lunes, 17 de febrero de 2025

«Genealogía de los sosos», de Dimas Mas.


François Damiens en La delicadeza.

Un fragmento de la primera novela de Dimas Mas: Poliantea.

 

DIMAS ME DICE QUE NO ME PREOCUPE, QUE ESCRIBA CON TODA LIBERTAD, como si con lo escrito no se hubieran de entretener otros ojos que los míos y los suyos. Insiste mucho en que escriba sin complejos, que lo que precede a mi contribución, y lo que después le seguirá, no son sino pasatiempos. ¿Cómo dijo él? Ah, sí: “insípidos zumos del ocio”. Advertencias todas ellas innecesarias: ¡como si yo pudiera escribir de otro modo que del que escribo! La verdad es que estoy arrepentido, ¡y apenas he comenzado!: me ha engaratusado de mala manera, como solo él sabe hacerlo. En fin, ya que estoy puesto, lo mejor será, para bien de todos, cumplir el compromiso con la mayor brevedad y concisión deseables; que no son previsibles, si nos atenemos a la índole del tema sobre el que (¡en mala hora!) he aceptado escribir estas líneas.

El ser soso no consiente definición: este es el Himalaya de mi empeño. De consentirla, satisficiera yo mi deuda en un decir amén. Aunque Dimas me invita a hacerlo, no veo yo con buenos ojos eso de ponerme como ejemplo y, en consecuencia, hablar de mí; pero habré de vencer mi repugnancia si quiero dar cima a mi empresa, y ello no por cosa distinta de mi verdadero deseo: rescatar cuanto antes la tranquilidad; ser, de nuevo, dueño avaro de mi intimidad.

Ser soso no es algo que se escoja: estoy convencido de que se nace soso como, pongamos por caso, se nace emprendedor, pelirrojo, patizambo, braquicéfalo o abúlico. El soso, a diferencia del loco, percibe, ya desde niño, que lo es; y sabe que habrá de serlo, además, para el resto de su vida. De ello no se sigue ningún drama, porque esa condición es irreversible e incompatible (¿pues no estaba tentado de escribir que por definición...?) con aquel: ¿cómo sufrir por ser ajeno al sufrimiento…? No se ha de creer, sin embargo, que el soso es un ser indiferente, que vive de espaldas a la realidad; de hecho, es muy frecuente encontrarse con sosos en puestos de responsabilidad, pública o privada: la sosería actúa como un aval de seriedad, y, no pocas veces, de supuesta (aunque no siempre bien fundada) competencia.

Las relaciones interpersonales: esta es la fuente de donde manan los tibios desasosiegos de los sosos. Para nadie debería ser un secreto que los sosos estamos marginados en una sociedad como la española, tan devota de la gracia, de la sal. Y yo no niego nuestra posible cuota de responsabilidad, dada la dificultad de trato que supone la sosería, de la que (¡no se olvide!) somos víctimas inocentes; pero siempre, teniendo en cuenta lo anterior, me parecerá excesiva esa respuesta humillante que es la marginación.

Tuve yo hace tiempo la peregrina idea, la quimérica idea, de fundar un club de sosos, del mismo modo que los hay de solteros, divorciados, cazadores, ajedrecistas, colombófilos o nazarenos, y si no lo hice fue porque la sosería no induce a la asociación y porque, a mi modo de ver, el soso aún no ha tomado conciencia (¡hasta cuándo!) de la marginación social en que vive. De entre esas relaciones interpersonales destaca, por las escasas posibilidades que tenemos los sosos de acceder a ella, la que se establece en términos de seducción amorosa. Sosos y sosas, en ese sentido, lo tenemos, como se dice vulgarmente, muy crudo. No imposible, claro, pues la inclinación afectiva es (esta sí que por definición) caprichosa; y a veces la sosería es un atractivo plano sobre el que apoyar esa inclinación por la que se deslice el nutritivo matalotaje (también, Dimas, tiene esta otra acepción…) de ternezas con que sostener el alma y el cuerpo en la travesía de la vida. Atajo la lógica objeción: como polos del mismo signo, que se repelen, así nos está vedado a sosos y sosas establecer esas relaciones amorosas entre nosotros; la experiencia lo demuestra: cuantas veces se ha intentado, los sosos emparejados han acabado por hastiarse uno del otro y por arruinar su convivencia hasta el inevitable extremo de tener que recobrar su soltería, esto es, su soledad.

Aunque por dos veces la soledad haya sido mencionada, de manera que pudiera entenderse como un trágico destino, no es en modo alguno así. Si supiera explicarme con claridad (¡Dimas, socórreme!), quizá no necesitara repetir ahora que el soso, fundamentalmente, es un ser acomodado a su suerte, resignado a ella. No viene a cuento, pero conozco a un soso llamado –y ya es ironía– Amador. Pues bien, nadie jamás, según él confiesa, ha relacionado su nombre con el amor, ¡ni él mismo!, todo lo más con dorado, o la ciudad marroquí…; así están las cosas.

Los sosos no somos fácilmente reconocibles a primera vista, lo que nos diferencia profundamente de los locos, así como de los bobos y también de los ñoños y los zonzos, aunque con estos últimos (¡qué le vamos a hacer!) las diferencias se adelgazan hasta un punto de sutileza tal que sólo los sosos somos capaces de percibirlas. Sin duda, Dimas le hubiera sacado punta (¡ánimo!) a esta curiosidad léxica: loco, tonto, bobo, ñoño, zonzo, soso…; como si la O nos encadenara, aun siendo tan distintos, a unos con otros; o como si fuera la sangre negativa de una familia cuyos miembros se ignoran mutuamente; ya digo, Dimas, a buen seguro, le hubiera sacado la punta que mi torpeza (¿o mi *sosez, que, aun inexistente, prefiero a sosería?) no ha podido.

Decía que no se nos reconoce fácilmente, y eso es verdad siempre y cuando no exista trato alguno, por superficial que sea, con nosotros: en este caso pronto se nos descubre, se nos marca y se nos evita, como ya dije. Muy a menudo, el soso es confundido con un aquejado de úlcera gástrica; pero ese se debe a la escasísima sensibilidad discernidora del común de los mortales, no sujetos, en su mayoría, a una oprobiosa marginación como la nuestra.

¿Virtudes? La principal de ellas, la más perceptible, es que los sosos somos muy pacíficos; un pacifismo que nace de nuestra seña de identidad más querida: la tolerancia. Sucede, no obstante, que ese bonancible carácter que nos es propio muy a menudo se toma por mansedumbre de cabestro, de ahí que no pueda considerarse paradoja nuestra enérgica reacción, lindante si es preciso con la violencia, contra tamaña equivocación de juicio, o intento de abuso; ni es el panfilismo religión en la que militemos con ciego acatamiento y humilde servidumbre: quede bien claro, para aviso de vivales y maulas sin escrúpulos.

¡Cuantísimas veces, sin embargo, preferimos los sosos no hacer caso y dejar que los necios mastiquen su necedad hasta morderse la lengua o desangrarse las encías! Mal que bien, he evitado hasta ahora lo que mucho me temía que habría de hacer: hablar de mí; aunque indirectamente lo haya hecho al incluirme en ese inevitable plural del que formo parte solidaria. Esta reticencia a mostrarse, a publicar la intimidad, no es exclusiva de los sosos, pero sí un rasgo fundamental de nuestro carácter; junto con la notoria ausencia de curiosidad por la intimidad de los demás. Es por ello (te pongas Dimas como te pongas) por lo que voy yo a poner, por mi parte, el punto final a esta superficial descripción del ser de los sosos, antes de que la inercia de estas líneas degenere en inepcia, ¿o ha ocurrido ya?

 

 

2 comentarios:

  1. Estoy lleno de meandros, y encima escribo, y ya está dicho todo, me pierdo siguiéndome a mí mismo. A.Caraco
    (Nada sabía de él hasta que Ud. me lo descubrió; todo un hallazgo. Perfecto , exquisito, profético, profundo y desoladoramente maldito)

    Al igual que él, digo Caraco, Ud también discurre meándricamente por un paisaje de letras e ideas que de soso nada tiene... Hay que ser artista y grande para poder divagar tanto sobre un tema tan exiguo... Sólo eso puede conseguir alguien dotado de múltiples aromas que no permiten sosera alguna, diría yo.
    Gracias

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    1. Gracias, Juan Miguel. A mí me lo descubrió Luis Valdesueiro y su "olfato" literario es el mejor que he conocido nunca. Gracias a él leí el Tristram Shandy de Stern, que es un libro incatalogable. Respecto de mi "genealogía", bien se echa de ver que hay algo de ejercicio de estilo, muy propio de aquella obra primeriza, pero a la que le tengo mucho afecto, como se le tiene siempre al primer libro publicado, por supuesto. Un abrazo.

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