacronismo que sirve de agente retardatario del desarrollo y del progreso material de las sociedades, llama extraordinariamente la atención por la lucidez de su planteamiento, el conocimiento de las fuentes clásicas del  pensamiento político y por un buen puñado de intuiciones que forman parte de algunos principios con que partidos de nuestro presente se han presentado a las elecciones generales y se presentan a las elecciones municipales, autonómicas y europeas de aquí a pocas semanas.
Hay en este libro una crítica de la masa y de cómo esta condiciona no solo las ideologías, sino también, vía sufragio, los modos poco efectivos de encarar los problemas sociales y, sobre todo, la solución más racional y efectiva a los mismos. El autor hace una precisa descripción antitética entre el entusiasmo como motor de las ideologías, y el razonamiento como elemento esencial del método científico que, a través de los expertos, ha de promover el auténtico «desarrollo», concepto que le parece a él, ¡en aquella época!, que identificaba el verdadero objetivo de la teoría política frente al marrullero y vago de las ideologías.
Que un ministro del gobierno de Franco, del último, además, encabece su análisis con una afirmación como esta: Necesitamos una gran cura de racionalización, nos da a entender que en él vamos a hallar algo muy distinto de lo que popularmente se ha entendido siempre como «franquismo», esto es,  una recopilación de la tradición tridentina que ha hecho suyo el beato y totalitario tradicionalismo español desde entonces. Que Fernández de la Mora perteneciera al ala tecnócrata del franquismo, en la órbita del «desarrollismo» del catalán Laureano López Rodó, permite entender ese afán racionalista que, desde una inequívoca asepsia ideológica, de ahí la tesis del libro, pretendía buscar, para ese desarrollo, las soluciones científicas que permitieran las mejores decisiones.
Está claro que, a su entender, las ideologías significan algo así como oscuros saberes nigrománticos que pretenden actuar en la sociedad a través de la alienación y no de la racionalidad del método científico, y de ahí la descalificación radical de las mismas, de todas, las conservadoras también:  Cuando se dice ideología se está aludiendo a lo que no es ni ciencia rigurosa ni sabiduría estricta. Esta distinción entre el saber cierto y el problemático, entre el exacto y el aproximativo, entre el razonado y el de emergencia, entre el puro y el interesado, es tan antigua como la especulación misma. El respeto de Fernández de la Mora hacia el lector adulto, formado, es, en consecuencia,  de una exquisita corrección clásica, por eso se agradecen en la lectura el tono, las referencias clásicas y la cortesía: Insistir en la caricatura es deslizarse por la línea de menor resistencia, es dar al lector no la verdad, sino lo que espera; no lo que le salva, sino lo que le divierte, aunque acabe por condenarle. No es extraño, por lo que llevo dicho, que el propio Fernández de la Mora, por la audacia de su planteamiento, se sintiera, de repente, en tierra de nadie, pero incluso en esa situación él tenía muy claro cuál había de ser su norte: Verse tachado de revolucionario por los reaccionarios y de reaccionario por los revolucionarios suele mover a la independencia. Y cuando la contradicción ambiente nos amenaza de desgarro, hemos de retornar a la consigna de Píndaro: «Sé tú mismo
Teniendo en cuenta la breve extensión del tratado, apenas 168 páginas, es una tentación renunciar a esta presentación e insistir a los lectores en que se acerquen a él, sin prejuicios, porque grande será su sorpresa y me lo acabarán agradeciendo. Con todo, fiel al lema de este cuaderno de bitácora cultural, “Alumbrado público”, trataré de resumir, con sus palabras, no con las mías, los puntos cardinales de su dotrina política. Toca, pues, ir al capítulo de las definiciones, porque en el libro se progresa, según mandan los cánones del método cientítico, a partir de definiciones que, a su autor, le parecen incontrovertibles, por supuesto. Comencemos, pues, por lo que Fernández de la Mora entiende por ideologías: Las ideologías son fatores de tensión social; pero vivimos una coyuntura de apatía política y de relajamiento. Las ideologías son extremosas y pugnaces; pero asistimos  una amalgama liberal-socialista. Las ideologías son patéticas y míticas; pero la política y la vida se están racionalizando velozmente. Las ideologías están emparentadas con las creencias; pero las religiones se interiorizan y depuran. Las ideologías proliferan en los niveles culturales modestos y en las coyunturas económicas críticas; pero nos encontramos ante una era de fabuloso desarrollo material y cultural. Y añade, más adelante: Las ideologías no se condenan por su mayor o menor falsedad, sino por su propia naturaleza, por ser ideologías, es decir subproductos degenerativos de una actividad mental vulgarizada y patetizada. No son ideas genuinas, y esta distinción es absolutamente capital (…) Son pseudoideas. Y el diagnóstico de la crisis se funda en los hechos mondos y lirondos. A través de la exposición razonada de De la Mora, podemos seguir el nacimiento de las ideologías y la naturaleza de las mismas, consideradas desde el punti de vista fiosofico. Así, desde su propio nombre: «Ideología» fue un helenismo puesto en circulación por Destutt de Tracy en una breve nota al pie de la introducción de sus Eleménts. La definió etimológicamente como «ciencia de las ideas», pero De la Mora no duda en emparentar esa oscura y poco científica «ciencia de las ideas» con precedentes filosóficos que nos ayudan a precisar el significado de las mismas. ¿Qué mejor, entones, que recurrir a los míticos idola de Bacon, los «ídolos de la tribu» que van a caracterizar las ideologías por su relación con el sentimiento y las emociones más que con el pensamiento:   Bacon define los idola como nociones erróneas que dificultan el hallazgo de la verdad y que provienen de la condición biológica, individual, social o culta del hombre. Son falacias recibidas que nublan el conocimiento. El racionalismo moderno eleva a la categoría de ídolo o prejuicio todas las creencias, las tradiciones e innúmeras opiniones a las que, ya entrado el siglo XIX, se empieza a llamar ideologías. Así cobra este vocablo su acepción flosóficamente negativa, como sinónimo de convicción inauténtica, irracional y, en definitiva, falsa.
Desde el comienzo del ensayo, De la Mora rechaza el análisis emotivo de la política y la Historia y se afilia al uso de la razón, que él asocia con la escolástica representada por Francisco Suárez: Ganivet, Unamuno, Baroja fueron una explosión sentimental y romántica: no un argumento frio, sino una voz patética. Lo que ahora necesitamos es, precisamente lo contrario, la suareziana racionalización [Recordemos, aunque sea a título anecdótico, que el jesuita Suárez fue uno de los primeros defensores de que la soberanía radicaba en todo el pueblo, no solo en la realeza]. Insiste mucho, el autor, en la idea de la vertiente apasionada de las ideologías a las que solo puede oponérseles el ejercicio de la razón: Las pugnas ideológicas, por su carácter pasional, simplista y multitudinario, son las menos propicias para la síntesis, el esclarecimiento y el diálogo. No son, propiamente, procesos hermenéuticos, sino endurecedores. Además del pluralismo ideológico hay el de las ideas, que es el que anima la auténtica vida intelectual. De hecho, son increíblemente contemporáneas las descripciones de los métodos ideológicos que se aprovechan del entusiasmo como herramienta social privilegiada para conseguir sus objetivos; porque, para él, la asunción de una ideología es fundamentalmente fáctica, volitiva y emocional. No es una meditación, sino una ilusión; no una convicción, sino una situación; no una conclusión, sino una pasión. De ahí que su carga emotiva, su inercia social y sus valores útiles acaben anulando a los elementos discursivos. Una ideología establecida es lo más parecido a un mito. Esté atento el intelector curioso a la clásica estructuración trimembre del párrafo y percibirá los elevados modelos expresivos de que se hace eco el autor, lo cual redunda, está claro, en el placer de la lectura, se compartan o no los postulados que defiende. Pero estábamos en lo de la emotividad de unas ideologías que, aun a pesar de ello no nacen para la discusión teórica, sino con el fin  práctico de devenir lo que comúnmente entendemos como un plan de gobierno de la sociedad.  Y en este punto es cuando conviene recordar la defensa que hace el autor de la nueva diciplina, la sociología científica, consolidada como principal auxiliar del discurso político, por los años en que escribe su tratado: los años 60 del pasado siglo, a pesar de que, como tal disciplina, naciera en el siglo XIX, con Auguste Comte. Frente a esa índole emotiva de las ideologías, el autor se declara partidaria, no tanto de la tecnocracia -aunque esta le parece el principal auxiliar de la obra de gobierno: han de ser los «expertos» quienes busquen las mejores fórmulas racionales para la acción de gobierno-, cuanto la ideocracia, que él define en estos términos: La solución propuesta no es la tecnocracia, sino la «ideocracia». No es un nuevo ideologismo, sino una posición antiideológica a secas. No es una desintelectualización, sino una superinteletualiación de la vida social. No es una deshumanización, sino una exaltación de lo más humano, porque lo propio del hombre es que, además de obrar por instintos y por emociones, puede obrar según ideas racionales.
Fernández de la Mora arremete con una particular inquina contra lo que de vulgarización y «plebeyismo» de las ideas encarnan las ideologías y el modelo de democracia liberal  en el que estas dominan: Las ideologías no son otra cosa que opiniones colectivas acerca del bien general. Y a las deficiencias anejas a esa primitiva forma de conocimiento que es la doxa hay que sumar el patetismo, el utopismo, la pugnacidad, la inautenticidad y el sectarismo de los estados de ánimo masivos. Como el vacío de una evidencia lo llena una opinión, el vacío de las ciencias sociales lo llena una ideología, o sea, una opinión colectiva, vulgarizada y radicalizada sobre la cosa pública. Se remonta a Parménides, y su clásica distinción entre la «aletheia», la vía de la verdad,  y la «doxa», la vía de la opinión, para justificar su posición. Por todo ello, no le parece desatinado al autor que la democracia representativa haya acabado -¡y esto lo defiende cuando en España estábamos aún lejos de experimentar ese desengaño de las democracias consolidadas!- siendo un sistema fallido: Lo cierto es que, como ya reconoció Rousseau, la voluntad general es irrepresentable. Hoy todo el mundo sabe o siente que entre el voto depositado en la urna y la ley promulgada e interponen tantos mecanismos arbitrarios que el elector se esfuma. El primer filtro es, incluso en los países de sufragio universal femenino, la eliminación de los menores de una cierta edad. El segundo es la delimitación de las circunscripciones electorales, ingenioso trámite que, mediante la transferencia de un distrito, puede inclinar la mayoría en un sentido o en otro. El tercero es la confección de las listas de candidatos, faena capital en la que el pueblo no interviene. El cuarto es el sistema de escrutinio, que por sí solo puede determinar los resultados finales. El sexto es la disciplina del partido, que impide a los diputados votar según el mandato de sus electores o el imperativo de su conciencia. El séptimo es el predominio de las comisiones de expertos en la elaboración de los proyectos de ley. Y el octavo es el cercenamiento de las facultades legislativas del Parlamento en beneficio de las del Gobierno, con el pretexto, de ordinario fundadísimo, de no interrumpir la gestión pública. (…) El esquema demoliberal de la representación no es verdad, es una ficción. Para fijar el poder casi omnímodo de las ideologías como soporte del sistema democrático, Fernández de la Mora recupera un concepto político que aportó la experiencia española a la politología internacional: el «integrismo», que él advierte en cualquier ideología fosilizada, digámoslo así, esto es, que se convierte en dogma muy alejado de la realidad que si por algo se caracteriza es por su transformación constante: «Integrismo» es una de las voces que la España contemporánea ha aportado al léxico político. No fue una invención anónima y popular, sino documentada y culta. El vocablo lo acuñó Ramon Nocedal cuando, hacia el año 1898, fundó el Partido Integrista. Su programa era un Estado teocrático, inquisitorial, republicano y enteramente sometido a las consignas religiosas y temporales de roma. (…) El integrismo ya no consiste en la adhesión al extinto partido nocedalista, sino en una calidad que pueden revestir las posiciones políticas, sea cual fuere su contenido afirmativo; en un talante desde el cual cabe vivir cualquier convicción. (…) El integrismo estriba en reducir lo complejo a lo simple, aun a riesgo de mutilarlo o de caricaturizarlo: es un mentís al distingo y a la veladura, a la precisión y a la complejidad. Es utópico y extremista; insensible a las correcciones circunstanciales y a las limitaciones de la realidad. (…) Los integrismo no han muerto, puesto que son la meta natural de toda ideología. Mao Tse-tung es la cabeza del integrismo marxista. El Ku-Klux-Klan es una especie de nacionalismo racista de un país superdesarrollado.
         Escrito desde una inequívoca perspectiva sociológica, El crepúsculo de las ideologías tiene la virtud anticipatoria de hablarnos, en 1965, de una sociedad que ha resultada ser, en buena medida, la nuestra de 2019. Leyéndolo, detecta el lector situaciones muy de nuestro presente, como el caso de la apatía política en quienes, más allá de las ideologías, buscan una Administración eficaz que les permita «ahorrarles» la decisión de identificarse casi religiosamente con unas u otras de las muchas que solicitan la atención de los «electores», más que, propiamente, la de unos «ciudadanos» libres y con espíritu crítico. Si a algo le teme una ideología es, ciertamente, a la libertad de crítica de a quienes pretende «capturar»: No es lo mismo la apatía política que el robinsonismo, la resignación o la insociabilidad. Se puede despreciar la política y respetar la gobernación, porque la «cosa pública» no equivale a la «cosa de los políticos» Entre la «res publica» y la «res politicorum» hay una distancia sideral. Solo hay que considerar el desprestigio actual de nuestra clase política, la famosa «casta», para advertir lo premonitorio del análisis de De la Mora. Porque muchos ciudadanos, hoy, confían más en la profesionalidad y probidad de los funcionarios públicos que en la actuación de unos políticos desacreditados por el escándalo inmoral de la corrupción:  El aumento de la confianza en la Administración. No es que se hayan volatilizado la recomendación y el cacicato; pero cada vez más, el gobernado ve en el funcionario un experto neutral, la pieza de un aparato que no reacciona a estímulos cordiales, sino reglados, mecánicos y bastante autónomos. Llegados a este punto, De la Mora se permite hacer sus pinitos neologísticos y se descuelga, con  un helenismo que aspira a consolidar como aportación a la teoría política: La salud de los Estados libres puede medirse por el grado de apartamiento de la «cratomaquia», ósea, de apatía política. A su juicio, cuanto mayor es el grado de desarrollo, mayor es la *cratomaquia popular, pues los ciudadanos confían en la rectitud de los administradores. Estamos a un paso, pues, del ideal que defiende De la Mora en el libro: el de la tecnocracia -aunque él prefiere hablar de la ideocracia, en la medida en que entiende por tal lo que ya hemos reseñado ut supra, lo que complementa con este perspicaz juicio: Contrariamente a lo que se ha supuesto, lo reaccionario no es el antiideologismo, sino las ideologías. Para la «ideocracia» o política de las ideas racionalizadas apenas tienen sentido las nociones de conservatismo y progresismo. La justa medida no es ni la antigüedad ni la novedad; es la verdad y la eficacia-, porque solo de las personas con una formación científica sólida pueden esperarse las mejores soluciones para los problemas sociales. Y hemos de recalcar -porque la idea popular sobre el franquismo es la de 40 años de absoluta ignorancia y corrupción, exclusivamente- que Fernández de la Mora perteneció a una generación formada en la solidez del conocimiento riguroso y que, en su caso particular, todo el libro es un elogio constante del pensamiento científico riguroso como herramienta imprescindible para hacer frente a las realidad complejas de la vida del país. De acuerdo con esta concepción hiperracionalista, a pesar de ser el autor persona de acendrada religiosidad y valores marcadamente tradicionalistas, es como hemos hemos de entender la concepción , y crítica, de esa perspectiva tecnocrática a la que Fernandez de la Mora saluda con las albricias de rigor, pero sin excluir una visión crítica que demuestra, ¡por si hiciera falta, después de todo lo leído!, la ecuanimidad del autor a la hora de juzgar cualesquiera soluciones para una complejidad tan peliaguda como la de la vida social y los conflictos de intereses constantes que se manifiestan en su seno:  Parece obvio que para resolver una ecuación de tercer grado, o para operar una retina, o para construir un puente,  o para defender un pleito, se requieran unos estudios previos. No obstante, los ideólogos insisten en que para resolver los complejos problemas que plantean hoy el regimiento de los pueblos basta una receta elemental y relativamente autodidacta. (…) Es natural que los legos en ciencias sociales sigan disfrazando su ignorancia tras las «chuletas» ideológicas. Son legión, y considerable es su fuerza retardataria. Sus oportunidades dependerán del nivel de las masas. A medida que estas descubran que hay expertos en los distintos sectores que afectan a los intereses públicos, los ideólogos irán cayendo, como no hace mucho los curanderos, en el descrédito general. (…) Lo primitivo y lo mágico son las ideologías; lo progrediente y lo eficaz, y por ello lo  más humano, son la ciencia política y el gobierno con el máximo posible de razón. Fernández de la Mora intuye, en aquellos años del desarrollismo español que tanto contribuyó a acercar el tardofranquismo al resto de sociedades de nuestro entorno que ese iba a ser el objetivo de cualesquiera gobiernos de cualquier signo: Sobre la faz de la tierra alborea con nitidez un renovado idea que, propiamente ni es nacionalista ni confesional, ni ideológico. Esa diana a la que ya apuntan todos los Estados, desde los recién nacidos a la soberanía hasta las grandes potencias reducidas al originario solar metropolitano, es el «desarrollo». (…) Estamos ante el motor primario de la humanidad en la era del átomo.(…) El desarrollo, a la vez que acelera los procesos de invención, producción y distribución de bienes, crea un clima noético e impulsa al hombre a proseguir la escalada de las pinas pendientes del logos. (…) El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón. Y retengamos esa dimensión humanística que le concede al desarrollo, materializada en lo que podríamos considerar un hermoso aforismo político: El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón, al que complementa a la perfección otra de esas ideas, de las muchas y brillantes que contiene el texto:  La dieciochesca fórmula de que «la ciencia es una lengua bien hecha» vale singularmente para los saberes sociales.
         Como es habitual en él, Fernánde de la Mora, rastrea los orígenes de los fenómenos políticos que estudia para fijar con propiedad el inicio de los mismo y calibrar de modo ecuánime las virtudes y defectos de los mismos. Así nos informa de que  el neologismo Technocraty lo lanzó, hacia 1920, un grupo de ingenieros norteamericanos acaudillados por un colega idealista, Howard Scott. Se inspiraban en un pensador bohemio, resentido y de gran talento, Thotstein Veblen, y, singularmente, en sus dos breves trabajos Una política de reconstrucción (1918) y Memorándum sobre un soviet práctico de técnicos (1921); lo cual, intuitivamente ya, nos da a entender, or tan somera descripción, que la «tecnocracia» no es solo una alternativa «virtuosa», a pesar de la especialización y competencia de quienes se presentan en la vida publica como os detentadortes de la razón científica, sino que también tiene un lado de sombra que pone en peligro la armonía social, al contribuir a la marginación de una veta social que es inseparable de nuestra definición como grupo humano: Los tecnócratas defendían la entrega del poder a los ingenieros, y la sustitución de la política por la tecnología. (…) El apoliticismo extremado es una forma de amoralismo, puesto que la Política, en cuanto saber de fines, no es son una rama de la Ética. Una cosa es la promoción del ingeniero y otra muy diferente la implantación de su dictadura y el exterminio de los sacerdotes, los filósofos, los juristas y los artistas. He aquí, pues, una muestra evidente de la fina sensibilidad humanista del autor, a pesar de su adscripción política a esa manera tecnocrática de encarar los retos sociales.
Hay en el libro, entre muchos otros aciertos sobre los que me temo que no me voy a poder extender, excepto que decida que sí y levante un muro de extensión insalvable entre mis intelectores y mis propuestas de lectura, una distinción que llamará poderosamente la atención de los intelectores de nuestros días: me refiero a la que hace el autor entre la autoridad y el poder, sobre todo en estos tiempos en que la principal autoridad del país, el Presidente del Gobierno, es autor de un fraude intelectual que lo descalifica académica y humanamente incluso para desempeñar el cargo político, pero en esta España de la renovada picaresca, ni eso siquiera es suficiente para que alguien tenga el decoro político que exige la limpieza inmaculada de un expediente académico para mantenerse en el poder. «El poder -escribe Maritain- es la fuerza que permite obligar a otros, mientras que la autoridad es el derecho a mandar.» Pero este planteamiento remite a la moral, puesto que envuelve un rotundo juicio de valor: la autoridad legitima al poder. Conviene, pus, definir qué es la «autoridad» para que nadie se llame a equívoco: La «autoridad» es la posesión en grado eminente de una virtud reconocida. A diferencia del «prestigio», requiere, más que una opinión publica favorable, una cualidad real del sujeto. (…) La autoridad es el producto de una actividad inmanente. Nace del propio perfeccionamiento en el saber o en el obrar. Es un hábito. El fundamento de la autoridad no se encuentra en los demás, sino en el mérito de uno mismo. ¡Ah, el viejo asunto de la meritocracia frente a la corrupción del nepotismo, amiguismo, el enchufismo, el caciquismo y todas esas manifestaciones que han distorsionado desgraciadamente en nuestro país la jerarquía de los méritos! Pero el autor tiene más que clara la distinción entre «poder» y «autoridad», y conviene que la recordemos con sus propias palabras:  En el poder se «está»; la autoridad se «tiene» o, más exactamente, se «es». El poder puede ser impersonal y residir en una institución; la autoridad es personal e intransferible. La autoridad solo podemos quitárnosla nosotros mismos; es constitutivamente autárquica. ¡Si será así, que nos trae el máximo ejemplo de autoridad para que nadie se llame a engaño: Y no se acrecienta la autoridad matando, sino, como Sócrates, rubricándola con el sacrificio! Se trata de dos mundos diametralmente opuestos, aunque cada uno de ellos alimenta riesgos ciertos que no se le escapan al autor:  Por su tendencia, el poder trata de perpetuarse y robustecerse. Y, lo decía Montesquieu, llega hasta donde le detienen. (…) Tiende a desligarse de todo precepto externo y a constituirse en razón última de sí mismo. (…) En cambio, la autoridad solo aspira a ser libremente reconocida. Exige la espontaneidad y abomina de la coacción. Ni el pensador ni el rapsoda quieren ser oídos a la fuerza. La autoridad, entregada a su dialéctica más desgarrada, no tiende a esclavizar a nadie; desemboca, por el contrario, en la soberbia del turrieburnismo y en el desinterés hacia el aplauso de las masas. En el límite, el poder político parece no dejar otra solución que hacerse matar, la revolución; la de la autoridad es la antípoda, hacerse rogar, la petición. El poder va hacia la dominación, y la autoridad hacia el ensimismamiento. (…) Dejado a sí mismo y desligado de tensores heterónomos, el poder resulta egoísta y, en definitiva, inmoral. Por eso decía lord Acton que el poder corrompe siempre, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Está clara, con todo, la opción del autor, dado que lo esencial de la autoridad es su dimensión ética:  La autoridad ha de ser ética, so pena de destruirse a sí misma. El egoísmo de la autoridad es constructivo, pasivo y honesto La autoridad maligna es una contradicción in terminis; la cual contrasta nítidamente con los desempeños de quien hace cualquier cosa, literalmente, con el solo objetivo de mantenerse en el poder: El hombre de autoridad no padece esa terrible angustia por la continuidad en el poder, que es la gran neurosis del político y que tantas veces le lleva a subordinar todo, incluidos los preceptos, a la personal permanencia en la soberanía. DE todo ello se sigue, casi como un corolario, la irracionalidad constitutiva del poder frente a la racionalización intrínseca de la autoridad:  Por su sujeto pasivo, el poder no es racional. El que lo obedece, aunque lo haya elegido, está inmediatamente movido por el temor.(…) El poder se inserta en la voluntad. La racionalidad es un rasgo accidental en el ejercicio concreto del poder, algo esforzadamente añadido. En cambio, la autoridad es acatada cuando es reconocida objetivamente. «Lo ha dicho X.» Nadie lo ha designado, nadie le teme; pero tiene autoridad.
No quiero dar por concluida esta presentación de un libro tan lleno de análisis sugerentes e intuiciones brillantes sin destacar uno de los factores más distorsionadores de las ideologías y de la vida política en general: el «entusiasmo». De hecho, en las últimas elecciones generales que hemos vivido, se multiplicaban los llamamientos de la diferentes ideologías a votar más con adhesión y «entusiasmo» que con la convicción de la razón. Así mismo, el «entusiasmo» es el fundamento de los actuales populismos y del resurgir del peor  nacionalismo de los y sufridos, ¡y cómo!, a partir de los años 20 y 30 del pasado siglo.
Fernández de la Mora, fiel a su método y fiado a su notabilísima cultura, fija, de buen comienzo, los antecedentes del concepto: Para Platón es «un estar fuera de sí», «una desviación como la enfermedad o el sueño»; es decir, un paréntesis de irreflexión.  (…) Kant: «el entusiasmo dificulta la libre consideración de los principios y en modo alguno puede merecer la aquiescencia de la razón». Por eso prefiere la Affektlosigkeit o flema. (…) Voltaire: «el entusiasmo se compagina maravillosamente con el espíritu de partido, es una devoción mal entendida, resulta incompatible con la razón es como el vino». Así pues, no es de extrañar que, para De la Mora, el entusiasmo frente al equilibrio reproduzca la antítesis entre la ideología y la razón científica:  El entusiasta tiende a ser apasionado, parcial, ingenuo, impermeable, obsesivo, dogmático, incongruente, alternante y elemental. En las antípodas están el equilibrio, la objetividad, el criticismo, la apertura, la duda, la consecuencia, el matiz; es decir, los valores más estrictamente racionales. El verdadero punto de partida filosófico es la curiosidad, no el entusiasmo. Por todo ello, y como bien hemos podido comprobar con lo sucedido en Cataluña desde hace siete años:  El entusiasmo es, en suma, la forma que tienen a revestir los sentimientos multitudinarios. (…) Un pueblo entusiasmado multiplica su agresividad y, en ocasiones, su eficacia. (…) Es tan dócil que se le puede conducir a cualquier parte, incluso al suicidio. (…) No necesita noticias, sino estímulos, por lo que se le puede mantener sin información fidedigna, e incluso al margen de los hechos, Se le sostiene, no con realidades, de ordinario arduas, sino simplemente con palabras. Tentado he estado de destacar este párrafo con negritas…, pues no, he caído en ella, ¡qué caramba! Es lo adecuado para esa manipulación política que enseguida nos desribe el autor:  La manipulación política del entusiasmo es eficaz; pero ¿es, además, deseable? Hay tres connotaciones que apuntan a una respuesta. En primer lugar, un pueblo entusiasmado es fácil presa de la tiranía Y la técnica gubernamental totalitaria es el entusiasmo  Las razones son obvias. Mando persona, predominio del activismo, la información como propaganda, anulación del diálogo, sustitución de la razones por las ilusiones, perpetuación de los estados excepcionales, imperio absoluto de la voluntad, colosalismo generalizado y apelación a la fantasía. En suma: la política como retórica y como patética. Es, literalmente, el estilo nazi. ¡Mas contemporáneo, imposible!
¿Cuál es la alternativa a ese entusiasmo colectivo? Pues el autor se adelanta incluso a lo que, años más tarde, caracterizaría a la Transición del 78, el consenso, que se plasmaría en aquel acuerdo de Estado que fueron Los pactos de la Moncloa y que constituyeron el primer paso para la modernización de España, un proceso basado, por supuesto, en los esfuerzos desarrollistas del tardofranquismo a cargo del grupo de «tecnocratas» que, desde dentro del Régimen franquista, prepararon, en parte, el país para poder dar ese salto adelante inmenso que supuso la integración total en Europa y la corrección de todos los errores autárquicos a que forzó tener un gobierno autoritario, en vez de uno democrático: Lo que en una sociedad desarrollada sustituye al entusiasmo colectivo es la tácita adhesión general o consenso. (…) El consenso es relativamente silencioso, está muy lejos del aspaviento, la exhibición y la alharaca, y, salvo en las coyunturas críticas, se manifiesta por omisión: el que cal la otorga, y quien acata sostiene. (…) El consenso es más estable que el entusiasmo, porque se alimenta de sobrios juicios y decisiones íntimas, y no necesita grandes volúmenes de combustibles patéticos. Como tiene por costumbre casi en cada capítulo, Fernández de la Mora suele acabar con un corolario que no solo resume el tema tratado, sino que destaca la posición humanista del autor: Lo más noble del saldo colectivo de la Humanidad, que es la ciencia, se ha hecho mediante el sereno consenso de la minoría sabia; pero los crímenes colectivos más atroces se han realizado en olor de populares entusiasmos.

Hay mucho «material», y muy interesante, que no desprecio, sino que propongo ya como lectura personal de cada cual, pero el análisis del pluriculturalismo o el de los sistemas electorales son de una actualidad absoluta, y supongo que leídos en aquella gris sociedad franquista de 1965 a muchos les sonaría a realidades ignotas, como en efecto eran, porque l democracia orgánica del franquismo en modo alguno era equiparable a las sociedades democráticas de nuestro entorno más cercano. Acabemos con la expresión de una idea que se ajusta como un guante a la queja que expresamos muchos ciudadanos respecto de nuestra vida política: plagada de «políticos profesionales» que ni han hecho una carrera académica y profesional seria y que solo son deudores de la demagogia de las escuelas de formación de sus ideologías respectivas: Los gobernantes ya no pueden reclutarse entre los aficionados a la retórica popular ni entre los diletantes de la política, sino entre los profesionales. Las supremas decisiones gubernativas solo cabe adoptarlas, con probabilidad de acierto, si se tienen en cuenta los dictámenes de equipos de especialistas. Ya no es lícito administrar con corazonadas y tanteos, o entregando la solución del problema al azar del sufragio universal. Hay que gobernar como se monta una fábrica: sabiendo lo que, según los últimos conocimientos, procede hacer. (…) La ideologías se baten en retirada ante la progresiva racionalización de la política. Están demasiado cerca del remedio casero y del conjuro mágico para que puedan sobrevivir a estas alturas del conocimiento científico. Ante el sociólogo, los ideólogos cobran un cierto aire de curanderos de masas. Y en esas estamos, a juzgar por los resultados de las últimas elecciones generales. Que el amor a la razón, a la profesionalización y a la autoridad nos amparen para las que vienen…


9 comentarios:

  1. La vindicación de la racionalidad en la política ha devenido patrimonio de los pensadores a los que el consenso sitúa en la inhóspita provincia de los reaccionarios, de la que nadie ha vuelto jamás (vg. Strauss y Voegelin). Es por ello llamativo que una crítica no menos fuerte e incluso más clara ha sido la llevada a cabo por Simone Weil en su On the Abolition of All Political Parties -digno de ser empozado, en mi humilde opinión-, merecidamente tenida por santa entre los intelectuales de progreso y especialmente irreprochable en estas tierras por haber venido a combatir el fascismo no desde una fundación para el fomento del progeso sino, ay, nada menos que cuando el fascismo combatía en los campos de batalla.

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    1. Gracias, don Rogelio, tomo buena nota del libro de Weil que, tan pronto lo encuentre en mis incursiones en el único friendly business que conozco, las librerías de segunda mano, leeré con gusto, sobre todo porque la estupenda provocación del libro lo merece. No sé si nuestro buen amigo Gregorio habrá incluido a De la Mora en su último libro, pero quizás debería. Al final me he quedado con la idea de que él mismo se consideraba un poco en terreno de nadie, execrado por unos y otros, aunque fiel a su pensamiento, por supuesto. Gracias por pasearse por estos predios...

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    2. A usted, D. Juan por su hospitalidad.
      Supongo que sí, porque GL también ha mencionado a Nocedal, pero hará muy bien si de GFdlM nada dice, que no gusta a los que mandan, y muy sabios varones han sido condenados al ostracismo del index por menos. Por ello felicito a usted por su valor y recomiendo prudencia, que son tiempos malos.
      Leí sobre Iberlibro en el blog de GL y he comprado allí sin problema varias veces; por si fuese de su interés:

      https://www.iberlibro.com/servlet/BookDetailsPL?bi=30195211670&searchurl=sortby%3D17%26an%3Dsimone%2Bweil&cm_sp=snippet-_-srp3-_-title11

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    3. Gracias por la referencia. La conocía. Cuando busco algún "raro", de esos que la digitalizacion de Google ofrece de imposible lectura, es frecuente que me aparezca su página web, muy nutrida.

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  2. Es la segunda ocasión que en estos días veo una referencia a este libro. Vi otra en un blog. La coincidencia me ha sorprendido mucho. He pensado que había habido una reedición de su obra pero parece que no es así. Otro libro de este autor parece tenerte como inspirador: La envidia igualitaria. El mal de nuestro tiempo: rechazar mérito y excelencia.

    En mis tiempos de militante - a pesar de mis disensiones profundas- en el marxismo leninismo allá por los años setenta cuando este libro debió ser publicado, los camaradas hacían chacota de este título en una época fuertemente ideológica y política. Hay que decir que también se mofaban de alguna mención a Aristóteles en las asambleas de facultad.

    Me asombra -y veo lógica- tu evolución de pensamiento que te lleva a acercarte al mundo conservador en lugar de a Gramsci o Togliatti, por ejemplo. Yo no me atrevo a tanto, pero sí que siento el aliento en mis reflexiones de inspiraciones que nada tienen que ver con mis orígenes. En algún sentido nuestra evolución no es disímil aunque por caminos profundamente alejados.

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    1. El "acercamiento" ha de entenderse como legítima curiosidad, y, de hecho, como una ausencia total de prejuicios. No me arredra enfrentarme a textos, por marcados que estén de tradicionalismo o conservadurismo, si me encuentro con una voz que razona desde una individualidad, no desde un catecismo, razón por la que jamás he podido leer ciertos textos de adoctrinamiento marxista y mucho menos nacionalcatólicos. Descubrir el liberalismo republicano fue acercarme a lo que me parece la solución más aceptable para liberarnos de los extremismos que nos hacen bailar al necio ritmo del cuadro de Goya de los dos hombres semienterrados batiéndose en duelo. No creo tener un "pensamiento político" definido, adscrito a una escuela de pensamiento ya existente. Picoteo aquí y allá y me quedo con lo razonable, y siempre, eso sí, con una defensa del Estado como "nivelador" social indispensable, y más en estos tiempos de trabajos cada vez peores y más precarios. De algunos pensadores utopistas me aparta precisamente el fuerte componente sectario y autoritario de sus planteamientos: la "revelación", que me los acerca mucho al catecismo que tuve que aprenderme de memoria para que me dieran mi primera hostia. Mucho de ese discurso sectario y autoritario se advierte en el feminismo exaltado, por ejemplo, incluso el defendido por la ministra Calvo, tan corto de entendederas y tan segregador. En fin, vamos leyendo, que de eso se trata...

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  4. Ahii se puede descargar intervenciones gratuitas d emuchos autores, no digamos de otros, como los que están ahi. Todos los discuros de entrada e intervencioens. Cosa que no tiene la RAL. Yo leo a izauerida yu derecha, he leido con placer , con mucho placer a Agustin Garcia Calvo.. Pero tambien a estos intelectuales de la dereha del pensamiento.. Hay un colaborador, ya que he visto el interesante intercambio, amigo de G.F de la Mora, José Lois Estevez, Ya murio, tiene su obra a disposicion de cualuiera, deasde la filosofia dle derecho a la poltiia, era un sabio con capacidad de proponer cosas novedosas en el derecho. www. horagar. es

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    1. Gracias por la referencia, tomo nota. Aunque mi "carnet de lecturas" está más que repleto, siempre acabo encontrando un hueco para pasearme por obras y autores que pueden acabar deparándome sorpresas de peso

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