Leí hace muchos años El
crepúsculo de las ideologías y me sorprendió en aquel entonces la crítica
bien razonada a las ideologías como fuentes de sectarismo y confusión, y su
inutilidad como receta para enfrentarse a los desafíos de sociedades complejas
como la que el autor anticipa ya en fecha tan temprana como 1965, aunque fue
corrigiendo y ampliando el original en
las sucesivas ediciones de una obra que, leída hoy, a más de medio siglo de
distancia de cuando nació, no deja de tener una actualidad sorprendente, porque
muchas de sus apreciaciones forman parte del debate político y sociopolítico en
nuestros días.
Lo más chocante, sin duda es la propio evolución política del
autor en relación con las ideas, muchas de ellas, de índole liberal, que ha
sembrado en su breve tratado lleno de intuiciones muy acertadas y de
sugerencias provechosas. Lo primero que se advierte en la lectura es la sólida
formación del autor, lo que no es extraño si tenemos en cuenta que se licenció
en Derecho y en Filosofía pura. Siguió la carrera diplomática, de cuya escuela
sería Director al final de su carrera profesional, y sus frecuentes estancias
en el extranjero le permitieron tener una visión del tema de su obra
propiamente europea, alejada, por lo tanto, de la estrechez de la democracia
orgánica franquista cuyas leyes fundamentales, sin embargo, él contribuyo a
crear. Quizás por eso se opuso a la aceptación de la Constitución por el grupo
político de Alianza Popular en el que se encuadró con la llegada de la
Transición. Como dijo en frase ya célebre: «España no necesita constitución
porque es un Estado perfectamente constituido». Ello mismo le condujo a
escorarse hacia la ultraderecha en un grupúsculo escindido de AP que no tuvo
ninguna presencia política. Desde esa posición política, sin embargo, se
convirtió en un debelador de la Transición, según se recoge en su libro Los errores del cambio (1986), que
no sé si habrá leído Pablo Manuel Iglesias, la verdad, dada su oposición
coincidente al Régimen del 78, como
el dirigente de Podemos lo llama.
Ignoro si su obra Pensamiento español le habrá servido a Gregorio Luri como preciosa
fuente para su reciente obra La
imaginación conservadora, pero Fernández de la Mora llevo a sus páginas lo
más sobresaliente de ese pensamiento conservador racionalista que se refugió en
la revista Razón Española, editada
por la Fundación Balmes, y que aún sigue editándose en la actualidad, dirigida
por su hijo. No se trata de una revista “de partido”, ni del órgano oficial de
una ideología -¡tendría su gracia, después de haber escrito el libro que nos
ocupa!-, sino de una aportación humanística al pensamiento político y
sociológico.
Buena parte de los postulados que se
recogen en la revista proceden de este breve tratado de ciencia política que
disecciona desde una defensa de la razón científica y el predominio de los
expertos el sistema democrático vigente en su época y que se refería más al que
él contempló como diplomático en el extranjero que propiamente al sistema
español, en modo alguno homologable con él, como bien hemos podido comprobar
hasta que, tras la promulgación de la Constitución del 78, se nos consideró
«aptos» para pasar a formar parte del selecto club europeo de democracias.
La crítica que Fernández de la Mora le hace al sistema
democrático a través del predominio de las ideologías en la vida política, una
muestra, para él, de total anacronismo que sirve de agente retardatario del
desarrollo y del progreso material de las sociedades, llama extraordinariamente
la atención por la lucidez de su planteamiento, el conocimiento de las fuentes
clásicas del pensamiento político y por
un buen puñado de intuiciones que forman parte de algunos principios con que
partidos de nuestro presente se han presentado a las elecciones generales y se
presentan a las elecciones municipales, autonómicas y europeas de aquí a pocas
semanas.
Hay en este libro una crítica de la masa y de cómo esta
condiciona no solo las ideologías, sino también, vía sufragio, los modos poco
efectivos de encarar los problemas sociales y, sobre todo, la solución más
racional y efectiva a los mismos. El autor hace una precisa descripción
antitética entre el entusiasmo como motor de las ideologías, y el razonamiento
como elemento esencial del método científico que, a través de los expertos, ha
de promover el auténtico «desarrollo», concepto que le parece a él, ¡en aquella
época!, que identificaba el verdadero objetivo de la teoría política frente al
marrullero y vago de las ideologías.
Que un ministro del gobierno de Franco, del último, además,
encabece su análisis con una afirmación como esta: Necesitamos una gran cura de racionalización, nos da a entender que
en él vamos a hallar algo muy distinto de lo que popularmente se ha entendido
siempre como «franquismo», esto es, una
recopilación de la tradición tridentina que ha hecho suyo el beato y
totalitario tradicionalismo español desde entonces. Que Fernández de la Mora
perteneciera al ala tecnócrata del franquismo, en la órbita del «desarrollismo»
del catalán Laureano López Rodó, permite entender ese afán racionalista que,
desde una inequívoca asepsia ideológica, de ahí la tesis del libro, pretendía
buscar, para ese desarrollo, las soluciones científicas que permitieran las
mejores decisiones.
Está claro que, a su entender, las ideologías significan algo
así como oscuros saberes nigrománticos que pretenden actuar en la sociedad a
través de la alienación y no de la racionalidad del método científico, y de ahí
la descalificación radical de las mismas, de todas, las conservadoras también: Cuando
se dice ideología se está aludiendo a lo que no es ni ciencia rigurosa ni
sabiduría estricta. Esta distinción entre el saber cierto y el problemático,
entre el exacto y el aproximativo, entre el razonado y el de emergencia, entre
el puro y el interesado, es tan antigua como la especulación misma. El
respeto de Fernández de la Mora hacia el lector adulto, formado, es, en
consecuencia, de una exquisita
corrección clásica, por eso se agradecen en la lectura el tono, las referencias
clásicas y la cortesía: Insistir en la
caricatura es deslizarse por la línea de menor resistencia, es dar al lector no
la verdad, sino lo que espera; no lo que le salva, sino lo que le divierte,
aunque acabe por condenarle. No es extraño, por lo que llevo dicho, que el
propio Fernández de la Mora, por la audacia de su planteamiento, se sintiera,
de repente, en tierra de nadie, pero incluso en esa situación él tenía muy
claro cuál había de ser su norte: Verse
tachado de revolucionario por los reaccionarios y de reaccionario por los
revolucionarios suele mover a la independencia. Y cuando la contradicción
ambiente nos amenaza de desgarro, hemos de retornar a la consigna de Píndaro:
«Sé tú mismo.»
Teniendo en cuenta la breve extensión del tratado, apenas 168
páginas, es una tentación renunciar a esta presentación e insistir a los
lectores en que se acerquen a él, sin prejuicios, porque grande será su
sorpresa y me lo acabarán agradeciendo. Con todo, fiel al lema de este cuaderno
de bitácora cultural, “Alumbrado público”, trataré de resumir, con sus
palabras, no con las mías, los puntos cardinales de su dotrina política. Toca,
pues, ir al capítulo de las definiciones, porque en el libro se progresa, según
mandan los cánones del método cientítico, a partir de definiciones que, a su
autor, le parecen incontrovertibles, por supuesto. Comencemos, pues, por lo que
Fernández de la Mora entiende por ideologías: Las ideologías son fatores de tensión social; pero vivimos una
coyuntura de apatía política y de relajamiento. Las ideologías son extremosas y
pugnaces; pero asistimos una amalgama
liberal-socialista. Las ideologías son patéticas y míticas; pero la política y
la vida se están racionalizando velozmente. Las ideologías están emparentadas
con las creencias; pero las religiones se interiorizan y depuran. Las
ideologías proliferan en los niveles culturales modestos y en las coyunturas
económicas críticas; pero nos encontramos ante una era de fabuloso desarrollo
material y cultural. Y añade, más adelante: Las ideologías no se condenan por su mayor o menor falsedad, sino por
su propia naturaleza, por ser ideologías, es decir subproductos degenerativos
de una actividad mental vulgarizada y patetizada. No son ideas genuinas, y esta
distinción es absolutamente capital (…) Son pseudoideas. Y el diagnóstico de la
crisis se funda en los hechos mondos y lirondos. A través de la exposición
razonada de De la Mora, podemos seguir el nacimiento de las ideologías y la
naturaleza de las mismas, consideradas desde el punti de vista fiosofico. Así,
desde su propio nombre: «Ideología» fue
un helenismo puesto en circulación por Destutt de Tracy en una breve nota al
pie de la introducción de sus Eleménts. La definió etimológicamente como
«ciencia de las ideas», pero De la Mora no duda en emparentar esa oscura y
poco científica «ciencia de las ideas» con precedentes filosóficos que nos
ayudan a precisar el significado de las mismas. ¿Qué mejor, entones, que
recurrir a los míticos idola de
Bacon, los «ídolos de la tribu» que van a caracterizar las ideologías por su
relación con el sentimiento y las emociones más que con el pensamiento:
Bacon define los idola como nociones erróneas que dificultan el hallazgo
de la verdad y que provienen de la condición biológica, individual, social o
culta del hombre. Son falacias recibidas que nublan el conocimiento. El
racionalismo moderno eleva a la categoría de ídolo o prejuicio todas las
creencias, las tradiciones e innúmeras opiniones a las que, ya entrado el siglo
XIX, se empieza a llamar ideologías. Así cobra este vocablo su acepción
flosóficamente negativa, como sinónimo de convicción inauténtica, irracional y,
en definitiva, falsa.
Desde el comienzo del ensayo, De la Mora rechaza el análisis
emotivo de la política y la Historia y se afilia al uso de la razón, que él
asocia con la escolástica representada por Francisco Suárez: Ganivet, Unamuno, Baroja fueron una
explosión sentimental y romántica: no un argumento frio, sino una voz patética.
Lo que ahora necesitamos es, precisamente lo contrario, la suareziana racionalización
[Recordemos, aunque sea a título anecdótico, que el jesuita Suárez fue uno de
los primeros defensores de que la soberanía radicaba en todo el pueblo, no solo
en la realeza]. Insiste mucho, el autor, en la idea de la vertiente apasionada
de las ideologías a las que solo puede oponérseles el ejercicio de la razón: Las pugnas ideológicas, por su carácter
pasional, simplista y multitudinario, son las menos propicias para la síntesis,
el esclarecimiento y el diálogo. No son, propiamente, procesos hermenéuticos,
sino endurecedores. Además del pluralismo ideológico hay el de las ideas, que
es el que anima la auténtica vida intelectual. De hecho, son increíblemente
contemporáneas las descripciones de los métodos ideológicos que se aprovechan
del entusiasmo como herramienta social privilegiada para conseguir sus
objetivos; porque, para él, la asunción
de una ideología es fundamentalmente fáctica, volitiva y emocional. No es una
meditación, sino una ilusión; no una convicción, sino una situación; no una conclusión,
sino una pasión. De ahí que su carga emotiva, su inercia social y sus valores
útiles acaben anulando a los elementos discursivos. Una ideología establecida
es lo más parecido a un mito. Esté atento el intelector curioso a la
clásica estructuración trimembre del párrafo y percibirá los elevados modelos
expresivos de que se hace eco el autor, lo cual redunda, está claro, en el
placer de la lectura, se compartan o no los postulados que defiende. Pero
estábamos en lo de la emotividad de unas ideologías que, aun a pesar de ello no
nacen para la discusión teórica, sino con el fin práctico de devenir lo que comúnmente
entendemos como un plan de gobierno de la sociedad. Y en este punto es cuando conviene recordar la
defensa que hace el autor de la nueva diciplina, la sociología científica,
consolidada como principal auxiliar del discurso político, por los años en que
escribe su tratado: los años 60 del pasado siglo, a pesar de que, como tal
disciplina, naciera en el siglo XIX, con Auguste Comte. Frente a esa índole
emotiva de las ideologías, el autor se declara partidaria, no tanto de la
tecnocracia -aunque esta le parece el principal auxiliar de la obra de
gobierno: han de ser los «expertos» quienes busquen las mejores fórmulas
racionales para la acción de gobierno-, cuanto la ideocracia, que él define en
estos términos: La solución propuesta no
es la tecnocracia, sino la «ideocracia». No es un nuevo ideologismo, sino una
posición antiideológica a secas. No es una desintelectualización, sino una
superinteletualiación de la vida social. No es una deshumanización, sino una
exaltación de lo más humano, porque lo propio del hombre es que, además de
obrar por instintos y por emociones, puede obrar según ideas racionales.
Fernández de la Mora arremete con una particular inquina
contra lo que de vulgarización y «plebeyismo» de las ideas encarnan las
ideologías y el modelo de democracia liberal
en el que estas dominan: Las
ideologías no son otra cosa que opiniones colectivas acerca del bien general. Y
a las deficiencias anejas a esa primitiva forma de conocimiento que es la doxa
hay que sumar el patetismo, el utopismo, la pugnacidad, la inautenticidad y el
sectarismo de los estados de ánimo masivos. Como el vacío de una evidencia lo
llena una opinión, el vacío de las ciencias sociales lo llena una ideología, o
sea, una opinión colectiva, vulgarizada y radicalizada sobre la cosa pública.
Se remonta a Parménides, y su clásica distinción entre la «aletheia», la vía de
la verdad, y la «doxa», la vía de la
opinión, para justificar su posición. Por todo ello, no le parece desatinado al
autor que la democracia representativa haya acabado -¡y esto lo defiende cuando
en España estábamos aún lejos de experimentar ese desengaño de las democracias
consolidadas!- siendo un sistema fallido: Lo
cierto es que, como ya reconoció Rousseau, la voluntad general es
irrepresentable. Hoy todo el mundo sabe o siente que entre el voto depositado
en la urna y la ley promulgada e interponen tantos mecanismos arbitrarios que
el elector se esfuma. El primer filtro es, incluso en los países de sufragio
universal femenino, la eliminación de los menores de una cierta edad. El
segundo es la delimitación de las circunscripciones electorales, ingenioso
trámite que, mediante la transferencia de un distrito, puede inclinar la
mayoría en un sentido o en otro. El tercero es la confección de las listas de
candidatos, faena capital en la que el pueblo no interviene. El cuarto es el
sistema de escrutinio, que por sí solo puede determinar los resultados finales.
El sexto es la disciplina del partido, que impide a los diputados votar según
el mandato de sus electores o el imperativo de su conciencia. El séptimo es el
predominio de las comisiones de expertos en la elaboración de los proyectos de
ley. Y el octavo es el cercenamiento de las facultades legislativas del
Parlamento en beneficio de las del Gobierno, con el pretexto, de ordinario
fundadísimo, de no interrumpir la gestión pública. (…) El esquema demoliberal
de la representación no es verdad, es una ficción. Para fijar el poder casi
omnímodo de las ideologías como soporte del sistema democrático, Fernández de
la Mora recupera un concepto político que aportó la experiencia española a la
politología internacional: el «integrismo», que él advierte en cualquier
ideología fosilizada, digámoslo así, esto es, que se convierte en dogma muy
alejado de la realidad que si por algo se caracteriza es por su transformación
constante: «Integrismo» es una de las
voces que la España contemporánea ha aportado al léxico político. No fue una
invención anónima y popular, sino documentada y culta. El vocablo lo acuñó Ramon
Nocedal cuando, hacia el año 1898, fundó el Partido Integrista. Su programa era
un Estado teocrático, inquisitorial, republicano y enteramente sometido a las
consignas religiosas y temporales de roma. (…) El integrismo ya no consiste en
la adhesión al extinto partido nocedalista, sino en una calidad que pueden
revestir las posiciones políticas, sea cual fuere su contenido afirmativo; en
un talante desde el cual cabe vivir cualquier convicción. (…) El integrismo
estriba en reducir lo complejo a lo simple, aun a riesgo de mutilarlo o de
caricaturizarlo: es un mentís al distingo y a la veladura, a la precisión y a
la complejidad. Es utópico y extremista; insensible a las correcciones circunstanciales
y a las limitaciones de la realidad. (…) Los integrismo no han muerto, puesto
que son la meta natural de toda ideología. Mao Tse-tung es la cabeza del
integrismo marxista. El Ku-Klux-Klan es una especie de nacionalismo racista de
un país superdesarrollado.
Escrito desde una inequívoca perspectiva sociológica, El crepúsculo de las ideologías tiene la
virtud anticipatoria de hablarnos, en 1965, de una sociedad que ha resultada
ser, en buena medida, la nuestra de 2019. Leyéndolo, detecta el lector
situaciones muy de nuestro presente, como el caso de la apatía política en
quienes, más allá de las ideologías, buscan una Administración eficaz que les
permita «ahorrarles» la decisión de identificarse casi religiosamente con unas
u otras de las muchas que solicitan la atención de los «electores», más que,
propiamente, la de unos «ciudadanos» libres y con espíritu crítico. Si a algo
le teme una ideología es, ciertamente, a la libertad de crítica de a quienes
pretende «capturar»: No es lo mismo la
apatía política que el robinsonismo, la resignación o la insociabilidad. Se
puede despreciar la política y respetar la gobernación, porque la «cosa
pública» no equivale a la «cosa de los políticos» Entre la «res publica» y la
«res politicorum» hay una distancia sideral. Solo hay que considerar el
desprestigio actual de nuestra clase política, la famosa «casta», para advertir
lo premonitorio del análisis de De la Mora. Porque muchos ciudadanos, hoy, confían
más en la profesionalidad y probidad de los funcionarios públicos que en la
actuación de unos políticos desacreditados por el escándalo inmoral de la
corrupción: El aumento de la confianza en la Administración. No es que se hayan
volatilizado la recomendación y el cacicato; pero cada vez más, el gobernado ve
en el funcionario un experto neutral, la pieza de un aparato que no reacciona a
estímulos cordiales, sino reglados, mecánicos y bastante autónomos.
Llegados a este punto, De la Mora se permite hacer sus pinitos neologísticos y
se descuelga, con un helenismo que
aspira a consolidar como aportación a la teoría política: La salud de los Estados libres puede medirse por el grado de
apartamiento de la «cratomaquia», ósea, de apatía política. A su juicio,
cuanto mayor es el grado de desarrollo, mayor es la *cratomaquia popular, pues los ciudadanos confían en la rectitud de
los administradores. Estamos a un paso, pues, del ideal que defiende De la Mora
en el libro: el de la tecnocracia -aunque él prefiere hablar de la ideocracia,
en la medida en que entiende por tal lo que ya hemos reseñado ut supra,
lo que complementa con este perspicaz juicio: Contrariamente a lo que se ha supuesto, lo reaccionario no es el
antiideologismo, sino las ideologías. Para la «ideocracia» o política de las
ideas racionalizadas apenas tienen sentido las nociones de conservatismo y
progresismo. La justa medida no es ni la antigüedad ni la novedad; es la verdad
y la eficacia-, porque solo de las personas con una formación científica
sólida pueden esperarse las mejores soluciones para los problemas sociales. Y
hemos de recalcar -porque la idea popular sobre el franquismo es la de 40 años
de absoluta ignorancia y corrupción, exclusivamente- que Fernández de la Mora
perteneció a una generación formada en la solidez del conocimiento riguroso y
que, en su caso particular, todo el libro es un elogio constante del pensamiento
científico riguroso como herramienta imprescindible para hacer frente a las
realidad complejas de la vida del país. De acuerdo con esta concepción
hiperracionalista, a pesar de ser el autor persona de acendrada religiosidad y
valores marcadamente tradicionalistas, es como hemos hemos de entender la
concepción , y crítica, de esa perspectiva tecnocrática a la que Fernandez de
la Mora saluda con las albricias de rigor, pero sin excluir una visión crítica
que demuestra, ¡por si hiciera falta, después de todo lo leído!, la ecuanimidad
del autor a la hora de juzgar cualesquiera soluciones para una complejidad tan
peliaguda como la de la vida social y los conflictos de intereses constantes
que se manifiestan en su seno: Parece obvio que para resolver una ecuación de
tercer grado, o para operar una retina, o para construir un puente, o para defender un pleito, se requieran unos
estudios previos. No obstante, los ideólogos insisten en que para resolver los
complejos problemas que plantean hoy el regimiento de los pueblos basta una
receta elemental y relativamente autodidacta. (…) Es natural que los legos en
ciencias sociales sigan disfrazando su ignorancia tras las «chuletas»
ideológicas. Son legión, y considerable es su fuerza retardataria. Sus oportunidades
dependerán del nivel de las masas. A medida que estas descubran que hay
expertos en los distintos sectores que afectan a los intereses públicos, los
ideólogos irán cayendo, como no hace mucho los curanderos, en el descrédito
general. (…) Lo primitivo y lo mágico son las ideologías; lo progrediente y lo
eficaz, y por ello lo más humano, son la
ciencia política y el gobierno con el máximo posible de razón. Fernández de
la Mora intuye, en aquellos años del desarrollismo español que tanto contribuyó
a acercar el tardofranquismo al resto de sociedades de nuestro entorno que ese iba
a ser el objetivo de cualesquiera gobiernos de cualquier signo: Sobre la faz de la tierra alborea con
nitidez un renovado idea que, propiamente ni es nacionalista ni confesional, ni
ideológico. Esa diana a la que ya apuntan todos los Estados, desde los recién
nacidos a la soberanía hasta las grandes potencias reducidas al originario
solar metropolitano, es el «desarrollo». (…) Estamos ante el motor primario de
la humanidad en la era del átomo.(…) El desarrollo, a la vez que acelera los
procesos de invención, producción y distribución de bienes, crea un clima
noético e impulsa al hombre a proseguir la escalada de las pinas pendientes del
logos. (…) El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón.
Y retengamos esa dimensión humanística que le concede al desarrollo,
materializada en lo que podríamos considerar un hermoso aforismo político: El desarrollo no es un materialismo; es el
humanismo de la razón, al que complementa a la perfección otra de esas
ideas, de las muchas y brillantes que contiene el texto: La
dieciochesca fórmula de que «la ciencia es una lengua bien hecha» vale
singularmente para los saberes sociales.
Como es habitual en él, Fernánde de la Mora, rastrea los orígenes
de los fenómenos políticos que estudia para fijar con propiedad el inicio de los
mismo y calibrar de modo ecuánime las virtudes y defectos de los mismos. Así
nos informa de que el neologismo Technocraty lo lanzó, hacia 1920, un grupo de ingenieros
norteamericanos acaudillados por un colega idealista, Howard Scott. Se
inspiraban en un pensador bohemio, resentido y de gran talento, Thotstein
Veblen, y, singularmente, en sus dos breves trabajos Una política de
reconstrucción (1918) y Memorándum
sobre un soviet práctico de técnicos
(1921); lo cual, intuitivamente ya, nos da a entender, or tan somera
descripción, que la «tecnocracia» no es solo una alternativa «virtuosa», a
pesar de la especialización y competencia de quienes se presentan en la vida
publica como os detentadortes de la razón científica, sino que también tiene un
lado de sombra que pone en peligro la armonía social, al contribuir a la
marginación de una veta social que es inseparable de nuestra definición como
grupo humano: Los tecnócratas defendían
la entrega del poder a los ingenieros, y la sustitución de la política por la
tecnología. (…) El apoliticismo extremado es una forma de amoralismo, puesto
que la Política, en cuanto saber de fines, no es son una rama de la Ética. Una
cosa es la promoción del ingeniero y otra muy diferente la implantación de su
dictadura y el exterminio de los sacerdotes, los filósofos, los juristas y los
artistas. He aquí, pues, una muestra evidente de la fina sensibilidad
humanista del autor, a pesar de su adscripción política a esa manera
tecnocrática de encarar los retos sociales.
Hay en
el libro, entre muchos otros aciertos sobre los que me temo que no me voy a
poder extender, excepto que decida que sí y levante un muro de extensión insalvable
entre mis intelectores y mis propuestas de lectura, una distinción que llamará poderosamente
la atención de los intelectores de nuestros días: me refiero a la que hace el
autor entre la autoridad y el poder, sobre todo en estos tiempos en que la
principal autoridad del país, el Presidente del Gobierno, es autor de un fraude
intelectual que lo descalifica académica y humanamente incluso para desempeñar
el cargo político, pero en esta España de la renovada picaresca, ni eso
siquiera es suficiente para que alguien tenga el decoro político que exige la
limpieza inmaculada de un expediente académico para mantenerse en el poder. «El poder -escribe Maritain- es la fuerza
que permite obligar a otros, mientras que la autoridad es el derecho a mandar.»
Pero este planteamiento remite a la moral, puesto que envuelve un rotundo
juicio de valor: la autoridad legitima al poder. Conviene, pus, definir qué
es la «autoridad» para que nadie se llame a equívoco: La «autoridad» es la posesión en grado eminente de una virtud
reconocida. A diferencia del «prestigio», requiere, más que una opinión publica
favorable, una cualidad real del sujeto. (…) La autoridad es el producto de una actividad inmanente. Nace del propio
perfeccionamiento en el saber o en el obrar. Es un hábito. El fundamento de la
autoridad no se encuentra en los demás, sino en el mérito de uno mismo. ¡Ah,
el viejo asunto de la meritocracia frente a la corrupción del nepotismo, amiguismo,
el enchufismo, el caciquismo y todas esas manifestaciones que han distorsionado
desgraciadamente en nuestro país la jerarquía de los méritos! Pero el autor
tiene más que clara la distinción entre «poder» y «autoridad», y conviene que
la recordemos con sus propias palabras: En el poder se «está»; la autoridad se
«tiene» o, más exactamente, se «es». El poder puede ser impersonal y residir en
una institución; la autoridad es personal e intransferible. La autoridad solo
podemos quitárnosla nosotros mismos; es constitutivamente autárquica. ¡Si
será así, que nos trae el máximo ejemplo de autoridad para que nadie se llame a
engaño: Y no se acrecienta la autoridad
matando, sino, como Sócrates, rubricándola con el sacrificio! Se trata de
dos mundos diametralmente opuestos, aunque cada uno de ellos alimenta riesgos
ciertos que no se le escapan al autor: Por su tendencia, el poder trata de
perpetuarse y robustecerse. Y, lo decía Montesquieu, llega hasta donde le
detienen. (…) Tiende a desligarse de todo precepto externo y a constituirse en
razón última de sí mismo. (…) En cambio, la autoridad solo aspira a ser
libremente reconocida. Exige la espontaneidad y abomina de la coacción. Ni el
pensador ni el rapsoda quieren ser oídos a la fuerza. La autoridad, entregada a
su dialéctica más desgarrada, no tiende a esclavizar a nadie; desemboca, por el
contrario, en la soberbia del turrieburnismo y en el desinterés hacia el
aplauso de las masas. En el límite, el poder político parece no dejar otra
solución que hacerse matar, la revolución; la de la autoridad es la antípoda,
hacerse rogar, la petición. El poder va hacia la dominación, y la autoridad
hacia el ensimismamiento. (…) Dejado
a sí mismo y desligado de tensores heterónomos, el poder resulta egoísta y, en
definitiva, inmoral. Por eso decía lord Acton que el poder corrompe siempre, y
que el poder absoluto corrompe absolutamente. Está clara, con todo, la
opción del autor, dado que lo esencial de la autoridad es su dimensión ética: La
autoridad ha de ser ética, so pena de destruirse a sí misma. El egoísmo de la
autoridad es constructivo, pasivo y honesto La autoridad maligna es una
contradicción in terminis; la cual contrasta nítidamente con los desempeños
de quien hace cualquier cosa, literalmente, con el solo objetivo de mantenerse
en el poder: El hombre de autoridad no
padece esa terrible angustia por la continuidad en el poder, que es la gran
neurosis del político y que tantas veces le lleva a subordinar todo, incluidos
los preceptos, a la personal permanencia en la soberanía. DE todo ello se sigue,
casi como un corolario, la irracionalidad constitutiva del poder frente a la
racionalización intrínseca de la autoridad:
Por su sujeto pasivo, el poder no
es racional. El que lo obedece, aunque lo haya elegido, está inmediatamente
movido por el temor.(…) El poder se inserta en la voluntad. La racionalidad es
un rasgo accidental en el ejercicio concreto del poder, algo esforzadamente
añadido. En cambio, la autoridad es acatada cuando es reconocida objetivamente.
«Lo ha dicho X.» Nadie lo ha designado, nadie le teme; pero tiene autoridad.
No
quiero dar por concluida esta presentación de un libro tan lleno de análisis sugerentes
e intuiciones brillantes sin destacar uno de los factores más distorsionadores
de las ideologías y de la vida política en general: el «entusiasmo». De hecho,
en las últimas elecciones generales que hemos vivido, se multiplicaban los
llamamientos de la diferentes ideologías a votar más con adhesión y «entusiasmo»
que con la convicción de la razón. Así mismo, el «entusiasmo» es el fundamento
de los actuales populismos y del resurgir del peor nacionalismo de los y sufridos, ¡y cómo!, a
partir de los años 20 y 30 del pasado siglo.
Fernández
de la Mora, fiel a su método y fiado a su notabilísima cultura, fija, de buen
comienzo, los antecedentes del concepto: Para
Platón es «un estar fuera de sí», «una desviación como la enfermedad o el
sueño»; es decir, un paréntesis de irreflexión. (…) Kant: «el entusiasmo dificulta la libre
consideración de los principios y en modo alguno puede merecer la aquiescencia
de la razón». Por eso prefiere la Affektlosigkeit o flema. (…) Voltaire: «el
entusiasmo se compagina maravillosamente con el espíritu de partido, es una
devoción mal entendida, resulta incompatible con la razón es como el vino».
Así pues, no es de extrañar que, para De la Mora, el entusiasmo frente al equilibrio
reproduzca la antítesis entre la ideología y la razón científica: El
entusiasta tiende a ser apasionado, parcial, ingenuo, impermeable, obsesivo,
dogmático, incongruente, alternante y elemental. En las antípodas están el
equilibrio, la objetividad, el criticismo, la apertura, la duda, la
consecuencia, el matiz; es decir, los valores más estrictamente racionales. El
verdadero punto de partida filosófico es la curiosidad, no el entusiasmo.
Por todo ello, y como bien hemos podido comprobar con lo sucedido en Cataluña desde
hace siete años: El entusiasmo es, en suma, la
forma que tienen a revestir los sentimientos multitudinarios. (…) Un pueblo
entusiasmado multiplica su agresividad y, en ocasiones, su eficacia. (…) Es tan
dócil que se le puede conducir a cualquier parte, incluso al suicidio. (…) No
necesita noticias, sino estímulos, por lo que se le puede mantener sin
información fidedigna, e incluso al margen de los hechos, Se le sostiene, no
con realidades, de ordinario arduas, sino simplemente con palabras. Tentado
he estado de destacar este párrafo con negritas…, pues no, he caído en ella,
¡qué caramba! Es lo adecuado para esa manipulación política que enseguida nos
desribe el autor: La manipulación política del entusiasmo es eficaz; pero ¿es, además,
deseable? Hay tres connotaciones que apuntan a una respuesta. En primer lugar,
un pueblo entusiasmado es fácil presa de la tiranía Y la técnica gubernamental
totalitaria es el entusiasmo Las razones
son obvias. Mando persona, predominio del activismo, la información como
propaganda, anulación del diálogo, sustitución de la razones por las ilusiones,
perpetuación de los estados excepcionales, imperio absoluto de la voluntad,
colosalismo generalizado y apelación a la fantasía. En suma: la política como
retórica y como patética. Es, literalmente, el estilo nazi. ¡Mas
contemporáneo, imposible!
¿Cuál
es la alternativa a ese entusiasmo colectivo? Pues el autor se adelanta incluso
a lo que, años más tarde, caracterizaría a la Transición del 78, el consenso,
que se plasmaría en aquel acuerdo de Estado que fueron Los pactos de la Moncloa
y que constituyeron el primer paso para la modernización de España, un proceso
basado, por supuesto, en los esfuerzos desarrollistas del tardofranquismo a cargo
del grupo de «tecnocratas» que, desde dentro del Régimen franquista, prepararon,
en parte, el país para poder dar ese salto adelante inmenso que supuso la
integración total en Europa y la corrección de todos los errores autárquicos a
que forzó tener un gobierno autoritario, en vez de uno democrático: Lo que en una sociedad desarrollada
sustituye al entusiasmo colectivo es la tácita adhesión general o consenso. (…)
El consenso es relativamente silencioso, está muy lejos del aspaviento, la
exhibición y la alharaca, y, salvo en las coyunturas críticas, se manifiesta
por omisión: el que cal la otorga, y quien acata sostiene. (…) El consenso es
más estable que el entusiasmo, porque se alimenta de sobrios juicios y
decisiones íntimas, y no necesita grandes volúmenes de combustibles patéticos.
Como tiene por costumbre casi en cada capítulo, Fernández de la Mora suele
acabar con un corolario que no solo resume el tema tratado, sino que destaca la
posición humanista del autor: Lo más
noble del saldo colectivo de la Humanidad, que es la ciencia, se ha hecho
mediante el sereno consenso de la minoría sabia; pero los crímenes colectivos
más atroces se han realizado en olor de populares entusiasmos.
Hay
mucho «material», y muy interesante, que no desprecio, sino que propongo ya
como lectura personal de cada cual, pero el análisis del pluriculturalismo o el
de los sistemas electorales son de una actualidad absoluta, y supongo que
leídos en aquella gris sociedad franquista de 1965 a muchos les sonaría a
realidades ignotas, como en efecto eran, porque l democracia orgánica del
franquismo en modo alguno era equiparable a las sociedades democráticas de
nuestro entorno más cercano. Acabemos con la expresión de una idea que se ajusta
como un guante a la queja que expresamos muchos ciudadanos respecto de nuestra
vida política: plagada de «políticos profesionales» que ni han hecho una
carrera académica y profesional seria y que solo son deudores de la demagogia
de las escuelas de formación de sus ideologías respectivas: Los gobernantes ya no pueden reclutarse
entre los aficionados a la retórica popular ni entre los diletantes de la
política, sino entre los profesionales. Las supremas decisiones gubernativas
solo cabe adoptarlas, con probabilidad de acierto, si se tienen en cuenta los
dictámenes de equipos de especialistas. Ya no es lícito administrar con
corazonadas y tanteos, o entregando la solución del problema al azar del
sufragio universal. Hay que gobernar como se monta una fábrica: sabiendo lo
que, según los últimos conocimientos, procede hacer. (…) La ideologías se baten en retirada ante la progresiva
racionalización de la política. Están demasiado cerca del remedio casero y del
conjuro mágico para que puedan sobrevivir a estas alturas del conocimiento
científico. Ante el sociólogo, los ideólogos cobran un cierto aire de
curanderos de masas. Y en esas estamos, a juzgar por los resultados de las
últimas elecciones generales. Que el amor a la razón, a la profesionalización y
a la autoridad nos amparen para las que vienen…
La vindicación de la racionalidad en la política ha devenido patrimonio de los pensadores a los que el consenso sitúa en la inhóspita provincia de los reaccionarios, de la que nadie ha vuelto jamás (vg. Strauss y Voegelin). Es por ello llamativo que una crítica no menos fuerte e incluso más clara ha sido la llevada a cabo por Simone Weil en su On the Abolition of All Political Parties -digno de ser empozado, en mi humilde opinión-, merecidamente tenida por santa entre los intelectuales de progreso y especialmente irreprochable en estas tierras por haber venido a combatir el fascismo no desde una fundación para el fomento del progeso sino, ay, nada menos que cuando el fascismo combatía en los campos de batalla.
ResponderEliminarGracias, don Rogelio, tomo buena nota del libro de Weil que, tan pronto lo encuentre en mis incursiones en el único friendly business que conozco, las librerías de segunda mano, leeré con gusto, sobre todo porque la estupenda provocación del libro lo merece. No sé si nuestro buen amigo Gregorio habrá incluido a De la Mora en su último libro, pero quizás debería. Al final me he quedado con la idea de que él mismo se consideraba un poco en terreno de nadie, execrado por unos y otros, aunque fiel a su pensamiento, por supuesto. Gracias por pasearse por estos predios...
EliminarA usted, D. Juan por su hospitalidad.
EliminarSupongo que sí, porque GL también ha mencionado a Nocedal, pero hará muy bien si de GFdlM nada dice, que no gusta a los que mandan, y muy sabios varones han sido condenados al ostracismo del index por menos. Por ello felicito a usted por su valor y recomiendo prudencia, que son tiempos malos.
Leí sobre Iberlibro en el blog de GL y he comprado allí sin problema varias veces; por si fuese de su interés:
https://www.iberlibro.com/servlet/BookDetailsPL?bi=30195211670&searchurl=sortby%3D17%26an%3Dsimone%2Bweil&cm_sp=snippet-_-srp3-_-title11
Gracias por la referencia. La conocía. Cuando busco algún "raro", de esos que la digitalizacion de Google ofrece de imposible lectura, es frecuente que me aparezca su página web, muy nutrida.
EliminarEs la segunda ocasión que en estos días veo una referencia a este libro. Vi otra en un blog. La coincidencia me ha sorprendido mucho. He pensado que había habido una reedición de su obra pero parece que no es así. Otro libro de este autor parece tenerte como inspirador: La envidia igualitaria. El mal de nuestro tiempo: rechazar mérito y excelencia.
ResponderEliminarEn mis tiempos de militante - a pesar de mis disensiones profundas- en el marxismo leninismo allá por los años setenta cuando este libro debió ser publicado, los camaradas hacían chacota de este título en una época fuertemente ideológica y política. Hay que decir que también se mofaban de alguna mención a Aristóteles en las asambleas de facultad.
Me asombra -y veo lógica- tu evolución de pensamiento que te lleva a acercarte al mundo conservador en lugar de a Gramsci o Togliatti, por ejemplo. Yo no me atrevo a tanto, pero sí que siento el aliento en mis reflexiones de inspiraciones que nada tienen que ver con mis orígenes. En algún sentido nuestra evolución no es disímil aunque por caminos profundamente alejados.
El "acercamiento" ha de entenderse como legítima curiosidad, y, de hecho, como una ausencia total de prejuicios. No me arredra enfrentarme a textos, por marcados que estén de tradicionalismo o conservadurismo, si me encuentro con una voz que razona desde una individualidad, no desde un catecismo, razón por la que jamás he podido leer ciertos textos de adoctrinamiento marxista y mucho menos nacionalcatólicos. Descubrir el liberalismo republicano fue acercarme a lo que me parece la solución más aceptable para liberarnos de los extremismos que nos hacen bailar al necio ritmo del cuadro de Goya de los dos hombres semienterrados batiéndose en duelo. No creo tener un "pensamiento político" definido, adscrito a una escuela de pensamiento ya existente. Picoteo aquí y allá y me quedo con lo razonable, y siempre, eso sí, con una defensa del Estado como "nivelador" social indispensable, y más en estos tiempos de trabajos cada vez peores y más precarios. De algunos pensadores utopistas me aparta precisamente el fuerte componente sectario y autoritario de sus planteamientos: la "revelación", que me los acerca mucho al catecismo que tuve que aprenderme de memoria para que me dieran mi primera hostia. Mucho de ese discurso sectario y autoritario se advierte en el feminismo exaltado, por ejemplo, incluso el defendido por la ministra Calvo, tan corto de entendederas y tan segregador. En fin, vamos leyendo, que de eso se trata...
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAhii se puede descargar intervenciones gratuitas d emuchos autores, no digamos de otros, como los que están ahi. Todos los discuros de entrada e intervencioens. Cosa que no tiene la RAL. Yo leo a izauerida yu derecha, he leido con placer , con mucho placer a Agustin Garcia Calvo.. Pero tambien a estos intelectuales de la dereha del pensamiento.. Hay un colaborador, ya que he visto el interesante intercambio, amigo de G.F de la Mora, José Lois Estevez, Ya murio, tiene su obra a disposicion de cualuiera, deasde la filosofia dle derecho a la poltiia, era un sabio con capacidad de proponer cosas novedosas en el derecho. www. horagar. es
ResponderEliminarGracias por la referencia, tomo nota. Aunque mi "carnet de lecturas" está más que repleto, siempre acabo encontrando un hueco para pasearme por obras y autores que pueden acabar deparándome sorpresas de peso
Eliminar